BEATO RICARDO ATANES CASTRO
14 de agosto
1936 d.C.



Infancia y primeros pasos

   RicardoCuando Ricardo nace en Cualedro (Orense) el 5 de agosto de 1875,  España renacía con la restauración monárquica. A la nación le sonreía un porvenir más halagüeño que el vivido hasta entonces, cuy fin de la Iª República había sombreado el rostro de España. Ante el peligro que corría el bebé Ricardo de perder la vida, tras un parto difícil, que puso en peligro a su madre, fue bautizado rápidamente el mismo día de su nacimiento, en la parroquia de Santa María, recibiendo el nombre de Ricardo.

   Ricardo se cría y crece en Cualedro al amparo de sus padres, pequeños agricultores y ganaderos; de ellos aprendió, siendo niño, a rezar, sufrir y trabajar con ahínco y buen ánimo, según declaración propia. Cualedro lo llevará siempre impreso en su memoria y en su corazón, aunque viva a miles de kilómetros del pueblo natal. El acento gallego no logrará borrarlo de su boca; incluso hablando inglés no podrá disimular su origen gallego, que tenía a gala.

   En mayo de 1882, cuando le faltaba poco para cumplir siete años, recibió la Primera Comunión. Con la escasa cultura adquirida en la escuela del pueblo se dirigió al Colegio Apostólico de los misioneros paúles, levantado junto al Santuario de Ntra. Sra. de los Milagros. Al calor de este foco mariano, el adolescente Ricardo, como el resto de sus paisanos misioneros acogidos dentro de los muros del Santuario, fue ahondando en la piedad, en el estudio y en la vocación, ideales cultivados por él todo el tiempo de su carrera terrestre.

   Nótese que el elemento mariano formará parte integrante de su vida espiritual desde la Apostólica, elemento que iría perfeccionándose a lo largo de la carrera sacerdotal y misionera. La aprobación de la Asociación de la Medalla Milagrosa por el Papa Pío X, en 1909, suscitará notablemente en el P. Ricardo Atanes el deseo de crecer en el amor a la Santísima Virgen María y a que todos los fieles participen del mismo amor. La fiesta de las Apariciones de María a la Hija de la Caridad, Catalina Labouré, en París, el 27 de noviembre de 1830, la celebrará con solemnidad en todas y en cada una de las comunidades por las que pase, al igual que la fiesta de Ntra. Sra. de los Milagros, del Monte Medo. La invocación con la jaculatoria: “O María sin pecado concebida, ruega por nosotros que recurrimos a ti”, le brotaba espontánea y fervorosa, enseñándola a rezar a los fieles, de toda raza, lengua y nación, en momentos de dificultad y de prueba.

   Aprobados los cursos de la Apostólica, ingresó en el Seminario Interno de la Congregación de la Misión o Noviciado con otros dos compañeros del mismo Colegio Apostólico de los Milagros, el 11 de mayo de 1891. Ricardo tenía 15 años; pese a su corta edad los superiores le juzgaron preparado y dispuesto para ser admitido en la Congregación. Sólo el seminarista Leopoldo Rodríguez Álvarez, de su curso, que llegará también a ser misionero, era un poco más joven que él. Ricardo superó con satisfacción la prueba de madurez humana requerida en el Seminario Interno, a juicio del director P. Ramón Arana Echevarría, por lo que el 6 de agosto de 1893 le permitieron emitir los votos, que presidió el P. Aquilino Valdivielso, famoso ecónomo provincial, en ausencia del Visitador P. Eladio Arnaiz, en la misma casa en que hizo el Seminario Interno, ubicada en la C/ García de Paredes, Madrid.

   Contento y satisfecho con el paso dado, que le convirtió en sujeto de nuevos derechos y obligaciones dentro de la comunidad, avanzaba ilusionado en la carrera con ánimo de llegar hasta el fin y poder dar testimonio público, un día no lejano, de su vocación misionera. Consta que “pequeñas crisis le salieron al paso, pero con la gracia de Dios, superó todas”. Consta además que las labores o ejercicios corporales más humildes hechos con espíritu de obediencia, como barrer la casa o arreglar los jardines de la huerta, eran fuente de gracia y bendición para él, considerándolos tan gratos al Señor como estar en la capilla, velando en oración. Semejante conducta inducía a la piedad a sus compañeros estudiantes de filosofía, que no se explicaban la conducta de un joven con el que no se avenían las diversiones y trastadas propias de los estudiantes.

