BEATO VICENTE VAZQUEZ
SANTOS
1936 d.C.
26 de julio
Vicente Vázquez
Santos, CMF
* 23 de agosto de 1915 en Villada, Palencia (España)
+ 26 de julio de 1936 en Lerida (España)
Estudiante
Aquella tarde del viernes 24, después de la emocionada despedida
bajo el viejo saúco, el grupo asignado al Padre Manuel
Jové emprendía la marcha hacia Vallbona de les Monges,
pueblo natal del Padre, donde pensaba él que no correría
peligro la vida de los jóvenes seminaristas que la Providencia
le confiaba. Deben constar aquí los nombres de estos
jóvenes magníficos, nombres delante de los cuales
esperamos poner pronto un Beato..., San... Onésimo Agorreta,
Amado Amalrich, José Amargant, Pedro Caball, José
Casademont, Teófilo Casajús, Antonio Cerdá, Amadeo
Costa, José Elcano, Luis Hortós, Senén
López, Miguel Oscoz, Luis Plana y Vicente Vázquez.
Eran jóvenes, pero todavía les pesaba en las piernas la
marcha de hacía día y medio desde San Ramón a
Mas Claret. Ya bastante tarde, no pudieron hacer más que unos
diez kilómetros hasta el pueblecito de Montornés, sureste
de Cervera, donde fueron acogidos por varias familias buenas. Al
amanecer del 25, emprendían de nuevo la caminata, y a media
mañana llegaban a la altura de Guimerá. El Padre
Jové, hijo de aquella tierra, pidió un destino
próximo:
- Enséñenme el camino de La Bovera, que desde allí
sabré orientarme, pues he estado varias veces predicando en ese
santuario de la Virgen.
Muy bien todo, pero todo les iba a resultar al revés. Al bajar
de la ermita de la Virgen, el Padre distribuyó a los
jóvenes de dos en dos para que caminasen distanciados y
así evitaran sospechas. Sólo que en vez de tomar una
vertiente del montecito donde se asienta el santuario debieron haber
tomado la otra, escondida a las miradas indiscretas del pueblecito de
Ciutadilla. Caminaban hacia Rocafort, y se detuvieron en un bosquecillo
a tres kilómetros de la población, mientras el Padre se
adelantaba solo para sacar los pases del Comité, seguro de la
lealtad de los buenos amigos con que allí contaba.
Y así fue... Todo le iba bien al Padre, que en casa del Sr.
Miró pudo lavarse sus pies llagados de tanto caminar.
Descansó un poco, y con un amigo, el mismo Presidente del
Comité, se estaban redactando los codiciados pases que
aseguraban la estancia de los fugitivos entre Rocafort, San
Martí de Maldá y Vallbona de les Monges. Pero se hubo de
suspender precipitadamente la redacción de los preciados
documentos.
- ¿Dónde está ese cura Manuel Jové que ha
venido aquí?
El Sr. Miró quiso despistar:
- En mi casa hay un señor vestido de seglar como nosotros, muy
amigo de mi padre, y yo no sé si es cura o no.
Pero los milicianos de Ciutadilla iban certeramente orientados. Desde
su pueblo habían visto a aquellas parejas misteriosas de
muchachos, se lanzaron en su persecución, y a estas horas
estaban ya todos detenidos, llevados entre fusiles hacia el centro
socialista del pueblo.
Era inútil negarlo, pero el Sr. Miró trató de
ganar tiempo. Mientras el redactor de los pases entretenía
a los recién llegados, el Sr. Miró urgió con
imperio al Padre:
- ¡Sálgase por la puerta de atrás!...
- No se preocupen. A lo mejor entregándome yo dejan libres a los
Estudiantes, y hasta me salvo yo mismo...
El Padre hablaba sin convicción alguna, pues veía clara
la realidad desnuda.
De pie en lo alto de la escalera, al saber que sus muchachos estaban ya
detenidos, no hace caso ni de los consejos de los amigos ni de los
ruegos lastimeros de la dueña:
- ¡Piénselo bien, que le va la vida!... ¡Mire, que
lo van a matar!...
Su espíritu se agiganta. Tiene su propia salvación en la
mano, pero sólo escucha ya la voz de su conciencia:
- Yo tengo la responsabilidad de esos Estudiantes, y no los puedo
abandonar. Son unos hijitos que Dios me ha confiado, y yo no los dejo.
Donde mueran ellos, moriré yo.
Venció la nobleza de su alma, tan grande y tan bella.
- Señores, aquí estoy...
Antes de media hora estaba con sus muchachos, que al verlo le pagaron
con una mirada intensa y una sonrisa dulce tanta lealtad.
