BEATO TIBURCIO ARNAIZ
MUÑOZ
1926 d.C.
18 de julio
Tiburcio Arnaiz
Muñoz nació en Valladolid el 11 de agosto de 1865, en el
seno de una humilde familia de tejedores. Dos días
después, sus cristianos padres, Ezequiel y Romualda, lo llevaron
a bautizar a la iglesia parroquial de San Andrés,
imponiéndole el nombre del santo del día.
Con sólo cinco años quedó huérfano de
padre, y su madre hubo de ingeniárselas para educar y sacar
adelante a los dos hijos: Gregoria y Tiburcio.
SEMINARISTA Y SACERDOTE
Era un joven vivo, alegre y de buen corazón, cuando entró
en el seminario con trece años. Sacó los estudios con
bastante aprovechamiento y brillantez porque “tenía talento”,
pero advierte un compañero suyo que “era un calavera de
estudiante, en el buen sentido de la palabra; no cogía un libro
de texto en casa, si acaso lo que pescaba en los claustros del
Seminario antes de la clase”.
Para ayudar algo a la precaria economía de su casa
ejerció las funciones de sacristán, en el convento de
Dominicas de S. Felipe de la Penitencia en el mismo Valladolid. A veces
llegaba tarde y las religiosas tenían que avisar a la recadera
del convento; la pobre mujer abría, pero después
regañaba severamente al seminarista. Tiburcio no protestaba ni
contestaba; callado, escuchaba la reprimenda y reconocía su
falta, dejando admiradas a las religiosas que comenzaron a vislumbrar
su virtud.
Al acercarse la fecha de su Ordenación Sacerdotal, lo notaban
serio y encerrado en sí, llegando a preocupar a su madre y
hermana. Un día se sinceró con una de las monjas
diciéndole: “Piensan en casa que no tengo vocación. Pero
lo que me sucede es que cuanto más Ejercicios hago, más
temor tengo, porque veo más la dignidad sacerdotal y mi
indignidad. Pero cada vez me siento con más vocación”.
Fue ordenado sacerdote el 20 de abril de 1890. Se le confió
primero, durante tres años, la parroquia de Villanueva de Duero,
en Valladolid, y después, durante nueve, la de Poyales del Hoyo,
en Ávila. Las atendió siempre con amorosa solicitud.
Cuando hubo de dejar Poyales para entrar en la Compañía
de Jesús decía conmovido: “Amo tanto a mi pueblo que no
le cambiaría por una mitra; sólo la voz de Dios tiene
poder para arrancarme de mi parroquia”.
En estos años había obtenido la licenciatura y el
doctorado en Teología, en la ciudad primada de Toledo.
CONVERSIÓN
Como párroco iba pasando los días y los años,
trabajando en la viña de Señor y al abrigo de su familia.
Sin embargo, Dios lo iba espoleando a mayor entrega, pues en cierta
ocasión confesó: “Yo vivía muy a gusto y me daba
muy buena vida, pero temía condenarme”. Su pensamiento volaba a
la vida religiosa pero veía un obstáculo insuperable en
su anciana madre, a quien amaba y veneraba, y él era el
único amparo de su vejez. Hasta que un buen día, dispuso
Dios llevársela al cielo; la separación le causó
tanta pena que su corazón quedó destrozado: “Fue tanto lo
que sufrí, que me dije: ya no se me vuelve a morir a mí
nadie, porque voy a morir yo a todo lo que no sea Dios”.
Su hermana Gregoria, una noche después de leer el “Año
Cristiano”, exclamó derramando lágrimas: “¡Ay
Tiburcio, cuántas cosas hicieron los santos por Dios y nosotros
qué poco hacemos! ¿Vamos a pasarnos la vida sin hacer
nada por Él?, deberíamos irnos cada uno a un convento y
allí servir a Dios con perfección lo que nos queda de
vida”… Así quedó libre el camino para seguir, cada cual,
su particular vocación: ella entró en las Dominicas de S.
