PRIMER MANDAMIENTO:
AMARAS A DIOS SOBRE TODAS LAS COSAS
Narra el Evangelio que un Doctor de la Ley se acercó
a Jesús con la intención de tentarlo: Maestro, ¿cuál
es el principal mandamiento de la Ley? La respuesta del Señor, conocida
por todos, fue: “Amarás al señor tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento”
(Mt. 22, 36-38).
Además de ser el primer precepto divino, este mandamiento
de alguna manera los incluye a todos: cualquier transgresión a la
ley de Dios viene precedida por la carencia de amor a El.
El mandato de amar a Dios sobre todas las cosas conlleva la
necesidad de vivir las virtudes de la fe, la esperanza, la caridad y la virtud
de la religión:
- la fe, porque para amar a Dios antes hay que creer en El;
- la esperanza, porque el amor exige la confianza en sus bondades;
- la caridad, por ser el objeto propio del mandamiento;
- la religión, en cuanto que es la virtud que regula las relaciones
del hombre con Dios.
Los pecados contra las cuatro virtudes antes mencionadas constituyen el ámbito
de prohibiciones del primer mandamiento.
- La especie moral ínfima de los pecados contra este precepto se trata
al estudiar cada virtud.
LA FE
DEFINICION Y NATURALEZA DE LA FE
La fe es la virtud sobrenatural por la que creemos ser verdadero
todo lo que Dios ha revelado.
Puesto que las realidades sobrenaturales exceden la capacidad
natural de la mente humana, es preciso que Dios infunda en la inteligencia
una gracia particular para que el hombre sea capaz de asentir a su mensaje:
esa gracia es la virtud de la fe.
El modo habitual por el que se produce la primera infusión
de la virtud sobrenatural de la fe es el bautismo.
La fe es requisito fundamental para alcanzar la salvación:
el que creyere y fuere bautizado se salvará, y el que no creyere se
condenará (Mc. 16, 16; cfr. también Jn. 3, 18; Dz. 799 y 1793;
CIC, c. 748 & 1).
No es difícil advertir la necesidad absoluta de la fe
para alcanzar la vida eterna: resulta imposible una unión íntima
con Dios eso es la vida eterna si no se da antes por la fe un primer contacto,
una unión inicial.
La fe es un conocimiento intelectual de las verdades reveladas
por Dios pero que, sin embargo, se ha de plasmar después en actos
concretos que la manifiesten: se ha de hacer vida.
Así como el que carece de fe no se salva, tampoco se
salva el que, teniendo fe, no la manifiesta con obras: “como el cuerpo sin
el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin
obras” (Sant. 2, 26).
DEBERES QUE IMPONE LA FE
La virtud de la fe que Dios nos ha dado, impone al hombre fundamentalmente
tres deberes: el deber de conocerla, el de confesarla y el de preservarla
de cualquier peligro.
A. El deber de conocer la fe
Todos los hombres, de acuerdo con cada uno a su propio estado
y condición, han de esforzarse por conocer las principales verdades
de la fe.
El apóstol San Juan nos dice expresamente “que es voluntad
de Dios que creamos en el nombre de su hijo Jesucristo” (I Jn. 2, 23); y
la Iglesia declara ese deber gravísimo (cfr. CIC, cc. 773, 774 &
2, Catecismo, n. 2087).
Las verdades de la fe que a todo cristiano es necesario conocer,
son:
1) los dogmas fundamentales, contenidos en el Credo;
2) lo que es necesario practicar para salvarse: los Mandamientos de Dios
y de la Iglesia;
3) lo que el hombre debe pedir a Dios: el Padrenuestro;
4) los medios necesarios para recibir la gracia: los Sacramentos.
Como es lógico, las personas con formación intelectual
tienen mayor obligación de conocer la fe que los más ignorantes;
y los padres o patrones tienen el deber de enseñarla a sus hijos o
empleados (cfr. 10.3.2 y 10.4.2).
B. El deber de confesar la fe
La virtud de la fe impone el deber de confesarla, y esto de una triple manera:
1) manifestándola con palabras o gestos;
2) a través de las obras de la vida cristiana;
3) por la práctica del apostolado.
1) La manifestación con palabras de la fe se da, por ejemplo, cuando
recitamos el Credo, pues ahí estamos haciendo una confesión
explícita de nuestra fe en las verdades fundamentales que Dios nos
ha revelado.
Al asistir a la Santa Misa, manifestamos la fe cuando nos persignamos,
nos arrodillamos en la consagración, etc.; todos esos actos están
impulsados por la fe: sin ella resultarían incomprensibles y ridículos.
2) Pero la confesión de nuestra fe ha de manifestarse también
en las obras, en una vida cada vez más reciamente cristiana: ha de
haber una coherencia entre la doctrina -lo que creemos- y la vida -lo que
hacemos.
La experiencia nos muestra que muchos hombres, por no practicar
las obras que la fe prescribe, terminan por perderla, o al menos vivir como
si no la tuvieran, cumpliéndose así aquellas palabras de la
Sagrada Escritura: la fe sin obras es muerta (Sant. 2, 20).
En determinadas circunstancias puede ser lícito ocultar
o disimular la fe, con tal de que eso no equivalga a una negación;
p. ej., un sacerdote podría viajar disfrazado en época de persecución.
Sin embargo, lo ordinario ser la manifestación de nuestra
fe en nuestra vida diaria, cotidiana, en nuestras palabras; y si llega a
ser necesario, la confesión clara y explícita, aun a costa
de la propia vida. Nunca es lícito negar la fe.
3) Ser consciente del gran don recibido de la fe que lleva a querer que otros
participen de él también plenamente, y esta acción propagadora
se conoce como apostolado, catequesis o evangelización (ver 7.3.3).
C. El deber de preservar la fe
Siendo la fe un don tan grande, es obligatorio evitar todo lo
que pueda ponerla en peligro, por ejemplo, ciertas lecturas o amistades,
práctica de otras religiones, descuido del conocimiento de su verdad,
etc. Y, al mismo tiempo, defenderla por medio del estudio y la formación,
pidiendo consejo, etc.
El deber de preservarla lleva a fortalecerla: la fe puede y
debe crecer en nosotros hasta llegar a ser intensísima, como la que
tuvieron los santos que vivían de ella: el justo vive de la fe (Rom.
1, 17).
Nada más útil e importante para la vida cristiana
que el ejercicio diario e intenso de nuestra fe, hasta que lleguemos a poseerla
de tal modo viva y ardiente que sea el principio de todos nuestros actos
y nos haga comenzar en la tierra, de alguna manera, la vida eterna que nos
espera en el cielo. Los cristianos no deberíamos tomar ninguna decisión,
si no es movidos e impulsados por la fe.
Por otra parte, es frecuente que la transgresión continua
de la ley de Dios produzca en el pecador un enfrentamiento psicológico
que le lleve a optar por una de estas dos soluciones: o el abandono del pecado,
o el rechazo de las verdades de la fe, con el objeto de justificar su comportamiento
inmoral.
Por eso los cristianos -que reciben infusamente la fe sobrenatural
en el sacramento del bautismo- cuando afirman tener problemas de fe, generalmente
lo que tienen es problemas de conducta: “Ha seguido el camino de la impureza,
con todo su cuerpo..., y con toda su alma. -Su fe se ha ido desdibujando...
aunque bien le consta que no es problema de fe” (Mons. J. Escrivá
de Balaguer, Surco, n. 837).
