LIBRO
DE LA REGLA PASTORAL
San Gregorio Magno
DE LA VOCACIÓN PARA EL OFICIO PASTORAL
CAPÍTULO I
Que no deben los incapaces pretender llegar al magisterio de las almas.
No debe tenerse la pretensión de
enseñar un arte sin antes haberlo aprendido con esmerado
estudio. ¿Cuál no será, pues, la temeridad de
aquellos ignorantes que aspiran al magisterio pastoral, siendo el
gobierno de las almas el arte de las artes? ¿Quién
habrá que ignore que las llagas del alma son aún
más ocultas que las mismas llagas de las entrañas? Y sin
embargo, cuántos hay que, sin haber aprendido las reglas y
preceptos del espíritu, no titubean en darse por médicos
del corazón; mientras se avergonzaría de llamarse
médico del cuerpo quien no conociera las virtudes de los
medicamentos.
Pero como ya, por la gracia de Dios, han doblado la
cerviz todas las eminencias del mundo actual ante la augusta grandeza
de la religión, hay muchos que, so pretexto de gobernar las
almas, se introducen en la Iglesia para conquistar honores, pretenden
pasar por maestros, pugnan por colocarse por encima de los
demás, en una palabra, como afirma la eterna Verdad, aman ser
saludados en las plazas, los primeros asientos en los banquetes y las
sillas principales en las sinagogas (Mt 23,7): estos tales son tanto
menos dignos de desempeñar dignamente el ministerio pastoral que
han recibido, en cuanto, sólo movidos por su soberbia, han
alcanzado este magisterio de humildad. Pues es natural que, en el
cumplimiento del ministerio de la enseñanza, la misma lengua se
confunda cuando se enseña una cosa distinta de lo que se ha
aprendido. Y el Señor se querella contra ellos, por medio del
Profeta, cuando dice: “Ellos reinaron, pero no por mí; fueron
príncipes, pero yo no los reconocí”(Os 8, 4).
Gobiernan, pues, por su propia cuenta y no por disposición del
Supremo Gobernador de todas las cosas, los que, sin tener virtud alguna
en su abono, sin vocación divina, sino sólo llevados por
su propia codicia, han escalado más bien que conseguido la
cumbre del gobierno espiritual. A esos tales, el que es Juez de
las conciencias, al mismo tiempo que los exalta, los desconoce; pues al
paso que tolerándolos los soporta, seguramente los desconoce,
reprobándolos en sus divinos juicios. Por lo cual a
algunos que sólo le seguían para presenciar sus milagros,
llegó a decir: “Apartaos de mí, artífices de la
maldad, no os conozco” (Lc 13, 27). Y es la voz de la eterna
Verdad la que fustiga la ignorancia de los Pastores, cuando dice por
medio del Profeta: “Los pastores mismos están faltos de toda
inteligencia” (Is 54, 11); y de nuevo abomina el Señor de
ellos, cuando dice: “Los depositarios de la Ley me desconocieron” (Jr
2,8). Todo lo cual viene a demostrar que la suma Verdad se queja de ser
desconocida por ellos y declara al mismo tiempo que desconoce la
dignidad de los que le desconocen, pues es muy justo que el
Señor no conozca a aquellos que ignoran las cosas del
Señor, según confesión de san Pablo, que afirma:
“El que lo desconoce será desconocido” (1 Co 14, 38).
Esta misma ignorancia de los Pastores corre
pareja a veces con el merecimiento de los fieles que les están
sometidos; pues, por más que carezcan aquellos de la luz de la
ciencia por su propia culpa, es, sin embargo, disposición de
rigurosa justicia que los que los siguen tropiecen a causa de la
ignorancia de aquellos. Pues como declara la suprema Verdad en el
Evangelio: “Cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caen juntos
en el
hoyo”
(Mt 15, 14). Y afirma el Salmista, no movido por su propia
inspiración, sino en fuerza de su misión de Profeta:
“Oscurézcanse sus ojos para que no vean, y tráelos con
las espaldas siempre agobiadas” (Sal 68, 24). Son los ojos los
que, colocados en la parte más noble del rostro,
desempeñan el oficio de guiar nuestros pasos; y con respecto a
los ojos, todos los que vienen caminando detrás bien pueden
llamarse espaldas. Cuando se nublan u oscurecen los ojos,
dóblanse las espaldas; que es decir, cuando los que gobiernan
pierden la luz de la ciencia, aquellos que como súbditos los
siguen se ven agobiados para llevar el fardo de sus pecados.
CAPÍTULO II
Que no han de asumir el gobierno de las almas aquellos que no
reproducen perfectamente en su conducta lo que han aprendido con el
estudio.
Muchos hay que escudriñan con ahínco las
reglas de la vida espiritual, pero al mismo tiempo conculcan en sus
costumbres lo que con su inteligencia han aprendido; enseñan sin
más ni más lo que han adquirido con su estudio, no con su
conducta; y lo que predican de palabra lo destruyen con su
método de vida. De donde resulta que, caminando el Pastor
por caminos escarpados, viene a dar en el abismo con el rebaño
que le sigue. Quéjase por eso el Señor por boca del
Profeta contra esa despreciable ciencia de los Pastores, diciendo:
“Habiendo sido abrevados en aguas clarísimas, enturbiasteis con
vuestros pies las que sobraban; y mis ovejas tenían que
apacentarse de lo que vosotros habíais hollado con vuestros pies
y beber del agua que con vuestros pies habíais enturbiado”
(Ez 34, 18-19). Beben agua cristalina los pastores que van a buscarla y
estudiarla en los raudales de la eterna Verdad; pero, cuando corrompen
con su mala vida el fruto de sus santas meditaciones, enturbian esa
misma agua con sus pies. Y esa agua turbia la beben sus ovejas,
cuando los fieles no siguen las enseñanzas que oyen, sino
sólo imitan los depravados ejemplos que contemplan. Pues
sedientos de verdad por una parte, y pervertidos por el
espectáculo de las malas obras, por otra, es como si bebieran
lodo en fuentes corrompidas. Por lo cual escrito está en
el Profeta: “Los malos sacerdotes son lazos de perdición
para mi pueblo” (Os 5, 1). Y de nuevo habla el Señor de
los sacerdotes por medio del mismo Oseas: “Se han convertido en piedra
de escándalo para la casa de Israel” (Os 9, 8). Pues
ninguno es tan pernicioso para la Iglesia como aquél que,
revestido del nombre y de la orden de santidad, obra como un
perverso. Nadie se atreve a reprender a un pecador semejante, y
sus pecados mismos se convierten pronto en materia de ejemplo, cuando
para guardar reverencia a la dignidad sacerdotal, hay que tratar con
respeto al mismo pecador. Evitarían esos indignos pastores
hacerse reos de tan grave delito si ponderaran en su corazón las
palabras de la suprema Verdad, que dice “Quien escandalizare a unos de
estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera
que le colgasen del cuello una rueda de molino y así lo
sumergieran en lo profundo del, mar” (Mt 18, 6). La rueda
de molino significa aquí los afanes y enredos de la vida
mundanal; y con lo profundo del mar se alude a la condenación
eterna. Aquellos, pues, que, llevando la librea de la santidad,
pierden a los demás con su palabra o con sus ejemplos,
más les valiera que los arrastraran a la muerte eterna sus
propios pecados bajo el hábito secular, que presentarse a los
demás en su carácter sagrado, como dignos de ser imitados
en sus desórdenes; pues si sólo cayeran ellos en el
infierno, tendrían que sufrir al menos penas más
soportables.
