SAN ROMUALDO
19 de junio
1027 d.C.
Nació en Rávena. Pertenecía a la familia Onesti,
duques de Rávena. Su loca juventud mundana cambió del
todo, al presenciar en un duelo entre su padre y un pariente, la muerte
del familiar. Este acontecimiento le indujo a retirarse al monasterio
benedictino de Sant’Apollinare in Classe para hacer cuarenta
días de penitencia. Aquí profesó por tres
años la regla de san Bernardo, pero no le atrajo la vida
monástica y junto con un compañero pidió permiso
para hacer vida eremítica. La leyenda cuenta que fue abad y los
monjes no admitieron su estricta observancia de la regla, y quisieron
despedirlo o matarlo, pero la conjura fue descubierta.
Se marchó a la frontera del Véneto, con el
ermitaño Marino, ejercitándose en las austeridades
más radicales; hacia el 978 acompañó a San Pedro
Urséolo, dux de Venecia, que iba a hacerse religioso en el
cenobio catalán de San Miguel de Cuxá, donde
consolidó su orientación espiritual como ermitaño;
su rigidez en el cumplimiento de la regla volvieron a traerle problemas
con los monjes.
Diez años después (998) nos lo encontramos en
Rávena animando a su padre para que se hiciera monje de San
Severo. El emperador Otón III lo eligió abad de Sant'
Apollinare in Classe, para que lo reformara, pero un año
después lo encontramos en Montecasino y en 1004, erigió
en Val di Castro un eremitorio que abandonó posteriormente.
Romualdo observó que la nueva sociedad necesitaba una
revisión de la regla benedictina, que diera vida a comunidades
que estuvieran entre la abadía y la soledad, el trabajo y la
vida contemplativa. Fundó cenobios en Verghereto, en Lemmo,
Cassino, Rávena, Vallombrosa y Fontebuona. Permaneció
tres años en una celda cercana a la casa que había
fundado en Parenzo. Allí trabajó por un tiempo,
experimentando gran sequedad espiritual, pero un día, de pronto,
cuando estaba recitando las palabras del Salmista, «Te
daré entendimiento y te instruiré», Dios lo
visitó con una luz extraordinaria y un espíritu de
compunción que desde entonces nunca le abandonó.
Escribió una exposición de los Salmos llena de
pensamientos admirables. Con frecuencia pronosticó cosas
futuras, y daba consejos a todos los que iban a consultarle, inspirado
por una sabiduría celestial. Siempre había anhelado el
martirio, y por fin obtuvo licencia del Papa para predicar el Evangelio
en Hungría; pero fue atacado por una grave enfermedad tan pronto
como puso los pies en el país, y como el mal volvía cada
vez que intentaba actuar, sacó como conclusión que esto
era una clara indicación de la voluntad de Dios de que no lo
quería ahí. Muy conforme, retornó a Italia, aunque
algunos de sus compañeros fueron a predicar la fe a los magiares.
Posteriormente permaneció por bastante tiempo en Monte di
Sitrio, pero allí fue acusado de un crimen escandaloso por un
joven noble de Sassoferrato, a quién Romualdo había
intentado convertir inútilmente y al que había censurado
por su vida disipada. Aunque parezca extraordinario, los monjes
creyeron el embuste, le impusieron severa penitencia, le prohibieron
que celebrase misa, y lo incomunicaron. Todo lo soportó en
silencio por seis meses, pero entonces Dios lo amonestó para que
no se sometiera más a sentencia tan injusta, pronunciada sin
autoridad y sin sombra de fundamento. Pasó seis años en
Sitrio guardando silencio estricto y aumentando sus austeridades en
lugar de relajarlas, no obstante su ancianidad. Romualdo tuvo alguna
influencia en las misiones a los eslavos y prusianos a través
del monasterio de Querfurt en Pereum, cerca de Ravena, que Otto III
fundó para él y san Bruno, en 1001. Un hijo del duque
Boleslao I de Polonia era monje en este monasterio, y en nombre de su
padre le obsequió a Romualdo un magnífico caballo.
Él lo cambió por un asno, y declaró que se
sentía más unido a Jesucristo, montado sobre tal
cabalgadura.
Por fin decidió realizar su fundación en el valle, por el
señor de Maldoli (Camaldoli), en los alrededores de Arezzo
(1023) que fue el centro de la Orden camaldulense, de ermitaños
contemplativos, aislados en silencio y ayuno continuo. "Considera tu
retiro como un paraíso. Desecha todo recuerdo del mundo. Vaya tu
pensamiento tras la meditación, como el pez tras el cebo.
Renúnciate a ti mismo; hazte como un niño; y sea tu
alegría sólo la gracia de Dios".
Del emperador san Enrique II recibió como regalo el monasterio
de Monte Amiata para implantar en él a sus monjes. Romualdo no
pudo disfrutar la paz de sus fundaciones, ya que por toda la vida
sufrió oposiciones, calumnias, persecuciones, y hasta una
excomunión; también sufrió muchas tribulaciones
interiores a causa de la lucha contra el maligno, que trató de
apartarlo de su austero régimen de vida, hasta el punto de
gritar un día: "Dulcísimo Jesús mío,
¿es que me habéis entregado por entero en poder de mis
enemigos?". Pero la invocación del nombre de Jesús
sirvió para alejar para siempre el paroxismo de estas
tentaciones. Fue un hombre contemplativo y místico, esta
característica todavía no ha sido bien estudiada.
Además sufrió varias amenazas de muerte por parte de los
monjes relajados, que se oponían a su reforma. Próximo a
la muerte, volvió al monasterio de Val di Castro donde
terminó sus días. San Pedro Damián escribió
su biografía. Fue
canonizado por Benedicto IX en 1032.