BEATOS MONALDO DE
ANCONA, ANTONIO DE MILÁN Y FRANCISCO DE PETRIOLO
15 de marzo
1286 d.C.
Del
martirio de estos franciscanos tenemos una relación bastante
amplia y contemporánea de Carlino Grimaldi, guardián de
Trebisonda. Fueron enviados como misioneros a Armenia, donde se
prodigaron en convertir a los musulmanes de lugar.
En la ciudad de
Arzenga (que los geógrafos escriben de distinto modo: Arzingam,
Artzinga, Artzinganis o Ertzinga), situada en Armenia junto al
río Eufrates, es actualmente la ciudad de Ersindjan, estos
franciscanos solían hablar a la muchedumbre, reunida en
presencia del cadí, todos los viernes, día festivo para
los musulmanes, testimoniando la divinidad de Cristo y mostrando los
errores de Mahoma. Cuando el cadí se daba cuenta que algunos de
los que escuchaban quedaba pensativo por sus palabras, ponía fin
a las discusiones y los licenciaba. Pero los franciscanos
volvían a predicar delante de él el viernes siguiente con
nuevas argumentaciones y con renovado celo, tanto que se vio obligado a
celebrar un pública disputa entre los religiosos y los
más sabios entre los musulmanes: fue tanta la fuerza de sus
argumentos, tanto el ardor y la fe, que no supieron revatirles y llenos
de ira quisieron matarlos inmediatamente. El cadí, en aquella
ocasión se opuso, y convocando el consejo de ancianos y faquires
que le dijeron: “Que mueran porque insultan a nuestro profeta y su ley,
y cada día se hacen más audaces”.
El viernes de tercera semana de Cuaresma, mientras los misioneros
predicaban, fueron arrestados y conducidos a la plaza pública de
la ciudad. Un sarraceno que, movido por la compasión,
trató de defenderlos, fue ejecutado al instante. Reunidos en la
plaza, confesaron delante del tribunal su fe en Cristo. Los musulmanes
se soliviantaron y con sus espadas los hirieron gravemente, mientras
ellos, en su tormento, recomendaban su alma a Dios. Al final fueron
decapitados. Mientras sus cuerpos eran abandonados en la plaza, las
extremidades y la cabeza fueron colocadas en las puertas de la ciudad
bajo la vigilancia de los soldados; después sus cuerpos fueron
arrojados al campo, para que fueran devorados por las bestias.
Un sacerdote armenio, con la ayuda de algunos cristianos,
recogió los restos de las víctimas y les dio honrosa
sepultura. Sobre su tumba un ciego recobró la vista. El domingo
del Buen Pastor, el 28 de abril del mismo año, se trasladaron
sus reliquias. La veneración de los armenios sobre estos
mártires fue tanta que el patriarca los canonizó
inscribiéndoles en el catálogo de los santos armenios e
imponiendo el ayuno en la vigilia de su martirio. Para la Iglesia
romana son sólo Beatos.