PECADOS CONTRA LA FE
Se puede pecar contra la fe por infidelidad, apostasía,
herejía, aceptando dudas contra la fe, por no confesarla y por exponerla
a peligros.
A. Infidelidad: es la carencia culpable de la fe, ya sea total (ateísmo)
o parcial (falta de fe). A esa carencia culpable se llega:
por negligencia en la propia instrucción religiosa;
por rechazar o despreciar positivamente la fe después de haber
recibido suficientemente la instrucción;
por haber cometido alguno de los otros pecados específicamente
contrarios a la virtud de la fe.
Este pecado es de los más grandes que se pueden cometer
y muy peligroso, porque supone el rechazo del principio y fundamento de la
salvación eterna: la fe es el comienzo, fundamento y raíz de
la justificación, señala el Concilio de Trento (cfr. Dz. 801).
No caen en este pecado los no cristianos que inculpablemente
no han tenido noticia de la verdadera religión (cfr. Dz. 1068).
B. Apostasía: es el abandono total de la fe cristiana recibida en
el bautismo; p. ej., los católicos que cambian de religión
o los que, sin cambiar formalmente, se han apartado completamente de la fe
católica cayendo en el racionalismo, el panteísmo, el marxismo,
la masonería, etc.
Es un gravísimo pecado que conlleva la pena de excomunión
(cfr. CIC, c. 1364). Nunca puede haber un motivo justo para abandonar la
verdadera fe revelada: el que lo hace incurre, por tanto, en pecado personal.
C. Herejía: es el error voluntario y pertinaz contra alguna verdad
de fe. En realidad toda herejía, aunque sea parcial, coincide con
la apostasía porque, rechazada una verdad cualquiera de la fe, se
est rechazando su motivo formal, que es la autoridad de Dios que revela.
La negación de una verdad religiosa no siempre es herejía;
para eso es necesario:
1) que la verdad haya sido definida como dogma de fe, por que de otro modo
no hay herejía, aunque haya evidentemente un pecado contra la fe;
2) que se niegue con persistencia, es decir, sabiendo que se va contra las
enseñanzas de la Iglesia.
La herejía es un pecado gravísimo que no admite
parvedad de materia: supone una injuria contra Dios y la Iglesia, así
como el desprecio de su autoridad. Conlleva la pena eclesiástica de
excomunión (cfr. CIC, c. 1364).
La Iglesia, que es Madre, protege a los fieles denunciando las
principales herejías y errores; así lo ha hecho a lo largo
de los veinte siglos de existencia sobre la tierra. Recordamos algunas de
las condenas recientes:
En 1950, p. ej., el Papa Pío XII condena en su Encíclica
“Humani generis” una serie de errores entre los que se cuentan el evolucionismo
panteísta, el poligenismo, el materialismo histórico y dialéctico,
el inmanentismo, el existencialismo, el modernismo, el relativismo dogmático,
etc. (cfr. Dz. 2305 y ss.).
El mismo Papa condenó la llamada “moral nueva” o “de
situación”, que rechaza las normas de moralidad objetivas y universales
(cfr. AAS 44 (1952), pp. 270-278 y 413-419).
Anteriormente la Iglesia había condenado la masonería
y otras sectas anticatólicas (cfr. AAS 16, 430; 17, 44). De modo particular
y repetidas veces ha condenado el socialismo marxista (cfr. AAS 29 (1937),
65-106; AAS 50 (1958), 601-614; AAS 56 (1964), 651-653; Dz. 1851, 1857, etc.).
El Papa San Pío X condenó una serie de herejías
agrupadas bajo la común denominación de “modernismo” (cfr.
Dz. 2001-2065 a.).
Más recientemente el Magisterio ha advertido las desviaciones
que implican ciertas formas de teología de la liberación tan
en boga en América Latina (cfr. Instrucción de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe del 6-VIII-84).
La Iglesia en épocas pasadas condenó con vigor
una herejía que se manifestaba en una acción de tipo práctico:
la cremación de cadáveres. La verdad de fe que se impugnaba
era la resurrección de los cuerpos luego del juicio final: reduciendo
el cadáver a cenizas, los herejes pretendían negar ese dogma,
pensando que así quedaba más patente la imposibilidad de que
alguien resucitara con su propio cuerpo. Por ese motivo la Iglesia prohibía
en el pasado la cremación. Con la nueva legislación “la Iglesia
aconseja que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver
de los difuntos; sin embargo, no se prohíbe la cremación, a
no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana”
(CIC, c. 1176 & 3).
D. Dudas contra la fe. A lo largo de nuestra vida podrán presentarse
sobre todo debido a la ignorancia dudas contra la fe, ya que el hombre ha
de creer lo que no ve ni comprende, y que muchas veces va contra los datos
de los sentidos: p. ej., que el pan consagrado es real y verdaderamente el
Cuerpo de Cristo.
Si estas dudas se rechazan con firmeza, por sumisión
del entendimiento a Dios, haciendo actos explícitos de fe (por ejemplo,
rezando un Credo), no son pecado y pueden ser fuente de méritos para
la vida eterna. El pecado se da al admitir positivamente la duda de fe.
Para combatir las dudas de fe hay que procurar:
acudir con prontitud al motivo de nuestra fe, recordando que
creemos no por lo que veamos o comprendamos, sino porque confiamos en Dios
que ha revelado; instruirnos por medio de lecturas adecuadas y por la petición
de consejo a personas competentes, por la asistencia a medios de formación,
etc.; si son insistentes y molestas, habrá que despreciarlas poniendo
la mente en otra cosa, y repitiendo actos explícitos de fe.
La llamada duda metódica, que consiste en el examen científico
de una dificultad presentada contra la fe, es lícita con la debida
prudencia. El ánimo de consultar y estudiar a fondo las cuestiones,
por parte de los especialistas que tienen la debida preparación, facilita
el camino para un sólido y profundo conocimiento de la fe.
E. Pecados por no manifestar exteriormente la fe. Pecan de esta manera los
que ocultan su fe disimuladamente, lo que equivale a su negación.
Es cierto, como ya dijimos, que se puede ocultar la fe cuando no urge el
deber de confesarla, y de su confesión no se va a seguir ningún
provecho. Sin embargo, hay obligación de confesar la fe con la conducta
diaria a veces de modo expreso si es necesario, y el no hacerlo es pecado.
Aquí cabe hablar del respeto humano, que consiste en
la vergüenza de manifestar exteriormente la fe por miedo de la burla
de los demás. Evidentemente supone cobardía ya que el hombre
de carácter no tiene miedo a manifestar sus convicciones cuando es
necesario y una débil fe, que hace más caso a los hombres que
a Dios.
No confesar la fe puede ser pecado mortal cuando:
1) lleva a omitir preceptos graves (p. ej., el temor a decir a los amigos
con quienes se pasa el fin de semana que es domingo y desea ir a Misa);
2) va acompañado de desprecio a la religión y puede causar
escándalo (p. ej., secundar las bromas o los ataques contra las cosas
de Dios).
El temor a manifestar nuestra fe se ver superado si tenemos
muy presentes las palabras de Jesús cuando dice: “A quien me confesare
delante de los hombres yo también lo confesaré delante de mi
Padre; mas el que me negare delante de los hombres, yo lo negaré delante
de mi Padre celestial” (Mt. 10, 32).
