BEATO PLÁCIDO
RICCARDI
25 de marzo
1915 d.C.
Tomás Riccardi nació en Trevi, pequeña ciudad de
Umbría. Su padre fabricaba aceite de oliva y tenía un
comercio de especias; gozaba de una gran fortuna, que le
permitió poner a su hijo en el convento para nobles de Trevi,
donde estudió humanidades.
En 1865, fue a Roma
para estudiar Filosofía en el Angélico. Conoció y
admiró a los dominicos y a los jesuitas, pero, poco
atraído por el apostolado activo y menos aún por la
agitación de la ciudad, se presentó a la abadía
benedictina de San Pablo Extramuros donde ingresó en 1866 y
tomó el hábito benedictino y el nombre de Plácido.
Desde un principio, mostró una gran asiduidad a la
oración. Tuvo, por el contrario gran repugnancia por la claridad
de conciencia que contradecía completamente su independencia de
carácter; sin embargo, lejos de obstinarse ante las instancias
de su padre maestro, reflexionó, se humilló, y
animosamente intentó practicar esta ascesis tan poco atractiva.
Y fue fiel a esta práctica toda su vida.
Volvió a
estudiar la Filosofía y después, la Teología, a la
que se entregó con amor. En 1868, Plácido Riccardi
recibió de su abad la tonsura y las órdenes menores; fue
ordenado diácono en 1870, tres días después de
haber entrado el ejército piamontés en Roma. El no
había cumplido su servicio militar, lo que le valió ser
arrestado como desertor, y ser condenado a un año de
prisión en Florencia. Puesto en libertad el mismo año,
fue enviado al 57 regimiento de infantería en Livorno. Fue dado
de baja en Pisa: el ejército italiano perdió un soldado,
pero la abadía de San Pablo encontró con alegría a
su monje, que fue ordenado sacerdote en 1871.
Don Plácido fue
empleado, al principio, en la escuela de la abadía. Vigilar a
infantes turbulentos era un suplicio para un hombre miope y amante de
la paz y del silencio. El clima malsano de Roma acabó de
quebrantar su frágil salud; tuvo crisis de paludismo, que, a
pesar de algunos calmantes, nunca cesaron completamente.
Su abad, sin embargo,
se preocupó en darle un oficio más adaptado a sus gustos:
lo nombró ayudante del maestro de novicios, confesor de las
monjas de Santa Cecilia en Roma, después, en 1864, lo
envió como vicario abacial a las monjas de San Magno D´
Amelia. La comunidad, abusando de la debilidad de una anciana abadesa,
se había relajado un poco. Don Plácido lo tomó muy
a mal: no contento con multiplicar sus exhortaciones públicas y
privadas, entró a los detalles de la observancia,
suprimió las pláticas inútiles y las
habladurías, y revisó con cuidado el horario del
día. Bien pronto, las hermanas, mostraron un fervor digno de su
excelente maestro.
La salud de Don
Plácido decaía cada día más, y su abad le
envió para que lo ayudara a un monje alemán, que se
consideró también como el superior. Los campesinos de
Sabine no tenían costumbres delicadas e intentaron
desembarazarse del encumbrado personaje, colocando arriba de la puerta
del santuario una viga que debía caerle sobre la cabeza cuando
entrara; el atentado fracasó, pero la iglesia se vio abandonada
por los fieles. Don Plácido se afligió sobre manera al
ver aniquilada su obra, su salud sufrió por ello y su desarreglo
intestinal se agravó, al punto de que le fue completamente
imposible celebrar la misa.
El 17 de noviembre de
1912, cuando subía una escalera, un ataque de parálisis,
acompañada de convulsiones, lo tiró por tierra y lo hizo
rodar por los escalones de mármol. Su estado pareció tan
grave, que se le administró inmediatamente la
extremaunción; sin embargo, soportó la prueba y se le
pudo conducir de nuevo a la abadía de San Pablo Extramuros.
Quedó paralítico del lado derecho; sus piernas se
encogieron, después se arquearon, y no podía permanecer
ni siquiera recostado sobre la espalda. Acabado físicamente,
hizo de sus días una oración perpetua y no se quejaba
jamás, ni reclamaba nada, atento solamente a no molestar o
contrariar a aquellos que se ocupaban de él. Durante este penoso
período, tuvo la alegría de ver con frecuencia a su lado
al joven y fiel amigo san Alfredo Ildefonso Schuster, quien lo
había dirigido por los caminos de la perfección
monástica. Don Plácido mostró su confianza al
discípulo escogiéndolo como confesor; Don Schuster obtuvo
para su maestro el favor que podía agradarle más: san
Pío X autorizó la celebración de una misa, cada
semana, en la celda del enfermo. Don Plácido, murió
dulcemente mientras Don Schuster velaba cerca de él. Fue
beatificado el 15 de diciembre de 1954 por Pío XII.