Felipe, y D. Tiburcio, después de cerciorarse que quedaba
“contenta”, con un: “Pues entonces, ¡hasta el cielo!”, la
despidió y marchó gozoso a pedir su admisión en la
Compañía de Jesús.
ENTRA EN LA COMPAÑÍA DE JESÚS
Corría el año 1902 cuando entró en el noviciado de
la Compañía en Granada; Tiburcio tenía 37
años. Desde un principio se dispuso a la práctica de toda
virtud. Dos propósitos hizo en este tiempo y los cumplió
con exactitud: “No pedir nunca nada y contentarme con lo que me den”,
“Nunca me negaré a ningún trabajo, bajo ningún
pretexto”. La idea del tiempo perdido y de la edad avanzada, lo
espoleaban a buscar ansiosamente la perfección.
Hizo sus primeros votos el 3 de abril, de 1904. Durante este tiempo
asimiló admirablemente la espiritualidad ignaciana y
comenzó a dirigir tandas de Ejercicios Espirituales;
además, se inició en el difícil ministerio de las
Misiones Populares.
Antes de marchar a Loyola en 1911, donde hizo lo que se llama la
“Tercera Probación” (experiencia con la cual la
Compañía de Jesús culminaba la formación de
sus miembros), fue destinado a Murcia. Pasó en esta ciudad dos
años, entregado a las almas y dirigiéndolas con admirable
acierto. “Este Padre es un santo y hace santos”, decían cuantos
lo trataban. Allí descubrió la necesidad de acoger a las
jóvenes de los campos y pueblecitos inmediatos que venían
a servir y que estaban expuestas a mil peligros. Para ellas
buscó una casa donde tuvieran, además de albergue y
amparo, quien las enseñase a conocer y amar a Dios.
Pasada su estancia de formación en Loyola, y tras unos breves
ministerios durante la cuaresma en Canarias y Cádiz,
marchó a Málaga donde tuvo lugar su incorporación
definitiva a la Compañía de Jesús, pronunciando
sus últimos votos el 15 de agosto de 1912.
MINISTERIOS
Su incansable apostolado como misionero popular, director de Ejercicios
Espirituales, confesor y director de almas, aunque se extendió
por varios puntos de España, se multiplicó en
Andalucía: Cádiz, Córdoba, Sevilla, Granada…, y
principalmente por toda la diócesis de Málaga, donde tuvo
su residencia habitual y desplegó un celo incansable.
Al terminar las misiones volvía el P. Arnaiz a su casa de
Málaga y a veces ni subía a la habitación, dejaba
el maletín en la portería y “volaba” a visitar enfermos,
así, literalmente, porque ocasión hubo en que quisieron
seguirlo y no pudieron.
Acudía a las salas de los hospitales pero también a las
casas particulares. En estos encuentros personales la caridad del Padre
se desbordaba. Una vez una buena señora que pedía limosna
en las puertas de las iglesias, al llegar a casa sorprendió al
Padre atendiendo a su madre que estaba enferma y repetía
admirada: “Es un santo, es un santo. ¡Si le hubieran visto
ustedes preparando una yema a mi madre, y con la gracia y agrado con
que lo hacía!”.
Su creatividad a la hora de paliar la ignorancia o el sufrimiento
humano no conocía límites. En la calle Cañaveral,
de la misma ciudad, impulsó la construcción de una casa
de acogida para señoras con pocos recursos, con más de
treinta viviendas unipersonales. Promovió la apertura de la
Librería Católica de Málaga y atendió con
sumo interés algunas escuelitas y talleres de gente humilde.
También las cárceles eran objeto de sus desvelos;
allí, a su paso, “tocaba” el Señor con su
predicación y caridad muchos corazones destrozados, algunos de
los cuales, al salir, buscaban al Padre para seguir sus consejos y su
guía espiritual.
