SAN ALFONSO
MARÍA DE LIGORIO
(Doctor de la Iglesia)
1 de agosto
1787 d.C.
Nació en Marianella (Nápoles), en el seno de una antigua
familia noble; su padre José de Liguori, fue capitán de
una de las galeras reales napolitanas; su madre era Ana Catalina de
Cavaliere. Fue un gran estudioso de todas las materias, sabía
pintar y tocar el clavicémbalo. Se doctoró en Derecho
civil y canónico con sólo diecisiete años. Fue un
brillante abogado de Nápoles, hasta que un día
defendiendo una causa por la herencia del feudo de Amatrice (entre el
duque Orsini y Gravina y el gran duque de Toscana, un Medici) que
él consideraba justa, un documento presentado en última
hora, vino a demostrar la culpabilidad de su defendido. Se
sintió tan consternado por la derrota que abandonó la
audiencia gritando “¡Mundo, ahora te he
conocido!”. Esta derrota le tuvo encerrado en su casa meditando sobre
la justicia del hombre y la justicia de Dios. Según consta en
sus notas diarias del 28 de agosto de 1723, cuando salió del
Hospital de Incurables le rodeó una luz misteriosa, le
pareció que el edificio se tambaleaba y oyó una voz
interior que le decía: “¡Deja el mundo y entrégate
a Mi!”. Se dirigió a la iglesia de la
Redención de Cautivos y colgó su daga a los pies de la
Virgen de la Merced y decidió dedicar su elocuencia a Dios.
Alfonso, fue ordenado sacerdote a los treinta
años (1726). Se dedicó a la evangelizar a los pobres de
Nápoles, y así fundó durante toda su vida 75 “capillas
del atardecer” dando con ello un gran protagonismo a los seglares del
pueblo pobre. Se dedicó primeramente a la formación de
los misioneros que partían para China en un seminario fundado en
Nápoles, prodigándose también en favor de los
enfermos en la epidemia que atacó a Nápoles en 1729 y
predicando las misiones a los pobres de la ciudad. Pero el obispo de
Castellmare de Stabia, Tomás Falcoia, lo invitó a
predicar las misiones a los pobres abandonados de la campiña; y
una religiosa de un convento (María Celeste Crostarosa) le
reveló los designios de Dios acerca de él para la
fundación de un nuevo instituto. En estas misiones entre las
clases populares de Nápoles y sus alrededores, sobre todo en las
comarcas de Amalfi y Scala, Alfonso descubrió su verdadera
misión: decidió fundar una congregación que
enseñase el mensaje evangélico a aquellas gentes,
ignorantes, supersticiosas y abandonadas por el clero, la nobleza y la
corte; soñó en misioneros que llevasen la luz de la fe y
la caridad a las clases más desfavorecidas por la sociedad.
Nació así en 1732, el Instituto del
Santísimo Redentor (Redentoristas). La nueva fundación
encontró inmediatamente dificultades por la defección de
algunos miembros; por las críticas que desde el púlpito
le hacían algunos sacerdotes, acusándolo de ambicioso,
pero... Alfonso, siguió adelante. Elegido rector mayor del
Instituto en 1743, solicitó el reconocimiento oficial al rey de
Nápoles, cuyo ministro (B. Tanucci) rechazó la
aprobación del decreto, mientras el papa Benedicto XIV la
aprobó en 1749. El nuevo Instituto se propagó más
allá de las fronteras italianas merced a los esfuerzos de
san Clemente María Hofbauer. También se difundió,
sobre todo fuera de Italia, la compañía contemplativa de
las redentoristas dedicadas a que el culto eucarístico fuese
celebrado con honor. En este periodo hay que destacar uno de los
episodios más dolorosos de la vida de Alfonso: después de
que el ministro Tanucci (en nombre del rey Carlos III) se negara a
reconocer su fundación, él, pese a contar con la
protección del nuevo rey Fernando IV para obtener su
aprobación, sufrió el fraude de una sustitución de
los votos por un simple juramento y de subordinación de los
religiosos a la jurisdicción de los obispos (cláusulas
insertas en el texto del reglamento sometido a la firma del rey, que lo
aprobó tal como estaba). No obstante su grito de queja: "Me han
engañado", su Instituto se dividió en dos ramas, porque
la parte que estaba bajo los Estados pontificios se desgajó de
los napolitanos, al ver que sus estatutos eran diferentes a los
aprobados por el Pontífice Pío VI; de este modo nuestro
santo fue excluido de la familia que había fundado,
acusándole de traición. Esta prueba, Alfonso la
afrontó con gran confianza en Dios y predijo la unidad del
Instituto que ocurrió 36 años más tarde, cuando
consiguió que el rey de Nápoles
aprobara las constituciones tal y como las había aprobado el
Pontífice.
Después de trece años de dedicación a su
fundación, para formar a los misioneros y mantener los
resultados de las misiones para los fieles, cuando contaba 66
años el papa Clemente XII le obligó a aceptar la sede
episcopal de Sant'Agata dei Goti (Benevento) (1762-1775). En este cargo
se prodigó en un apostolado extraordinario. Trece años
más tarde renunció (fue exonerado del cargo por el Papa
Pío VI) y volvió con los suyos donde vivirá hasta
los 91 años. Al final de su vida fue probado en el terreno donde
era maestro: la tentación, el miedo a condenarse, la
valoración malsana de las propias culpas. Años terribles
de aridez y tinieblas espirituales, en las que su vocación
personal le mantuvo unido al timón de la fe y la esperanza,
practicando con todos una exquisita caridad, a pesar del tormento
espiritual en el que vivía. Estaba completamente ciego, casi
completamente sordo y con la cabeza clavado sobre el pecho a causa de
un fortísimo reumatismo, vivió así doce
años dedicado a escribir a sus misioneros, exhortaciones a los
sacerdotes y una serie de libros en los que fue un gran moralista y por
ello es Doctor de la Iglesia. Escribió: “Theologia moralis”.
“Visitas al santísimo sacramento”. “Las glorias de
María”. “El gran medio de la oración”. “La
práctica de amar a Jesucristo” (se
explayará en el tema de que todos estamos llamados a la
santidad); “Reflexiones útiles a los obispos” y
“Carta a un obispo recién nombrado”. Murió en
Nocera dei Pagani (Campania-Italia), había dejado escrito que en
toda su vida jamás había cometido un pecado mortal.
Pío VI, el Pontífice que por error le
había condenado, decretó en 1796 la introducción
de la causa de beatificación de Alfonso María de Ligorio.
La beatificación tuvo lugar en 1816 por Pío VII y la
canonización en 1839 por Gregorio XVI. San Alfonso fue
proclamado Doctor de la Iglesia en 1871. Patrón de
Nápoles.