El nombre de San Audómaro resulta más familiar y conocido
en su forma francesa de Omer, ya que en Francia existe la ciudad de
Saint-Omer donde estuvo, en tiempos de la persecución religiosa
en Inglaterra, el famoso colegio de jesuitas que mantuvo bien provista
la misión inglesa, colegio aquél que, posteriormente,
quedó en manos del clero seglar y donde murió Alban
Butler que fue su director durante algún tiempo.
El lugar de nacimiento de Omer no estaba lejos de la
ciudad de Coutances. Todas las preocupaciones de sus padres se
concentraron en él, y la educación del joven fue su
cuidado primordial. Omer respondió bien a las esperanzas que
habían sido puestas en él, progresó
rápidamente en los estudios, manifestó su
inclinación hacia la vida religiosa y, a la muerte de su madre,
ingresó en el monasterio de Luxeuil. San Eustaquio, que
había sucedido al fundador San Columbano en el gobierno de
aquella casa, acogió amablemente al joven y a su padre, que le
acompañaba; ambos fueron admitidos y, a su debido tiempo, padre
e hijo hicieron juntos su profesión religiosa. La humildad,
devoción, obediencia y pureza de costumbres que demostró
poseer el joven desde un principio, le distinguieron entre sus
hermanos, aun en aquel hogar de santos.
Con el correr del tiempo, se supo que Thérouanne,
la capital de los morini, tenía gran necesidad de un pastor
celoso y enérgico para que guiara a sus habitantes por el buen
camino. Aquella comarca, que comprendía lo que ahora conocemos
con el nombre de Pas-de-Calais, se hallaba bajo la égida del
vicio y el error, y el rey Dagoberto buscaba afanosamente a una persona
bien calificada para restablecer la fe y la práctica de las
reglas de moral que predica el Evangelio. San Omer, que hacía
veinte años era monje en el convento de Luxeuil, fue
señalado como el hombre capaz de desempeñar la ardua
tarea y, San Acario, obispo de Noyon y Tournai, se lo recomendó
al rey, de manera que, alrededor del año 637, Omer, que se
hallaba feliz y contento en su retiro, fue súbitamente obligado
a abandonar su soledad. Al recibir la orden, hizo este comentario:
"¡Qué enorme diferencia hay entre la segura rada en la que
ahora me encuentro anclado y ese mar tempestuoso al que me empujan,
contra mi voluntad y sin ninguna experiencia!"
La primera tarea de su ministerio pastoral como obispo de
Thérouanne fue el restablecimiento de la fe, con toda su pureza,
entre los pocos cristianos que encontró y cuya reforma fue un
trabajo tan difícil como la conversión de los
idólatras. A pesar de los obstáculos, fue inmenso el
éxito de sus labores, y se puede afirmar que dejó su
diócesis al mismo nivel que las más florecientes de
Francia. Sus sermones, llenos de fogosa elocuencia, eran irresistibles,
pero su vida ejemplar era una prédica todavía más
poderosa, puesto que alentaba a los demás a prodigarse para dar
de comer a los pobres, consolar a los enfermos, reconciliar a los
enemigos y servir a todos, sin otro interés que el de su
salvación y la mayor gloria de Dios. Ese era el carácter
del santo obispo y de todos los que trabajaban bajo su
dirección. Entre sus principales colaboradores figuraban San
Momolino, San Beltrán y San Bertino, tres monjes a los que San
Omer sacó de Luxeuil para que le ayudasen. La asociación
de estos cuatro santos se relata y discute en el artículo
dedicado a San Bertino, el 5 de este mes. Junto con ellos, San Omer
fundó el monasterio de Sithiu, que llegó a ser uno de los
grandes seminarios de Francia. Las biografías de San Omer
relatan una serie de milagros no muy convincentes que se le atribuyen.
Durante sus últimos años de vida, estuvo ciego, pero
aquella aflicción no le causó ningún abatimiento
ni disminuyó su preocupación pastoral por su grey. Otro
de sus biógrafos dice que, cuando San Auberto, obispo de Arras,
trasladó las reliquias de San Vedast al monasterio que
había construido en su honor, San Omer estaba presente y, en
aquella ocasión, recuperó la vista durante algún
tiempo. Es probable que San Omer muriese poco después del
año 670.