“Rendía culto fervoroso a los misterios más augustos de nuestra fe…” 

   En la Casa Central de Madrid, en la que había empleado durante el tiempo de Seminario Interno horas y horas de oración y de estudio de la espiritualidad misionera, inició los cursos de filosofía y teología, que se alargarían hasta el 27 de mayo de 1899. Este día recibe el presbiterado en la capilla de la misma Casa Central. Mientras tanto se había esforzado en revestirse del espíritu de Cristo evangelizador, valiéndose de las grandes devociones recomendadas por San Vicente en las Reglas o Constituciones de la Congregación. Los consejos recibidos de sus directores durante la carrera le valieron para arraigarse en el misterio de Cristo encarnado y redentor.

   Sus condiscípulos le señalaban como un místico auténtico ya que trataba de calar en el misterio insondable de Dios, cuya Palabra enviada al mundo y encarnada en el seno de María Virgen constituía el centro de su vida espiritual y apostólica. Testimonios como los siguientes abundan en la «Positio super martyrio»: “Rendía culto fervoroso a los misterios más augustos de nuestra fe, como la Santísima Trinidad, la Encarnación y la Eucaristía… Celebraba siempre con gran recogimiento… y profesaba gran amor a la Santísima Virgen”. Item: “Era devotísimo y confiaba en la divina Providencia, tolerando las pruebas que Dios le enviaba con paciencia y resignación en todo”.

   En distintas circunstancias de su vida se dejó decir que profesaba especial devoción a esos sagrados misterios que le habían inculcado desde joven sus formadores. Los compañeros comprobaron que era cierto cuanto trataba de exponer, en público o en privado, respecto de su fe y experiencia de Dios. De San Vicente, a quien se había propuesto imitar, aprendió a decir: “Esta es mi fe, esta es mi experiencia”. Sólo de vez en cuando aparecía algún joven parecido a Ricardo Atanes, que llamaba la atención por su docilidad al Espíritu de Dios, aunque no fuera lo más corriente en el estudiantado.

“Solamente estoy en esta tierra porque soy hijo de obediencia…”

   Dispuesto a seguir los caminos y planes de la Providencia, recibe los destinos que le llegan como órdenes y mandatos del Señor, sin oponer la más mínima resistencia; piensa que para eso había entrado en la Compañía: para obedecer con alegría y prontitud y no para mandar, para servir y no para ser servido, para evangelizar a los pobres y no para holgar. Estamos ante un misionero lleno de espíritu evangélico. Nadie diría que un joven de 25 años hubiera podido alcanzar, a edad tan temprana, una experiencia de Dios tan rica y acendrada.

   En octubre de 1899 es enviado a Mérida de Yucatán (México), donde permaneció diez años enseñando en el Seminario Diocesano confiado a los misioneros de la Congregación. Huelga decir que los seminaristas le apreciaban y estimaban como a un santo. No satisfecho con la labor docente, en tiempo de vacaciones, sin tomar descanso ni respiro, salía a predicar misiones por los pueblos comarcanos, aunque la enfermedad le había avisado ya de que no abusara de su salud. Pero el celo le devoraba, sin que pudiera remediarlo; de ahí que estuviera pendiente de la voz del Espíritu, antes que de las sugerencias de la carne que le aconsejaban reposo y descanso. Decía él que para descansar tenemos reservada una morada eterna en el cielo, pero que en la tierra había que trabajar hasta donde uno pudiera.

   Las terribles fiebres amarillas contraídas en Mérida le hicieron sufrir no poco, hasta que se aclimató al ambiente; aun así, no dejaba de sentir el zarpazo de las calenturas de vez en cuando. En 1909 deja el ministerio de las clases del Seminario, con harto sentimiento de otros profesores y sobre todo de los seminaristas, para dedicarse sólo a dar catequesis sencillas a los indios mayas, hasta 1914 en que dirige sus pasos a Estados Unidos de América, siempre a la orden de sus superiores. De este tiempo es una carta que escribe a su hermano Álvaro, asentado en el pueblo: “Te confieso la verdad; solamente estoy en esta tierra porque soy hijo de obediencia, pero por ningún dinero estaría”.

