LOS SACRAMENTOS
Noción de los sacramentos
A. Definición nominal
La palabra latina "sacramentum" significa etimológicamente
algo que santifica (res sacrans), y equivale en griego a la voz "misterio"
(musthrion: casa sacra, oculta o secreta).
Del significado nominal se ve claro que el sentido de la palabra
es muy amplio: significa cualquier cosa sagrada o religiosa. En esta concepción
amplia reciben el nombre de sacramento también las realidades sagradas
del Antiguo Testamento, es decir, anteriores a la venida de Cristo (p. ej.,
el Cordero Pascual, los sacrificios, la circuncisión, etc.). Sin embargo,
es importante tener claro que estas realidades difieren esencialmente de los
sacramentos de la Nueva Ley, porque no producían la gracia, sino sólo
figuraban la que había de venir por la Pasión de Cristo.
En este sentido amplio, la palabra sacramento se puede aplicar también
a la misma Iglesia, como lo enseña el Concilio Vaticano II: La Iglesia
es un Cristo como un sacramento; o sea, signo e instrumento de la unión
con Dios, y de la unidad de todo el g‚nero humano (Const. Lumen gentium,
n. 1).
B. Definición real
Como ya dijimos, el misterio de Cristo se continúa en
la Iglesia, que goza siempre de su presencia y lo sirve, especialmente a
través de aquellos signos instituidos por El mismo, que significan
y producen el don de la gracia, y son designados con el nombre de sacramentos.
El Catecismo de la Iglesia Católica1 ofrece la siguiente definición:
Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo
y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina
(n. 1131).
O, en definición equivalente del Catecismo Romano (parte
II, cap. I, n. 11), una cosa sensible que por institución divina tiene
la virtud tanto de significar como de conferir la gracia santificante.
La noción de sacramento incluye los siguientes elementos:
1) que es una "cosa sensible", es decir, algo que el hombre es capaz de percibir
por los sentidos corporales (el agua en el bautismo, el pan y el vino en
la Eucaristía, etc.);
2) esa cosa sensible es, además, "signo" de otra realidad (la "gracia"
o "vida divina");
3) que haya sido instituido por Jesucristo durante su vida terrena;
4) que tenga eficacia sobrenatural para producir la gracia en el alma del
que lo recibe. No sólo significa la gracia sino sobre todo la produce
de hecho;
5) como los sacramentos han sido confiados a la Iglesia, se dice que "los
sacramentos son de la Iglesia" (Catecismo, n. 1118). Esto tiene un doble
sentido: existen "por ella" y "para ella". Existen "por la Iglesia" porque
ella es el sacramento de la acción de Cristo que actúa en ella
gracias a la misión del Espíritu Santo. Y existen "para la
Iglesia" porque ellos son "sacramentos que constituyen la Iglesia" (Catecismo,
n. 1118).
Los elementos del signo sacramental
Ciertamente, el Señor podía habernos comunicado
la gracia directamente, sin necesidad de recurrir a ningún elemento
sensible. A veces lo hace así, y envía su gracia invisible
como una ayuda real, sin mediar elemento externo alguno.
Sin embargo Dios, creador de la naturaleza humana, ha querido
acomodarse a ella al darnos su gracia. Jesús, p. ej., realizaba de
ordinario los milagros sirvi‚ndose de algunos elementos materiales, o de
algunos gestos y palabras:
tocó con su mano al leproso y le dijo: quiero,
queda limpio... (Mt. 8, 3);
untó con barro los ojos del ciego de nacimiento;
éste se lavó despu‚s y recuperó la vista (Jn. 9, 6-7);
diciendo esto, sopló y les dijo: recibid el
Espíritu Santo... (Jn. 20, 22).
Del mismo modo, quiso Jesús en los sacramentos unir su
gracia a signos externos en los que se encarna, se materializa, la acción
invisible del Espíritu Santo. La pedagogía divina ha querido
comunicar al hombre la gracia sobrenatural a trav‚s de las mismas realidades
materiales que usamos en nuestra vida ordinaria, dándoles una significación
m s alta y una eficacia que de suyo no tiene ni pueden tener.
No eligió, sin embargo, una realidad material cualquiera, sino aquella
que ya en el plano natural sirve para un fin similar al que Dios quiere producir
sobrenaturalmente: el agua, para lavar; el aceite, para fortificar el cuerpo;
el pan, para alimentar, etc. Luego determinó que, mediante unas palabras
pronunciadas con su autoridad, estas realidades materiales significaran y
causaran un efecto santificador: el agua lava la mancha del pecado en el
alma.
El elemento material se llama materia del sacramento, y las
palabras que lo completan y dan su eficacia a la materia se denomina forma.
Cuando la forma es pronunciada por el ministro con la intención de
hacer lo que hace la Iglesia, Dios confiere su gracia a través del
sacramento, que es el instrumento del que se sirve para santificarnos. Tenemos
ahí el signo externo de la gracia (materia y forma) y la gracia conferida.
El signo sensible lo componen conjuntamente la materia y la
forma, y es a lo que la Iglesia da el nombre de sacramento.