F. Pecados por exponer a peligros la fe: con la actitud imprudente de no
evitar todo lo que pueda hacerle daño a la fe. Esos peligros pueden
ser varios:
a) Trato sin las debidas cautelas con quienes propaguen ideas o doctrinas
contrarias a la fe católica.
Dentro de la jerarquía de bienes que un hombre posee,
el don de la fe es el que antecede a los demás. Cualquier otro interés
-afectivo, familiar, económico, de influencia, etc-. ha de supeditarse
al bien superior de la fe. Existe, por tanto, la obligación de evitar
el trato con aquellas personas que pueden poner en peligro el don de la fe;
por ejemplo, activistas del marxismo, ministros de otros credos, propagandistas
del protestantismo, etc.
El indiferentismo religioso (“es lo mismo una religión
que otra, e incluso ninguna”) tan frecuente hoy en día en determinados
ambientes, ocasiona que la fe se vaya debilitando paulatinamente, y puede
llegar el momento en que se pierda por completo.
b) Lectura de libros contrarios a la fe, que van dejando en nuestro interior
un ambiente insano de duda y prevención. Los libros, alimento de la
inteligencia, son siempre sembradores de ideas, y así como los libros
sanos dejan ideas buenas, los perniciosos depositan una mala semilla que
luego va ahondando y creciendo en el alma.
Los libros actúan en nuestro interior como el alimento
en el cuerpo: insensiblemente y sin que lo podamos impedir, los alimentos
que ingerimos se transforman en nuestra carne y en nuestra sangre.
Así, de modo insensible, como por ósmosis, las
ideas leídas se transforman en alimento de nuestra mente y van determinando
nuestro modo de pensar y de juzgar los acontecimientos y las cosas.
Algunos libros están prohibidos por el derecho natural;
otros puede prohibirlos la Iglesia, en ejercicio de su autoridad pastoral.
Anteriormente existía el Indice -como se llamaba al Index librorum
prohibitorum-, un compendio elaborado por la Santa Sede en el que se recogían
algunas de las obras m s perniciosas para la fe y la moral.
La lectura de esos libros llevaba implícita una censura
eclesiástica que desapareció al ser abrogado el Indice, pero
queda vigente la prohibición, por ley natural, de leer esos libros,
ya que suponen un peligro de la fe del lector (cfr. AAS 58 (1966), 455).
Hay, por tanto, obligación de consultar antes de leer,
cuando los libros hacen relación a la fe o a las costumbres, para
evitar poner en peligro la fe o cuestionar la moral.
Sobre las ediciones de la Sagrada Escritura, en vista del peligro
de interpretaciones subjetivas o heterodoxas, la Iglesia indica que “sólo
pueden publicarse si han sido aprobadas por la Sede Apostólica o por
la Conferencia Episcopal” (CIC, c. 825 & 1), con las notas aclaratorias
necesarias y suficientes.
Hay obligación, por tanto, de asegurar la ortodoxia de
las ediciones de la Biblia -ya sea completa, ya del Nuevo Testamento, ya
de los Evangelios- que se utilicen, analizando si tienen las debidas aprobaciones
o consultando en caso de duda.
Análogamente a las lecturas, podría suponer peligro
para la fe la indoctrinación de errores procedentes de algún
otro medio: programas de radio o T.V., películas, teatro, conferencias,
etc.
c) Asistencia a escuelas anticatólicas o acatólicas: es éste
otro peligro de perversión de la fe, como lo muestra la experiencia.
Sólo se tolera como un mal menor, con el consiguiente deber de los
padres de procurar la educación de los hijos en la fe cristiana (cfr.
CIC, c. 798).
d) Negligencia en la formación religiosa, pues la ignorancia en materia
de fe hace que ésta sea cada vez más débil e ineficaz.
Como ya Vimos (cfr. 7.1.2.a), existe el deber de conocer -de modo proporcionado
a las capacidades personales- las verdades de fe.
LA ESPERANZA
DEFINICION Y NATURALEZA DE LA ESPERANZA
La esperanza es la virtud sobrenatural -infundida por Dios en
el alma en el momento del bautismo- por la que tenemos firme confianza en
que Dios nos dará por los méritos de Jesucristo, la gracia
que necesitamos en esta tierra para alcanzar el cielo.
Un patente ejemplo de la esperanza es la actitud de Job ante
las múltiples desgracias que sufrió; en un mismo día
sus bienes y sus rebaños fueron consumidos por el fuego o robados
por los ladrones; sus siervos asesinados y sus hijos sepultados por las ruinas
de una casa; él mismo cubierto de llagas desde la planta de los pies
hasta la cabeza. En medio de tanta desgracia, sin embargo, no dejaba de decir
a quienes se compadecían de él: creo que mi Redentor vive,
y que yo he de resucitar de la tierra en el último día, y en
mi carne ver‚ a mi Dios (Job 19, 25-26).
El hombre que vive confiado en Dios, sabe que la gracia divina
le permite hacer obras meritorias, y que con esas obras merece la gloria
alcanzando de Dios la perseverancia. Es decir, sabe que Dios ha prometido
el cielo a los que guardan sus mandamientos, y que El mismo ayuda a los que
se esfuerzan en cumplirlos.
Por eso la esperanza se basa fundamentalmente en la bondad y
poder infinitos de Dios, y en la fidelidad a sus promesas; secundariamente,
en los infinitos méritos de Jesucristo, que alcanzó nuestra
salvación con su muerte, y en la intercesión de la Santísima
Virgen María y de los santos.
De ahí que el sentido de la fe nos lleve a poner la esperanza en la
Santísima Virgen María, a quien al rezar la Salve invocamos
con el dulce nombre de spes nostra, esperanza nuestra, ya que confiamos firmemente
que, en su condición de Madre nuestra, de Corredentora y Medianera
de todas las gracias, nos alcanzar de Dios la perseverancia final y la vida
eterna.
NECESIDAD DE LA ESPERANZA
La virtud de la esperanza es tan necesaria como la virtud de
la fe para conseguir la salvación: aquel que no confía llegar
a término abandona los medios que lo conducen a él. Por eso
en la vida terrena que es un caminar hacia el cielo, debemos cuidar y fomentar
esta virtud.
San Pablo dice que por medio de nuestra esperanza seremos salvados,
y también: “no os entristezcáis del modo que suelen hacerlo
los demás hombres que no tienen la esperanza” (I Tes. 4, 13).
Es consolador para el cristiano recordar que Jesús, al
saber la muerte de Lázaro se dirige a Betania, la aldea donde vivía
éste con sus hermanas. Marta sale a recibirlo y le dice: “Señor,
si hubieses estado aquí no hubiera muerto mi hermano; aunque estoy
persuadida de que ahora mismo te conceder Dios cualquier cosa que le pidas”.
Jesús le contesta: “Tu hermano resucitar , a lo que responde Marta:
bien s‚ que resucitar en la resurrección en el último día.
Y es entonces cuando el Señor pronuncia esas palabras que son un sustento
para nuestra esperanza: Yo soy la resurrección y la vida; quien cree
en mí, aunque hubiera muerto, vivir ; y todo aquel que vive y cree
en mí no morir para siempre (Jn. 11, 21-26).
La esperanza, sin embargo, no excluye un temor de Dios saludable,
ya que el hombre sabe que puede ser voluntariamente infiel a la gracia y
comprometer su salvación eterna.
