Eran dos hermanos,
naturales de Estratónica, detenidos por ser cristianos durante
la persecución de Diocleciano. La detención se
practicó en Laodicea de Siria, por orden directa del prefecto
Asclepiano.
Según la
leyenda se intentó lapidarlos, pero las piedras no llegaron a
tocarlos; parecían estar protegidos por un escudo invisible que
les hubiera enviado Dios. Sorprendido el prefecto por este prodigio,
dejó libres a los mártires, pero de ahí a poco
fueron de nuevo denunciados como cristianos y, como ellos hicieran
pública profesión de su fe en Jesucristo, se les
condenó a morir despedazados por los garfios. Los santos fueron
atados a sendos caballetes y los verdugos comenzaron a arrancar trozos
de sus cuerpos. En medio de los tormentos, no hacían sino rezar
y burlarse de los paganos, de modo que el prefecto ordenó que
los crucificaran.
Los fieles
empaparon lienzos en la sangre que corría de sus heridas para
guardarlos como sagradas reliquias y, cuando por fin expiraron,
recogieron los cuerpos y les dieron piadosa sepultura en la iglesia de
Laodicea, de donde, más tarde, fueron trasladados a
Estratónica.