La materia y la forma constituyen la esencia del sacramento
y no pueden variarse o modificarse, pues fueron determinadas por institución
divina. La Iglesia, al establecer modificaciones en los ritos, jam s varía
esta parte esencial, sino que sólo regula las ceremonias litúrgicas
alrededor de los dos elementos constitutivos de cada sacramento.
La Sagrada Escritura hace resaltar esos dos elementos esenciales
(cfr. Ef. 5, 26; Mt. 26, 26 ss.; 28, 19; Hechos 6, 6; 8, 15; Sant. 5, 14,
etc.). Del mismo modo, la Tradición da testimonio de que los sacramentos
se administraron siempre por medio de una acción sensible y de unas
palabras que acompañan a la ceremonia. Por ejemplo, dice San Agustín
refiriándose al bautismo: Si quitas las palabras, ¿qué
es entonces el agua, sin agua? Si al elemento se añaden las palabras,
entonces se origina el sacramento (In Io. tr. 80, 3; cfr. S. Th. III, q.
60, a. 6).
Hemos dicho que esa realidad sensible tiene una característica:
es un signo de otra realidad, significa algo ulterior, en este caso, algo
sagrado.
Pero, ¿qué clase de signos son los sacramentos?
Un ejemplo puede servirnos: el abanderado avanza, con la bandera en alto,
y los dem s la saludan con gesto enérgico, porque en el l baro está
significada la patria; pero la bandera, es obvio para todos, no es la patria.
De igual modo, cuando el artista dibuja un anagrama de Cristo, comprendemos
muy bien que ahí no está Dios.
El sacramento es tambi‚n un símbolo, un signo, puesto que representa
sensiblemente una realidad misteriosa; pero es un símbolo de otro
orden. Instituido por Cristo, tiene la tremenda fuerza de contener realmente
lo que significa: así, siguiendo con el mismo ejemplo, el bautismo
no sólo simboliza la purificación y la limpieza interiores,
sino que efectivamente la produce. Por eso Santo Tom s dice que el sacramento
es un signo que produce lo que significa.
Como si la bandera contuviera a la patria, o en el anagrama
de Cristo estuviera el mismo Señor presente.
Los sacramentos de la Nueva Ley, pues, no sólo significan
la gracia, sino sobre todo la producen de hecho en las almas. No son signos
convencionales o ineficaces, sino que verdaderamente obran siempre aquello
que significan de un modo infalible, en aquel que los recibe con las debidas
disposiciones. Esta idea se expresa diciendo que obran ex opere operato (por
la obra realizada), con independencia de las personas y en dependencia absoluta
de la voluntad divina que los ha instituido. Este es el cuarto aspecto de
la noción del sacramento mencionado arriba, esencial para la comprensión
del mismo, y sobre el que volveremos en el inciso 1.2.3.
Necesidad de los sacramentos
Hay que decir que es posible que la gracia llegue al hombre
de otros modos: Dios puede comunicarla sin los sacramentos, de manera puramente
espiritual. Por eso, no existía en El la ineludible necesidad de instituirlos.
Sin embargo, considerando la naturaleza a la vez material y espiritual del
hombre, tal institución era muy conveniente: así se nos hace
participar de lo invisible a través de lo visible.
No todos los sacramentos son necesarios para cada persona, pero como
Cristo vinculó a ellos la comunicación de la gracia, y por
tanto la consecución de la vida eterna, todos los hombres tienen necesidad
de algunos de ellos para salvarse.
Para todos es absolutamente necesario recibir el bautismo y,
para quienes han pecado mortalmente después de bautizarse, es imprescindible
también recibir el sacramento de la penitencia o reconciliación
(cfr. Dz. 388, 413, 847, 996, 1071). La recepción de la Eucaristía
se precisa además para aquellos bautizados que han llegado al uso
de razón (cfr. Jn. 6, 53. Para este tema, ver inciso 4.1.5). La recepción
efectiva o real de estos sacramentos puede sustituirse, en algunos casos,
por el deseo de recibir el sacramento (votum sacramenti).
Los demás sacramentos son necesarios en cuanto que con
ellos es más fácil conseguir la salvación.
LA GRACIA
La gracia es:
- todo don sobrenatural que Dios da al hombre
- por gratuita benevolencia
- para que pueda alcanzar su fin sobrenatural.
Se dice:
1o. don: pues es un beneficio que Dios otorga;
2o. sobrenatural: pues lo que comunica es la misma vida de Dios, la cual
es sobrenatural; es decir, sobre toda naturaleza creada.
En sentido estricto, lo sobrenatural no es sólo la elevación
de una naturaleza sobre las posibilidades que Dios le infundió y que
son inherentes a ella; es un don que trasciende todas las fuerzas, posibilidades
y valores de la naturaleza, un don que Dios concede para que logremos la
íntima comunidad con El mismo: su fin es la participación en
la íntima vida trinitaria de Dios. Así, no son sobrenaturales
aquellas realidades que, aunque suceden de modo extraordinario (p. ej., una
curación milagrosa), no rebasan el orden de lo creado;
3o. gratuito: siendo superior a la naturaleza, no hay fundamento para exigirlo
como debido, sino que procede de la bondad de Dios;
4o. para alcanzar el fin sobrenatural: habiendo sido el hombre destinado
a este fin, es provisto por Dios de un medio proporcionado la gracia para
alcanzarlo.