Se puede decir que Dios desea que un temor bueno acompañe
a una firme esperanza; por eso Santo Tomás, al hablar de los dones
del Espíritu Santo, no duda en adjudicar la esperanza al don de temor
de Dios (cfr. S. Th., II-II, q. 19).
Si examinamos la proporción que puede darse entre la
esperanza y el temor, es posible decir:
a) esperanza sin temor es presunción,
b) esperanza con temor filial es esperanza real,
c) esperanza con temor exagerado es desconfianza,
d) temor sin esperanza es desesperación.
Lo que al hombre se le pide es que, a pesar de sus muchos pecados,
confíe en el Señor, y recurra con constancia a la oración
y a los sacramentos, esforzándose por luchar contra sus defectos.
No debe olvidarse que Dios es misericordioso porque el hombre
es miserable, ya que la misericordia no puede existir donde no hay miseria
que socorrer.
PECADOS CONTRA LA ESPERANZA
Hay tres maneras de pecar contra la esperanza: por desesperación,
por presunción y por desconfianza.
A. La desesperación, consiste en juzgar que Dios ya no nos perdonar
los pecados y no nos dar la gracia y los medios necesarios para alcanzar
la salvación.
Es el pecado de Caín al decir Mi iniquidad es demasiado
grande para que obtenga el perdón (Gen. 4, 13); y también el
pecado de Judas que, al ahorcarse, deja ver que no confía en obtener
el perdón de Dios (cfr. Mt. 27, 3-6).
La desesperación es pecado gravísimo porque equivale
a negar la fidelidad de Dios a sus promesas y su infinita misericordia, y
porque muy fácilmente puede conducir a todo exceso, aun al suicidio.
Son muchos y muy expresivos los textos de la Sagrada Escritura
que nos animan a confiar en Dios, a pesar de nuestros pecados; p. ej.: cuantas
veces el hombre se arrepintiere de sus faltas, no me acordar‚ de sus iniquidades.
¿Qué quiero sino que el hombre se salve y viva? (Ez. 18, 21-24).
Recordaremos también el perdón concedido a San
Pedro (cfr. Lc. 22, 55-62) y a la mujer pecadora (cfr. Lc. 7, 36-50) después
de sus faltas, o la par bola del hijo pródigo (cfr. Lc. 15, 11-32)
y el Buen Pastor (cfr. Lc. 15, 1-7), y veremos que tenemos motivos m s que
suficientes para no desesperar a la bondad y misericordia divinas.
Santo Tomás afirma que la desesperación procede
ordinariamente de dos pecados capitales:
1) de la lujuria y los demás deleites corporales de ahí el
peligro de apegamiento a los bienes materiales, que hunden al hombre cada
vez más en el barro de la tierra, produciendo en su alma el fastidio
de las cosas espirituales y ultraterrenas “qué aburrido”;
2) de la pereza o acedia, que abate fuertemente el espíritu y le quita
las fuerzas para continuar la lucha contra los enemigos de la salvación,
empujándole, por lo mismo, a desesperar por conseguirla.
B. La presunción, es un exceso de confianza que nos hace esperar la
vida eterna sin emplear los medios previstos por Dios; es decir, sin la gracia
ni las buenas obras. Su causa principal es el orgullo.
Las diversas formas de pecar por presunción son:
1) los que esperan salvarse por sus propias fuerzas, sin auxilio de la gracia,
como los pelagianos;
2) los que esperan salvarse por la sola fe, sin hacer buenas obras, como
los luteranos;
3) los que dejan la conversión para el momento de la muerte, a fin
de seguir pecando;
4) los que pecan libremente por la facilidad con que Dios perdona;
5) los que se exponen con demasiada facilidad a las ocasiones de pecar, presumiendo
poder resistir a la tentación.
La presunción, que es una confianza sin fundamento, y
por tanto excesiva y falsa, es un pecado grave porque es un abuso de la misericordia
divina y un desprecio de su justicia.
La Sagrada Escritura la condena severamente: No digáis:
la misericordia de Dios es grande, porque tan pronta como su misericordia
est su ira; y con ésta tiene los ojos fijos en el pecador (Eclo. 5,
6).
C. La desconfianza, es el caso de quien, sin perder por completo la esperanza
en Dios, no confía suficientemente en su misericordia y fidelidad.
La desconfianza se origina por los obstáculos y dificultades
en la práctica de la virtud, que llevan a caer frecuentemente en el
pecado.
También se puede originar por el cansancio en lucha contra
las tentaciones. Se olvida el alma que es Dios con su Omnipotencia infinita
quien salva, por graves y frecuentes que sean las acechanzas del demonio.
Cuando la desconfianza tiene por causa el no dudar de la misericordia
divina, sino los muchos pecados cometidos, tiene cierta justificación.
Pero si es excesiva y no encuentra contrapeso en la bondad de Dios, lleva
necesariamente a pecar contra la esperanza.
LA CARIDAD
DEFINICIONES Y EXCELENCIA DE LA CARIDAD
La caridad es la virtud sobrenatural infusa por la que amamos
a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos
por amor a Dios.
Tiene, por tanto, un doble objeto, Dios y el prójimo,
aunque un solo motivo, porque amamos a Dios por sí mismo y al prójimo
por amor a Dios.
La caridad es la más excelente de todas las virtudes,
y esto por tres razones:
1) Por su misma bondad intrínseca, pues es la que más directamente
nos une a Dios. Santo Tomás explica que la fe nos une a Dios `mentaliter",
por un acto de aprehensión del alma, y que la caridad, en cambio,
nos une a El `corporaliter", haciéndonos parte de Dios mismo, dándonos
su misma vida (cfr. S. Th., III, q. 69, a. 5, ad. 1).
2) Porque es necesario que sea la caridad la que dirija y ordene a Dios todas
las demás virtudes, que sin ellas estarían como muertas e informes.
“La caridad es la forma, el fundamento, la raíz y la madre de todas
las demás virtudes” (S. Th., II-II, q. 24, a. 8). “Ni el don de lenguas,
ni el don de la fe, ni otro alguno dan vida si falta el amor. Por más
que a un cadáver se le vista de oro y de piedras preciosas, cadáver
sigue” (S. Tomás de Aquino, “Sobre la caridad”, en Escritos de Catequesis,
Ed. Palabra, Madrid, 1979).
Una virtud aislada de la caridad no agrada a Dios. Por ejemplo,
sería el caso de aquel que tuviera la virtud de la diligencia pero
que la usara para su vanagloria o sólo para beneficios materiales;
o el caso de quien fuera cortés y atento pero para fines perversos,
etc.
3) Porque no termina con la vida terrena, ya que el amor no pasa, no tiene
nunca fin, puesto que constituye el contenido esencial de la vida eterna.
Santo Tomás señala atinadamente (S. Th., I-II,
q. 114, a. 4) que aquí la caridad es ya un comienzo de la vida eterna,
y la vida eterna consistir en un acto ininterrumpido de la caridad.
Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y
la caridad, pero de las tres, la caridad es la más excelente de todas
(I Cor. 13, 13; cfr. también 13, 8).
