Según
el antiguo Martirologio este Juan era un monje
sirio que se estableció en Penna (Spoleto), y fue, durante 40
años, abad de una numerosa colonia monástica.
Probablemente se refugió en Italia huyendo de la
persecución monofisita.
La leyenda cuenta
que cuando el santo estaba por abandonar Siria, su patria, oró
de esta manera: «Señor, Dios de los cielos y de la tierra,
Dios de Abraham, Isaac y Jacob, te suplico a Ti que eres la luz
verdadera, que me ilumines, ya que espero de ti que hagas prosperar el
camino que tengo delante y que sea para mí la señal del
lugar de mi descanso, aquel donde la persona a quien le preste mi
salterio, no me lo devuelva ese mismo día».
Desembarcó en Italia y viajó hasta los alrededores de
Spoleto, donde encontró a una sierva de Dios, a quien le
prestó su salterio. Cuando le pidió que se lo devolviera,
ella dijo, «¿a dónde vas, siervo de Dios?
Quédate aquí y emprende tu camino mañana».
Juan accedió a pasar allí la noche y, recordando su
oración, se dijo, «esto es ciertamente lo que le
pedí al Señor: aquí me quedaré». A la
mañana siguiente, recibió de nuevo su salterio y, no
había caminado la distancia de cuatro tiros de flecha, cuando
apareció un ángel que lo condujo a un árbol, bajo
el cual le pidió que se sentara para anunciarle que era la
voluntad de Dios que se quedara en aquel lugar y que allí
tendría una gran congregación y encontraría el
descanso deseado.
Era el mes de
diciembre y la tierra estaba endurecida por el hielo; pero el
árbol bajo el cual se hallaba sentado Juan, estaba en flor, como
en primavera. Algunos cazadores que pasaron por allí le
preguntaron de dónde venía y qué hacía. El
santo les contó toda su historia y quedaron llenos de asombro,
especialmente por la forma en que vestía, pues nunca
habían visto cosa parecida. «Por favor no me causen
daño, hijos míos -dijo Juan- pues sólo he venido
aquí al servicio de Dios». La súplica era
innecesaria, pues los cazadores ya se habían fijado en el
árbol florecido y reconocieron que el Señor estaba con
aquel hombre. Lejos de querer hacerle daño, partieron
entusiasmados a anunciar su llegada al obispo de Spoleto, quien se
apresuró a ir a saludarlo, y lo encontró orando bajo el
árbol. Los dos lloraron de alegría cuando se encontraron
y todos los presentes dieron alabanzas a Dios. En aquel lugar, Juan
edificó su monasterio y allí vivió por cuarenta y
cuatro años más, hasta que se durmió en paz y fue
sepultado con himnos y cánticos.