La gracia santificante
Noción
Por gracia santificante se entiende:
- aquel don sobrenatural,
- que nos hace participar de la vida divina,
- y que inhiere en el alma,
- a modo de cualidad permanente.
Se dice:
a) que nos hace participar de la vida divina, porque la esencia misma de
la gracia consiste en participarnos algo de la vida de Dios;
b) que inhiere en el alma, y no en sus potencias (inteligencia y voluntad).
Es el principio de vida sobrenatural y, por tanto, ha de inherir en el principio
vital, que es el alma. Así como la salud se dice que se posee en el
cuerpo, así la gracia se posee en el alma;
c) a modo de cualidad, esto es, algo que modifica el alma, perfeccionándola;
d) permanente, porque perdura mientras el pecado mortal no la haga perder.
Esa gracia santificante:
a) se recibe inicialmente en el bautismo (cfr. Dz. 130, 186, 424, 742, 796,
847, 849; Catecismo, n. 1263).
b) aumenta principalmente por la recepción de los sacramentos, y también
por la oración y por las buenas obras (cfr. Dz. 695, 698, 803, 834,
842, 849, 1004; Catecismo, nn. 1127-1129).
c) determina la salvación, pues si se posee al momento de la muerte,
asegura la bienaventuranza eterna, y si no se tiene al morir, es inevitable
la eterna condenación.
Los protestantes afirman que el único verdadero pecado es la falta
de fe la infidelidad, y sólo él hace perder el agrado de Dios.
Citando el texto de I Cor. 6, 9ss. (los fornicarios, los adúlteros,
los sodomitas, los ladrones, los avaros, los borrachos, los maldicientes,
los rapaces. . . no poseerán el reino de Dios), el Concilio de Trento
condenó esta herejía; cfr. Dz. 808, 833, 837, 862;
d) se pierde por cualquier pecado mortal (estudiaremos este aspecto con detalle,
al tratar del sacramento de la penitencia);
e) puede ser recuperada mediante el sacramento de la penitencia, o bien por
la perfecta contrición con el deseo de recibir el sacramento (cfr.
Dz. 40, 321, 410, 429, 457, 464, 493, 531, 574, 693, 714, 800, 809, 836,
842; Catecismo, nn. 1446, 1452, 1453, 1458-70).
Excelencia
La gracia santificante confiere la dignidad más alta
a la que el hombre puede aspirar: con ella se posee una vida superior, que
no se compara con ninguna de las más altas aspiraciones naturales
de la criatura racional. Por la gracia el hombre recibe el más dilatado
de los reinos: Dios lo hace partícipe de todos sus bienes.
Una imagen de lo que es la gracia santificante nos es ofrecida
en el bautismo de Jesús. Cuando hubo salido del río Jordán,
después de haber sido bautizado por Juan el Bautista, se abrieron
los cielos: el Espíritu Santo descendió sobre El en forma de
paloma, y se oyó de lo alto la voz del Padre que decía: Este
es mi Hijo, en quien tengo puestas todas mis complacencias (Mt. 3, 17). Esto
mismo es exactamente lo que sucede en la justificación de un alma
mediante la gracia: se abren los cielos sobre nosotros, el Espíritu
Santo viene a morar en nuestra alma, y el Padre nos recibe por hijos.
Efectos
Tres son sus principales efectos:
1. Borra el pecado, lo que se llama justificación.
2. Produce en el alma la vida sobrenatural.
3. Comunica a nuestros actos mérito sobrenatural.
1. La justificación
Justificación es el paso del estado de pecado al estado
de gracia. Es una verdadera remisión de los pecados, ya que el pecado
y la gracia no pueden darse simultáneamente en el alma: el primero
produce en ella el estado de rechazo de Dios (véase el inciso 5.1.1
del "Curso de Teología Moral"), y la gracia es cierta participación
y semejanza con Dios.
El Magisterio de la Iglesia definió lo anterior como
verdad de fe, frente a la herejía protestante que lo negaba. Según
esta herejía, no hay verdadera remisión de los pecados, sino
que en el hombre justificado los pecados quedan sólo encubiertos por
los méritos de la Pasión de Cristo, pero permanecen en el alma.
De lo anterior, concluyen, sólo es posible salvarse si Dios no imputa
esos pecados, dejándolos de tomar en cuenta en virtud de la fe del
mismo pecador. El Concilio de Trento los condena con las siguientes palabras:
Si alguno dijere que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo no
se remite el pecado original, o también si afirma que no se destruye
todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que
sólo se rae o no se imputa, sea anatema (Dz. 792; ver también
Dz. 799, 821 y 895).
2. La vida sobrenatural
Simultáneamente a la remisión del pecado, la vida
de Dios es comunicada al alma. San Pedro lo expresa diciendo que por la gracia
somos hechos partícipes de la naturaleza divina (I Pe. 1, 4).