CAPÍTULO III
Del
grave peso del gobierno, y de que en él hay que despreciar los
sucesos adversos y temer los prósperos.
Lo que acabamos de exponer tiene
por objeto demostrar cuán grave sea el peso del gobierno de las
almas, con el fin de que los que no son aptos para desempeñarlo
no sean osados a aspirar al régimen espiritual, con peligro de
que se convierta en causa de su perdición lo que han asumido
llevados sólo por la avidez de dignidades.
Con razón manda amorosamente el Apóstol
Santiago: “No queráis muchos de vosotros hacer de
maestros, hermanos míos” (St 3, 1). Y el mismo
Mediador entre Dios y los hombres no quiso poseer un reino en la
tierra, Él que, sobrepasando en ciencia y en inteligencia a las
jerarquías angélicas más elevadas, es rey de los
cielos desde antes del principio de todos los siglos. Consta en la
Sagrada Escritura que “conociendo Jesús que habían de
venir para llevárselo por fuerza y levantarlo por rey,
huyóse Él solo otra vez al monte” (Jn 6,15).
¿Quién hubiera podido con más razón aspirar
al gobierno de los hombres que Aquel que podía gobernar a los
mismos que había creado? Pero Él, que se
había encarnado, no sólo para redimirnos con su
Pasión, sino también para amaestrarnos con los ejemplos
de su vida, quiso ofrecérsenos por modelo, desdeñando ser
rey, subiendo en cambio voluntariamente al patíbulo de la Cruz,
rehuyendo los esplendores del poder que le ofrecían, y abrazando
los dolores de una muerte afrentosa, para que sus seguidores
aprendieran a despreciar las glorias del mundo y no amedrentarse por
humanos terrores, aceptar las contrariedades en defensa de la verdad y
renunciar con temor a los halagos de la suerte; pues estos
últimos corrompen a menudo el corazón con la soberbia,
mientras aquéllas lo purifican por el dolor; aquéllas
elevan el alma, mientras que estos, aunque al parecer la eleven, en
realidad la abaten; estos obligan al hombre a olvidarse de sí
mismo, al paso que aquéllas lo hacen por fuerza volver sobre
sí; estos casi siempre destruyen las buenas obras ya hechas,
mientras aquéllas ayudan a desarraigar defectos inveterados. No
es raro ver cómo el corazón se amolda a la disciplina en
la escuela de la adversidad, mientras, si se encumbra a las alturas del
gobierno, bien pronto se deja llevar al orgullo entre los del honor.
Así vemos que Saúl, que al principio
rehuyó la gloria reputándose indigno de ella, se
engrió apenas hubo empuñado las riendas del gobierno,
pues, ambicionando los aplausos del pueblo y desechando la
represión pública, se separó de aquel mismo que lo
había ungido rey (Cfr. 1 S 10, 22, 15, 30). Así
también David, que se había sometido a la voluntad de su
Creador en todos sus actos, apenas se vio libre del peso de la
adversidad, reventaron los tumores de la llaga, hízose
cruelmente riguroso para matar al marido de Betsabé, mientras
había sido muellemente débil en codiciar a la mujer; y
él, que al principio había sabido ser clemente hasta con
los culpables, luego llegó a ensañarse sin remordimientos
en la muerte de los inocentes (Cfr. 2 S 11, 3, 15). Antes
había renunciado a tomar venganza de su perseguidor que
había caído en sus manos, y después, aun al
más leal de sus soldados mandó matar, con detrimento de
su ejército rendido por las fatigas de la guerra. Y de
seguro sus culpas le hubieran borrado del número de los elegidos
a no ser porque lo redujeron al arrepentimiento sus propias desgracias.
CAPÍTULO IV
Que a menudo los negocios del gobierno disipan la vida interior.
No es raro ver cómo los cuidados del
gobierno distraen el corazón y lo hacen incapaz de tratar por
menudo los negocios por estar repartida la atención en una
muchedumbre de cosas. Con razón prescribe el
Eclesiástico: “Hijo mío, no quieras abarcar muchos
negocios” (Si 11, 10), pues no es fácil que la
atención se aplique de lleno a un asunto cuando está
dividida en muchos otros; y cuando son excesivos los cuidados que la
distraen por de fuerza, se pierde el ánimo del recogimiento
interior, se derrama el alma en preocupaciones extrañas,
mientras que, olvidada sólo de sí misma, piensa en todo
menos en sí; ocupada más de lo debido en cosas
exteriores, en medio de las agitaciones del camino, descuida mirar al
término de su viaje; de suerte que, ajena el alma al examen y
conocimiento de sí misma, ni se da cuenta de los daños
que padece, ni de las faltas que comete. No creía el rey
Ezequías haber pecado mostrando a los extranjeros que
venían a visitarlo la casa de los perfumes (Cfr. 2 R 20,
13; Is 39, 4), y, sin embargo, tuvo que sufrir por ello el enojo del
Supremo Juez, que condenó a castigo a los futuros hijos del rey
por una acción que éste había creído
permitida.
Ofrécense a veces muchas obras que realizar, obras
que los súbditos han de admirar una vez realizadas, y entonces
engríese el ánimo del superior al recuerdo de estas
empresas, atrayendo de este modo sobre sí la cólera
divina, por más que no aparezca por de fuera la mala calidad de
tales obras; pero dentro está el árbitro de las acciones,
y dentro está la culpa que merece ser juzgada. Pues cuando
nuestras faltas se cometen sólo en el corazón quedan
ocultas a los ojos de los hombres, pero no a los ojos del divino Juez
en cuya presencia hemos pecado. No se hizo reo de soberbia el rey
de Babilonia sólo cuando llegó a pronunciar sus
orgullosas expresiones (Cfr. Dn 4, 16), pues aun antes de haber
proferido palabras de engreimiento tuvo que oír la sentencia de
condenación de boca del Profeta; las faltas de su pasado orgullo
las había borrado ya, cuando reconoció haber ofendido al
Dios todopoderosos, y por tal le proclamó en presencia de todos
sus súbditos. Sino que después, engreído por
los triunfos de su poderío, jactándose de haber hecho
cosas grandes, empezó por creerse superior a todos los
demás y acabó diciendo orgullosamente: ¿No es
ésta la gran Babilonia que yo he edificado para capital de mi
reino con la fuerza de mi poderío y el esplendor de mi
gloria? (Dn 4, 27) Estas palabras le acarrearon
inmediatamente la venganza manifiesta de Aquél a quien
había provocado en oculto con su jactancia. Pues el Juez
inexorable ve antes en secreto lo que castigan después sus iras
en público. Por lo cual cambió el Señor al
rey babilónico en animal irracional, le desterró de la
compañía de los hombres y, después de haberle
privado de razón, lo equiparó a las fieras del desierto,
condenando en sus justos y tremendos juicios a ser menos que hombre al
que se había creído estar por encima de los demás
hombres.
