BEATA MARÍA
MAGDALENA DE MARTINENGO
27 de julio
1737 d.C.
Pertenecía a una aristocrática familia de Brescia, su
padre era conde de Barco y su madre de los Secchi de Aragón. El
año 1694, cuando Margarita tenía siete años, fue
confiada para su primera formación intelectual y espiritual a la
religiosa ursulina Isabel Marazzi, la cual consiguió infundirle
un convencido apego a la oración y al estudio. Margarita
sacó notable provecho, instruyéndose desde aquel tiempo
en el conocimiento de las letras italianas y del latín, de
suerte que leía los autores clásicos y el breviario
romano con gran dominio. Tenía verdadera pasión por la
lectura, que con el pasar de los años le procuró una
cultura fuera de lo común.
Según la
costumbre de las familias nobles del tiempo, a los once años, en
febrero de 1698, fue llevada al internado del monasterio agustino de
Santa María de los Ángeles, donde estaban de religiosas
dos tías maternas. En agosto de 1699 pidió bruscamente a
su padre salir de Santa María de los Ángeles y pasar al
internado del monasterio benedictino del Espíritu Santo. No hizo
misterio del motivo que la empujaba: las dos tías maternas le
resultaban sofocantes.
En los primeros
días del adviento del año 1699 entró en el
monasterio del Espíritu Santo, donde había otras dos
tías maternas que eran religiosas. Le pareció al
principio que entraba "en un paraíso terrenal", pero no
tardó mucho en invadirla una penosa aridez de espíritu
que se prolongó por unos diez años. Tenía trece
años cuando pidió a su confesor emitir el voto de
virginidad.
En aquel tiempo fue
asaltada de tentaciones de toda especie; invadieron su fantasía
"abominables imágenes de cosas nefastas", se le inició un
sentido "de pereza y de cansancio de las cosas de Dios"; sentía
murmullos de palabras blasfemas, de odio contra el Señor, y
llegó a tal desesperación que "casi deseba matarse para
ir lo más pronto al infierno".
Los confesores no
acertaron a dirigirla adecuadamente y más bien contribuyeron a
aumentar su turbación. Las tías religiosas la presionaban
para que orientase su vida al matrimonio. Para colmo, vinieron sus
hermanos a comunicarle que ya "todo estaba preparado para el
matrimonio", y le dejaron libros y romances de amor. Era la primera vez
que se le presentaban con su poder seductor las lecturas mundanas, y
cayó miserablemente en la trampa.
En 1705,
ingresó en el monasterio bresciano de las clarisas capuchinas de
Santa María de las Nieves. En el monasterio le esperaba la cruz,
con pruebas terribles de escrúpulos y de arideces espirituales.
El confesor le podía ayudar poco o nada. A estas molestias,
escribe María Magdalena en su autobiografía, se
añadía la de una maestra de novicias que, si bien era
santa, era demasiado austera; y no le inspiraba confianza la novicia, y
no la entendía. Y es que la maestra no sabía todo lo que
pasaba dentro de su novicia, y las continuas batallas que en tan
infeliz estado sostenía. De hecho, a la comunidad reunida para
la primera votación sobre la idoneidad de la novicia, la maestra
declaró categóricamente que, "si sor Magdalena era
admitida a la profesión, sería la ruina de la Orden". En
una situación tan crítica e inapelable, no había
para la pobre novicia otro refugio que la oración.
Contrariamente a lo acostumbrado, las monjas llamadas a votar
rechazaron el parecer de la maestra y de manera unánime votaron
a favor de la novicia. La maestra fue sustituida por otra más
comprensiva. Al año exacto de la toma de hábito, el 8 de
septiembre de 1706, sor María Magdalena emitía la
profesión religiosa.