Habiendo Dios destinado al hombre a gozar de la posesión
de El mismo, permite que ya desde su vida mortal pueda gozar de alguna manera
de ese Bien, por medio de la gracia. La gracia es, pues, una vida nueva,
la vida de Dios en nosotros. San Agustín lo explica asegurando que
es el mismo Dios presente en nosotros, a fin de ser para nuestra alma lo
que ésta es para nuestro cuerpo: un principio de vida y de acción.
Ha de notarse, sin embargo, que la gracia no es Dios, sino el
efecto creado que produce en el alma. La naturaleza divina no se nos participa
esencialmente, porque la esencia de Dios es incomunicable, sino accidentalmente,
en el sentido de que Dios imprime en nuestra alma una cualidad con la que
llega a ser no Dios, pero sí deiforme, esto es, muy parecida a Dios.
Los teólogos lo comparan a la unión entre el hierro y el fuego:
el hierro candente no se convierte en fuego, pero se hace ígneo y
enteramente semejante a él. De modo parecido, no es que por la gracia
el hombre se haga Dios, pero resulta divinizado, deiforme y semejante a El.
Por haber sido elevado a la participación de la naturaleza
divina, el hombre, cuando se encuentra en estado de gracia, es hecho hijo
de Dios y heredero del reino celestial. No tiene sólo relación
de criatura a Creador, sino que Dios lo introduce en su familia (domestici
Dei), como hijo suyo. Y, de forma idéntica a lo que sucede en la vida
humana, el hijo es también heredero de las posesiones de su padre:
. . . y, si hijos, también herederos del reino celestial, coherederos
con Cristo (Rom. 8, 16-17).
3. Las acciones se hacen meritorias
Por estar informadas de un principio sobrenatural de vida y
acción, todo acto bueno realizado por el hombre en estado de gracia
supone un derecho que Dios le otorga a recibir una recompensa sobrenatural
(mérito en la definición clásica, es ius ad praemium,
derecho al premio).
En virtud de la distancia infinita que hay entre Dios y el hombre,
no habría posibilidad de mérito por parte de la criatura ante
el Creador, si antes no se presupone un plan divino que lo fundamente; es
decir, que la condición para poder merecer tener derecho a un premio
es que Dios así lo haya dispuesto.
El fundamento en la Sagrada Escritura de donde proviene la realidad
del mérito es muy abundante: cfr. I Tim. 4, 7; Sant. 1, 12; Mt. 5,
1-12; Lc. 6, 38; 17, 10; 11, 28-30; I Cor. 3, 8; Rom. 2, 6-8; II Tim. 4,
8; etc. La Sagrada Escritura usa preferentemente los términos recompensa,
premio, corona u otros análogos.
Las condiciones por parte del hombre para merecer bienes sobrenaturales son:
a) que esté en estado de gracia,
b) que el acto sea libre,
c) que la obra sea moralmente buena, en su objeto, fin y circunstancias (véase
el inciso 2.6 del Curso de Teología Moral).
Es verdad de fe (cfr. Dz. 834) que con las buenas obras hechas
en gracia podemos merecer: el cielo, el aumento de gracia y el aumento de
gloria, en conformidad con las promesas hechas por Jesús. Al lado
de este mérito propiamente dicho llamado también mérito
de condigno, existe otro mérito impropiamente dicho, llamado mérito
de congruo, que no es el derecho a obtener una gracia fundada en las promesas
de Dios, sino la confianza de obtenerlo por la divina misericordia. En este
sentido, el que no está en gracia puede merecer, de congruo, la gracia
de su conversión, en virtud de sus buenas obras. De condigno, el hombre
en pecado no tiene derecho a ninguna recompensa.
Cooperación o resistencia a la gracia
Si la gracia eficaz que Dios da al hombre siempre consigue su efecto,
¿queda por ello el hombre privado de su voluntad? En otras palabras:
si hay una infalibilidad en la moción divina permaneciendo la libre
actuación humana, ¿cómo compaginar esa aparente contradicción?
Hay que decir que el entendimiento de las relaciones entre la
acción de Dios y la libertad del hombre es un misterio de difícil
penetración por parte de la inteligencia: se trata de averiguar, ni
más ni menos, la forma como Dios actúa.
Santo Tomás clarifica el misterio cuando explica que,
si bien es cierto que Dios causa infaliblemente el efecto, lo hace sin embargo
moviendo a las cosas según su naturaleza propia. El hombre posee por
naturaleza el libre albedrío y, por tanto, la moción divina
no se realiza sin el movimiento de la libertad. Al tiempo que infunde la
gracia, mueve a la libertad a aceptarla. No anula el acto libre, sino que
es su causa. Dios, cuando quiere que algo se realice de modo necesario, necesariamente
se realiza; y cuando quiere que algo se realice de modo libre, se realiza
libremente.
LA EFICACIA SACRAMENTAL
Ya mencionamos que los sacramentos son por voluntad de Cristo
la continuación, hasta el fin de los tiempos, de las mismas acciones
salvíficas realizadas por el Señor durante su vida terrena.