Al expresarnos de este modo, no entendemos condenar
los cargos y dignidades, sino sólo queremos poner en evidencia
la debilidad de los que se sienten tentados de sus halagos, a fin
de que los que se tienen por imperfectos no osen ambicionar las alturas
del gobierno, y los que aun en terreno llano sienten flaquear sus pies,
no se expongan al riesgo de los precipicios.
CAPÍTULO V
De aquellos que, colocados en las alturas del gobierno,
podrían aprovechar a los demás con el ejemplo de sus
virtudes, pero que, procurando sólo su descanso personal, viven
en retraimiento.
Los hay que están dotados de relevantes dotes
de virtud, cuentan con buenas cualidades para la enseñanza de
los demás, son limpios en el ejercicio de la castidad,
esforzados en las luchas de la abstinencia, dotados de nutrida
doctrina, humildes y longánimes en la paciencia, constantes en
la fortaleza, amables en la benignidad, rectos e inflexibles en la
justicia. Si estos tales se niegan a aceptar la dignidad de
superiores, cuando se sienten llamados a ella, se privan a sí
mismos de estas cualidades que han recibido de Dios, no sólo
para su bien, sino también en beneficio de los demás;
pues al pretender sólo su propio provecho y no el del
prójimo, ellos mismos se despojan de los beneficios que
ambicionaban sólo para sí. Por eso la soberana Verdad
dijo a sus discípulos: “No puede permanecer oculta una ciudad
edificada sobre el monte; ni se enciende la luz para ponerla bajo el
celemín, sino sobre el candelabro, a fin de que alumbre a todos
los de la casa” (Mt 5, 14, 15). Y así
preguntó a San Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me
amas?” (Jn 21, 18). Y habiendo contestado que sí lo
amaba, le dirigió estas palabras: Si me amas, apacienta mis
ovejas. De lo que se deduce que si el cuidado de apacentar las
almas es una muestra de amor a Jesucristo, aquél que, dotado de
las cualidades requeridas, se niega a apacentar el rebaño de
Dios, claro está que no ama al Supremo Pastor. En este
sentido escribe San Pablo: “Si Cristo murió por todos, luego es
consiguiente que todos murieron. Y si murió por todos, no
queda sino que los que viven no vivan ya para sí, sino para el
que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15).
Por eso manda Moisés que, si un hermano muere sin dejar hijos,
el hermano sobreviviente tome por esposa a la viuda de su hermano y le
dé sucesión en nombre de su hermano difunto; y si acaso
se negara a tomarla por esposa, ella le escupa en la cara, uno de los
parientes le quitará el calzado de un pie y su casa será
llamada en Israel casa del descalzado (Dt 25, 5). Pues
bien, el Hermano difunto es Aquél que, después del
triunfo de su resurrección, dijo al aparecerse: Idy anunciad a
mis hermanos. (Mt 28, 10). Él murió, como
quien dice, sin dejar hijos, pues a su muerte no estaba aún
completo el número de sus elegidos. Su Esposa –que es la
Iglesia– debe desposarse con el hermano sobreviviente, y esto se hace,
como es justo, tomando a su cargo el gobierno de la Santa Iglesia quien
está capacitado para gobernar bien. Al que se negare a
ello puede la Esposa escupirle a la cara, pues aquél que no
quiere poner a disposición de los demás las dotes que ha
recibido, la Santa Iglesia, echándole en cara sus propios
beneficios, es como si le arrojara al rostro su saliva. Y le quitara el
calzado de un pie, para que su casa se llame casa del Descalzado.
Pues escrito está: Calzadoslos pies prontos a predicar el
Evangelio de la Paz (Ef 6, 15). Cuando nos tomamos
interés, tanto por nosotros mismos como por el prójimo,
llevamos calzados ambos pies; pero aquellos que procuran sólo su
propio provecho, descuidando el del prójimo, han perdido
indecorosamente el calzado de los pies.
Como dejamos dicho, hay algunos que, dotados de
sobresalientes cualidades, se consagran con todo entusiasmo a la sola
contemplación y al estudio, se niegan a cooperar a la
instrucción de los fieles en la predicación, prefieren el
retiro y el descanso, entregados a las delicias de la
especulación. Si ha de juzgarse rigurosamente su proceder,
deduciremos que son, sin lugar a duda, reos de la perdición de
tantas almas como son las que hubieran podido salvar saliendo a
predicar en público. ¿Con qué animo prefiere
su propio retiro a la salvación de los prójimos quien
podría aprovechar en el ministerio de las almas, cuando el mismo
Unigénito del Eterno abandonó el seno del Padre y
emprendió su vida pública para provecho y
salvación de muchos hombres?.
CAPÍTULO VI
Que aquellos que rehúsan las tareas del gobierno de las almas
por humildad, sólo son humildes cuando no se oponen a las
disposiciones de Dios.
Los hay también que se sustraen al gobierno
sólo por sentimientos de humildad, al verse preferidos a otros
que ellos consideran superiores. Esta clase de humildad, siempre
que se halle adornada de las demás dotes requeridas, sólo
es verdadera a los ojos de Dios cuando no se obstina en rechazar el
cargo que se le impone para el bien general. Pues no es
verdaderamente humilde aquel que, reconociendo la voluntad divina que
le llama a asumir el gobierno, se desentiende de la divina voluntad.
Sino que su deber es, sometiéndose a las disposiciones de Dios,
libre de culpable obstinación cuando se le impone el cargo de
gobernar, aunque rehuyendo de corazón el honor, someterse a la
obediencia, siempre que esté adornado de las dotes que redunden
en beneficio de los demás.
CAPÍTULO VII
Que a veces algunos pueden, con razón, ambicionar el oficio de
predicadores, y otros pueden, también con razón, ser
obligados a tomarlo aunque no lo quieran.
Claramente se desprende de la conducta de los dos
Profetas, de los cuales el uno se ofreció para ir a predicar,
mientras el otro se resistió a ir con espanto, que en el oficio
de predicador puede haber razones a veces para ambicionarlo y puede
haberlas otras para imponerlo, aun rechazado. Isaías se
ofreció espontáneamente a Dios, que buscaba a quien
enviar, con estas palabras: “Aquí estoy, envíame a
mí” (Is 6, 8), mientras que Jeremías recibe la orden de
ir a predicar y se resiste a ir con toda humildad, diciendo: “Ah, ah,
Señor, ah, bien veis vos que no sé hablar porque soy
aún muy joven (Jr 1, 6). Estas dos respuestas, por muy
contrarias que a primera vista parezcan nacen las dos, por diversos
conductos, de un mismo amor. Pues dos son los mandamientos de la
caridad, a saber: amar a Dios y amar al prójimo. Isaías,
deseando consagrarse con una vida activa al bien del prójimo,
ambicionaba el oficio de predicador; mientras que Jeremías, con
el ansia de unirse al Dios del amor en la vida contemplativa, se excusa
de cumplir la orden de predicar. Lo que el uno laudablemente
apetecía, temíalo el otro también con
razón. No quería éste, predicando, privarse
de las ventajas de una recogida contemplación; ni quería
aquél, callando, perder las ventajas de una celosa
operosidad.
