BEATA MARÍA
ELENA STOLLENWERK
3 de febrero
1900 d.C.
Nació en Rollesbroich (Alemania). Se llamaba Anna Helena
Stollenwek. Desde pequeña, estaba como poseída por el
anhelo de ir a China como religiosa misionera para dedicarse al cuidado
de los huérfanos pobres y abandonados. Pero en Alemania no
existía ninguna congregación femenina que trabajase en
países de misión, y mucho menos en China. En Helena, sin
embargo, ardía un fuego que ningún impedimento humano era
capaz de extinguir.
En noviembre de 1881
escribió a san Arnoldo Janssen, sacerdote alemán, que
había fundado una Congregación Misionera masculina, la
Sociedad del Verbo Divino en Steyl - Holanda: «Anhelo entregar
toda mi vida y todo mi amor al servicio del Evangelio».
Al conocer al Janssen,
se trasladó a Steyl, Limburgo (Holanda), y allí
prestó sus servicios de lavandería y cocina de los
religiosos del Espíritu Santo de forma voluntaria. Cofundadora
de la congregación misionera de las Siervas del Espíritu
Santo, junto con san Arnoldo Janssen. En 1894 hizo sus primeros votos.
Superiora de la congregación recién fundada, envió
hermanas a Argentina y Togo. «Cuando nos amamos unos a otros, la
oración es más fácil y los trabajos y penalidades
se sobrellevan mucho mejor.»
En 1898, pasó a
la rama claustral de las Siervas del Espíritu Santo, fundadas
por el beato Janssen en 1896. Hna. María Helena recibe entonces
el nombre de hermana María Virgo: «Mi suerte es arder en
amor a Dios, perseverar en oración y llevar una vida que es
pobre e ignorada.»
La llamada que recibe Elena y que la marca desde su niñez, es la
llamada a la misión. Se siente convocada a llevar calor, luz y
la seguridad del amor de Dios a los niños abandonados de China.
Sus anhelos de ir a la misión no se cumplieron jamás,
pero hoy sus hermanas están repartidas por todo el mundo. Su
vida religiosa se caracterizó por una relación viva y
profunda con el Espíritu Santo y su entrañable amor a
Jesús Sacramentado. Murió en Steyl (Holanda) de una
meningitis tuberculosa. Fue beatificada el 7 de Mayo de 1995 por San
Juan Pablo II.