De ahí que sean medios de santificación con la misma eficacia
infalible que poseía la Santísima Humanidad de Cristo: actúan
comunicando siempre la gracia, cuando el rito se realiza correctamente y
el sujeto no pone un obstáculo.
Los sacramentos son eficaces porque en ellos actúa Cristo
mismo; El es quien bautiza, El quien actúa en sus sacramentos con
el fin de comunicar la gracia que el sacramento significa (n. 1127).
Filosóficamente se explica diciendo que los sacramentos son
causas instrumentales. Así, se dice que una es la acción del
que obra (causa principal, p.ej., el artista que pinta un cuadro), y otra
la del instrumento con que obra (causa instrumental, p.ej., el pincel del
pintor). En los sacramentos, la causa principal es Dios, a través
de la Humanidad Santísima de Jesucristo; el sacramento es sólo
instrumento a través del cual Dios produce la gracia.
Por lo anterior, los sacramentos se llaman signos eficaces de
la gracia, pues de un modo infalible la producen en el alma. La teología,
para designar esa eficacia objetiva, creó la fórmula "sacramenta
operantur ex opere operato"; es decir, los sacramentos actúan por
el mismo hecho de realizarse, dan la gracia en virtud del rito sacramental
que se lleva a cabo. "Ex opere operato" quiere decir, textualmente, por la
obra realizada. El Concilio de Trento sancionó esta fórmula,
definiéndola como dogma de fe: Si alguno dijere que los sacramentos
de la Nueva Ley no confieren la gracia en virtud del rito sacramental que
se realiza (ex opere operato) (. . .) sea anatema (Dz. 851).
El Concilio hubo de definir esta doctrina para contrarrestar
la afirmación de los protestantes en el sentido de que los sacramentos
son eficaces por la fe que el sujeto o el ministro ponen en su confección
o recepción.
Esta terminología de algún modo expresa la grandeza
de los sacramentos: son, en efecto, una presencia misteriosa de Cristo invisible,
que actúa de modo visible a través de esos signos eficaces.
En consecuencia, siempre que un sacramento es celebrado conforme a la intención
de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en
él y por él, independientemente de la santidad personal del
ministro (Catecismo, n. 1128).
El efecto del sacramento tampoco se produce por la actitud del
que lo recibe: la gracia se confiere a quien no pone óbice por el
mismo hecho de realizarse el rito sacramental. Ahora bien, es importante
también recalcar que la mayor o menor cantidad de gracia sí
depende de las disposiciones del sujeto que lo recibe. Esta disposición
subjetiva se designa con la fórmulaex opere operantis, que textualmente
significa "por la acción del que actúa".
Sin embargo, y en esto radica la comprensión de la eficacia
sacramental, no son las disposiciones del sujeto la causa de que el sacramento
produzca la gracia, sino que sólo la medida del grado de gracia que
recibe.
Los protestantes dicen que son las disposiciones del sujeto lo que da eficacia
a los
EFECTOS DE LOS SACRAMENTOS
Señala el Concilio Vaticano II que los sacramentos tienen
la virtud de identificarnos con Jesucristo por medio de la gracia que confieren:
por ellos "somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con
El, muertos y resucitados, hasta que con El reinemos" (Const. Lumen gentium,
n. 7). Sistematizando las consecuencias de esa identificación con
Cristo, podemos afirmar que tres son los efectos que producen los sacramentos:
- la gracia santificante, que se infunde o se aumenta;
- la gracia sacramental, específica de cada sacramento;
- el carácter, que es producido por tres sacramentos (bautismo, confirmación
y orden sacerdotal).
La gracia santificante
El Concilio de Trento definió como verdad de fe que todos
los sacramentos del Nuevo Testamento confieren la gracia santificante a quienes
los reciben sin poner óbice (cfr. Dz. 843 a 849, 850 y 851).
En la Sagrada Escritura, los textos en los que aparece directa
o indirectamente este efecto, son muy abundantes (cfr. Jn. 3, 5; Hechos,
8, 17; Ef. 5, 26; II Tim. 1, 6; Tit. 3, 5; Sant. 5, 15; etc.). Algunos pasajes
designan este efecto con palabras equivalentes (v. gr., purificación,
regeneración, remisión de los pecados, comunicación
del Espíritu Santo, etc.).
La gracia santificante puede venir a un alma que ya la poseía,
produciéndose un aumento de esa gracia. Puede también ser comunicada
a un alma en pecado mortal u original, infundiéndola donde no existía.
Esta diferencia se pone de manifiesto en la terminología
teológica que califica al bautismo y a la penitencia como sacramentos
de muertos, o destinados a perdonar el pecado mortal u original, que priva
(mata) la vida sobrenatural en el alma; y a los otros cinco como sacramentos
de vivos, porque han de recibirse en estado de gracia y suponen un enriquecimiento
y desarrollo de la vida sobrenatural que ya se posee.
Por excepción, el sacramento de la confesión es también
sacramento de vivos, cuando quien lo recibe no tiene pecado mortal.