Los habitantes del pueblo acogieron a los detenidos con gran
comprensión y hasta con cariño. Los del mismo
Comité no eran tan malos como aparentaban, y hasta los
querían dejar marchar. Les dieron de comer; les procuraron
colchones en que descansar, pidieron algunas sábanas a las
familias... La declaración del buen Don José Morera
resulta excepcional:
- Yo me ofrecí para hospedarlos a todos en mi casa, si me daban
la seguridad de que no me había de pasar nada. Mis ofertas no
fueron atendidas y me obligaron a llevar un colchón y
sábanas, a lo cual me ofrecí con mucho gusto. Así
tuve ocasión de verlos en el Centro Socialista.
Todo iba bien, hasta que se les ocurrió a los del Comité
no actuar por cuenta propia y telefonearon al de Cervera, que
respondió:
- Nosotros ya no tenemos que ver nada con ellos. Dejadlos marchar, si
queréis.
Pero la llamada al Comité de Lérida tuvo una respuesta
muy diferente:
- Guardadlos. Que vamos en seguida...
En los sótanos de la casa de Caifás...
No se me ocurre llamar de otro modo a esta noche terrible.
Instintivamente trae a la memoria lo que aquéllos hicieron con
el divino Maestro hasta que pudieron llevarlo a Pilato, cuando ya su
suerte estaba decidida. Cambiemos Pretorio y Calvario de
Jerusalén por Comité y Cementerio de Lérida, con
la noche en medio, y el paralelismo entre Jesús y nuestros
hermanos resulta sorprendente...
Desde Lérida, capital de la provincia, enviaron dos
automóviles con un buen grupo de milicianos, que llagaron ya a
la media noche del 25. Buena cena regada con abundante vino, y..
- Ahora, a divertirnos con ésos...
Y ésos eran nuestros quince hermanos, que descansaban sus
cuerpos rendidos sobre los colchones y sábanas que les
había prestado la buena gente del pueblo.
Al Padre Jové lo encuentran escribiendo.
- ¿Qué es eso?
- El diario de lo que nos va ocurriendo.
- ¡Mentira! A ver...
Pero como el gran latinista escribía en la lengua de
Cicerón, los curiosos inquisidores se quedaron con la boca
abierta...
Lo primero de todo, un minucioso registro, que comenzaba con un
puñetazo, un empellón o un latigazo. De los bolsillos no
salían más que el pañuelo, el imprescindible
rosario, y... ―¡qué buenos chicos!― algunos cilicios,
instrumentos de penitencia. Risas. Blasfemias. Vulgaridades
soeces. Sobre los cilicios, por ejemplo:
- Esos son los instrumentos que usáis para atormentar a la
gente, ¿no es así?...
Sobre el pecho del Padre Jové, debajo de la camisa,
pendía un crucifijo devoto.
- ¿Qué esto?
- Mi Dios y mi Señor.
- ¡Haz el favor de tirarlo al suelo!
- ¡No lo hago!
Se lo arrancan, y ellos mismos lo tiran con violencia:
- ¡Písalo!
- ¡Eso, jamás! Prefiero morir.
- Pues, ¡te lo tendrás que tragar!
Se lo aplican con la punta en la boca y lo hunden en ella de un
terrible puñetazo, rompiéndole los tejidos de la cara. Mi
sobrino ―dice un testigo en el proceso― vio cómo sacaba sangre
de la boca. ― Vomitando mucha sangre, puntualiza otro testigo, el cual
añade las palabras de uno de los del Comité, cuando
reconoció que el Padre se mostraba muy valiente.
Ese sobrino del testigo era Miguel Vime Agustí, citado varias
veces en el proceso. Un revolucionario, sí, pero no
pertenecía al Comité ni era miliciano. Presenció
todo, le horrorizó todo y también lo divulgó
todo... Yo me impresioné tanto, continúa su tío,
que ya no le dejé explicar nada más.
Uno de los Estudiantes estaba rezando el rosario.
- ¿Qué es esto?
- El santo rosario.
Y debió ser a éste, como afirma un testigo, al que le
quisieron hacer tragar unos rosarios de la misma manera que el
crucifijo al Padre Jové. Eso de hacerles pisar el crucifijo se
corrió por todas partes, pues no hay testigo que no lo aduzca.
Sor María Boleda recogió aquel mismo día el rumor
esparcido por toda la comarca:
- Les querían hacer blasfemar delante de la imagen de un
Crucifijo, a lo que ellos siempre se negaron.
Como tantas veces, había de venir un escarnio especial con el
manido cuento de las mujeres.
- ¿Qué hacíais vosotros con las monjas?
