SAN PABLO LE VAN LOC
13 de febrero
1859 d.C.
Si los
primeros años del rey Tu-Duc (1841-1847) fueron de relativa
calma en la persecución que su antecesor había mantenido
contra el cristianismo, a partir de 1851 se formalizó la
persecución de nuevo con un feroz decreto que mandaba que en
concreto a los sacerdotes nativos se les aserrase de por medio. La
persecución se volvió aún mas dura cuando tuvo
lugar la expedición franco-española en 1858, con la que
ambas naciones pretendían dar cobertura de protección de
sus misioneros que estaban en Tonkin. El resultado fue el
recrudecimiento de la persecución.
Pablo Loc, nacido en
An-Nhom (Vietnam), estudió primero en el seminario de Cai-Nhum y
después en el de Penang durante seis años. Volvió
a su patria y ejerció el oficio o ministerio de catequista, con
tanto celo y entrega que, en un solo año de permanencia,
logró ganar para la fe a más de doscientas personas.
Después consiguió plaza para enseñar en el colegio
de Tu-Duc, e inmediatamente fue llevado a Thi-Nghe donde
adquirió tanto prestigio como profesor y educador que el Obispo
le ordenó de presbítero en 1857 y le confió la
dirección del colegio.
Pensando que los
cristianos indígenas harían causa común con sus
correligionarios extranjeros invasores, decidieron exterminarlos a
todos antes de que ellos llegaran. El colegio de Thi-Nghe se
quedó vacío y los misioneros se refugiaron en otros
lugares.
Pero Pablo no
tardó en retornar para poder tener noticias de sus
jóvenes alumnos. Allí lo localizaron y lo prendieron. En
los distintos interrogatorios supo responder con tanto aplomo y
sabiduría que los mandarines, en un primer momento, pensaron en
absolverlo y hasta llegaron a ofrecerle, si apostataba, el puesto de
secretario primero en la prefectura. Pero todo intento fue
inútil ante su firmeza en profesar la fe, por lo que le
condenaron a muerte y le decapitaron fuera de la ciudad el día
13 de febrero de 1859. Fue beatificado en 1909 por san Pío X
y canonizado con los demás mártires del actual Vietnam el
19 de junio de 1988 por San Juan Pablo II.