La gracia sacramental
Además de esta gracia común a todos los sacramentos,
hay una gracia llamada sacramental, propia de cada uno de ellos. Cada sacramento,
en efecto, confiere una gracia sacramental específica, distinta en
cada uno de ellos, que añade a la gracia santificante un cierto auxilio
divino cuyo fin es ayudar a conseguir el fin particular del sacramento (cfr.
S. Th. III, q. 62, a. 2).
La gracia sacramental proporciona al cristiano, en las diversas
situaciones de su vida espiritual y en el tiempo oportuno, las gracias actuales
necesarias para cumplir sus deberes. Los padres, p. ej., en virtud del sacramento
del matrimonio tendrán gracia para recibir y educar cristianamente
a los hijos; los sacerdotes contarán con los auxilios necesarios para
el desempeño de su ministerio; etc.
El carácter
Es verdad de fe (cfr. Dz. 852; 411 y 695 vid. Catecismo, n.
1121) que el bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal imprimen
en el alma el carácter, es decir, una marca espiritual indeleble que
hace que esos tres sacramentos no se puedan volver a recibir. En la Sagrada
Escritura se designa el carácter como "sello divino" o "sello del
Espíritu Santo" (cfr. II Cor. 1, 21 ss.; Ef. 1, 13; 1, 30).
Quien recibe uno de estos tres sacramentos, está para
siempre sellado por Cristo: llevar consigo sus rasgos, como el hijo lleva
los rasgos de su padre, de modo indestructible. Los pecados pueden desfigurar
esos rasgos, pero no aniquilarlos; incluso el bautizado que se condena permanece
con ellos.
Según la teología de los Padres de la Iglesia,
el carácter permite a los bautizados ser reconocidos en el cielo:
Dios y los ángeles distinguen con el carácter sacramental la
pertenencia a Cristo de los bautizados, de los confirmados y de los ordenados,
de igual modo que la circuncisión permitía reconocer a los
descendientes de Abraham. Por eso, el recibir el sello es garantía
y prenda de vida eterna.
INSTITUCION Y NUMERO DE LOS SACRAMENTOS
La institución de los sacramentos por Cristo
Cristo instituyó directa y personalmente todos los sacramentos:
El determinó tanto el signo externo correspondiente como la gracia
que de él se derivaría.
La Iglesia definió como verdad de fe que todos los sacramentos
del Nuevo Testamento fueron instituidos por Jesucristo (cfr. Dz. 844). Se
pronunciaba de esta manera contra la herejía protestante, que consideraba
la mayor parte de los sacramentos como una invención de los hombres.
La Sagrada Escritura muestra con toda claridad la institución
del bautismo (cfr. Mt. 28, 19; Mc. 16; 16: Jn. 3, 5), la Eucaristía
y el orden sacerdotal (cfr. Mt. 26, 26-29; Mc. 14, 22-25; Lc. 22, 19-20;
I Cor. 11, 23-25), y la penitencia (cfr. Jn. 20, 23). Aunque la institución
de los demás no aparece destacada, fue Cristo quien lo hizo con su
potestad.
Así lo atestigua la Tradición. Desde los primeros
momentos, los Apóstoles bautizan a los que aceptan el Evangelio (cfr.
Hechos 2, 41), siguiendo el mandato del Señor, y confirman después
a los bautizados (cfr. Hechos 8, 17). El Apóstol Santiago habla de
la unción de los enfermos como de algo perfectamente sabido por todos
(cfr. Sant. 5, 14-15), recomendando y promulgando lo establecido por Jesucristo.
Queda clara la institución del sacerdocio en la Ultima Cena, al decir
Jesús: Haced esto en memoria mía (Lc. 22, 19), y el matrimonio
queda santificado por la presencia del Señor en las bodas de Caná
(cfr. Jn. 2, 1-11), reafirmando Cristo mismo la unidad e indisolubilidad
de la primera institución (cfr. Mt. 19, 1-9).
Ningún sacramento, pues, ha sido instituido por la Iglesia,
ya que la autoridad eclesiástica no tiene poder sobre la esencia de
los sacramentos; sólo puede cambiar aquello que según la variedad
de las circunstancias, tiempos y lugares, juzgara que conviene m s a la utilidad
de los que lo reciben o a la veneración de los mismos sacramentos
(Conc. de Trento, ses. XXI, cap. 2: Dz. 931).
El número de los sacramentos
Los sacramentos instituidos por Nuestro Señor Jesucristo
son siete: ni más ni menos; a saber: bautismo, confirmación,
Eucaristía, penitencia (o reconciliación), unción de
los enfermos, orden sacerdotal y matrimonio.