No acabaron con
esto las pruebas interiores. Los escrúpulos, las tentaciones,
las noches obscuras del espíritu continuaron y alcanzaron el
culmen de la desesperación. En 1708 dio los ejercicios
espirituales en el monasterio un padre jesuita, el cual, siguiendo un
estilo de tipo jansenista, habló de la justicia divina en tono
apocalíptico como para asustar e incluso humillar
físicamente a la escrupulosa y ya atormentada sor Magdalena. En
la escucha de aquellas predicaciones amenazadoras no resistió
por mucho tiempo: cayó desvanecida en medio del coro, fue
asaltada de fiebres altísimas y debió alojarse en la
enfermería. No obstante el cuidado de los mejores
médicos, no hubo remedio a sus males y llegó a una
situación límite. Llamado el obispo, el cardenal Juan
Badoero, para una bendición "in articulo mortis", éste,
creyendo consolarla, le dijo: "ánimo ¡hija querida! Dentro
de pocas horas andarás a gozar de vuestro celeste esposo". Pero
cual no fue su estupor al sentir responder con tono seco: "¡No,
no quiero morir!".
Experimentó en
su piel la aspereza del rigorismo jansenista, pero consiguió
superarlo con la docilidad a las equilibradas directrices de quien supo
comunicarle el pensamiento auténtico de la Iglesia. Se
abandonó con confianza filial al Padre de las misericordias,
dejándose introducir por el espíritu de amor en la
intimidad de la vida trinitaria, a través de una intensa
experiencia de oración. En este tipo de oración
está ya configurado, en sus líneas esenciales, el camino
del amor que a lo largo de su existencia desarrollará en
experiencias místicas extraordinarias, como éxtasis,
visiones, intercambios de corazones y desposorios con el Señor,
celebrados en la liturgia del cielo.
En el monasterio de
Santa María de las Nieves, donde la mortificación era
personal, pudo dar pleno desahogo a su sed insaciable de penitencia. No
es posible hoy relatar el elenco interminable de sus increíbles
mortificaciones sin quedar desconcertado.
En la Navidad del
1712, con el sabio consejo del obispo-cardenal Badoero, emitió
el voto de hacer siempre aquello que pareciese ser lo más
perfecto y más agradable a Dios, voto ya emitido por Teresa de
Avila y que Gregorio XV, al canonizarla, alababa como
"magnánimo, inaudito y extremadamente arduo". Nuestra beata no
se encerró en su castillo interior de contemplación y de
penitencias, sino que se abrió generosamente al servicio del
prójimo con obras virtuosas de abnegación y caridad.
Sin
proponérselo, sor María Magdalena traza aquí su
autorretrato espiritual: una contemplativa que da autenticidad a la
oración con una ascesis exigente y un incesante servicio al
prójimo. Y verdaderamente Magdalena, tuvo que sufrir incluso la
afrenta de ser acusada de herejía, "engañada, ilusa de
espíritu, toda una mentira". En el monasterio no faltaba el
sentimiento de la humana debilidad; hubo cuatro monjas que se le
opusieron hasta la muerte e, incluso, más allá de la
misma muerte; hubo un confesor, Antonio Sandro, desde 1728 a 1731, que
quemó como heréticos sus escritos, y un vicario que le
prohibió hablar de cosas espirituales con sus ex novicias. Ella
soportó todo en silencio, esperando humildemente y pacientemente
que pasase la tempestad.
En los treinta y dos
años de clausura, pasó por todos los cargos existentes en
el monasterio: fue cocinera, recadera, hortelana, hornera, barrendera,
guardarropas, lavandera, lanera, zapatera, cantinera, secretaria,
bordadora, ayudante de sacristana, maestra de novicias, portera,
vicaria, abadesa.
Ingresó en la
enfermería en octubre de 1734. Y en este desbordamiento de
caridad se fue consumando hasta el final. El Jueves Santo de
1737, no obstante estar al final de sus fuerzas, quiso repetir el gesto
del Señor: como abadesa lavó los pies de las hermanas y
después, permaneciendo de rodillas, les dirigió una
fervorosa exhortación a la humildad y al amor mutuo. La salud ya
no le respondía y, después de pascua, puso en manos de la
vicaria el gobierno del monasterio. Un cúmulo indescriptible de
males la iba llevando al encuentro de la "hermana muerte".
Por obediencia a los confesores María Magdalena
redactó numerosas relaciones y escritos. Parte de los
autógrafos, si bien incompletos, se encuentra en el archivo de
la parroquia del Sagrado Corazón de Brescia, y son precisamente:
“L'autobiografia”; “Tratto sull'umiltà”; “Massime spirituali”;
“Spiegazione delle costituzioni cappuccine”. Fue beatificada por
SS León XIII en 1900.