Y les proporcionaron buen argumento las fotografías de sus
hermanas y tías religiosas que encontraron en el
bolsillo de algunos, como Casajús, o Plana sobre todo (es un
pensamiento mío), cuya familia cristianísima lucía
con varias hijas y hermanas consagradas a Dios. En el vecino
pueblo de Verdú, cuna de San Pedro Claver, residía
una hermana suya, Carmelita de la Caridad, bien ajena a lo
que estaba ocurriendo con Luis a unos pasos de ella... El Señor
Morera declara todo lo oído:
- Son nuestras hermanas.
- ¡Son vuestras mujeres!
Los Estudiantes no dijeron nada. Al contrario, se pusieron a llorar.
Con el Padre Jové hicieron algo peor, como lo atestigua todo y
con detalle de nombres Don José Morera. Uno de aquellos
pobres diablos metió en el maletín del Padre unos
preservativos, de los que él debía llevar consigo,
y, al registrarlo, apareció, ¡cómo no iba a
aparecer!, lo que había dentro:
- ¿Es verdad o no es verdad?...
Y, desabrochándole los pantalones, iban a practicarle la
mutilación genital, cuando sonó acusadora la voz de Vime
y otros de los curiosos del pueblo que allí se encontraban:
- ¡Eso, no!...
Y no se la hicieron. Aunque siguió el martirio a bofetadas y
puñetazos. Los golpes y el ruido se oía desde las casas
vecinas, Pero nunca se oyó un gemido de los Misioneros, a pesar,
añade otro testigo, de que les pegaban mucho. El pobre
Vime, que moriría después en el frente, se marchó
de allí horrorizado y musitando:
- Esas barbaridades no se deben cometer con nadie...
Al amanecer, allí quedaban las sábanas con grandes
manchas de sangre, testigo mudo de las salvajadas que se
habían cometido con los quince Misioneros... Los querían
matar en Ciutadilla y querían que lo hiciéramos
nosotros, los de derechas. Suerte que se opuso uno del Comité,
declara Don José Agustí, el tío de Vime.
Hacia Lérida
Empiezan unos cincuenta kilómetros de vía dolorosa,
aunque la cruz va a ser esta vez un camión cerrado con un
toldo, que mantenía a los de dentro en un horno sofocante.
Antes de salir el sol, los milicianos requisan en Guimerá el
camión de Angel Armengol, de 29 años, y después al
mismo dueño para que él en persona conduzca su propio
vehículo hacia... donde se le ordene. Hubo de hacerlo,
forzado con amenaza de muerte, y aunque le iba a costar después
unos días de enfermedad, sería un testigo de primer orden
para la glorificación de los mártires. A las ocho de la
mañana, sacaban a nuestros jóvenes de aquel Centro
Socialista ―era una simple casa particular―, los subían al
camión atados por los brazos de dos en dos, y una vez arriba
también por los pies, mientras los milicianos ocupaban sus
propios automóviles, aunque uno, bien armado, iría al
lado del chófer del camión, por si acaso... Llegan al
vecino Verdú, donde se detienen ―¿para qué?― en la
plaza de la municipalidad durante dos o tres horas bajo un sol
implacable en lo más feroz del verano. Los presos se
asfixiaban dentro, y uno pidió les trajeran agua. Se la
sirvieron, en efecto, en un cántaro, aunque ante el reproche de
algunos:
- Si hay que matarlos pronto, no vale la pena molestarse.
El camión estaba estacionado delante de la casa de una buena
muchacha, María Boleda, que después entraría
religiosa en un convento, y nos transmitiría sus propias
impresiones y las de la gente en aquel día. Era un camión
totalmente cubierto por el toldo, y atada la vela y toldo con correas.
Hacía un calor sofocante y, a pesar de ello y de ir
completamente encerrados, yo nunca oí grito ni queja alguna, a
pesar de estar el balcón muy próximo al camión.
Entre tanto, los milicianos estaban comiendo en el
ayuntamiento sin prisa alguna... Y recuerda los comentarios de la
buena gente de Verdú: Iba uno joven, alto y delgado, que
alentaba a los demás diciéndoles que aquello pronto
terminaría y que pronto estarían en el cielo.
Pronto, pero aún faltaban un par de horas bajo aquel sol de
plomo... Al fin emprendieron la marcha, y, llegados a
Lérida, pararon en el mismo puente del Segre. Enterados los del
control, acabaron con la discusión de los milicianos, ya que
algunos querían llevar a los presos ante el Comité.
- ¡Buena redada, hombres! ¡Buena redada, y que se repita!
Pero, nada de Comités, que después a lo mejor
costaría sacarlos... Ahí está el cementerio, y es
preferible acabar la faena cuanto antes...
El buen chófer Armengol no podía más:
- Me obligaron a girar el camión. Con trabajo lo hice, porque
estaba muy impresionado y temblaba de pies a cabeza. Hasta
subió un miliciano a la cabina amenazándome.