Aunque el Nuevo Testamento en ningún lugar los enumera juntos, sí
habla de modo claro y explícito de cada uno de ellos. Señalamos
los principales textos:
1. Bautismo: Mt. 28, 19; Mc. 16, 16; Jn. 3, 5.
2. Confirmación: Hechos 8, 17; 19, 6.
3. Eucaristía: Mt. 26, 26; Mc. 14, 22; Lc. 22, 19; I Cor. 11, 24.
4. Penitencia: Mt. 18, 18; Jn. 20, 23.
5. Unción de los enfermos: Mc. 6, 13; Sant. 5, 14.
6. Orden sacerdotal: I Tim. 4, 14; 5, 22; II Tim. 1, 6.
7. Matrimonio: Mt. 19, 6; Ef. 5, 31-32.
La conveniencia de que los sacramentos sean siete, explica Santo
Tomás, se infiere por analogía de la vida sobrenatural del
alma con la vida natural del cuerpo: por el bautismo se nace a la vida espiritual,
por la confirmación crece y se fortifica esa vida, por la Eucaristía
se alimenta, por la penitencia se curan sus enfermedades, la unción
de los enfermos prepara a la muerte, y por medio de los dos sacramentos sociales
orden y matrimonio es regida la sociedad eclesiástica y se conserva
y acrecienta tanto en su cuerpo como en su espíritu (cfr. S. Th. III,
q. 61, a. 1).
Pero las razones más profundas del número septenario
están en la esencia misma de la Iglesia. La misión de la Iglesia,
en efecto, es comunicar la salvación alcanzada por Cristo en la Cruz.
Para ello, primeramente debe comunicar la vida (bautismo), y más tarde
desarrollarla y fortalecerla (confirmación); debe también perdonar
y devolver la gracia, cuando se ha perdido (penitencia), proclamar ante los
hombres su condición de Esposa de Cristo (matrimonio), y hacer partícipes
de la vida eterna a sus hijos (unción de enfermos). Finalmente, ha
de comunicar a los hombres la misma Humanidad de Jesús que, mediante
la acción del sacerdote (orden), se hace presente en la renovación
del Sacrificio del Calvario (Eucaristía).
Es admirable esta sintonía de la naturaleza y misión
de la Iglesia con las necesidades y esperanzas del hombre. Y más admirable
todavía, la bondad de Dios que nos entrega de nuevo al Verbo por medio
de los sacramentos, y que llevaba a San Ambrosio a afirmar: Yo te encuentro,
Señor, en tus sacramentos (Apología del Profeta David 12, 58).
En definitiva, los sacramentos son el cumplimiento de la promesa
de Jesús a sus Apóstoles: Yo estar‚ con vosotros siempre hasta
la consumación del mundo (Mt. 28, 20). La presencia visible de Cristo
durante su vida en la tierra, se ha vuelto presencia invisible en los sacramentos:
Lo que era visible en el Señor, se ha vuelto invisible en los sacramentos
(San León Magno, Sermón 74, 2).
LA VALIDEZ Y LA LICITUD SACRAMENTAL
Sacramento válido es aquel que, en su confección
y (o) en su recepción, verdaderamente se ha producido, es decir, ha
habido sacramento.
Sacramento lícito es aquel sacramento válido que,
además, se ha confeccionado o recibido con todas sus condiciones y,
por tanto, produce todos sus efectos.
Algunos ejemplos de invalidez e ilicitud aclararán lo anterior:
Sobre invalidez:
- confeccionaría inválidamente (no habría sacramento)
el sacerdote que no tuviera pan de harina de trigo en la consagración
(sino de otra harina), o que bautizara con un líquido distinto del
agua. O quien, sin ser sacerdote, pretendiera consagrar;
- recibiría inválidamente un sacramento (en sentido propio,
no lo recibiría) el sujeto que simulara confesar sus pecados, sin
intención de recibir el perdón; o quien, por provechos materiales,
fingiera recibir el bautismo.
Sobre la ilicitud,
- la ilicitud en la recepción del sacramento se daría, por
ejemplo, en aquel que recibiera la confirmación (o cualquier otro
sacramento de vivos) con conciencia de pecado mortal: recibe la confirmación,
el matrimonio, etc., pero ilícitamente, faltando el requisito de poseer
el estado de gracia;
- un ejemplo de ilicitud en la administración la causaría el
médico que bautizara recién nacidos que no se hallan en peligro
de muerte: aquellos niños reciben válidamente el bautismo,
pero de modo ilícito.
EL MINISTRO Y EL SUJETO DE LOS SACRAMENTOS
El ministro
Por ministro del sacramento se entiende la persona que lo confiere.
En sentido estricto, el ministro primario de todos los sacramentos es el
Dios-Hombre, Jesucristo: como ya vimos, los sacramentos son la prolongación
en el tiempo y en el espacio de las acciones que El realizó en la
tierra.
Pío XII enseña en la Encíclica Mystici
Corporis (1943) que cuando los sacramentos de la Iglesia se administran con
rito externo, El es quien produce el efecto interior en las almas (. . .
) por la misión jurídica con la que el divino Redentor envió
a los Apóstoles al mundo, como El mismo había sido enviado
por el Padre, El es quien por la Iglesia bautiza, enseña, gobierna,
desata, liga, ofrece y sacrifica.
En nombre de Cristo y haciendo sus veces, se llama ministro
del sacramento a la persona que ha recibido de Dios el poder de conferirlo.
