SIXTO V
1585-1590 d.C.
Uno
de los pontífices más importantes de la Edad Moderna.
Felice Peretti n. en Grattamare, pueblecito de la Marca de Ancona, el
13 dic. 1521. Hijo de un matrimonio muy modesto, ingresó en 1534
en la Orden de los franciscanos conventuales, donde sobresalió
como brillante orador sagrado, dándose a conocer, en aquel
ambiente turbado por contrarias corrientes ideológicas, como
partidario de la línea rigorista que triunfaría en Trento
(v.). Paulo IV (v.), que descubrió en él un temperamento
análogo al suyo, lo nombró inquisidor de Venecia (1557).
El sucesor de Paulo IV, Pío IV (v.), le trasladó a Roma
como consultor de la Inquisición romana (1560), y a
continuación fue designado Procurador General de los
Franciscanos, bajo la protección del Card. Ghislieri, futuro S.
Pío V (v.). Una vez Papa, S. Pío V, en 1566, le
nombró Vicario General de los Franciscanos Conventuales y obispo
de Santa Águeda, y, finalmente, Cardenal en 1570.
A pesar de tan brillante carrera, nadie pensaba en él como
futuro Papa al morir Gregorio XIII (v.); su elección fue fruto
de circunstancias fortuitas. Ni el emperador Rodolfo II ni Felipe II
presionaron al cónclave; éste se hallaba dividido en dos
bandos de fuerzas casi iguales, el de los Farnesios y el de los
Médicis, los cuales, no pudiendo hacer triunfar a sus candidatos
respectivos, se pusieron de acuerdo para designar a un independiente,
Peretti. Tenía entonces (24 abr. 1585) 64 años de edad.
Si sólo reinó cinco años no se debió a su
edad, sino a las fatigas y emociones que su genio ardentísimo
experimentó en la agitada época en que hubo de asumir tan
graves responsabilidades; a pesar de su brevedad, su pontificado fue
uno de los más fecundos de la historia.
En su doble calidad de príncipe temporal y cabeza de la Iglesia
tuvo que intervenir en las grandes decisiones
político-religiosas en que se ventilaba el futuro de la
cristiandad. Italia estaba en paz; pero a S. V, como a tantos otros
italianos, le pesaba que aquella fuera una paz española; rodeado
de territorios españoles o influidos por España,
temía verse convertido en una especie de capellán del rey
católico, y en una ocasión manifestó amargamente
que, comparado con él, era, desde el punto de vista temporal,
«como una mosca comparada con un elefante». Felipe II
trató de desvanecer estas aprensiones, pero ni sus intromisiones
regalistas ni la altivez del conde de Olivares (v.), su embajador en
Roma, eran factores adecuados para llegar a una inteligencia. El Papa
reprochaba a Felipe II que los subsidios que recaudaba del estado
eclesiástico los empleaba en sus fines políticos, y no en
la lucha contra los piratas mahometanos, que era el objeto de su
concesión. Cuando preparó la Armada contra Isabel de
Inglaterra obtuvo del Papa la promesa de una ayuda financiera que
después le negó. Sin embargo, las mayores disidencias
surgieron con motivo de las guerras civiles de Francia. El Papa las
seguía acongojado ante la posibilidad de que aquella
porción importantísima de la Iglesia fuera dominada por
la herejía (v. HUGONOTES); apoyaba a la Liga (integrada por los
componentes del partido católico, que encabezaba la familia
Guisa (v.), frente a los partidarios del calvinista Enrique de
Borbón o de Navarra y a los que buscaban una solución de
compromiso en los conflictos religioso-políticos entonces
planteados), y a la vez desconfiaba de sus concomitancias con Felipe
II, de quien pensaba que, so pretexto de defender la religión,
quería apoderarse de Francia, paso decisivo hacia la
consecución de la monarquía universal, objetivo que los
suspicaces le atribuían.
El asesinato del duque de Guisa y de su hermano el cardenal por orden
de Enrique III, y luego el de este rey por lacobo Clemente
parecía que no dejaban al Papamás alternativa que apoyar
a la Liga y a Felipe II o dejar que se entronizase rey de Francia el
calvinista Enrique de Navarra, luego Enrique IV (v.). Las
hábiles maniobras de éste y de sus partidarios
católicos, que hicieron esperar al Papa su próxima
conversión, le ganaron su favor y, con gran indignación
de Felipe II, se negó a excomulgar a los partidarios del
Borbón. S. V no llegó a ver el triunfo final de esta
política; víctima de unas fiebres, que su estado de
agotamiento convirtió en mortales, m. el 27 ag. 1590.
