SAN ANTONIO DE PADUA Y
LA MULA DEL HEREJE
Por dondequiera que pasaba, san Antonio de Padua era el
flagelo de los herejes en virtud del maravilloso don con que refutaba
sus objeciones y desenmascaraba sus calumnias contra la fe
católica. Habiendo llegado un día a Toulouse (Francia)
para combatir los errores de los enemigos de la santa Iglesia, tuvo que
disputar contra uno de los más tenaces albigenses. La larga
discusión terminó por recaer sobre el Augusto Sacramento
de la Eucaristía. Luego de grandes dificultades, el defensor del
error fue reducido al silencio. Pero, si bien estaba derrotado no se
había convertido; y recurrió a un argumento extremo en
desafío al santo:
–Dejémonos de palabras y vayamos a los hechos. Si con
algún milagro puedes probar frente a todo el pueblo que el
cuerpo de Cristo está presente de verdad en la Hostia
consagrada, yo renegaré de mis ideas y aceptaré las tuyas.
–Acepto el desafío –replicó enseguida san Antonio, lleno
de confianza en la omnipotencia y la misericordia del Divino Maestro.
–Escucha, pues, mi propuesta: tengo una mula en mi casa. La
dejaré encerrada durante tres días sin alimento alguno, y
así la traeré a esta plaza. Entonces, en presencia de
todos, le ofreceré una abundante cantidad de avena, y tú
le presentarás eso que, según dices, es el cuerpo de
Jesucristo. Si el animal hambriento abandona la comida para correr
donde ese Dios que todas las criaturas deben adorar, conforme a tu
doctrina, yo creeré de todo corazón la enseñanza
de la Iglesia Católica.
El día fijado vino gente de todas partes. No era posible
confundir la plaza en que se realizaría la gran prueba;
católicos y herejes la desbordaban, presos de una expectativa
fácil de imaginar. En una capilla cercana, Fray Antonio
celebraba la santa Misa con angelical fervor.
Llegó entonces el albigense tirando su mula,
mientras un compinche traía el alimento favorito del animal,
escoltado por una multitud de herejes que auguraban su victoria.
En ese momento, san Antonio salió de la capilla
portando el cáliz con el Santísimo Sacramento. La plaza
quedó en silencio. Dirigiéndose a la mula, el santo
clamó con fuerte voz:
–¡En el nombre y por el poder de tu Creador, el que pese a mi
indignidad sostengo realmente presente en mis manos, yo te ordeno,
pobre animal, que vengas sin demora a inclinarte humildemente
frente a Él, y así los herejes reconozcan que toda
criatura se somete a Jesucristo, Dios Creador que el sacerdote
católico tiene la honra de hacer descender sobre el altar!
Al mismo tiempo, el albigense puso el montón de
avena bajo el hocico de la bestia hambrienta, incitándola a
comer.
¡Oh prodigio! Sin prestar atención alguna al
alimento que se le ofrecía, sin escuchar más que la voz
de Fray Antonio, el animal se inclinó ante el nombre de
Jesucristo y después se arrodilló delante del Sacramento
de Vida, como si lo adorara.
Al ver esto los católicos estallaron en muestras de
entusiasmo, al paso que los herejes se sentían aplastados por el
estupor y la confusión.