SAN FRANCISCO DE
GERÓNIMO
11 de mayo
1716 d.C.
Nació en Grottaglie, Taranto, en el seno de una familia
burguesa. Con 11 años sus padres lo confiaron a la
Congregación eclesiástica, fundada por el arzobispo
Caracciolo, en la propia Grottaglie. Se dedicó a la catequesis
de niños y estudió Filosofía en el colegio jesuita
de Tarento, y después al colegio napolitano de la
Compañía donde estudió Teología y Derecho
civil y canónico. Ordenado sacerdote en 1666, pidió y
obtuvo una plaza de prefecto de disciplina en el napolitano Colegio de
Nobles. En su cargo de prefecto supo asumir la autoridad necesaria con
la paciencia más clara, como cuando el hermano de un alumno,
arrestado por una falta grave, a la queja por ello añadió
una bofetada. Mansamente Francisco ofreció la otra mejilla, y su
acto de humildad desarmó al agresor y cundió como un
ejemplo excelente.
Ingresó en los jesuitas en 1670 donde
desempeñó el cargo de prefecto auxiliar en el colegio de
la Compañía en Nápoles. Misionero popular del sur
de Italia. Se le llamó “el sacerdote santo”. Al no caber en los
templos las multitudes que acudían a sus misiones y ejercicios
espirituales abiertos, tenía que predicar en las plazas y
calles. Pidió continuamente ser destinado a misiones en el
Japón y la India, a pesar del fruto de su predicación en
Nápoles y Campania. Desde el primer momento, la
predicación de Francisco le conquistó gran popularidad.
Los resultados que obtuvo fueron tan notables, que pronto empezó
a preparar a otros misioneros para la tarea. Predicó por lo
menos cien misiones en las regiones de los alrededores, pero los
habitantes de Nápoles no le dejaban ausentarse por mucho tiempo.
A donde quiera que iba, su confesionario y las iglesias en que
predicaba estaban siempre llenos. Se dice que por lo menos
cuatrocientos pecadores endurecidos se reconciliaban anualmente con la
Iglesia, gracias a sus esfuerzos. Francisco visitaba las prisiones, los
hospitales y aun las galeras; en una de ellas, que pertenecía a
la flota española, convirtió a veinte prisioneros turcos.
Ni siquiera vacilaba en seguir a los pecadores hasta los antros del
vicio, donde algunas veces fue brutalmente maltratado. Con frecuencia
predicaba en las calles, según la inspiración del
momento. En cierta ocasión, en medio de una furiosa tempestad
que se desató durante la noche, se sintió
irresistiblemente movido a salir a predicar en un barrio aparentemente
desierto. Al día siguiente, se presentó en su
confesionario una joven de mala vida que se había sentido tocada
por la gracia al oír, desde su ventana, la conmovedora
predicación de san Francisco. Sus penitentes pertenecían
a todas las clases sociales. Tal vez la más notable de ellas era
una francesa llamada María Elvira Cassier, quien había
asesinado a su padre y había servido en el ejército
español, disfrazada de hombre. El santo la movió a
penitencia y, con su dirección, la condujo a un alto grado de
perfección.
A la elocuencia de san Francisco se añadía
la fama de sus milagros; pero él negaba siempre que Dios le
hubiese concedido poderes sobrenaturales y atribuía todos sus
milagros a la intercesión de san Ciro (31 de enero), de quien
era muy devoto. Fundó por todas partes Círculos
Católicos de Obreros. Estableció un montepío para
contrarrestar a los usureros y fundó una Caja de enfermedad
(antepasado de nuestras mutuas sanitarias). Inauguró la
comunión mensual. Francisco murió a los setenta y cuatro
años de edad, al cabo de una penosa enfermedad. Sus restos se
encuentran en la iglesia de los jesuitas de Grottaglie en
Nápoles.
Su canonización tuvo lugar el 26 de mayo de
1839 por el pontífice Gregorio XVI. Se conserva
todavía el interesante documento que el santo escribió a
sus superiores para darles cuenta de las extraordinarias
manifestaciones de la gracia que había visto en sus cincuenta
años de misionero.