EL AMOR A DIOS
A. Naturaleza del amor a Dios
En la Sagrada Escritura Nuestro Señor Jesucristo afirma
de manera clara y terminante que el primero y mayor de todos los mandamientos
es el de la caridad para con Dios:
“Amarás al Señor tu Dios: con todo tu corazón,
con toda tu alma y con toda tu mente” (Mt. 22, 37-38; cfr. también
Deut. 6, 4-9 que ayuda a darse cuenta de la importancia que tiene este precepto
desde siempre e I Cor. 13, 1ss., Mc. 12, 29ss., Lc. 10, 27, etc.)
Las razones por las que el hombre debe amar a Dios sobre todas
las cosas son:
1) Porque Dios es el Sumo Bien, infinitamente perfecto, bueno y amable. Como
el objeto del amor es el bien, y Dios es el Sumo Bien, Dios es el objeto
máximo del amor.
2) Porque El nos lo manda, y recompensa este amor con un premio eterno e
infinito.
3) Por los múltiples beneficios que nos otorga, y que hacen decir
a San Agustín: “Si antes vacilábamos en amarle, ya no vacilaremos
ahora en devolverle amor por amor”.
Ese sumo amor que Dios pide al hombre, lo puede ser de tres
modos:
1) apreciativamente sumo, cuando el entendimiento comprende que Dios es el
mayor bien, y la voluntad lo acepta así;
2) sensiblemente sumo, cuando nuestro corazón así lo siente;
3) efectivamente sumo, cuando se lo demostramos con nuestras acciones.
Es necesario que el amor a Dios sea apreciativa y efectivamente
sumo, aunque no es necesario que lo sea sensiblemente, por que las realidades
físicas pueden afectar más fuertemente nuestra sensibilidad
que las espirituales, y así p. ej., podemos sentir m s dolor sensible
por la muerte de un ser querido que por un pecado mortal.
B. Pecados contra el amor a Dios
“Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios”.
- la indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad
divina; desprecia su acción previniente y niega su fuerza,
- la ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle
amor por amor,
- la tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor
divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la
caridad,
- la acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios
y a sentir horror por el bien divino,
- el odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios
cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflinge penas
(Catecismo, n. 2094).
EL AMOR AL PROJIMO
A. Naturaleza del amor al prójimo
El amor al prójimo es una virtud sobrenatural que nos
lleva a buscar el bien de nuestros semejantes, por amor a Dios. No es, por
tanto, un afecto puramente natural, sino que procede de la gracia sobrenatural.
Por ser sobrenatural, el amor al prójimo hace que nos
demos cuenta de que todos los hombres somos hijos de Dios: sois todos hermanos,
porque no tenéis más que un solo Padre que est en los cielos
(Mt. 23, 8-9); y por tanto, miembros de Cristo: nosotros, aunque muchos,
no somos sino un solo cuerpo con Cristo, y somos miembros unos de otros (Rom.
12, 5).
Nuestro amor a los demás debe reunir cuatro características.
Ha de ser:
1) sobrenatural; pues, como ya dijimos, no amamos a otro porque sea éste
o aquél, sino por amor a Dios, porque todo prójimo es hijo
suyo (cfr. S. Th., II-II, q. 103, a. 3);
2) universal: debemos amar a todos los hombres sin excepción; es ésta
la característica propia y distintiva del discípulo de Cristo
(cfr. Jn. 13, 35);
3) ordenado: ha de amarse más al que, por diversos motivos, está
más cercano a nosotros; p. ej., ha de amarse más a la esposa
que a la hermana, más a los hijos que a los amigos, etc.; o bien al
que está en más grave necesidad material o espiritual, p. ej.,
el hijo enfermo necesita más amor que los demás;
4) ha de ser no sólo externo sino también interno, procurando
evitar toda aversión o malquerencia hacia nadie.
Como norma de nuestro amor a los demás, Cristo nos pide
que actuemos con los otros como quisiéramos que ellos actuaran con
nosotros (cfr. Mt. 7, 12).
De aquí procede la ausencia de motivos interesados en
la caridad cristiana, y también la negatividad de grupos cerrados
sean del tipo que sean, de clases o nacionalismos, que miran a intereses
sectarios.
Por eso la caridad cristiana debe extenderse incluso a nuestros
enemigos, siguiendo en esto el ejemplo de Cristo, que en la Cruz pide a su
padre perdón por quienes lo han mandado matar (cfr. Lc. 23, 34). Señalaba
San Gregorio Magno: “se os ha enseñado que fue dicho: amar s a tu
prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros
enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os odian y
orad por los que os maltratan y persiguen... Como nos hace ver el evangelio,
hay una cosa decisiva que pone a prueba la caridad: amar a aquél mismo
que nos es contrario” (Hom. 2 sobre los evang.).
B. Las obras de misericordia
El amor al prójimo es eficaz cuando lleva a practicar
las obras de misericordia: sólo es verdadera la caridad si se traduce
en realidades concretas.
De tal modo es necesario ponerlas en práctica, que Nuestro
Señor Jesucristo hace depender de ellas la sentencia de salvación
o de condenación eterna: cfr. Mt. 25, 34-43.
Aun cuando todo lo que se hace por el prójimo a impulsos
de la caridad es una obra de misericordia, el Catecismo de la Iglesia Católica
(n. 2447) señala las siguientes a modo de ejemplo:
Obras de misericordia espirituales:
- Instruir
- Aconsejar
- Consolar
- Confortar
- Perdonar
- Sufrir con paciencia
Obras de misericordia corporales:
- dar de comer al hambriento
- dar techo al que no lo tiene
- vestir al desnudo
- visitar a los enfermos y a los presos
- enterrar a los muertos
Entre los actos de amor al prójimo, los de orden m s
elevado son los que hacen referencia a la caridad espiritual. Por eso, sin
dejar de dar el debido peso a las obras de caridad materiales, el cristiano
ha de practicar con esfuerzo, especialmente las espirituales, sobre todo
la corrección fraterna, el apostolado y la oración por todos
los hombres. Nos detendremos a continuación en las dos primeras.
a) La corrección fraterna
Es la advertencia hecha a otro, para que se abstenga de algo ilícito
o perjudicial.
Supone una obligación de caridad, fundamentada: el derecho
natural si tenemos el deber de ayudar al prójimo en sus necesidades
corporales, con más razón la tendremos en sus necesidades espirituales;
en el derecho divino, pues está mandada por Dios: Si tu hermano peca,
ve y corrígele a solas... (Mt. 18, 15).
La gravedad de este deber es proporcional a la gravedad de la
falta que haya que corregirse, y a la posibilidad de apartar al prójimo
de su pecado.
El que estuviere moralmente seguro de poder apartar al prójimo
de una falta grave con la corrección fraterna y la omitiera por cobardía,
por vergüenza, por miedo a la reacción del otro, etc., cometería
pecado mortal.
Hay que procurar salvar la fama del corregido, haciendo en privado
la advertencia -cara a cara, con lealtad-, sin caer en indirectas o ironías
que son ineficaces. Si se tiene duda de la oportunidad o del modo de hacerla,
es conveniente consultar con personas de criterio.
b) El apostolado
La expresión `apostolado" designa la obligación
de todo bautizado de promover la práctica de la vida cristiana.
Ha de notarse que se trata de una obligación, de un verdadero
deber, y no de un consejo más o menos recomendable.