   En 1914 cambia de escenario geográfico y apostólico y actúa en Fort Worth, Texas. Aquí invirtió diez años de trabajo, 1914-1924, al servicio de la colonia mexicana y de otras gentes de habla hispana, a los que atendía material y espiritualmente, con gran espíritu de caridad y sencillez. Tanto los pueblos de México y de Estados Unidos como los distintos ministerios de enseñanza, misiones y atención a los emigrantes pobres y enfermos contribuyeron a enriquecer su amplio abanico pastoral y experiencia de Dios, que no cambiaba por ningún tesoro de la tierra.

   Aprovechando las Bodas de Plata Sacerdotales vino a España, en 1924, obligado por sus superiores, pues necesitaba descansar de la dura tarea a la que se había entregado, pero con intención de volver a su destino de Fort Worth, una vez recuperadas las fuerzas perdidas. Eso pensaba él, pero los superiores de España le hicieron desistir de su empeño y le enviaron a la residencia de Orense, destino que nunca le había pasado por la cabeza, pues había hecho promesa formal de no volver a su terruño. Se tranquilizó él mismo pensando que vale más la obediencia que el sacrificio. En la capital gallega actuaba callada y eficazmente en los ministerios propios de la casa. Pronto se percató la gente de la calle de la calidad del nuevo sacerdote que veían actuar en la iglesia.

   Aunque le gustaba guardar la residencia, se permitió dar satisfacción a su inclinación de ir al santuario, después de tantos años de ausencia, y postrarse de hinojos ante los pies de Ntra. Sra. de los Milagros, donde había aprendido los primeros rudimentos del amor a la Madre de Dios y Madre espiritual nuestra y donde había echado los cimientos de su primera formación cristiana y vicenciana, centrada en Jesucristo evangelizador de los pobres. En vista de la responsabilidad con que vivía los compromisos comunitarios, los superiores mayores decidieron nombrarle, en 1928, superior de la comunidad orensana. Conformaban la comunidad seis cohermanos: cinco sacerdotes y un hermano, a los que trataba de servir y complacer en todo, sin más miras que agradar a Dios y no a los hombres. Uno de sus condiscípulos cuenta que el dominio que tenía de si mismo era extraordinario. En una ocasión, un desequilibrado le gastó una broma pesada dándole un azote en la cara. El P. Ricardo no respondió palabra.

“Tengo un presentimiento claro de que algo grave me va a pasar en Asturias”

   Se encontraba feliz y contento en Orense cuando, en 1935, le llegó destino a Gijón. Los sangrientos incidentes de octubre, de 1934, en Oviedo estaban todavía frescos en la memoria de todos los misioneros. Oviedo la mártir olía todavía a sangre. Un compañero de la comunidad de Orense testificó con motivo del destino del P. Ricardo Atanes a Gijón: “Sé que adoraba los planes de la Providencia sobre todo en los tiempos trágicos de su estancia en Asturias. Recuerdo perfectamente que cuando los superiores le destinaron a Asturias me dijo confidencialmente: «Tengo un presentimiento claro de que algo grave me va a pasar en Asturias». Yo procuré animarle como pude, pero a su vez él añadió: «Dios sobre todo». Y cuando en los momentos álgidos del peligro los otros padres se ponían nerviosos y andaban preocupados, él permanecía sereno exhortando a todos a confiar en Dios y permanecer tranquilos en el cumplimiento del deber, apoyados en la Providencia”.

   A una sobrina suya, hija de su hermano Álvaro, le comunicaba, al poco de llegar a Gijón, el ambiente que le envolvía: “Aquí como hay muchos obreros, casi todos los días anda esto en revolución. Hasta los niños, cuando salen de los colegios, se meten con nosotros; nos saludan con el puño cerrado y ¡Viva el comunismo! Ya tenemos traje de paisano. Por ahora no lo hemos usado…Pide mucho por nosotros, para que, por amor a Jesús, podamos llegar a la corona que Él nos tenga destinada”.

