SAN FRANCISCO SOLANO
14 de julio
1610 d.C.
Nació en Montilla (Córdoba), en el seno de una familia
hidalga. Estudió en el colegio de jesuitas de Córdoba, y
a los 20 años (1570) ingresó como franciscano en el
convento de San Laurencio de Montilla con el deseo de ser misionero
(era un pequeña comunidad perteneciente al movimiento llamado de
los “Hermanos del Santo Evangelio”); después pasó para
continuar con sus estudios al convento de Nuestra Señora de
Valverde de Sevilla. Se distinguió por su espíritu de
sacrificio y por su devoción a la Eucaristía. Fue
ordenado sacerdote en 1576. Fue muy aficionado a la música.
Vivió con gran austeridad y mucha oración. En 1580, el
padre provincial, le ordenó regresar a Montilla, porque su padre
había muerto y no debía estar lejos de su madre,
aquí se dedicó a la predicación, a la
atención de los enfermos, especialmente a los apestados, a la
confesión y a la catequesis. Pasó por el convento de San
Francisco de Arrizafa de Córdoba, como maestro de novicios donde
contrajo la peste atendiendo a los enfermos. En 1583 fue trasladado al
convento de San Francisco del Monte, con los encargos de maestro de
novicios, vicario conventual y predicador. Luego fue nombrado
guardián de la casa. En 1587 fue destinado al convento granadino
de San Luis del Real de Zubia.
En 1589, en una
pequeña flota que conducía el virrey del Perú,
Hurtado de Mendoza, se embarcó con un grupo de compañeros
que pasaban a América para ser misioneros. Llegaron a Cartagena
de Indias y de allí a Panamá. Luego en una frágil
nave, cargada de negros, se dirigieron hacia El Callao (Perú).
La nave zozobró junto a la isla de Gorgona, frente a Colombia.
En grupo fueron llevados a tierra. Solano se quedó el
último para auxiliar a todos los esclavos para bautizarlos.
Llegaron por fin a las costas del Perú en 1590, y desde
allí por tierra a Lima. Se dedicó a obras de apostolado y
caridad en hospitales y cárceles. Era a la sazón obispo
de Lima, santo Toribio de Mogrovejo.
De allí
partieron por malos caminos, a través de los Andes, hacia
Tucumán, el Cuzco y la actual Bolivia. Jornadas heroicas y
agotadoras. Sólo llevaba algunos libros y un violín. Once
años vivió en Tucumán. Realizó una
actividad misionera extraordinaria. Aprendió las lenguas
indígenas. Los indios le querían como a su rey:
Tupá, le llamaba postrándose ante él. Algunos le
llamaron “loco”; otros “engañador de indios”. Recorrió
las regiones de Rioja, Córdoba, Paraguay, Uruguay, Santiago del
Estero y, según algunos, hasta el Gran Chaco. Consiguió
muchas conversiones, y dejó testimonio claro de su santidad.
Obediente a la voz de Dios, recorrió de nuevo el largo camino
que le llevó a Lima. Por humildad no aceptó el cargo de
guardián. Lo enviaron a Trujillo y allí se vio obligado a
aceptar el cargo.
Otra vez en Lima en el convento de Nuestra Señora de los
Ángeles, donde fue guardián, salía por calles y
plazas, con un crucifijo en la mano, exhortando a la conversión.
Por la noche tuvo que dejar abierta la iglesia, por los muchos que
acudían a confesarse. Santa Rosa de Lima le ayudó con sus
penitencias. El virrey le pidió moderación. En Lima sus
superiores y el virrey tuvieron que amonestarle porque sus palabras
conmovían de tal manera al gentío que se suscitaron
tumultos. Francisco se retiró a la oración y la
contemplación en el convento de San Francisco de Lima, hasta que
consumido más por los trabajos que por la edad
falleció. Su canonización tuvo lugar en 1726.