Pero es digno de notarse en ambos que, ni Jeremías
se negó completamente a obedecer, aunque se resistió a
ello, ni Isaías se dispuso a ir a predicar sin antes haberse
purificado los labios con las brasas del altar; para enseñarnos
que nadie ha de atreverse a asumir el ministerio sagrado sin haberse
antes purificado, y que aquel a quien ha elegido la gracia divina, no
sea soberbio, resistiendo al llamamiento so color de humildad.
Pero siendo harto difícil saber con seguridad
si uno está ya purificado, es más prudente no aceptar de
primeras el cargo de predicador, sin resistir tampoco obstinadamente,
como dejamos dicho, una vez conocida la voluntad divina. Cosas
ambas que cumplió perfectamente Moisés, quien, llamado a
dirigir las muchedumbres, primero resistió, y obedeció
después. Hubiera sido soberbia aceptar sin reparos el
gobierno de la muchedumbre, y soberbia igualmente, negarse a obedecer
los divinos designios; mientras que en ambos casos se manifestó
humilde y sumiso, tanto cuando, por desconfianza de sí mismo, se
resistió a capitanear al pueblo, como cuando, confiado en el
auxilio de Dios que lo mandaba, consintió en hacerlo.
Aprendan, aprendan aquí cuánta es la
responsabilidad con que cargan los que, apresuradamente y movidos de su
propia ambición, son fáciles en aceptar prelaturas,
considerando que hasta los más santos varones aceptaron con
temor el gobierno de los pueblos que Dios mismo les
imponía. Un Moisés tiembla ante el mandato divino,
y un pobre cualquiera arde en deseos de cargos honrosos: vacilante bajo
el peso de sus propios cuidados, pone el hombre para cargar con los
ajenos; no puede soportar la que lleva, y desea todavía doblar
la carga.
CAPÍTULO VIII
De aquellos que, deseosos del mando, emplean las palabras del
Apóstol como instrumento de sus propias ambiciones.
No es raro oír a los que ambicionan el gobierno de
las almas cómo emplean las palabras del Apóstol como
argumento a favor de sus propias ambiciones, cuando repiten: “Quien
desea obispado buen ministerio desea” (1 Tm 3,1). Pues el
mismo San Pablo, que aprueba tal deseo, a renglón seguido
infunde temor de lo mismo que ha aprobado, añadiendo: “Por
consiguiente es preciso que un obispo sea irreprochable” (I Tim,
3, 2). Y en las virtudes que va enumerando a continuación
como indispensables, da bien a entender lo que significa ser
irreprochable. Anima por una parte a desear, pero aterra por otra
con las condiciones que exige; que es como si quisiera decir: Apruebo
lo que deseáis, pero antes entended bien lo que queréis,
no sea que, no cuidándoos de ponderar quien sois, aparezcan
tanto más afrentosos vuestros defectos cuanta más prisa
os dais en exponerlos a la vista de todos en la cumbre de las
dignidades. Aquél que fue maestro insuperable en el arte de
gobernar, anima con su aprobación y retrae con el temor a sus
discípulos, con el fin de apartarlos de la soberbia,
señalándoles la cima sagrada en que han de aparecer
irreprochables, y de alentarlos a la santidad de la vida, aprobando lo
que desean. Pero es de notar que, en el tiempo en que tales
palabras escribía el Apóstol, los que eran los primeros
en el gobierno de los fieles eran también los primeros en ser
conducidos al martirio; de suerte que entonces era cosa laudable
aspirar al episcopado, cuando era cosa segura llegar por el episcopado
a los mayores suplicios por la fe. Esta es la razón por la
cual llama el Apóstol buen ministerio o trabajo el cargo del
episcopado, cuando dice: Quien desea obispado buen ministerio desea.
En su mismo deseo tienen, pues, testimonio de que no
buscan el episcopado de que habla San Pablo los que lo desean no para
desempeñar el ministerio del bien sino para procurar su propia
gloria; no sólo no aprecian el sagrado ministerio, sino que ni
siquiera lo conocen, los que, mirando a la anhelada cumbre, se deleitan
en el secreto de sus pensamientos por la obediencia y
subordinación que han de prestarles los demás, se
complacen en verse alabados, ambicionan en su corazón los
honores y se gozan de antemano en la abundancia de bienes que les
espera; apetecen los intereses terrenales, so pretexto de buscar la
gloria de Aquél ante el cual debieran desaparecer los intereses
del mundo. Cuando el alma sueña en conquistar la cima de
la humildad con propósitos de soberbia, trastorna y desfigura en
su interior el ministerio que exteriormente desea.
CAPÍTULO IX
Que ordinariamente los que aspiran al gobierno se ilusionan con sus
propósitos de buenas obras.
Cierto es que por lo común aquellos que apetecen el
ministerio pastoral abrigan propósitos de bien obrar, y por
más que estos propósitos nazcan de sus orgullosas
ambiciones, se ilusionan sin embargo con las grandes obras que
proyectan: de lo que resulta que las íntimas pretensiones que
ocultan son muy diversas y aun opuestas a las apariencias que se
manifiestan. Pues con frecuencia el hombre se engaña a
sí mismo, creyendo buscar y amar el bien que en realidad no ama,
y, por otra parte, desdeñar la gloria mundana que no
desdeña; y al ambicionar las dignidades, aparece medroso para
procurarlas, y se manifiesta descarado apenas las ha conseguido.
Al principio de sus ambiciones, teme no llegar; pero, apenas ha
llegado, cree ya disponer, como de cosa propia y debida, del cargo a
que se ha llegado. Y cuando ya desde los comienzos se trata de
desempeñar mundanamente el ministerio, fácilmente se
llegan a olvidar las piadosas intenciones con que se lo deseó.
De donde se infiere que, cuando brotan esos pensamientos de soberbia
ambición, es preciso volver los ojos a las obras pasadas y
recapacitar lo que uno ha hecho siendo súbdito, y así
cerciorarse de si, como prelado, llegaría a realizar el bien que
se propone, pues mal podrá aprenden el ejercicio de la humildad
en las altas dignidades quien, estando en baja posición, nunca
dejó de ser soberbio. No sabrá esquivar las
adulaciones, cuando se ofrezca, quien las anhelaba cuando no se le
ofrecían; ni conseguirá vencer las tentaciones de
avaricia cuando se trate de socorrer a gran número de
indigentes, aquel a quien, cuando estaba solo, no le bastaban siquiera
sus propios bienes. Examínese, pues, en su conducta
pasada, con el fin de que no le engañen sus ilusiones en el
deseo de las dignidades.
Aquellos mismos que se mantenían serenos en
la tranquilidad del retiro, pierden de vista la costumbre de bien obrar
cuando se ven envueltos en las tareas del gobierno, pues en un mar
tranquilo hasta los menos peritos son capaces de gobernar una nave,
mientras que, en medio de una deshecha borrasca, hasta el piloto
más diestro desatina. Y, ¿a qué otra cosa nos
exponen las dignidades sino a las borrascas del alma? En ellas
siempre está expuesta la navecilla del corazón a los
embates del pensamiento, que la llevan y la traen: sí, la llevan
a estrellarse contra sus desaciertos en el hablar y en el obrar, que
vienen a ser sus escollos.
