SANTA FRANCISCA ROMANA
9 de marzo
1440 d.C.
Francisca Bussa, nació en Roma y pertenecía a una familia
de la aristocracia. Desde su niñez deseó ingresar en un
monasterio pero a los 12 años se casó con un noble,
Lorenzo Ponziani, del que tuvo tres hijos (sólo uno
sobrevivió, Juan Bautista); decidió casarse porque vio en
ello la voluntad de Dios, pero esta renuncia le costó una
enfermedad, de la que se curó, y se celebró la boda en
1397. Durante los cuarenta años que estuvo casada, se
estableció entre el matrimonio un profundo entendimiento, y
nunca se produjo entre ellos la menor desavenencia. Decía: “Una
mujer casada debe, cuando se la requiere, abandonar sus devociones a
Dios en el altar, para encontrarlo en sus asuntos caseros”.
Fue apóstol de
la caridad gracias a los bienes de su marido. Durante la
carestía y la peste se hizo además mendicante, junto con
su cuñada Vannozza, en favor de los pobres. También
durante las invasiones de Roma por Ladislao de Nápoles (contra
el que luchó y fue herido su marido, comandante de las tropas
pontificias), que hostigaba al antipapa Juan XXIII, demostró
gran premura por los pobres, a pesar de ver su hogar saqueado, su
esposo herido y a su hijo prisionero; difundió paz y
atendió a los enfermos ajenos, en medio de una Roma sacudida por
la guerra y el odio. Su afán de caridad, especialmente en el
hospital del Santo Spirito, admiró y arrasó. Su vida
contada por la hagiografía de la época está llena
de grandes e increibles penitencias, ataques diabólicos y otros
signos que entran en una de las leyendas más fantásticas.
Para poder servir
mejor a los asilos fundó, en 1425, la Congregación de las
Oblatas Olivetanas de Santa María Nuova, de inspiración
benedictina, y llamada más tarde Tor di Specchi, por el antiguo
edificio próximo a la iglesia donde se reunían. Esta
Congregación se consagró a Dios por “oblación”,
sin profesar. Vivió una experiencia singular, la vida
monástica dentro del matrimonio; enviudó muy poco antes
de su muerte. Al morir su marido, tres años más tarde, se
retiró a su casa (primera de su fundación) y fue elegida
superiora general, no sin antes pedir de rodillas que la dejaran
ingresar en su propia fundación pero para practicar los oficios
más humildes. Destacó por sus dones de oración,
por su confianza en la protección angélica (un
ángel la acompañó siempre). Una de sus
contemporáneas relató: "No se pudo observar en ella
ningún acto de impaciencia, ni mostró el menor signo de
desagrado por la torpeza con que a veces la atendían". Un
día fue a ver a su hijo Juan Bautista, que estaba gravemente
enfermo, cayó ella también en una enfermedad que no le
permitió regresar a su monasterio por la noche. Después
de predecir su muerte, y recibir los sacramentos expiró
serenamente.
En la bula de canonización, emitida por Pablo el 29 de mayo de
1608, se reconoce que su plegaria y sus sufrimientos contribuyeron
a la conclusión del Cisma de Occidente
(1378-1449) y de la infausta residencia de los papas de
Aviñón (1309-1377), así como el cese de la peste
en Roma.