Hija
de
Sigfrido, conde de Luxemburgo y de Eduvigis de Alemania. Contrajo
matrimonio con san Enrique II de Baviera, emperador de Alemania hacia
el 998. Ambos fueron castos toda la vida ya que habían hecho
voto de virginidad (la realidad es que el rey era impotente y no
podía engendrar). Fueron coronados reyes de Germania en el 1002.
Cuando Enrique fue coronado emperador en Roma en 1014 por el papa
Benedicto VIII, seguían rivalizando abiertamente entre sí
acerca de cuál de los dos podía complacer más a
Dios orando, ayudando a los pobres y decorando iglesias. Tanta virtud
provocaron envidias. Cunegunda fue acusada por los cortesano de
infidelidad al rey, y ella para demostrar lo contrario, se
sometió al "juicio de Dios" y caminó descalza sobre
carbones encendidos (prueba que fue aprobada en 1022 por el concilio de
Seligenstandt, para casos de adulterio).
Junto con su esposo
construyó la catedral y el obispado de Bamberg en Franconia. El
reinado de Enrique y Cunegunda fue uno de los más felices. Yendo
en cierta ocasión a realizar un retiro en Hesse, cayó
gravemente enferma, e hizo la promesa de fundar un monasterio si
sanaba, en un lugar entonces llamado Capungen, ahora Oberkaufungen,
cerca de Cassel, en el land de Hesse, lo que cumplió de manera
majestuosa, y lo entregó a las monjas benedictinas. Según
parece, la emperatriz tenía una sobrina joven, llamada Judit, a
la que profesaba mucho cariño y a la que había educado
con gran solicitud. Santa Cunegunda nombró a Judit superiora del
nuevo convento, no sin haberle dado antes muchos buenos consejos. Pero
la joven abadesa empezó a dar muestras de laxitud y frivolidad,
en cuanto se vio libre de la tutela de su tía. Era la primera en
acudir al refectorio y la última en llegar a la capilla; y
prestaba oídos a toda clase de habladillas y las propagaba.
Inútiles resultaron todas las reprensiones de santa Cunegunda:
la crisis estalló el día en que la abadesa, en vez de
asistir a una procesión dominical, se quedó a pasar el
rato con otras religiosas jóvenes. Llena de indignación,
santa Cunegunda reprendió ásperamente a la culpable y aun
la golpeó. Las marcas de los dedos de la santa quedaron impresas
en las mejillas de la abadesa hasta el día de su muerte, y ese
milagro no sólo convirtió a la abadesa desobligada, sino
que ejerció un efecto saludable sobre toda la comunidad.
En 1024, el
día del aniversario de la muerte de su esposo, santa Cunegunda
invitó a numerosos prelados a la dedicación de la iglesia
que había construido en Kafungen. Después del canto del
Evangelio, la santa depositó sobre el altar una reliquia de la
cruz de Jerusalén, cambió sus vestiduras imperiales por
el hábito religioso y recibió el velo, de manos del
obispo de la ciudad. Una vez en religión, pareció olvidar
que había sido emperatriz y se consideraba como la ultima de las
monjas, convencida de que eso era, a los ojos de Dios. Nada
temía tanto como aquello que pudiera recordarle su antigua
dignidad. Oraba y leía mucho, y se dedicaba especialmente a
visitar y consolar a los enfermos. Así pasó los
últimos años de su vida. Murió el 3 de marzo de
1033 (o 1039). Su cuerpo fue sepultado en Bamberg junto al de su
esposo. Fue canonizada el 3 de abril de 1200 por Inocencio III.