¿Qué otra norma puede seguirse en tales
ocasiones, sino que los virtuosos sólo consientan en aceptar el
gobierno cuando se ven obligados a ello, y los imperfectos no
consientan jamás ni aunque se les obligue? No deben los
primeros resistirse obstinadamente, no sea que, enterrando sus
talentos, deban dar cuenta a su sueño de haberlos escondido; y
en realidad entierra sus talentos aquel que oculta sus dotes bajo el
ocio de una perezosa inacción. Por lo contrario, los
segundos, antes de aspirar al gobierno de los demás, reparen en
que pueden convertirse, como los fariseos, con sus malos ejemplos, en
obstáculo para los que desean entrar en el reino de los cielos,
pues de ellos dice el Divino Maestro que ni entran ni dejan entrar a
los demás (Mt 23, 13). Consideren además que, al
tomar a su cargo la causa del pueblo, el prelado elegido ha de ser para
él como un médico que se llega a la cabecera de un
enfermo, y si aun están vivas en su cuerpo las pasiones o
dolencias, ¿qué atrevimiento no es meterse a curar llagas
ajenas quien lleva a la vista sus propias heridas?
CAPÍTULO X
De las cualidades que debe revestir quien es promovido al gobierno de
las almas.
Aquél y sólo aquél ha de ser
propuesto a toda costa para ejemplar de vida, que muerto a todas las
pasiones de la carne, vive únicamente para el espíritu:
que desdeña la fortuna temporal; que no se arredra ante las
contradicciones y sólo anhela los bienes interiores; que para la
realización de sus propósitos no halle obstáculo
en la debilidad de su cuerpo, ni grande en la obstinación de su
espíritu; que no está inclinado a ambicionar ajenos
bienes, sino que da abundantemente de los propios; que, revestido de
entrañas de misericordia, se inclina fácilmente a
personar, sin que por eso, condescendiendo más de lo justo, se
aparte de la línea de la rectitud; que no comete acciones
ilícitas, pero sabe deplorar como propias las que cometen los
demás; que por blandura de corazón compadece ajenas
debilidades, regocijándose en la prosperidad del prójimo
como de su propio bien; que se puede ofrecer a los demás como
digno de imitación en todo lo que hace, sin que tenga nada de
qué avergonzarse de su conducta pasada delante de ellos: que
procure vivir de tal suerte, que con los raudales de su doctrina pueda
regar aún los corazones más estériles; que haya
aprendido en la práctica y experiencia de la oración que
es lo que puede conseguir del Señor y que, por la eficacia de
sus ruegos, puedan aplicársele las palabras de Isaías:
Aun sin que acabes de clamar, te diré: Aquí
estoy (Is 58, 9). Si alguien viniera a pedirnos que
intercediéramos por él ante un poderoso señor a
quien tiene ofendido, pero a quien no conocemos, luego le
contestaríamos: No nos es posible ir a interceder por ti porque
no tenemos privanza alguna con él. Pues si uno no se
atreve a presentarse como intercesor ante una persona con quien no
tiene trato ni valimiento, ¿cómo ha de presentarse ante
Dios, cual intercesor por el pueblo, quien no ha sabido ser confidente
de sus gracias por medio de la santidad de su vida? ¿Cómo
ha de pedir perdón para los demás quien ignora si acaso
ha obtenido perdón para sí? Y en este particular
puede haber aún otro peligro más digno de temer, y es
éste: que quien pretende aplacar la ira divina puede hacerse
digno de ella por sus propios pecados, pues, es cosa sabida que, cuando
se manda como intercesora a una persona que desagrada, se encona
aún más por ello el ánimo del ofendido. Teman,
pues, aquellos que todavía están encadenados por
terrenales ambiciones que, enconándose aún más la
cólera del Juez justiciero, al par que ellos se gozan en su
elevada posición, se conviertan para sus fieles en autores de su
ruina.
CAPÍTULO XI
Quiénes no debe ser promovidos al gobierno de las almas.
Examínese cada cual detenidamente a sí
mismo, y no se atreva a asumir la dignidad de pastor si aún
dominan en él los vicios con todos sus estragos; pues
aquél que se ve agobiado con sus propios crímenes, no ha
de pretender hacerse intercesor por las culpas ajenas. Por esto
Dios mismo ordenó a Moisés: “Dile a Aarón: Ninguno
en las familias de tu prosapia que tuviera algún defecto,
ofrecerá los panes a su Dios, ni ejercerá su ministerio”.
Y añade inmediatamente: “Si fuere ciego, si cojo, si de nariz
chica, o enorme, o torcida, si de pie quebrado o mano manca, si
corcovado, si legañoso, si tiene nube en el ojo, o sarna
incurable, si algún empeine en el cuerpo, o fuere potroso”
(Lv 21, 17, 18).
–Es ciego aquél que no conoce las luces de la
alta contemplación; que rodeado de las tinieblas de esta vida
terrenal, no sabe a dónde dirigir los pasos de sus obras, porque
no alcanza a percibir la luz de la vida futura. Y por eso exclama
Ana en su profecía: “El Señor dirigirá los pasos
de sus santos; mas los impíos serán por él
reducidos a silencio en medio de las tinieblas” (1 S 2, 9).
–Es cojo aquel que, si bien sabe a dónde ha de
caminar, no es capaz de seguir derecho el camino de la vida a causa de
la debilidad de su espíritu, pues mientras el inconstante no se
decida resueltamente a abrazar el estado de la virtud a que debe
aspirar con sus buenos propósitos, no puede haber firmeza en sus
pasos para llegar a él. Y así exhorta San Pablo:
“Levantad vuestras manos lánguidas y caídas, fortificad
vuestras rodillas debilitadas y marchad con paso firme por el recto
camino, no sea que alguno, por andar claudicando en la fe, se descamine
de ella, sino antes bien se corrija” (Hb 12, 12-13).
–Tiene chica la nariz aquel que no es capaz de
guardar medida en la discreción. Con la nariz distinguimos
los buenos olores y los malos; y así con razón
significamos por la nariz la discreción, virtud con la cual
abrazamos el bien y desechamos el mal. La Escritura canta en loor
de la esposa: “Tu nariz es graciosa como la torre del
Líbano” (Ct 7, 4), pues la Iglesia de Dios, con alta
discreción y sabiduría, conoce el origen de las
tentaciones con sus causas particulares y desde la altura en que
está colocada, presiente los combates que el mal ha de
desencadenar. Pero hay algunos que, para no ser tenidos por
necios, se dejan llevar por una curiosidad extremada en sus
indagaciones y se engañan a sí mismos a fuerza de
sutilezas. Y por esto añade el Señor: Si tienen la nariz
enorme o torcida. Tener demasiado grande o torcida la nariz es
ser extremoso y sutil en la discreción, la cual, al excederse
más de lo que permiten las conveniencias, extravía la
rectitud de las acciones.
–Es de pie cojo o mano manca aquel que no es capaz
de emprender los caminos del Señor y está completamente
privado de hacer buenas obras; y esto, no a manera de los cojos, que al
menos caminan aunque con dificultad, sino como quien está
absolutamente ajeno a todo bien.