El fundamento teológico de esta obligación se
encuentra en la participación de todos los fieles en el sacerdocio
de Cristo, que el sacramento del bautismo imprime en el alma del cristiano
(cfr. I Pe. 2, 9; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium; Decr. Apostolicam
actuositatem, etc.) y que la capacita para colaborar con Jesucristo en la
redención del mundo. Por eso dice el Concilio Vaticano II que “la
vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación al
apostolado” (Decr. Apostolicam actuositatem, n. 3).
Por esta razón, su abstención voluntaria y absoluta
daría lugar a un verdadero pecado de omisión contra la caridad
fraterna.
El apostolado no se exige a todos en el mismo grado, sino que
ha de ser realizado de acuerdo a los personales dones que cada uno recibe
de Dios.
Por ello, mientras más formación cristiana se
reciba en la familia, en la escuela, etc., y mientras mayores sean las gracias
que Dios da a las almas, mayor también es la obligación del
apostolado.
Todo cristiano tiene el deber de practicarlo, al menos, en el
propio ambiente: la familia, la escuela, la oficina, con los amigos, en las
diversiones, etc.
Además de ser una exigencia del amor al prójimo,
es una exigencia del amor a Dios: es imposible amar a Dios sin querer y procurar
que todos lo amen y glorifiquen.
“Vos estis lux mundi” (Mt. 5, 14)... “vosotros sois la luz del
mundo” dijo Jesús a sus seguidores. Hemos de infundir en el ánimo
de los cristianos más tímidos el necesario valor para pelear
contra la tiranía del respeto humano, de las modas y ambientes, o
de las persecuciones legales... Hacen falta hoy en día cristianos
decididos, que no tengan temor de hablar y de comportarse según sus
firmes convicciones... Así reformaron los santos las costumbres de
sus tiempos. Así van constituyendo grupos consistentes de cristianos
que saben vivir y hacer respetar sus prácticas religiosas, y que arrastran
en pos de sí a los que antes vacilaban. No cabe, por tanto, ningún
tipo de compromiso con lo que se opone a Dios, ni ceder en lo que no es posible
ceder para congraciarnos con alguien.
C. Pecados contrarios al amor al prójimo
Además de los pecados de omisión -p. ej., el no
cumplir las obras de misericordia que podamos hacer-, se puede quebrantar
la caridad hacia los demás con pecados de odio, maldición,
envidia, escándalo y cooperación al mal.
a) El odio, que consiste en desear el mal al prójimo o porque es nuestro
enemigo -odio de enemistad- o porque nos es antipático -odio de aversión.
En este sentido, la antipatía natural que podemos sentir
hacia una persona no es pecado sino cuando es voluntaria o nos dejamos llevar
por ella, ya que equivale a la aversión. Lo que va en detrimento de
la verdadera caridad no es sentir simpatías o antipatías, sino
mostrarlas externamente haciendo acepción de personas.
El odio es de suyo pecado mortal –“el que aborrece a su hermano
es un homicida” (I Jn. 3, 15)-, aunque admite parvedad de materia.
b) La maldición es toda palabra nacida del odio o de la ira, que expresa
el deseo de un mal para nuestro prójimo. Es de suyo pecado grave,
aunque excusa de él la imperfección del acto o la parvedad
de materia.
Su malicia depende del odio con que se diga, de la advertencia
al hacerlo y de la persona a quien se maldiga.
c) La envidia “es el disgusto o tristeza ante el bien del prójimo”
(S. Th., II-II, q. 36, a. 1), considerado como mal propio, porque se piensa
que disminuye la propia excelencia, felicidad, bienestar o prestigio. La
caridad, por el contrario, se alegra del bien de los demás y une las
almas, mientras que la envidia entristece y con frecuencia corrompe la amistad.
La envidia nace generalmente de la soberbia (cfr. S. Th., II-II,
q. 36, a. 4, ad. 1), dándose sobre todo en aquellos que desean desordenadamente
un honor, ansiosos de consideraciones y alabanzas. Suele darse entre personas
de la misma condición social, intelectual, etc.; pocas veces entre
los de condición muy desigual (cfr. S. Th., II-II, q. 36, a. 1, ad.
2 y ad. 3).
Es un pecado capital porque es origen de muchos otros: el odio,
la murmuración, la detracción, el gozo en lo adverso para los
demás, el resentimiento, etc.
Sentir envidia es síntoma de que el hombre necesita ejercitarse
en el desprendimiento de los bienes materiales y de la necesidad de crecer
en humildad. Además de ejercitarse en estas dos virtudes, para luchar
contra la envidia es conveniente realizar obras de caridad con las mismas
personas a las que se envidia.
d) El escándalo es toda acción, palabra u omisión que
se convierte para el prójimo en ocasión de pecar; p. ej. incitar
al robo, mostrar revistas o películas pornográficas, fomentar
odio entre dos personas, etc.
Por ser causa de condenación para las almas (a aquel
que hace que otro peque puede resultarle imposible convertirlo), el escándalo
es pecado gravísimo según lo manifiestan las palabras mismas
del Señor: “Quien escandalizare a uno de estos pequeños que
creen en mí, más le valdría que se le suspendiera al
cuello una piedra de molino y fuese arrojado al mar. Ay del mundo por
los escándalos! Porque forzoso es que vengan escándalos, pero
ay del hombre por quien el escándalo viene!” (Mt. 18, 6-8).
El escándalo es:
- directo: si se realiza con la expresa intención de hacer pecar a
otro. Se llama también escándalo diabólico;
- indirecto: si se produce sin mala intención, pero a pesar de eso
arrastra a los demás al pecado.
Es muy importante tener en cuenta que siempre hay obligación
en conciencia de reparar el escándalo. Si el escándalo fue
público, hay que repararlo públicamente, ya sea por escrito,
ya ante testigos. Si fue privado, habrá que tratar de impedir que
la persona escandalizada cometa el pecado.
Además, en lo posible hay que reparar los malos efectos
que produjo el escándalo (desdiciendo la calumnia, retirando las revistas,
cambiando de vida, dando buen ejemplo, etc.).
La gravedad del escándalo depende de las diversas circunstancias:
la materia del pecado, el grado de influencia que tiene quien escandaliza,
la publicidad que se le dé, etc.
Actualmente las formas m s frecuentes de escándalo se
encuentran en la difusión de pornografía, en las campañas
antinatalistas, en la corrupción propiciada por funcionarios públicos,
en la difusión de ideas anticristianas o inmorales en los medios de
comunicación social-películas, televisión, revistas,
etc-., en las modas, etc.
e) La cooperación al mal es la participación en el acto malo
realizado por otra persona; puede ser:
- formal: cuando se concurre a la mala acción y a la mala intención;
- material: cuando sólo se ayuda a la mala acción, sin intención
de hacer el mal.
Se distingue del escándalo porque en éste no se
concurre al pecado del prójimo, sino se induce a él. En la
cooperación al mal, el sujeto ya está decidido a cometer el
pecado; en el escándalo se induce a la caída del prójimo
que no estaba todavía decidido a pecar. P. ej., coopera al mal en
el aborto el fabricante de productos abortivos; es ocasión de escándalo
para la madre aquel que la convenció que abortara.
Nunca es lícita la cooperación formal, porque
es equivalente a la aprobación del mal. La cooperación material
es de suyo ilícita, aunque pueda haber casos en que sea permitida,
si se cumplen las reglas del voluntario indirecto (ver 2.4).
