Mientras que los
Apóstoles, a excepción de San Juan, abandonan a
Jesús en esta hora de oprobio, aquellas piadosas mujeres, que le
habían seguido durante su vida pública (Lucas 8,2-3),
permanecen ahora junto al Maestro que muere en la Cruz.
El gesto del
Señor, por el que encomienda a su Santísima Madre al
cuidado del discípulo, tiene un doble sentido. Por una parte,
manifiesta el amor filial de Jesús a la Vírgen
María. San Agustín considera cómo Jesús nos
enseña a cumplir el cuarto mandamiento: "Es una lección
de moral. Hace lo que recomienda hacer, y, como buen Maestro, alecciona
a los suyos con su ejemplo, a fin de que los buenos hijos tengan
cuidado de sus padres; como si aquel madero que sujetaba sus miembros
moribundos fuera también la cátedra del Maestro que
enseñaba" (In Ioann. Evang., 119,2).
Por otra parte, las
palabras del Señor declaran que Santa María es nuestra
Madre: " La Santísima Vírgen avanzó también
en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su
unión son el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin
designio divino, se mantuvo erguida (Juan 19,25), sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con
entrañas de Madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en
la inmolación de la Víctima que Ella misma había
engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús,
agonizante en la Cruz, como Madre al discípulo" (Concilio
Vaticano II).
Todos los
cristianos, representados en San Juan, somos hijos de María.
Dándonos Cristo a su Madre por Madre nuestra manifiesta el amor
a los suyos hasta el fin (Juan 13,1). Al aceptar la Vírgen al
Apóstol Juan como hijo suyo muestra su amor de Madre: "A
Tí, María, el Hijo de Dios y a la vez Hijo tuyo, desde lo
alto de la Cruz indicó a un hombre y dijo: "He ahí a tu
hijo". Y en aquel hombre te ha confiado a cada hombre, te ha confiado a
todos. Y Tú, que en el momento de la Anunciación, en
estas sencillas palabras: "He aquí la sierva del Señor,
hágase en mí según tu palabra" (Lucas 1,38), has
concentrado todo el programa de tu vida, abrazas a todos, te acercas a
todos, buscas maternalmente a todos. De esta manera se cumple lo que el
último Concilio ha declarado acerca de tu presencia en el
misterio de Cristo y de la Iglesia. Perseveras de manera admirable en
el misterio de Cristo, tu Hijo unigénito, porque estás
siempre dondequiera están los hombres sus hermanos, dondequiera
está la Iglesia" (Juan Pablo II, Homilía Basílica
de Guadalupe).