BEATA MARGARITA DE
SABOYA
23 de noviembre
1467 d.C.
Era
hija de Amadeo II, príncipe de Acaya y de Morea y conde de
Saboya, y sobrina del Papa Clemente VII. Después de una
predicación de san Vicente Ferrer, quiso hacerse dominica, pero
como era hija del príncipe de Saboya, tuvo que casarse con
Teodoro Paleólogo, duque de Montferrato, que era un hombre
colérico y brutal, y políticamente sometido en las
guerras contra Génova.
En 1418, Teodoro
murió. La viuda Margarita intentó solucionar la vida de
sus dos hijastros. Con un grupo de damas de corte, vivió vida
monástica en un palacio en Alba, en el Piamonte, donde
fundó el convento de Alba Pompeya, y para evitar un matrimonio
con el duque de Milán, se hizo monja de clausura de la Segunda
Orden dominica. Como religiosa, sufrió humillaciones,
puniciones, privaciones, con un director espiritual excesivamente
riguroso con ella. Se cuenta como un día se le apareció
Cristo con tres flechas en la mano: enfermedad, calumnia y
persecución y le preguntó con cual de las tres
quería ser herida, y ella le dijo que con las tres, como
así fue. Durante 20 años, vivió una vida de
paciente resignación.
Fue acusada de
hipocresía y de gobernar con una tiranía insoportable a
sus monjas; su mala salud se atribuyó a la buena vida que
supuestamente llevaba y, Felipe Visconti, su antiguo enamorado y duque
de Milán, se encargó de propalar los rumores de que el
convento de Margarita era el centro de propagación de las
herejías de Walden. También se formuló un cargo
particularmente infame y repugnante en contra de los frailes de Santo
Domingo y, a raíz del mismo, el confesor y director espiritual
de la comunidad de Margarita, fue a dar a la cárcel. La propia
Margarita acudió a solicitar la liberación del
prisionero, y se desarrolló una patética escena a las
puertas de la celda, que los carceleros cerraron sobre las manos de la
beata para aplastárselas brutalmente. Pasó bastante
tiempo antes de que el fraile dominico fuese reivindicado de la
perversa acusación de haber corrompido la fe y la moral de las
monjas que estaban a su cargo.
Murió consolada con una visión de la misma santa Catalina
de Siena, que presenciaron otras religiosas además de la
moribunda. Murió en el convento de Alba donde reposan sus
restos. En 1669 se confirmó su culto por el papa Clemente
IX.