BEATO PABLO BURALI
17 de junio
1578 d.C.



   Se llamaba Scipione Burali, y nació en Arezzo en Itri, (Lazio) en el seno de una familia de la nobleza: El padre de Escipión era gentilhombre del rey católico de España y diplomático al servicio de Clemente VII. Su madre, Victoria Olivers, pertenecía a la alta nobleza de Barcelona. En el año 1524, en que san Cayetano de Thiene fundaba en Roma su Orden de clérigos regulares, la antigua universidad de Salerno abría sus puertas al joven Scipione, con trece años emprendía la ruta de sus estudios literarios. Estudió Derecho civil y canónico en Bolonia.

   Fue abogado en Nápoles, y allí tuvo mucho éxito. En 1550 una fuerte crisis religiosa, acompañada de lacerantes escrúpulos, le obligó a dejar las ocupaciones del foro para retirarse a su amada soledad de Itri y buscar en el silencio y trato íntimo con Dios la ruta definitiva que diera paz y consuelo a su espíritu, A los dos años el virrey de Felipe II, don Pedro de Toledo, le llamó otra vez a Nápoles y le nombró consejero regio y juez de lo criminal. Con repugnancia, y sólo por consejo de su director espiritual, aceptó Burali estos importantes cargos, que procuró servir con toda fidelidad y diligencia. Fue conocido por el pueblo como “el doctor de la verdad”. El jurisconsulto Burali frecuentaba la Casa de San Pablo y era hijo espiritual del teatino el beato Juan de Marinoni, lo mismo que otro abogado famoso, Andrés Avelino, que era ya sacerdote. Conquistados ambos por la espiritualidad teatina, suplicaron a su director y prepósito de la Casa su ingreso en la Orden, haciendo juntos el noviciado bajo la sabia dirección del mismo beato Juan de Marinoni. 

   Al ingresar Burali, en 1557, en la Orden de clérigos regulares cambió su nombre de Scipine por el de Pablo, cuyo amor a Cristo deseaba imitar. Por ello, al solicitar a sus cuarenta y seis años su entrada en la Orden, pidió ser admitido en calidad de hermano coadjutor, porque se reputaba indigno del ministerio sacerdotal. Marinonio no sólo no accedió a sus deseos, sino que, antes de terminar el noviciado, le mandó recibir las órdenes menores y el subdiaconado. En la festividad de la Purificación de María de 1558 emitió su profesión religiosa, y pocos meses después fue ordenado diácono y presbítero. 

   Fue superior de los teatinos en Nápoles, y dos veces rechazó el episcopado. En 1565, temerosos los napolitanos de que Felipe II implantara en el reino la Inquisición española, decidieron enviar a Madrid una embajada prestigiosa que disuadiera al monarca de tal propósito. La ciudad escogió al padre Burali para llevar a término tan delicada misión diplomática. La elección fue vista con muy buenos ojos por el virrey don Perafán de Ribera, duque de Alcalá, y por la misma Santa Sede. Burali se resistía con todas sus fuerzas. San Carlos Borromeo, secretario de Estado de Pío IV, tuvo que escribirle varias cartas en nombre del Papa y, por fin, un mandato formal para que aceptara la embajada. Su misión diplomática tuvo bastante éxito.

   Fue elegido superior en Roma en 1567, y se ganó la confianza del Papa san Pío V, que le nombró obispo de Piacenza y después le hizo cardenal de Santa Pudenciana. En Piacenza desarrolló un grandísimo trabajo, detrás del ejemplo de san Carlos Borromeo y sus reformas eclesiásticas. Animado por el espíritu litúrgico de la Orden, restauró la catedral y veló por el esplendor del culto divino, asistiendo cada domingo a la misa mayor y a las vísperas. Llamó a los teatinos, capuchinos y somascos para que fundaran en la diócesis. Pero centró toda su actividad apostólica en tres empresas importantísimas, pilares básicos de la reforma católica: la visita pastoral, que realizó meticulosamente varias veces; el sínodo diocesano, que celebró dos veces, y la fundación del seminario, uno de los primeros de Italia, y cuyo primer director espiritual fue san Andrés Avelino, el cual se multiplicaba para complacer a sus dos amigos Burali y Borromeo.

   El Papa Gregorio XIII, le nombró arzobispo de Nápoles donde desplegó el cardenal Burali el mismo celo apostólico y renovador. Pero a los dos años escasos, macerado por las mortificaciones y agobiado por los achaques, la fractura de una pierna le llevó al sepulcro. Devotísimo siempre de la Santísima Virgen, había hecho edificar un templo en su honor y visitaba con fervor sus imágenes más veneradas. Con frecuencia se le veía con el rosario en la mano y cada noche lo rezaba con sus familiares. Postrado ahora en el lecho del dolor, recibidos con ejemplar piedad los Santos Sacramentos, hizo colocar junto a su cama una imagen de María y, fijando en ella su mirada de hijo amantísimo, expiró a los sesenta y siete años de edad. Por su extraordinario celo en favor de la reforma católica mereció el título de "obispo ideal del renacimiento tridentino".

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(Parroquia San Martín de Porres)