SAN GUIDO DE POMPOSA
31 de marzo
1046 d.C.
Había nacido en Casamari, cerca de Rávena. Se llamaba
Guido Strambiati y pertenecía a una buena familia y le encataba
la vida en sociedad. Fue muy cuidadoso en su aspecto exterior y en su
vestimenta. Sin embargo, una vez, fue severamente castigado por esta
forma de vanidad. Fue a Ravena, donde se celebraba la fiesta patronal
de San Apolinar, y, despojándose de sus finas ropas, las dio a
los pobres y se vistió las más andrajosas que pudo
encontrar. Para vergüenza de sus padres, partió hacia Roma
con esta indumentaria y, durante su permanencia allí,
recibió la tonsura.
Quiso cambiar su vida
y se presentó ante el abad de Pomposa, el venerable
Martên, que vivía en una ermita; él fue el maestro
de sus primeros años. Se hizo benedictino en la abadía de
San Severo de Rávena y después se trasladó a la
abadía de Pomposa (Ferrara) donde fue abad durante 48
años. Su reputación arrastró a muchos (incluyendo
a su padre y a su hermano) a unirse a la comunidad, de suerte que el
número de monjes fue duplicado y se hizo necesario que Guido
construyera otro monasterio para acomodarlos a todos. Después de
un tiempo, delegó a otros la parte administrativa de su oficio y
se concentró en el aspecto puramente espiritual, especialmente
en la dirección de las almas.
En ciertas
épocas del año, acostumbraba retirarse a una celda,
distante aproximadamente cinco kilómetros de la abadía,
donde llevaba una vida de tan intensa devoción e inquebrantable
abstinencia, que parecía sostenerse con el ayuno y la
oración. Especialmente durante la Cuaresma, trataba su cuerpo
con tal severidad, que sus torturas podrían difícilmente
superarse y aún así, era extraordinariamente tierno con
los monjes, que le tenían gran devoción.
Convirtió aquel
cenobio en centro de cultura y, san Pedro Damián, que a
petición suya, dio lecciones de Sagrada Escritura en la
abadía de Pomposa durante dos años, dedicó a Guido
su libro “De Perfectio ne Monachorum”.
Guido no escapó
a la persecución. Por alguna razón, Heriberto, arzobispo
de Ravena, concibió un odio acerbo contra él y se
decidió en verdad a destruir su monasterio. Advertido del ataque
que se aproximaba, la única medida de defensa del abad fue un
ayuno de tres días en compañía de toda su
comunidad. Cuando el arzobispo y sus soldados llegaron a las puertas de
la abadía, Guido salió a recibirlos, y con el mayor
respeto y humildad, los condujo a la iglesia. El corazón de
Heriberto se conmovió: pidió perdón al abad, y
prometió protegerlo de allí en adelante.
Al final de su vida, Guido se retiró a la soledad, pero fue
llamado a Piacenza por el emperador Enrique III, que había
llegado a Italia y deseaba consultar al abad, de cuya santidad y
sabiduría tenía grandes referencias. El anciano
obedeció muy a su pesar y se despidió tiernamente de sus
hermanos, diciéndoles que nunca más vería sus
rostros. Había llegado a Borgo San Donino, cerca de Parma,
cuando fue atacado repentinamente por una enfermedad, de la que
murió al tercer día. Se originó una disputa por la
custodia de su cuerpo entre Pomposa y Parma. El emperador
dirimió la cuestión, haciendo llevar las reliquias a la
iglesia de San Juan Evangelista, en Speyer, que más tarde fue
rebautizada con el nombre de San Guido-Stift.