–Es corcovado el que anda agobiado bajo el peso de
los cuidados terrenales, de suerte que, desentendiéndose de los
intereses del cielo, pone únicamente su atención en los
intereses rastreros que caen bajo sus plantas; y si alguna vez llega a
sus oídos algo de la felicidad de la patria celestial, no
consigue levantar a ella los ojos del corazón, por hallarse
encorvado bajo el peso de sus malas costumbres: pues aquel quien tiene
abrumado la práctica de los cuidados mundanales no consigue
elevar el vuelo de sus pensamientos. Y teniendo en vista a estos
tales, dice el Salmista: “Me he visto agobiado y abatido en gran
manera” (Sal 38, 8), cuyos defectos condena la eterna Verdad con estas
palabras: “La semilla caída entre espinas son aquellos que
escucharon la palabra, pero con los cuidados y riquezas y delicias de
la vida, al cabo la sofocan y nunca llegan a dar fruto” (Lc 8,
14).
–Es legañoso aquel cuyo talento sobresale en
el conocimiento de la verdad, pero que al mismo tiempo la deshonra con
sus obras carnales. En sus ojos, las pupilas están sanas,
pero sus débiles párpados se hinchan por el humor que
destilan, y por esta continua pérdida de humor la misma
intensidad de la vista disminuye. Hay algunos que tienen
lastimados sus ojos con las obras de su vida carnal; podrían
ellos muy bien descubrir con su talento el recto camino, pero con la
práctica continua del mal viven rodeados de tinieblas; la
naturaleza les ha dotado de una vista aguda, pero su mala conducta se
la ha ofuscado. A ellos les podría repetir el ángel
del Apocalipsis: “Unge tus ojos con colirio para que veas” (Ap 3,
18). Ungir los ojos con colirio para ver, equivale a aplicar a nuestros
entendimientos la medicina de las buenas obras.
–Padece nube en la vista aquel que no puede percibir
bien la luz de la verdad por impedírselo la jactancia de sus
propias perfecciones y de su saber. El que conserva oscuras las
niñas de sus ojos, ve; pero el que padece nube en ellos no ve
nada; así también aquél que, por virtud de su
natural raciocinio, comprende que es un ignorante y pecador, llega a
conseguir la gracia de la luz interior; pero aquél que blasona
de inocente, sabio y justo se ve privado de todo conocimiento
sobrenatural, y se halla tanto más lejos de percibir la claridad
de la luz verdadera cuanto más se engríe con su propia
jactancia, como de algunos afirmaba el Apóstol: Y mientras se
jactaban de sabios pararon en ser unos necios (Rm 1,22).
–Padece sarna incurable el que está dominado
por las rebeldías de la carne. La irritación de las
entrañas revienta en sarna en la piel, y con razón se la
toma como símbolo de la lujuria: pues a la manera que las
tentaciones del corazón se traducen en malas acciones, la
irritación interior brota en sarna por la piel, manchando el
cuerpo mismo por de fuera; así también desde el momento
en que no se reprime la lascivia en el pensamiento, se hace
dueña de las acciones. Quería en cierto modo San
Pablo curar la comezón de la piel, cuando decía: No os
asalten sino tentaciones humanas (1 Co 10, 13); como si dijera:
Cosa humana es padecer tentaciones en el corazón, pero es cosa
diabólica verse vencidos en el combate y en las obras.
–Tiene empeines en el cuerpo aquél que en su
espíritu está dominado por la avaricia, defecto que, si
no se le combate en sus comienzos, pronto se propaga y arraiga sin
medida. El empeine llega a cubrir el cuerpo sin producir dolor y,
propagándose sin ocasionar gran molestia, desfigura y afea la
hermosura corporal; del mismo modo la avaricia, al par que entretiene
el ánimo en que ella domina, lo exacerba; ofrece a la
imaginación grandes bienes que adquirir, pero enciende los
odios, y parece no sentir el escozor de sus llagas, porque en la misma
culpa, presenta caudales de riquezas al alma entusiasmada.
Piérdese además la belleza corporal en cuanto la avaricia
apaga el brillo de las demás virtudes e indispone el organismo
entero, en cuanto abate el ánimo con el peso de todos los
vicios, según afirma San Pablo, que la raíz de todos los
males es la avaricia (1 Tm 6,10).
–Potrosos son los que, aunque no se entreguen a torpes
acciones, llevan el alma dominada de malos pensamientos sin freno ni
medida; los que no llegan, es cierto, a consumar las obras de la carne,
pero se deleitan en su interior en imaginaciones lascivas sin
escrúpulo alguno. Consiste este defecto en que, fluyendo
los humores de las entrañas a las partes vergonzosas, estas se
hinchan produciendo pesadez y fealdad. De aquí que se
designan con el nombre de potrosos a los que, concentrando todos sus
pensamientos en la lujuria, llevan sobre su corazón el peso de
sus torpezas, y aunque no realicen con obras sus malos
propósitos, no saben apartar de ellos sus ideas: son incapaces
de elevarse resueltamente a la práctica del bien, porque los
dominan en secreto sus malas inclinaciones.
Todos los que viven sujetos a cualquiera de los
vicios mencionados, están excluidos del honor de ofrecer
sacrificios al Señor, pues no es apto para combatir delitos
ajenos aquél que es esclavo de los suyos propios.
Hemos procurado demostrar en breves consideraciones
quiénes son dignos de ejercer el magisterio pastoral, y
quiénes deben ser rechazados como indignos; veamos ahora
cómo debe portarse en su ministerio aquél que ha sido
elegido como capaz para desempeñarlo.
DE LA VIDA DEL PASTOR EN EL OFICIO PASTORAL
CAPÍTULO I
Cómo debe conducirse en el gobierno de las almas aquél
que ha llegado a él por medios ordenados.
La conducta del prelado debe ser tanto superior a la
conducta del pueblo, cuanto la dignidad del pastor suele ser superior a
la de su rebaño.
Es necesario que pondere atentamente la obligación
que le incumbe de observar una conducta intachable aquél en cuyo
honor el pueblo toma el nombre de rebaño. Debe ser limpio en sus
pensamientos, señalado en su conducta, discreto en su silencio,
aprovechado en sus palabras, pronto a compadecerse de cada uno,
más elevado que todos en la contemplación, amigo por su
humildad de los que obran bien, severo en su celo por la justicia con
los vicios de los pecadores, sin que las ocupaciones exteriores
amengüen su vigilancia interior, ni los cuidados de la vida
interior le lleven a abandonar la dirección de los negocios
exteriores.
CAPÍTULO II
Que el director de almas debe ser limpio en sus pensamientos.
Debe el director de almas ser limpio en sus pensamientos,
de suerte que no se contamine con ninguna impureza el que debe
desempeñar un ministerio tal que ha de purificar de sus manchas
los corazones ajenos; es menester que procure estar limpia la mano que
se dispone a quitar la suciedad, de otro modo manchará todo lo
que toca, si al pretender quitar la inmundicia, está inmunda
ella misma. Por esto manda el Señor por boca del Profeta:
Purificaos vosotros los que traéis los vasos del Señor
(Is 52, 11). Llevan los vasos del Señor los que han recibido la
misión de guiar las almas bajo su custodia a la patria eterna.
