SAN JUAN CALIBITA
15 de enero
450 d.C.
Nació en Constantinopla, en el seno de una rica familia, sus
padres, Eutropio, senador y general del ejército, y Teodora,
personaje de la más alta aristocracia bizantina, habían
orientado a sus dos primeros hijos en puestos honoríficos; pero
Juan, el tercero, hombre de gran ingenio y extraordinariamente volcado
a la piedad, desde que tuvo doce años y hasta el fin de los
estudios de retórica, tuvo contacto en la escuela con un monje
acemeta venido de Jerusalén; cuando éste regresaba a los
santos lugares, sintiendo la llamada del Señor, a los 20
años, huyó con él al gran monasterio de los
acemetas, que se encontraba en ese momento en la orilla asiática
del Bósforo, en la localidad llamada Ireneo, que había
sido fundada, hacia el 420, por el hegúmeno Alejandro de
Gomón.
Esta comunidad
había alcanzado su máxima prosperidad y celebridad bajo
el segundo sucesor de Alejandro, san Marcelo “el Acémeta”, quien
acogió a Juan. La comunidad tenía como regla y bandera el
Evangelio, del cual todo monje debía llevar siempre consigo una
copia; Juan se había procurado una ya en Constantinopla,
mientras esperaba huir con el monje cuando éste volviera a
Jerusalén. Sus padres, ignorando la intención por la que
su hijo quería tener el Evangelio, le habían regalado una
copia con escritura dorada, miniado, y recubierto de oro y piedras
preciosas, que fue quien le procuró a nuestro santo el apodo de
“El del Evangelio de oro”.
Después de seis
años de permanencia en el monasterio de los acemetas, Juan lo
abandonó para obedecer a una segunda llamada divina, y,
cambiando sus hábitos con el de un mendigo, regresó a su
casa. Había cambiado tanto su aspecto que sus padres no le
reconocieron. Vivió de limosnas en una pequeña choza
"calybe" cercana a su casa, hasta su muerte; sus padres le reconocieron
por un Evangelio con tapas doradas, regalo de su madre, que llevaba
siempre consigo.
Esta revelación y la santa muerte de Juan provocaron un enorme
cambio en el ánimo de los padres, que transformaron su enorme
palacio en un albergue para acoger peregrinos, en el cual ellos mismos
servían a los que se alojaban; y en el lugar de la choza donde
su hijo había vivido por tres años, erigieron una iglesia
que existía ya en el 468, en tiempos del famoso incendio que
destruyó una parte de la ciudad imperial. La leyenda lo
identifica con San Alejo.