   Le faltó tiempo a la sobrina para contestar a su tío a vuelta de correo y suplicarle que, si los superiores se lo permitían, viniese al pueblo cuanto antes, una temporada, para mayor seguridad. Pero a tan generosa oferta también él contestó con prontitud el 27 de mayo de 1936: “Agradezco mucho tu intención y el interés que tienes por mí. Pero eso no nos está permitido… Nuestro Señor sabía todo lo que iba a pasar: que lo iban a crucificar y morir en la cruz. Y Él se mantuvo en su puesto. Estamos a su servicio. Que disponga de nosotros según Él tenga determinado. Pide mucho por nosotros y cuida mucho de tu padre y hermanitos, y que algún día nos juntemos en el cielo”.

   La carta vale por toda una confesión de fe y confianza en la Providencia de Dios, que vela por sus hijos en las gracias y en las desgracias, en las victorias y en las derrotas. No era fácil encontrar mejor disposición para el martirio. Ante tantos ruegos como le llegaban referentes a la búsqueda de un refugio que le defendiera del peligro, optó, por fin, por ausentarse de la residencia de la comunidad precisamente el día de la fiesta del fundador San Vicente de Paúl, entonces el 19 de julio. Era la primera vez en su vida de misionero que no celebraba la fiesta del santo fundador en comunidad.

   Vestido de seglar y con la cabeza cubierta, para mejor disimular su condición de clérigo, se echa a la calle hasta parar en casa de una familia agradecida a los muchos servicios recibidos de los Padres Paúles. Su permanencia en esta casa duró poco, porque los insultos, blasfemias, bullicio y confusión que allí reinaba, de gente que entraba y salía, le hacían insoportable la estancia. Como se lo había supuesto, le esperaba casi un mes de peligros muchos y graves.

   De nuevo en la calle como un vagabundo, encuentra asilo en el domicilio de unos viejos amigos. Impaciente, se asomaba a la ventana para captar algo del ambiente exterior; pero alguien le reconoció a través de los cristales y delató en el acto su presencia. Tal descubrimiento fortuito fue suficiente para que los enemigos de los curas y frailes subieran enfurecidos y quisieran fusilarle delante de todos los congregados en dicho domicilio; de momento se contuvieron de cometer el crimen, pero no renunciaron a esposarlo y llevarle preso a una checa próxima, profiriendo en el traslado palabras soeces contra él y golpearle con cadenas de hierro. Su cuerpo quedó magullado de los golpes recibidos. Dentro de la prisión, lanzaba suspiros de dolor; no llegó a perder la paz, pero le faltaban fuerzas para pronunciar palabras; la sangre que le brotaba de la cabeza y de la boca, chorreaba por la barbilla.

Martirizado en Gijón

   De la checa fue llevado a la iglesia del Sagrado Corazón, de los Jesuitas, convertida en cárcel, y de aquí a la iglesia de San José. Eran las cuatro de la tarde del día 14 de agosto cuando los comunistas sacaron a todos los presos de la checa instalada en la iglesia de San José, para ser fusilados. Ebrios de sangre y venganza, el gentío enfurecido pedía a gritos el degüello de todos los sacerdotes apresados, entre ellos al bondadoso y caritativo P. Ricardo Atanes. Con rostro apacible y sin perder la serenidad, fue arrojado como un saco viejo e inservible a uno de los camiones de la muerte, junto con otros trescientos compañeros entre sacerdotes y seglares. Aunque hubiera pretendido defenderse del trato que recibía, su salud endeble no se lo habría permitido.

   Era la víspera de la fiesta de Ntra. Sra. de Begoña en Gijón y había que celebrarla por todo lo alto. A los asesinos no se les ocurrió otra excusa que mejor justificara la muerte de tantos «enemigos de la libertad», en un día de fiesta tan grande, que dando muerte a esas «bestias inservibles» de curas y católicos hipócritas, embaucadores de la gente. Y como se les ocurrió, así lo hicieron. Arrancaron a toda marcha los camiones, levantando una nube de polvo, y llegaron al pinar situado en una de las bellas colinas que circundan Gijón, no lejos de los depósitos de agua, en el término designado comúnmente con el nombre de “Llantones”.

   Inmediatamente, los presos fueron arrastrados con sogas y, puestos en fila, un piquete desalmado los acribilló a tiros. Era el 14 de agosto, víspera de la fiesta de Nuestra Señora de la Asunción. La Reina de los mártires los acogió bajo su manto hasta conducirlos al cielo, para reinar con ella y con su Hijo para siempre. El P. Ricardo tenía 61 años y siempre había sido fiel a su Señor.

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(Parroquia San Martín de Porres)