Su influencia benéfica se multiplicaba gracias a un plantel de
incondicionales colaboradores que tenía ocupados en los diversos
apostolados que se le ocurrían, unos en la ciudad y otros
incluso preparándole misiones en los pueblos.
En sus visitas por los barrios marginales, se hizo idea cabal del
espíritu hostil a la religión que en ellos reinaba (una
vez le llegaron a tirar una rata), y fiel al Evangelio y lleno de
compasión por tanta ignorancia, que veía ser la causa de
tal animadversión, se dispuso a remediarla.
Los famosos “corralones” eran casas de vecinos donde cada familia
únicamente disponía, para su intimidad, de una
habitación o dos, alrededor de un gran patio. El Padre
alquilaba, o pedía, una de estas estancias y mandaba a algunas
de sus dirigidas para tener allí una escuela improvisada;
enseñaban a leer y escribir a aquellas gentes, nociones de
cultura general, y lo más elemental de nuestra fe: que hay Dios
y que nos ama hasta el extremo de dar la vida por nosotros, que tenemos
alma, la vida eterna… El Padre se presentaba al cabo de un mes o dos y
les predicaba a todos como una Misión; se los ganaba pronto y se
hacía sentir la influencia de su santidad, por lo que casi todos
se ponían en gracia. Después, solía dejar a alguna
mujer piadosa al frente de esta singular escuelita llamada “miga”, para
que siguiese enseñando a los niños y sostuviese el fruto
logrado. Durante su vida se trabajó así en unos veinte
corralones, y el cambio obrado en ellos redundó en beneficio de
la vida social de Málaga.
Esta misma forma de evangelización, desarrollada por
señoritas que se instalaran temporalmente en los pueblos y
cortijadas, fue la Obra más propiamente original del P. Arnaiz y
que continúa hasta nuestros días: LA OBRA DE LAS
DOCTRINAS RURALES.
MUERTE Y ENTIERRO
A principios de julio de 1926 estaba el P. Arnaiz en Algodonales,
predicando una Misión, cuando se encontró
extraordinariamente mal dispuesto. El médico diagnosticó
bronquitis y pleuritis. Él murmuró expresivo: “Me
entrego”.
Fue trasladado a Málaga, y cuando se supo que el P. Arnaiz
había llegado en esas condiciones, la ciudad se movilizó,
incluso hubo que poner, en sitio visible, el parte médico de
cada día.
El 10 de julio le administraron los últimos Sacramentos quedando
desde entonces alegre y ansioso por irse al cielo; no podía
hablar de otra cosa. “¡Qué hermosísimo es el
Corazón de Jesús!… ya le veré pronto… ¡y me
hartaré! ¡Qué bueno es! ¡Cuánto nos
quiere!… Y la Virgen, ¡vaya si es amable y me quiere!”.
A las 10 de la noche del 18 de julio de 1926, entregaba su alma a Dios.
El duelo por su pérdida fue general. Lo lloraron los humildes y
también los de condición económica elevada. Se
obtuvo licencia de Roma y del Ministerio de Gobernación para que
pudiese ser enterrado en la iglesia del Corazón de Jesús.
Su cadáver fue expuesto a la veneración pública
durante tres días. Y todavía, antes de ser inhumado en el
crucero derecho del templo, fue llevado por las calles de la ciudad,
por donde durante años, había dirigido él la
procesión del Corazón de Jesús. Cerró el
comercio y el cortejo fúnebre fue presidido por las autoridades
religiosas, civiles y militares. Había muerto en olor de
santidad.
El santo Obispo de Málaga que lo conocía bien, y
presidió la oración fúnebre, definió con
gran acierto su personalidad, diciendo del P. Arnaiz que era “un
persuadido, un enamorado, un loco de Jesús”.
El P. Arnaiz desde el cielo continúa su labor apostólica
y sigue haciendo el bien entre sus devotos, y son muchos los favores y
hechos milagrosos que se atribuyen a su intercesión, y numerosas
las personas que, diariamente, visitan su sepultura confiándole
sus sufrimientos y anhelos.