SAN FLORENCIO DE
ESTRASBURGO
7 de noviembre
675 d.C.
Fue San
Florencio distinguido por su nacimiento, pero mucho más por el
desprecio que hizo de las honras y estimaciones del mundo. Embebido en
el espíritu de la Religión cristiana aborrecía la
vanidad del mundo; pero siendo dificultoso vivir en medio del mundo, y
no dejarse llevar de la corriente, escogió Florencio el partido
más seguro, que es sin duda el de la Religión.
Eligió la de San Benito para consagrarse a Dios. Esta
Órden no está tan únicamente dedicada al ejercicio
de la contemplación y de la soledad, que alguna vez no permita
alternarlo con el misnisterio de la predicación. Sabiendo
Florencio que tres monjes, Arbogasto, Teodato e Hidulfo habian resuelto
seguir esta vocación con el fin de ganar almas para Jesucristo,
se asoció a ellos en el ministerio apostólico, y
pasó a la Alsacia, donde hizo muchas conversiones.
Pero siendo estrecho aquel campo a la dilatación de
su celo, se extendió también a las provincias comarcanas
que regó con sus sudores, y cultivó con sus
apostólicas fatigas. Por este tiempo fue nombrado San Arbogasto
para el Obispado de Estrasburgo, con cuya ocasión San Florencio
se retiró al bosque de Haslen, y en él se dedicó a
la vida solitaria. Ocupábase principalmente en la oracion, la
que sólo interrumpía para dedicarse algunas horas al
trabajo de manos. Cultivaba con las suyas una reducida huerta, de cuyos
frutos se sustentaba. Faltábale habitación y quiso
fabricarla; pero a la moda de los verdaderos solitarios.
Con este motivo sucedió un caso singular: Habiendo
fabricado nuestro solitario una pobre choza o una estrecha celdilla
para su habitación, salían del bosque los brutos y las
fieras, y a su vista, ciencia y paciencia le echaban por tierra todo su
trabajo. Como el Santo no tenía armas para espantarla, ni
instrumento o mueble alguno de caza con que defenderse de aquella
guerra cotidiana, no sabía qué hacer, ni qué medio
tomar para contener aquella especie de conjuración; pero
mandó en nombre del Señor a toda aquella tropa de brutos
y de fieras que se juntasen a la puerta de su choza, y que ninguno
desamparase el puesto sin su órden expresa. Fue puntualmente
obedecido, y todo aquel feroz vulgacho, amotinado antes con su trabajo,
quedó tranquilo, manso y apacible a la voz de su precepto.
Sucedió por este tiempo que hallándose el
Rey Dagoberto en su palacio de Kyrchein, salió a una batida,
pero con tanta desgracia, que habiendo corrido la mayor parte del
bosque, no se descubrió ni el vestigio de una fiera.
Insensiblemente llegaron los batidores a la gruta de nuestro Santo, y
quedaron todos sorprendidos cuando vieron una multitud de fieras, que
sin espantarse de los perros ni de los cazadores se mantenían
quietas, sosegadas y seguras bajo la protección del nuevo
Adán.
Era como un vivo remedo del nacimiento del mundo, en que
por privilegio de la inocencia original se sujetaba al hombre el animal
más feroz, llevando aquel en la frente, por decirlo así,
el carácter de su supremo dominio, que respetaban dóciles
los brutos más atrevidos. La santidad del Siervo de Dios
renovó en él este privilegio del estado de la inocencia.
Pero los que fueron testigos del prodigio no discurrieron con tanta
piedad. Persuadidos de que allí había cosa de encanto, y
de que no era posible tener sujetos aquellos animales sin que aquel
hombre se entendiera con el diablo, lo maltrataron a su
satisfacción, lo despojaron de su túnica y se fueron con
ella.
¿Qué hizo entonces el Siervo de Dios? Lo que
debe hacer todo buen discípulo de Cristo. Fue tras ellos con
gran paz, sin encono, sin turbación, y les dijo con alegre
mansedumbre: "Hermanos, tomad también esta hacha que es lo
único que me ha quedado". Practicó a la letra nuestro
solitario el consejo del Hijo de Dios: "Si alguno te quita la
túnica, alárgale también la capa"; pero este
ejemplo no hizo fuerza a los que con poca humanidad le despojaron,
aunque tardaron poco en conocer lo mucho que valía aquel hombre
a quien acababan de ultrajar.
Tenían que pasar por un pantano, y al llegar a
él se pararon inmobles los caballos. Conociendo su error, y
retrocediendo a donde estaba el Siervo de Dios, les restituyeron lo que
le habían llevado, y le dieron satisfacción. Refirieron
al Rey sus aventuras, y el Rey despachó un criado al santo
solitario, rogándole que pasase a la corte: hízolo
Florencio, y apenas entró a palacio cuando le honro Dios con un
milagro. Batilde, hija primogénita del rey Dagoberto, era ciega
y muda desde su nacimiento: al instante vio y habló, siendo sus
primeras palabras otro segundo prodigio; porque dirigiéndose al
Santo le saludó de esta manera: "Seas bienvenido, Florencio,
Siervo de Dios"; siendo así que hasta entonce ninguno
sabía su nombre.
Desde el cuarto de la Princesa pasó Florencio al
del Rey, y no habiendo en la antesala quien tomase su manto, le
colgó en el aire, a un rayo del sol, donde se mantuvo todo el
tiempo que duró la audiencia. Asombrado el Príncipe de
ver maravillas sobre maravillas, hizo donación al Santo de una
parte del bosque para que fundase un monasterio, que fue muy
célebre por la santidad del maestro, y por la obediencia de los
discípulos, sin que San Florencio dejase de cuidar de él,
aunque fue consagrado Obispo de Estrasburgo por muerte de San
Arbogasto, mirando siempre su corazón con ojos paternales los
progresos y la observancia del monasterio.
Doce años ejerció el oficio pastoral con una
vigilancia digna de su caridad y de su celo; y habiendo derramado hasta
muy lejor el olor que exhala la santidad, murió para vivir
eternamente en la gloria el día 7 de noviembre del año
del Señor de 675, según el Cardenal Baronio.