P. ej., sería lícita la cooperación al
mal que prestaría la secretaria del médico al hacer la receta
solicitando anticonceptivos: su cooperación es sólo material,
y perder el empleo supondría una causa grave para hacerlo.
f) Otros pecados: la contienda altercado violento con palabras, la riña,
la guerra injusta y la sedición (bandas de fascinerosos, hechos de
vandalismo, etc.).
LA VIRTUD DE LA RELIGION
DEFINICION
La religión es la virtud que nos lleva a dar a Dios el
culto debido como Creador y Ser Supremo.
Dios es para el hombre el único Señor. Lo ha creado
y lo cuida constantemente con su Providencia: la existencia, y cuanto es
o posee, lo ha recibido de El. En consecuencia, el hombre tiene con Dios
unos lazos y obligaciones que configuran la virtud de la religión.
EL CULTO
Esos lazos y obligaciones que mencionamos arriba se concretan
primariamente en la adoración y alabanza a Dios, y es lo que se conoce
como culto.
A. Cultos interno y externo
A la virtud de la religión pertenecen principalmente
los actos internos del alma, por los que manifestamos nuestra sumisión
a Dios, y que se llama culto interno.
El culto interno se rinde a Dios con las facultades del entendimiento
y la voluntad, y constituye el fundamento de la virtud de la religión,
pues los que adoran a Dios deben adorarlo en espíritu y en verdad
(Jn. 4, 24).
En otras palabras, sería inútil e hipócrita
el culto externo si no fuera precedido por el interno: “Este pueblo me honra
con sus labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mt.
15, 8).
Entre los principales actos de culto interno están:
1) la devoción, que es la prontitud y generosidad ante todo lo referente
al servicio de Dios;
2) la oración, que es levantar el corazón a Dios para adorarlo,
darle gracias, implorar perdón y pedir lo que necesitamos.
Pero no basta el culto interno: se precisan también actos
externos de adoración: participar en la Santa Misa, arrodillarse ante
el Sagrario, asistir con piedad a las ceremonias litúrgicas... Este
culto externo es necesario también porque:
a) Dios es Creador no sólo del alma sino también del cuerpo,
y con ambos debe el hombre reverenciarlo;
b) está en la naturaleza del hombre manifestar por actos externos
sus sentimientos internos. El culto interno, sin el externo, decae y languidece;
por exigir la naturaleza humana a -un tiempo material- y espiritual la necesidad
de rendir culto externo, la Iglesia condenó como herética la
proposición de Miguel de Molinos (1628-1696) que consideraba imperfecto
e indigno de Dios todo rito sensible de alabanza, queriendo reducirlo a lo
interno y espiritual (cfr. Dz. 1250).
B. Cultos de latría, de dulía y de hiperdulía
El culto en sentido estricto se le tributa sólo a Dios
por su excelencia infinita, aunque podemos también tributarlo indirectamente
a los santos, en virtud de la estrecha unidad que tienen con Dios. Es por
eso que el culto puede ser:
1) de latría o adoración: es el que se rinde únicamente
a Dios en reconocimiento de su excelencia y de su dominio supremo sobre todas
las criaturas.
Con este tipo de culto se honra a la Sagrada Eucaristía;
2) de dulía o veneración: es el que se tributa a los santos,
en reconocimiento de su vida de entrega y unión a Dios.
Este culto es consecuencia inmediata del dogma de la comunión
de los santos. En efecto, si nos podemos comunicar con los bienaventurados
del cielo, ¿por qué no honrarlos?; ¿por qué no
invocar su patrocinio? Si es lícito encomendarnos a las oraciones
de los fieles vivos (“orad unos por los otros para que os salváis”,
Sant. 5, 16); ¿por qué no lo ha de ser encomendarnos a los
santos, que son amigos de Dios y El mismo ha glorificado?.
Se ve, pues, que la condenación de este culto que hacen
los protestantes no est de acuerdo con el dogma de la comunión de
los santos ni con la Sagrada Escritura;
3) de hiperdulía o especial veneración: es el que se rinde
a María Santísima, reconociendo así su dignidad de Madre
de Dios.
Por ser criatura, no se le puede rendir culto de adoración;
pero por ser la más excelente de todas las criaturas por encima de
todos los ángeles y santos se le rinde culto de especial veneración.
El fundamento clave para entender el culto eminente tributado a María
Santísima es el hecho de haber engendrado al Verbo Eterno, Jesucristo
Nuestro Señor, y ser por ello verdaderamente Madre de Dios.
La legislación eclesiástica señala que
con el fin de promover la santificación del pueblo de Dios, la Iglesia
recomienda a la peculiar y filial veneración de los fieles a la Bienaventurada
siempre Virgen María, Madre de Dios, a quien Cristo constituyó
Madre de todos los hombres (CIC, c. 1186).
Por eso los cristianos reverenciamos las imágenes de
la Virgen, de los ángeles y los santos, y conservamos con veneración
las reliquias de estos últimos. Honrando las imágenes y reliquias
honramos a quienes representan o de quienes son.
Los protestantes atacan el culto a María y a los santos
afirmando que Cristo es el único mediador y, por tanto, no hay necesidad
de otros mediadores: Uno es Dios, y uno es el mediador entre Dios y los hombres,
Jesucristo (I Tim. 2, 5).
La palabra mediador, sin embargo, tiene dos sentidos: significa
redentor, y en este sentido, sólo se aplica a Jesucristo que nos redimió
ofreciendo al Padre sus propios méritos; y significa también
intercesor, y en este sentido la Santísima Virgen y los Santos son
intercesores, ya que ruegan a Dios por los hombres.
PECADOS CONTRA LA VIRTUD DE LA RELIGION
Los pecados específicos
contra esta virtud son de dos clases: por exceso (la superstición)
y por defecto (la irreligiosidad).
Parecería un contrasentido pecar `por exceso" contra
la virtud de la religión, como si el hombre pudiera excederse en el
culto a Dios. En realidad, más que un exceso propiamente dicho, se
trata de una deformación cualitativa, es decir, del pecado que se
comete cuando se ofrece un culto divino a quien no se debe, o a quien se
debe, pero de modo impropio (S. Th. II-II, q. 92, a. 1).
A. La superstición
De acuerdo a lo que acabamos de decir, la superstición adopta dos
modalidades:
1) el culto indebido a Dios;
2) el culto a un falso dios, o lo que es igual, el culto a las criaturas.
1. El culto indebido a Dios
De dos maneras puede ofenderse a Dios con un culto indebido:
1.a. Culto vano o inapropiado: consiste en la adulteración del verdadero
culto por introducción de elementos extraños, realizándose
ceremonias absurdas, extrañas o ridículas que desdicen del
decoro y dignidad del culto a Dios.
“Si las cosas que se hacen (en el culto) no se ordenan de suyo
a la gloria de Dios, ni elevan nuestra mente a El, ni sirven para moderar
los apetitos de la carne, o si contrarían las instituciones de Dios
y de la Iglesia... todos estos actos han de considerarse como superfluos
y supersticiosos” (S. Th. II-II, q. 93, a. 2).
Por ello la Iglesia siempre ha velado por la digna celebración
del culto, y el cumplimiento de esas normas obliga sub gravi.
De ahí que cuando un ministro -bajo pretexto de `espontaneidad",
`acercamiento a la comunidad", o cualquier otro-, varía estas normas,
actúa arbitraria e ilícitamente (cfr. CIC, c. 838).