Armengol el chófer, Mariano Bellés, albañil
custodio del cementerio, y Antonio Larroca, enterrador, van a ser
para nosotros unos testigos privilegiados, cuyas declaraciones
irán reforzadas por Juan Grau, empleado del Ayuntamiento, y
por Julio Chasserot, encargado del Registro del cementerio...
Al fin, la corona...
El camión no entró en el cementerio. Pero con la
abundancia de vehículos en la confluencia de las carreteras de
Barcelona, Tarragona y Balaguer, se reunió ante la puerta gran
contingente de milicianos, aunque no se les autorizó entrar
adentro a todos los que querían participar en la masacre, y
se hubieron de contentar con presenciarla subidos a las paredes. Era
entre las dos y tres de la tarde del 26 de Julio.
Bajaron a los presos. Uno de aquellos muchachos voló con el
pensamiento al hogar querido:
- Si al menos se le pudiese hacer saber a mi madre...
- Has llegado tarde, muchacho. Bastante tiempo has tenido...
El Padre Jové se dirigió a todos:
- Nos matarán. Pero morimos por Dios. ¡Viva Cristo Rey!
El empleado municipal Sr. Chasserot, afirma como oído a los
enterradores y a algún miliciano al presentársele la
lista de los fusilados: Los asesinos, antes de fusilarles, les dijeron
que si querían renunciar a la Religión los
dejarían en libertad. Los Misioneros dijeron que no renunciaban
a la Religión y que preferían morir por Dios.
Murieron gritando ¡Viva Cristo Rey! Lo sé por los mismos
que lo presenciaron. Manifestaron mucha alegría de morir por
Dios. Los comentarios de los asesinos eran de admiración por la
entereza que habían demostrado, sin que flaqueara ninguno.
Las mismas palabras, como si uno las hubiera copiado del
otro, dice el Sr. Juan Grau, aunque añade la gran razón
de los verdugos al ofrecerles la libertad a los jóvenes:
Habéis sido engañados hasta ahora.
Mariano Bellés cuenta cómo algunos de los muchachos
decían: ¡Madre mía!...
Entre dos filas de milicianos, los jóvenes iban silenciosos, con
muestras de resignación, aunque no de alegría. Caminaban
con una mansedumbre evangélica, que arrancó
después a sus verdugos esta expresión:
parecían unos corderos. Refiriéndose al Padre
Jové, sigue contando Bellés: dijo gritando, por tres
veces, durante el trayecto: ¡Viva Cristo Rey! No iban
precisamente alegres, pero, según atestigua el Sr. Grau,
causaron mucha admiración por la firmeza que demostraron en
morir. Hasta incluso después de mucho tiempo todavía se
comentaba.
El enterrador Larroca detalla más la escena final. Pusieron
a cuatro ante la pared, a la vista de los otros once. Como cuenta el
Hermano Francisco Bagaría, que se lo oyó al famoso
miliciano “Peret de les Corts”, el Padre Jové, al ser puesto en
fila el primero de todos, dijo: ¡Yo muero por Dios! Ante esta
afirmación, tomada a broma por los milicianos, preguntaron
a cada uno en particular:
- ¿Y tú también mueres por Dios?...
- ¡También yo muero por Dios!
Cayó el primer grupo, después otros dos grupos de cuatro,
y el último de tres. Todas las veces ―dice Larroca―, cuando
les iban a fusilar y al oír la voz de ¡carguen!, gritaban
fuerte: ¡Viva Cristo Rey!... Inmediatamente, el jefe de la
sección dio a cada uno el tiro de gracia.
El buen chófer Armengol, con el corazón prensado,
presenció todo desde la verja de entrada, que, una vez consumada
la tragedia, se abrió para dar paso a todos los curiosos,
algunos de los cuales salían con muestras de manifiesta
satisfacción... A él le dijeron los milicianos que lo
habían forzado a venir:
- Ya te puedes ir, y a ver si nos traes más, pues parece que por
allí hay muchos...
Los cadáveres fueron enterrados pronto. Y dice el enterrador
Bellés: Es imposible el traslado y la identificación;
porque son los primeros que fueron enterrados en la fosa común,
en donde hay al menos doce capas de ellos con un total de unos
quinientos cadáveres. El sepulturero Antonio Larroca
puntualiza categóricamente: Yo podría identificar con
toda exactitud el lugar donde fueron enterrados. En la fosa
común hay 668. Y el Oficial Chasserot: Fueron enterrados en la
fosa común, hoy llamada FOSA DE LOS MARTIRES. Todos ellos
sacerdotes, religiosos, católicos distinguidos...
Nuestros jóvenes están en la base de montaña
tan gloriosa..
¡Te dijeron que no, disparando fuego,
e hicieron de tu historia apenas un gesto!.