SAN ISAÍAS
9 de mayo
Siglo VIII a.C.
Es
uno de los cuatro grandes profetas del Antiguo Testamento. Lo poco que
sabemos de su ser más íntimo pertenece al tiempo que va
desde la vocación profética, ocurrida el año de la
muerte del rey Ozías (c. 740 a. C.), hasta el año 701
aproximadamente en el que podemos fechar el último
oráculo.
En
(Ecl 48, 22) se dice que fue “grande y digno de fe en sus visiones”.
Isaías percibió su vocación con la presencia de
Dios y oyó la voz de los serafines: “Santo, Santo, Santo es el
señor, llena esta la tierra de su gloria”. Isaías tuvo
clara conciencia de su propia impureza y de la impureza de su pueblo:
“¡Ay de mi, estoy perdido! -exclamó- “Soy un hombre de
labios impuros y en medio de un pueblo de labios impuros habito”. Uno
de los serafines le toco los labios con un ascua y le dijo: “He
aquí que esto ha tocado tus labios. Ha desaparecido tu culpa y
tus pecados están perdonados”. Fue enviado a predicar y
profetizar a su pueblo, para predicarles la salvación.
Su
vida cambió radicalmente, y a sus hijos les puso nombre
simbólicos: Sear-Yafur (“Un resto volverá”);
Maher-Salal-Has-Baz (“Pronto al saqueo, rápido al
botín”). Su esposa, a la que llamaba “la profetisa”
también participaba en su servicio en la palabra de Dios. Dios
le tuvo que amonestar para que siguiera el camino de Dios y no el del
pueblo. La vida del profeta tenía que ser un ejemplo.
Apremió al pueblo y a los reyes para que siguieran los caminos
de Dios. Denunció los pecados y la injusticia, defendió
el obrar el bien, buscar el derecho, defender al huérfano y
proteger a la viuda. La injusticia social y moral era para
Isaías el pecado más grave.
En
el horizonte profético nos habla del Enmanuel, el
príncipe de la paz, que traerá la paz y la justicia al
pueblo. La palabra de Isaías suena con fuerza en el Nuevo
Testamento, como cumplimiento de sus profecías. La
tradición dice que fue aserrado por orden del rey Manases de
Judá.