1.b. Culto falso, que consiste en simular el verdadero culto a Dios, buscando
inducir a engaño.
Es culto falso, por ejemplo, el que haría quien pretendiera
celebrar Misa sin ser sacerdote, el que propague falsas revelaciones o milagros,
el que ponga a la veneración reliquias falsas, etc.
2. El culto indebido a las criaturas
Se cae en este pecado con toda actividad que directa o indirectamente
intenta divinizar alguna criatura, de la que se pretenden conocimientos y
bienes que sólo Dios puede conceder.
Puede adoptar las formas de idolatría, adivinación,
espiritismo, magia, vana observancia y otras.
Muy variadas expresiones adquieren los elementos extraños
que se introducen en el culto al Dios verdadero: desde el empleo de aspectos
culturales prehispánicos en el culto católico, hasta la inclusión
de prácticas ridículas (p. ej., las `cadenas" de cartas que
supuestamente hay obligación de enviar) en la devoción a los
santos.
2.a. Idolatría: consiste en tributar directamente culto de adoración
a una criatura. Es un pecado gravísimo que Dios condena severamente
en la Sagrada Escritura (cfr. Ex. 22, 20), porque se considera inexcusable
(cfr. Sab. 13, 8), es decir, nunca est permitido, ni siquiera para evitar
la muerte, adorar a dioses falsos.
“La idolatría no se refiere sólo a los cultos
falsos del paganismo. Es una tentación constante de la fe. Consiste
en divinizar lo que no es Dios. Hay idolatría desde el momento en
que el hombre honra y reverencia a una criatura en lugar de Dios. Trátese
de dioses o de demonios (por ejemplo, el satanismo), de poder, de placer,
de la raza, de los antepasados, del Estado, del dinero, etc. `No podéis
servir a Dios y al dinero", dice Jesús (Mt. 6, 24). Numerosos mártires
han muerto por no adorar a `la Bestia" (cfr. Ap. 13-14), negándose
incluso a simular su culto. La idolatría rechaza el único Señorío
de Dios; es, por tanto, incompatible con la comunión divina” (Catecismo,
n. 2113).
2.b. Adivinación: Dios puede revelar el porvenir a sus profetas o
a otros santos. Sin embargo, la actitud cristiana justa consiste en entregarse
con confianza en las manos de la providencia en lo que se refiere al futuro
y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto (Catecismo, n. 2115).
Por ello, todas las formas de adivinación deben rechazarse:
el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos,
y otras prácticas que equivocadamente se supone `desvelan" el porvenir
(cfr. Dt. 18, 10; Jr. 29, 8). La consulta de horóscopos, la astrología,
la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos
de visión, el recurso a `mediums" encierran una voluntad de poder
sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un
deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están
en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso,
que debemos solamente a Dios (Id, n. 2116).
2.c. Espiritismo: es el arte de comunicarse con los espíritus, o mejor,
por lo dicho antes, con los demonios o los condenados. El espiritismo es
gravemente pecaminoso por la intención de penetrar en los enigmas
de la vida y de la muerte de manera arbitraria: resulta temerario pretender
entrar en esos ámbitos, que sólo a Dios están sujetos,
por un afán de curiosidad morbosa.
El Santo Oficio (decreto del 24-IV-1917: cfr. Dz. 2182) prohibió
toda participación en sesiones espiritistas, incluso la mera presencia
y la simple escucha.
Por iguales razones, es ilícita la participación
en el juego llamado `ouija", que pretende obtener respuestas de los espíritus
o fuerzas ocultas.
2.d. En relación a la magia, es blanca cuando se funda en la habilidad
del prestidigitador y en la ilusión o la ignorancia del que observa.
Es negra o diabólica, o bien simplemente brujería, cuando un
poder oculto permite al mago obtener efectos superiores a la eficiencia de
los medios realmente usados.
Este poder oculto proviene ordinariamente del demonio, y en
tal comunicación se encuentra el elemento pecaminoso de la magia negra.
En lo referente a la magia blanca no puede asignarse ninguna
reprobación moral.
2.e. Con el nombre de vana observancia se conoce aquella forma de superstición
que atribuye a señales, cosas o animales, fuerzas favorables o nocivas,
más allá de su eficiencia propia.
En este inciso se sitúan multitud de supersticiones m
s o menos frecuentes: uso de amuletos, miedo a ciertos números, días,
animales, etc.
3. Origen y gravedad de la superstición
La superstición proviene de un falso sentimiento religioso
y abunda en personas ignorantes o irreligiosas. La mayoría de los
incrédulos son supersticiosos: por no creer en Dios creen en las mayores
necedades.
La gravedad de la superstición se mide por la mayor o
menor invocación al demonio. Cuando hay invocación explícita
del demonio, el pecado es gravísimo. Si es implícita por ejemplo,
en el que inconscientemente lo relaciona con fuerzas ocultas el pecado también
es mortal.
De algún modo puede haber invocación implícita
al demonio en las películas, obras teatrales, etc., que imprudentemente
hacen aparecer intervenciones satánicas, para infundir terror, manifestar
prodigios, etc.
Hay invocación explícita, al parecer, en las letras
de las canciones de ciertos grupos musicales modernos. En ambos casos visuales
o auditivos existe la obligación de no tomar parte como espectador
o escucha.
B. La irreligiosidad
La irreligiosidad incluye todos los pecados que se cometen por
defecto contra la virtud de la religión. Son los siguientes:
1. La impiedad o falta de religiosidad. Admite una amplia gama de actitudes:
desde la indiferencia o tibieza para los actos de culto a Dios, hasta la
calumnia, desprecio o ataques a la religión.
2. La tentación a Dios: en sentido propio es pretender con palabras
o con hechos poner a prueba alguno de los atributos divinos (p. ej., decir:
si Dios existe, que me caiga un rayo). En sentido impropio, se tienta a Dios
exponiéndose a peligros sin necesidad ni precauciones, confiando temerariamente
en la ayuda divina.
3. El sacrilegio, que es tratar indignamente las personas, objetos o lugares
consagrados a Dios.
Ejemplos de sacrilegios: en relación con las personas,
el que atente contra la vida del Romano Pontífice; en relación
con las cosas, robar un cáliz bendecido; con respecto a los lugares,
matar dentro de una Iglesia.
El trato indigno de la Eucaristía, o el retener las especies consagradas
con perversa finalidad, adem s de sacrilegio implica pena de excomunión
(cfr. CIC, c. 1367).
4. La simonía o voluntad deliberada de comprar con dinero una cosa
espiritual.
Ejemplos de simonías: pagar por la absolución
de un pecado, vender más caro un cáliz bendecido que uno sin
bendecir, la promesa de rezar a cambio de dinero, etc.
Su nombre viene de Simón el Mago, que pretendió
comprar a los apóstoles el poder de hacer milagros (cfr. Hechos 8,
18).
La malicia de este pecado puede considerarse en un doble aspecto:
a) por la injuriosa equiparación de los bienes espirituales con los
materiales;
b) por ser ilegítima la usurpación que de los bienes hacen
los ministros, derivándolos a su provecho temporal en lugar de orientarlos
al aprovechamiento espiritual de las almas.
Es importante distinguir el pecado de simonía del estipendio
que se da por la celebración de la Misa, pues no se paga la Misa sino
una remuneración al sacerdote por su trabajo y para su sustento.