Miren bien cuán limpios deben ser los que han de llevar al
templo de la eternidad esos vasos vivos en el regazo de su propia
responsabilidad.
Mandaba el precepto divino (Cfr. Ex 28) que
llevara Aarón en el pecho, suspendido por cadenillas y broches
de oro, el Racional del juicio, para enseñarnos que un
corazón sacerdotal no debe abrigar pensamientos irresolutos,
sino que ha de gobernarse sólo por la razón; que no debe
pensar nada vano e indiscreto quien está propuesto como dechado
de los demás, sino que por la gravedad de su conducta ha de
manifestar cuánta rectitud alberga en su pecho. Estaba
mandado también, y no sin motivo, que en dicho Racional
estuvieran grabados los nombres de los doce Patriarcas; pues llevar
siempre escritos en el pecho los nombres de los Patriarcas es meditar
sin cesar la vida ejemplar de los antiguos pastores. Sólo
entonces camina el sacerdote con paso seguro, cuando no pierde de vista
los ejemplos de sus antecesores en el ministerio, medita incesantemente
las obras de los Santos y reprime los torcidos pensamientos, para no
asentar el pie fuera de los límites de lo permitido.
Llámase también a esto el Racional del juicio, pues el
prelado debe discernir con ánimo perspicaz lo bueno de lo
malo, lo que es más conveniente y a quiénes, el
cómo y el cuándo; pensar bien sus resoluciones y no
buscarse a sí mismo, considerando como su más alto
interés el bien de sus prójimos. Y así
está escrito en el lugar ya mencionado: “En el mismo Racional
del juicio pondrás estas dos palabras: Doctrina y Verdad:
las cuales Aarón llevará sobre su pecho cuando se
presentare delante del Señor, y sobre su pecho llevará
siempre el juicio de los hijos de Israel en la presencia del
Señor” (Ex 28, 30). Para un sacerdote, llevar el juicio de
los hijos de Israel en la presencia del Señor, significa que ha
de resolver los negocios espirituales de los fieles sus
súbditos, teniendo sólo de mira a aquél que es
juez de los corazones, de modo que nada de humano se mezcle en los
asuntos que administra en nombre de Dios, ni sus resentimientos
personales le hagan exagerado y áspero en su celo por
corregir. Y al manifestarse severo en presencia de los pecados
ajenos, cumpla estrictamente su deber, sin que secretas envidias
destruyan la serenidad de su juicio, ni arrebatos de cólera lo
perturben. Y así, sin perder de vista el santo temor de
Dios, que debe regirlo todo, sepa infundir en sus súbditos una
gran consideración y respeto. Temor es éste que, al
paso que inspira humildad en el ánimo del prelado, lo purifica,
e impide que se engría por la presunción, se manche con
deleites carnales, se ofusque con la codicia de las cosas terrenales o
se extravíe con mundanos pensamientos, cosas todas que suelen
tentar el espíritu de los que gobiernan las almas, pero que
ellos deben darse prisa en desechar con los esfuerzos de su voluntad,
no sea que el mal que halaga con sus sugestiones, los subyugue con la
blandura de sus deleites y que, al ser negligentes en rechazarlos, los
rinda y mate con el aguijón del consentimiento.
CAPÍTULO III
Que el director de almas ha de ser señalado en su conducta.
Sea el que gobierna las almas dechado de los
demás en sus obras, señalando a los súbditos con
su conducta el camino de la vida, de suerte que el rebaño,
imitando las costumbres y escuchando la voz de su pastor, camine
más bien llevado por sus ejemplos que por sus palabras. Pues
claro está que aquél que por deber de su ministerio
está obligado a hablar de sublimes verdades, está
obligado también a dar sublimes ejemplos; que cuando la conducta
del que predica está de acuerdo con lo que enseña, sus
palabras penetran más fácilmente en el corazón de
sus oyentes, presentando como llano y hacedero con sus ejemplos lo que
impone con sus enseñanzas. Por eso dice el Profeta:
“Súbete sobre un alto monte, tú que anuncias buenas
nuevas a Sión” (Is 40, 9). Pues bien, el que tiene a
su cargo el predicar de cosas celestiales, parece como si,
levantándose por encima de los negocios de la tierra, descansara
sobre una alta cumbre, siéndole así más
fácil arrastrar a sus súbditos hacia el bien, por
hallarse, con los ejemplos de su vida, predicando desde las alturas.
Mandaba la Ley divina (Cfr. Ex 29) para la
consagración del Sumo Sacerdote, que tomara éste por
separado la espaldilla derecha del carnero, para significar que las
obras del sacerdote no sólo deben ser provechosas sino
también señaladas; que no sólo debe obrar bien en
comparación con los malos, sino que también debe
sobrepujar en pureza de costumbres a los súbditos buenos,
así como los supera en el honor del orden. Además
de la espaldilla del carnero, era porción para el sacerdote el
pecho, para indicarle que debe tomar del sacrifico, lo mismo que de su
propia persona debe inmolar en honor del Creador. Y no basta que
guarde en el pecho sus buenos pensamientos, sino que ha de incitar con
el brazo de sus obras hacia las cosas sublimes a los que en él
se miran, de modo que ni ambicione la prosperidad de la vida presente,
ni lo amedrenten las adversidades; desdeñe con la
reflexión de una conciencia timorata los halagaos del mundo, y
las dificultades las desprecie con el halago de las dulzuras interiores.
Por lo cual mandaba también la ley
(Cfr. Ex 29) que el Efod del Sumo Sacerdote se sujetara a los dos
hombros, para estar prevenido y armado con el aderezo de las virtudes
tanto contra las adversidades como contra la prosperidad, y
según la prescripción de San Pablo, proceder “con las
armas de la justicia para luchar a la diestra y a la siniestra”
(2 Co 6-7), buscando su solo apoyo en la gracia interior, sin
doblegarse hacia ningún lado ante los bajos deleites. Ni
la prosperidad lo engría, ni las contrariedades lo abatan, ni
los halagos lo inclinen al placer, ni las amenazas lo induzcan a la
desesperación; de suerte que se manifieste adornado en ambos
hombres por el esplendor del Efod, no doblegando ante ninguna
pasión la rectitud de su
conciencia.
