SAN JUAN "EL BUENO"
2 de enero
660 d.C.
Nació en Camogli (Génova, Italia). Las vicisitudes
de su historia están indisolublemente entretejidas con la
leyenda. Un anónimo autor afirma que Juan nació el seno
de una familia noble del valle de Recco, y esto podría ser una
explicación de la antigua rivalidad acerca de su ciudad natal.
Ya de niño Juan fue llevado a Milán, donde
emprendió los estudios eclesiásticos y fue incardinado en
la Iglesia de Milán.
Mientras tanto,
después de casi ochenta años de exilio forzoso, Rotario,
el famoso rey lombardo, que había invadido incluso la Riviera
italiana, acuerda con el clero ambrosiano el regreso del obispo de
Milán a su lugar natural (por culpa de las invasiones tuvieron
que trasladar la sede ambrosiana a la Liguria). Así fue que
Juan, apreciado por todos por su calidad humana y por su inteligencia,
en el 641 fue aclamado XXXVIº obispo de Milán, primero en
gobernar nuevamente en la restaurada sede episcopal de Lombardía.
Su humildad y su
generosidad se convirtieron casi en proverbiales entre la grey confiada
a sus cuidados pastorales, que pronto comenzó a llamarlo
cariñosa y afectuosamente Juan «el bueno». Un poema
lo recuerda así: «Solícito en confortar y consolar
a los pobres, alimentar al hambriento, vestir al desnudo, dar de beber
al sediento, visitar a los enfermos y los presos, ofrecer hospitalidad
a los viajeros. Lleno de gracia, fe y buenas costumbres, agradable a
Dios y a los hombres, brilló en sus acciones. Juan se mostraba
tan humilde ante todos que, por esa humildad, era difícil
discernir si realmente era el obispo».
El único
episodio históricamente bien señalado en su vida fue un
viaje a Roma que hizo a finales del 649, para asistir a un
sínodo convocado por el papa Martín I, que se
celebró en la basílica lateranense. Trabajó con
éxito contra el arrianismo y el monotelismo.
Murió en
Milán después de al menos diez años de episcopado
y sus restos mortales fueron sepultados en la actual iglesia de San
Miguel in Duomo. Cuatro siglos después el obispo Ariberto
reavivó el culto en toda la diócesis, tras el
descubrimiento del cuerpo que se creía perdido. Pero fue san
carlos Borromeo quien trasladó las reliquias a la catedral, en
1582, y erigió un altar en su honor. En 1951, el beato cardenal
Ildefonso Schuster ordenó un nuevo reconocimiento de los restos
del santo, que resultó medir 190 centímetros de altura, y
los hizo colocar en una nueva urna metálica.