BEATO SEBASTIÁN
VALFRÉ
30 de enero
1710 d.C.
Nació en Verduno del Piamonte (Cuneo, Italia) en una familia
pobre y numerosa. Con increíbles sacrificios, consiguió
estudiar para hacerse sacerdote en Turín en 1650. Para poder
estudiar trabajó como copista, durmiendo muy poco. Se cuenta que
al partir del hogar, lo único que sus padres pudieron darle fue
un tonel de vino. Ingresó en la Congregación del Oratorio
de San Felipe Neri en Turín en 1651. Un año
después, fue ordenado sacerdote y cantó su primera misa
en Verduno para consuelo de sus padres. Desde el primer momento, se
entregó con toda el alma al cumplimiento de sus deberes
sacerdotales. Un hecho notable fue que desde el arribo del beato, el
Oratorio de Turín, que hasta entonces había estado en
decadencia por muchas dificultades, empezó a prosperar y a
atraer al pueblo.
Fue nombrado prefecto
del Pequeño Oratorio, con contacto con los laicos, y sobre todo
jóvenes y niños, dedicándole muchas
energías a la catequesis infantil y a visitar a los enfermos que
carecían de familia. Trató con gran humildad y
comprensión a los judíos, negándose a cualquier
actitud racista y hostil contra ellos, aprendiendo mucho su
tradición bíblica; también se dedicó a las
viudas sin recursos, a los niños huérfanos, a los
hospicios y orfanatos, a los presos, y también fue sensible a la
triste suerte de los valdenses tras el decreto que prohibía su
existencia en 1686.
Más tarde
completados los estudios de teología fue nombrado maestro de
novicios y luego, a los 40 años, superior. Entre tanto, la fama
del beato como director de almas se había ido extendiendo.
Pasaba largas horas en el confesionario, al que asistía con
puntualidad escrupulosa y, en sus exhortaciones a la comunidad,
insistía mucho sobre la necesidad de la confesión
frecuente. Toda clase de personas se confesaban con él,
hallándole siempre dispuesto a hacer cualquier cosa por aquellos
que necesitaban ayuda o mostraban deseos serios de perfección.
Por otra parte, era implacable con los falsos y parecía gozar de
un don sobrenatural o de un poder de telepatía para descubrir la
falta de sinceridad. Entre sus penitentes se contaba el duque
Víctor Amadeo II, más tarde rey de Cerdeña, quien
en 1690, con el consentimiento del Papa Alejandro VIII, se
esforzó en vano por persuadirle para que aceptara la sede
arzobispal de Turín. El beato Sebastián predicaba,
algunas veces, tres sermones al día. Emprendía
también largas expediciones misionales a los distritos de los
alrededores y, algunas veces, hasta territorio suizo, con gran fruto de
conversiones. Además, consagraba mucho tiempo a la
instrucción de los jóvenes y de los ignorantes.
Acostumbraba reunir a los mendigos que iban al Oratorio a pedir limosna
y les daba alimento para el cuerpo y para el alma. Era infatigable en
sus visitas a los hospitales y prisiones, y tenía especial
simpatía por los soldados, cuyas dificultades comprendía
y compadecía.
Como su modelo, san Felipe Neri, el Beato estaba siempre alegre, de
suerte que las gentes consideraban que tenía un carácter
ligero y sin preocupaciones. Esto es tanto más de admirar,
cuanto que sabemos, por otra parte, la terrible historia de sus
desolaciones y pruebas interiores. Con frecuencia le asaltaba la
tentación de sentirse dejado de la mano de Dios y de creer que
había perdido la fe y estaba destinado al infierno. A pesar de
ello, aun cuando se acercaba ya a los ochenta años de edad,
jamás cejó en sus trabajos por las almas, predicando al
aire libre, en lo más crudo del invierno, al primer grupo de
perdidos que encontraba. Más aún, cuando le
parecía conveniente para la gloria de Dios, no temía
entrar en los mismos antros de vicio. Por extraño que pueda ser,
Dios parece haber bendecido abundantemente su osadía, ya que los
rufianes más groseros se sentían impresionados por la
santidad del beato y no se atrevían a levantar la voz, cuando
éste criticaba sus vicios en los términos más
severos. Su vida podría servir de modelo a todos los pastores de
las ciudades en las que abundan el vicio y la miseria, y nada tiene de
extraordinario que los con temporáneos del beato le hayan
considerado como un santo. Se cuentan muchos ejemplos de su don de leer
los corazones y de hacer profecías que se cumplieron. Entre
otras cosas, parece que el beato sabía desde varios meses antes
la fecha exacta en que iba a morir. Dios le llamó a Sí, a
los ochenta y un años de edad. Fue beatificado el 31 de
agosto de 1834 por Gregorio XVI.