Las preocupaciones políticas no distrajeron a S. V del gobierno
interior de la Iglesia y de sus estados temporales. Regularizó
las visitas ad limína de los prelados, antes práctica
voluntaria, desde entonces deber inexcusable y reglamentado. A las
cuatro congregaciones del índice, de la Inquisición, del
Concilio y de los obispos, únicas que funcionaban de modo
permanente, agregó otras nuevas hasta un total de quince, con lo
que la Curia romana tomó la forma definitiva que ha conservado
hasta nuestros días. Lo mismo puede decirse de la
reorganización del Colegio Cardenalicio por bula de 3 dic. 1586;
el número de sus miembros se fijó en 70, de los cuales
seis serían obispos, 50 presbíteros y 14 diáconos.
Merece aplausos la constitución de 1586 contra los
astrólogos y hechiceros, motivada por la desmedida
extensión que en el Renacimiento (v.) habían tomado estas
supersticiones. Menos elogios pueden tributarse a su edición de
la Vulgata, que el Papa realizó con un criterio muy personal,
imponiendo lecturas sin apoyo crítico, e incluso suprimiendo
arbitrariamente algunas palabras del sagrado texto. La oposición
que suscitó fue tan fuerte que la nueve edición
quedó prácticamente sin efecto. Se imprimió, pero
no llegó a distribuirse.
El gobierno temporal de los Estados de la Iglesia recibió
también la huella de su indomable energía; luchó
contra la plaga del bandolerismo que, apoyado por ciertos barones,
tenía aterrorizada a la población rural, y si no pudo
extirparla enteramente, porque sus raíces socioeconómicas
eran profundas, logró, con castigos severísimos,
reducirla a límites tolerables. Emprendió la
desecación de las lagunas pontinas con el ardor que ponía
en todas las cosas, y consiguió éxitos momentáneos
en el saneamiento del agro romano. Luchó también contra
otra plaga, ésta de orden moral, que afeaba la capital del mundo
cristiano: la proliferación de meretrices y lupanares, a los que
extirpó de la urbe. Instituyó una Congregación de
la Abundancia para proveer al abastecimiento de Roma.
No menos fecunda fue su obra urbanística; muchos rasgos
básicos de la Roma actual se remontan a su pontificado. Mediante
la construcción de un acueducto, que dotó de agua las
partes altas de la ciudad, hizo posible la reedificación de
barrios largo tiempo abandonados. Abrió amplias vías, si
bien a costa de demoliciones tan sensibles como la del Septizonium, una
de las obras maestras de la arquitectura antigua. Desaparecido ya
Miguel Ángel (v.), contó, sin embargo, con la
colaboración de dos ilustres epígonos, Della Porta (v.) y
Fontana; el primero terminó la grandiosa cúpula de San
Pedro; el segundo, entre otras obras, edificó el nuevo palacio
de Letrán y ejecutó la difícil traslación
del obelisco al punto donde hoy se alza, en medio de la plaza terminada
más tarde por Bernini (v.). No era un puro afán
artístico el que animaba al Papa; su idea era poner al servicio
del cristianismo las bellezas de la antigüedad pagana; esta idea
la materializó colocando en la cúspide de las columnas de
Trajano y Marco Aurelio las estatuas de S. Pedro y S. Pablo,
símbolo de la sustitución de la Roma paganizante del
Renacimiento por otra Roma, cabeza militante de la Iglesia.
El juicio sobre un varón de tan varias prendas tiene que ser muy
matizado. No podemos alabar su rigor, con frecuencia excesivo, ni el
amontonamiento de un gran tesoro improductivo, obtenido por medio de la
venta de cargos y otros recursos criticables, en el castillo de
Santangelo. En sus tirantes relaciones con Felipe II parece haber
mezclado con los intereses de la Iglesia cierta animosidad personal.
Era obstinado, autoritario e inflexible. Pero, por encima de estos
defectos, brillan su pureza de conducta, intrepidez, capacidad de
trabajo y labor infatigable en defensa de la Iglesia y de los pobres.
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(Pbro. José Manuel Silva Moreno)