SANTA JACINTA
MARESCOTTI
30 de enero
1640 d.C.
Nació en Vignanello, Viterbo, en el seno de una familia
burguesa. Se llamaba Clarisa. Su hermana mayor era religiosa del
monasterio de San Bernardino en Viterbo, pero ella no manifestaba
ninguna inclinación hacia el convento, sino todo lo contrario,
amaba las fiestas, donde pudiera presumir. Su padre, preocupado de
tanta mundanidad, la hizo ingresar en un convento franciscano, donde
tomó el nombre de Jacinta. Si bien no se opuso,
también es verdad que dijo: "Mírame religiosa, pero yo
intento vivir según mi condición social".
Su estancia en el convento durante diez años fue la de una
religiosa, que vivía como una princesa. Un día se puso
enferma y su confesor se negó a confesarla por su falta de vida
espiritual, esto la hizo pensar y cambió su vida tan
radicalmente que se hizo santa, ejercitando la humildad, la
oración, la paciencia y la penitencia. El Señor dio
señales patentes de su presencia en Jacinta, dotándola en
vida de carismas celestiales. Se impuso el sacrificio de no volver a
ver a sus parientes y amigos mientras no se lo ordenara la abadesa,
para practicar de esta manera la virtud de la obediencia que tantas
veces había despreciado; Jesucristo sufriendo por nosotros en la
cruz, será desde ahora su único pensamiento y su
único amor.
Jacinta poseía
la virtud de la humildad en sumo grado. Rica en todos los dones de la
naturaleza y de la gracia, verdaderamente santa a los ojos de Dios y de
los hombres, se consideraba la mujer más pecadora. La más
pobre hermana conversa tenía un hábito mejor que el suyo
y una habitación menos pobre. Aprovechaba todas las ocasiones
que se le ofrecían para ejercitar la virtud santa de la
humildad. Frecuentemente iba al refectorio con una cuerda echada al
cuello, y en estas condiciones besaba los pies a las religiosas,
pidiéndoles perdón por los escándalos que les
había dado con su mala vida pasada. Cuando la nombraron
vicesuperiora del convento y maestra de novicias, tuvieron que
imponérselo por obediencia, pues ella no quería
aceptarlo, pretextando que, no sabiendo gobernarse a sí misma,
mal podía gobernar a las demás.
Durante diecisiete
años fue atacada de cólicos casi continuos, producidos
por las malas comidas a las que se había sometido y por las
austeridades excesivas que se había impuesto. El demonio, que
veía con furor cómo esta alma privilegiada se le escapaba
de las manos, ensayó contra ella toda clase de tentaciones y
astucias; pero los poderes del infierno no prevalecieron contra la
esposa de Cristo, sostenida por el amor de su Dios y la gracia del
Espíritu Santo, las largas meditaciones al pie del Crucificado,
la lectura de los buenos libros y los sabios consejos de su confesor el
P. Bianchetti.
Sentía hacia
los pecadores una inmensa piedad, que se traducía en palabras y
oraciones tan tiernas, que no podían menos de prometerle la
enmienda y la vuelta al seno de la Iglesia. Entre los pecadores de
Viterbo sobresalía Francisco Pacini, hombre atrevido, poderoso y
deshonesto, a quien la santa no solamente convirtió al
Señor y lo convenció a llevar una vida de
ermitaño, sino que fue en lo sucesivo su principal colaborador
en la organización y desarrollo de las dos Cofradías por
ella fundadas: la Compagnia dei Sacconi (o Cofradía de los
encapuchados de Viterbo), que santa Jacinta fundó en 1636. El
fin de la Cofradía era procurar el cuidado material de los
enfermos y ayudarles a bien morir espiritualmente. La
Congregación de los oblatos de María, fundada
también por Jacinta en 1638, para ancianos e inválidos.
Sería muy largo
enumerar aquí todas las conversiones que consiguió la
Santa; los conventos que ella reformó por medio de severas
cartas dirigidas a superioras demasiado remisas en el cumplimiento de
sus obligaciones; las villas donde la fama de su santidad cambió
en reuniones piadosas las asambleas mundanas y frívolas. De
todas partes le pedían consejos y oraciones.
Dios quiso recompensar ya a su sierva en este mundo
concediéndole el don de profecía, de milagros, de
penetración de los corazones, abundantes éxtasis y
arrebatos espirituales y otros favores que sería largo enumerar
aquí. Una vida tan rica en méritos y en virtudes no
podía ser coronada más que con una muerte preciosa
delante del Señor. Fue canonizada por Pío VII el 24
de mayo de 1807.