Se
llamaba
Juana María y era francesa. Por consejo médico y de su
padrino marchó a la casa de las Hijas de la Caridad del barrio
de Moffetard, en París, para dedicarse al servicio de los
pobres. Allí permaneció 54 años. Ingresó en
las Hijas de la Caridad en 1807 y cambió su nombre por el de
Rosalía. Trabajó en el barrio más miserable de
todo París.
En 1815 fue
nombrada superiora de la comunidad. Se dedicó con todas sus
fuerzas para aliviar las necesidades de los empobrecidos y enfermos a
causa de los males del capitalismo liberal. Abrió un
dispensario, una farmacia, una escuela, un orfanato, una
guardería, un patronato para las jóvenes obreras y una
casa para ancianos sin recursos. Muy pronto, estableció toda una
red de obras caritativas para combatir la pobreza. Todo lo
consiguió con una gran entrega en la oración, que fue el
centro de su vida.
Su notoriedad
creció por todos los barrios de la ciudad y a ella acudieron
gentes de todas clases, ya sea buscando asistencia, ya dando generosos
donativos. Incluso los soberanos que se sucedieron en el gobierno de
Francia no la olvidaron en sus generosidades. Muchas personas fueron a
verla para pedirla consejo: el embajador de España, Donoso
Cortés, el rey Carlos X, el emperador Napoleón III, san
Federico Ozanam y el venerable Juan León Prévost, futuro
fundador de los Religiosos de San Vicente de Paúl.
Se volcó en
las epidemias de cólera de 1832 y 1846, así como en los
motines de 1830 y 1848, para socorrer a los heridos. Su valentía
y espíritu de libertad causaron admiración. En 1852, el
emperador Napoleón III le impuso la Cruz de la Legión de
Honor. Durante los últimos siete años de su vida se fue
quedando paulatinamente ciega y murió tras una corta enfermedad.
Su muerte conmocionó a todo París, tal como aparece en la
prensa de la época. Fue beatificada por san Juan Pablo II
el 9 de noviembre de 2003.