Como el ministro humano actúa en nombre de Cristo y haciendo
sus veces (in persona Christi, II Cor. 2, 10), necesita de un poder especial
conferido por el mismo Cristo. Por ello, prescindiendo de los sacramentos
del bautismo y del matrimonio, para la administración válida
de los demás es necesario poseer poder sacerdotal o episcopal, recibido
en la ordenación.
Además de la debida potestad, para que un sacramento
se administre válidamente, se requiere:
a) que el ministro realice como conviene los signos sacramentales; es decir,
que debe emplear la materia y la forma prescritas, uniéndolas en un
único signo sacramental.
Por ejemplo, no bautizaría el que pronunciara palabras
distintas a Yo te bautizo en el nombre del Padre, y del hijo, y del Espíritu
Santo, o bien, el que no derramara agua sobre la cabeza del bautizado, etc.
(cfr. Dz. 695).
b) El ministro ha de tener, además, la intención
de hacer, al menos, lo que hace la Iglesia. La razón es que el rito
sacramental sólo tiene valor de verdadero sacramento cuando se le
da el sentido que quiso darle el mismo Cristo al instituirlo, o sea, haciendo
tal y como lo hace la Iglesia. Al decir los protestantes que el significado
de cada sacramento dependía del que quisiera darle el sujeto, el Concilio
de Trento declaró como verdad de fe que es necesario al ministro tener
intención de conferirlo en el sentido único y verdadero que
les dio Jesucristo:
"Si alguno dijere que al realizar y conferir los sacramentos
no se requiere en los ministros intención por lo menos de hacer lo
que hace la Iglesia, sea anatema" (Dz. 854. Ver también Dz. 424, 672,
695 y 752).
Por ser acciones de Cristo, los sacramentos tienen eficacia
propia y no dependen de la santidad ni de la gracia del ministro: el instrumento
obra en virtud de la causa principal, no de la situación subjetiva
del que lo administra. Si de ella dependiera, supondría una fuente
de incertidumbre y de intranquilidad (cfr. S. Th. III, q. 64, a. 5).
Lo anterior no quiere decir que el ministro no esté obligado
a administrar dignamente los sacramentos, esto es, en estado de gracia. En
pecado mortal o con falta de fe salvada la intención de hacer lo que
hace la Iglesia los administraría válida pero ilícitamente.
El sujeto
El sujeto es la persona que recibe el sacramento, y en todos
los casos sólo puede ser recibido de manera válida por una
persona viva (estado de viador). Los muertos no pueden recibir sacramentos,
pues éstos comunican o aumentan la gracia en el alma, y ésta
no permanece en un cadáver: la muerte es precisamente la separación
del alma y el cuerpo. Así, pues, sólo los seres vivos son sujetos
capaces de la recepción sacramental.
a) Condiciones para la recepción válida de los sacramentos
Se requieren dos condiciones en el sujeto para que sacramento no sea nulo:
la capacidad y la intención de recibirlo.
1o. La capacidad es cierta aptitud del sujeto, de acuerdo a la naturaleza
de cada sacramento, y el fin de Cristo al instituirlo. No todos los hombres
son aptos para cualquier sacramento: así, son incapaces, por ejemplo,
los no bautizados, de recibir los otros sacramentos; las mujeres, de recibir
el orden sagrado; los sanos, de recibir la unción de enfermos, etc.
2o. Se requiere también para los adultos con uso de razón la
intención de recibirlo. El motivo es claro: Dios tiene en cuenta la
libertad del hombre, y hace depender la salvación (en quien tiene
uso de razón) de su propio querer. El sacramento que se recibe sin
intención o contra la propia voluntad es, por tanto, inválido.
Por ejemplo, el Papa Inocencio III declaró que si algún
infiel era obligado a bautizarse, el bautismo era inválido (cfr. Dz.
411).
En el caso del niño que se bautiza, el sacramento recibido
es válido (verdad de fe, cfr. Dz. 410), porque la falta de intención
queda suplida por la intención de la Iglesia, representada en el ministro,
los padres y los padrinos, que actúan en su nombre.
En caso de urgente necesidad (por ejemplo, pérdida del
conocimiento, perturbación mental, etc.) el sacramento puede ser administrado
sin la intención actual del sujeto, si existen razones fundadas para
admitir que éste (el sujeto), antes de sobrevenir el caso de necesidad,
tenía el deseo implícito de recibir el sacramento.
Por ejemplo, se puede con esas condiciones conferir la unción
de enfermos al que se encuentra en estado de coma; se puede absolver de sus
pecados al demente que en sus momentos lúcidos se confesaba, etc.
Condiciones para la recepción lícita de los sacramentos:
Hemos dicho que la recepción de un sacramento es lícita
o fructuosa cuando el que lo recibe lo hace con todas las disposiciones debidas
y por ello se producen todos sus efectos. Es ilícita o sacrílega
cuando voluntariamente se recibe sin las debidas disposiciones.
La condición para recibir los sacramentos de vivos es
el estado de gracia: la recepción en pecado mortal constituye grave
sacrilegio. El adulto que recibe los sacramentos de muertos (el bautismo
y la penitencia) ha de tener al menos fe y arrepentimiento de sus pecados
(ver Dz. 798; Catecismo, nn. 1247-49).