LOS QUE NO SON SANTOS
La Iglesia
católica ha reconocido una gran cantidad de santos en todo el
mundo. Éstos han sobresalido no tanto por hacer cosas
extraordinarias, sino más bien, por hacer de lo ordinario algo
extraordinario. Los santos han demostrado que la vida puede dar fruto a
pesar de las heridas y lesiones, de los fracasos y desgarramientos sin
que nos destruyan. No sólo por méritos propios,
más bien porque se han acogido a la gracia de Dios. A estas
personas la Iglesia les ha dado el título de santos.
En la historia del cristianismo, las personas se han
dirigido a los santos siempre que se encuentran en apuros. Han
levantado iglesias en su honor, y han peregrinado hasta ellas para
implorar ayuda en sus tribulaciones. Los santos no son obradores de
milagros, sino sólo intercesores ante Dios, de aquellas personas
que piden ayuda en medio de su necesidad. En cierta manera, los santos
ayudan a los demás para que obtengan algún favor de parte
de Dios. Y esta no es una idea de nuestros tiempos, ya la Sagrada
Escritura lo menciona, por ejemplo, la gran cantidad de milagros que
realizaban los Apóstoles. Los santos son, en cierto modo, un
prisma a través del cual contemplamos la acción salvadora
y liberadora de Dios, un signo de esperanza que nos anima a
alcanzar la meta del encuentro con Dios.
Pero no debemos dejarnos confundir con el gran
número de figuras populares que pronto ganan fama de
«santidad». Muchas de estas figuras son engrandecidas por
comentarios de diferentes tipos de personas –hasta de no creyentes– y
con versiones diferentes, casi siempre exageradas.