Y no sin motivo estaba mandado que el Efod se
hiciera “de oro, de jacinto, de púrpura y grana dos veces
teñida y de fino lino retorcido” (Ex 28, 8), para
significar la variedad de virtudes de que el sacerdote debe estar
adornado. Debe brillar en las vestiduras sacerdotales, ante todo
el oro, que simboliza principalmente el brillo de una sabia
inteligencia. Agregase el jacinto, que tiene un brillo de color
azul celeste, para significar que, en alas de las verdades que estudia
y escudriña con su inteligencia, ha de elevarse al amor de las
cosas celestiales y no rebajarse a los goces rastreros, no sea que
cayendo incautamente en la red de los encomios, se vea privado de la
misma inteligencia de la verdad. Al oro y al jacinto ha de
mezclarse la púrpura (que es atributo de reyes) para dar a
entender que el corazón sacerdotal, al mismo tiempo que nutre en
esperanza los bienes que en sus sublimes enseñanzas predica, ha
de saber dominar en sí mismo los halagos y sugestiones del mal y
combatirlos como revestido de regia potestad, de suerte que tenga
siempre fijas sus miradas en la nobleza interior de que ha sido
investido y mantenga con sus costumbres la honra del reino celestial
que representa. Hablando de esta nobleza espiritual, dice San
Pedro: “Vosotros sois el linaje escogido, una especie de sacerdotes
reyes” . (1 P 2, 9). Y viene a corroborar lo soberano de esta
potestad con que reprimimos el mal, la sentencia de San Juan, que dice:
“A los que le recibieron (al Verbo) dióles poder de llegar a ser
hijos de Dios” (Jn 1, 12). De esta dignidad y poder trata
el Salmista cuando dice: “Mas yo veo, Dios mío, que tú
has honrado sobremanera a tus amigos; su imperio ha llegado a ser
sumamente poderoso” (Sal 138, 17). Entonces se remonta a las
alturas el espíritu de los santos, a modo de príncipes,
cuando los vemos soportar resignados las afrentas exteriores. Al
oro, al jacinto y a la púrpura ha de agregarse la grana dos
veces teñida; para significar que, a los ojos del juez de
nuestras conciencias, han de aparecer todas las demás virtudes
adornadas con la caridad; que todo lo que brille a la faz de los
hombres ha de estar inflamado en el fuego del amor, a la faz del
secreto árbitro de las almas. Y esta caridad, que abraza
con su amor a Dios y al prójimo, ha de resplandecer como con
doble matiz. Aquellos, pues, que de tal modo se entregan a la
contemplación de Dios, que descuidan el alma de sus
prójimos, o de tal modo desempeñan la cura de almas que
se entibian en el divino amor –culpables de negligencia en uno de estos
dos deberes– no saben llevar su Efod adornado con grana dos veces
teñida.
Pero no basta que el alma aspire a la
perfección de los preceptos de la caridad, es necesario
además que se mortifique la carne con la abstinencia, y por eso,
a la grana teñida dos veces, se añade el fino lino
retorcido. El lino, que brota de la tierra con graciosa
lozanía, ¿qué otra cosa puede significar sino la
castidad que crece lozana con la blancura de la pureza corporal?
El lino retorcido entra a formar parte del Efod y a contribuir a su
belleza, porque la castidad sólo llega al perfecto esplendor de
su limpieza, cuando la carne se rinde y, en cierto modo, se retuerce
bajo el peso de la abstinencia. Y así como blanquea el
lino retorcido en medio de la magnificencia del Efod, así se
destaca también la mortificación de la carne en medio de
las demás virtudes.
CAPÍTULO IV
Que el director de almas ha de ser discreto en su silencio
y aprovechado en sus palabras.
Para que no calle lo que ha de decir ni diga lo que ha de
callar, el director de espíritu debe ser prudente en su silencio
y aprovechado en sus palabras. Pues así como quien
profiere una expresión imprudente puede ser causa de
engaño, también el que guarda un silencio indiscreto
puede inducir a error a aquellos a quienes debiera instruir.
Con frecuencia ciertos superiores mal avisados, por
temor de perder el favor de los hombres, no se atreven a hablar
libremente de lo que es justo, y, según expresión de la
eterna Verdad, no desempeñan el oficio de buenos pastores en la
guarda de sus rebaños, sino el de mercenarios, pues, al ver
llegar al lobo, huyen a esconderse en un culpable silencio. A estos
tales reprende el Señor por boca del Profeta, llamándolos
“perros mudos que no saben ladrar” (Is 56, 10); y de nuevo se
queja de ellos, cuando dice “Vosotros no habéis hecho frente, ni
os habéis opuesto como muro a favor de la casa de Israel, para
sostener la pelea en el día del Señor” (Ez 13,
5). Hacer frente es combatir con libertad de palabra contra las
potestades del mundo en defensa del rebaño; sostener la pelea en
el día del Señor es combatir a los impíos
agresores, por amor de la justicia. Y ¿qué otra cosa es
para un pastor sino volver afrentosamente las espaldas al enemigo, el
callar la verdad por temor? Al contrario, si presenta su pecho a
favor de su rebaño, es como si opusiera un muro a los enemigos
en defensa de la casa de Israel. Por otra parte, dice el Profeta
al pueblo prevaricador: Tus profetas te vaticinaron cosas falsas y
necias, y no te manifestaban tus maldades para moverte a
penitencia (Lm 2,14). Es frecuente en la Sagrada Escritura
dar a los sacerdotes el nombre de Profetas, pues en realidad, cuando
predican lo deleznable de las cosas presentes, profetizan lo
venidero. Repróchales la Escritura Sagrada porque
vaticinan cosas falsas, pues si son cobardes para corregir los pecados
de los fieles, si no delatan las iniquidades de los pecadores,
absteniéndose de dar la voz de alarma, es como si adormecieran a
los pecadores con promesas de una falsa seguridad.
La Palabra que corrige es como la llave que sirve
para abrir, pues al echar en cara la culpa que a veces ignora el mismo
que la ha cometido, se la descubre; razón por la cual dice San
Pablo: “Sea (el obispo) capaz de instruir en la santa doctrina y
redargüir a los que la contradijeren” (Tt 1, 9). Y por
su parte dice Malaquías: “En los labios del sacerdote ha de
estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender
la ley, puesto que él es el ángel del Señor de los
ejércitos” (Ml 2, 7). Y amonéstale el
Señor por medio de Isaías diciéndole: “Clama, no
ceses, haz resonar tu voz como una trompeta” (Is 58, 1). El
que abraza el ministerio sacerdotal, desempeña el oficio de
pregonero, que precede con sus pregones la llegada del eterno y temible
juez que le sigue. Si pues el sacerdote no sabe predicar
¿cómo, pregonero mudo, podrá cumplir su ministerio
de clamar? Por eso el Espíritu Santo vino a descansar
sobre los primeros pastores de la Iglesia en figura de lenguas, y los
hizo inmediatamente hablar en público de la gracia de que los
había colmado: Por eso también manda Moisés que el
sacerdote, al entrar en el tabernáculo, lleve un ruedo de
campanillas de oro, para significarles que han de predicar, y no
ofender con su silencio al supremo Juez que los contempla.
Estaba mandado: “que se oiga el sonido (de las campanas) cuando entra o
sale del santuario a la vista del Señor, y no pierda la
vida” (Ex 28, 35). Por tanto el sacerdote, tanto al entrar
como al salir, pierde la vida, si no se oye su sonido, esto es, atrae
sobre sí las iras del soberano Señor, si camina sin
producir el ruido de la predicación. Con razón se
dice del sacerdote que ha de llevar las campanillas colgadas de sus
vestiduras, pues conforme a lo que atestigua el Profeta:
“Revístanse tus sacerdotes de justicia” (Sal 131,
9). ¿Qué otro sentido podemos dar a las vestiduras
del sacerdote sino el de sus buenas obras? Han de estar, pues,
pendientes de sus vestiduras las campanillas, de modo que las obras del
sacerdote, al par que las palabras de su boca, han de predicar y
enseñar el camino de la vida.
Por otra parte, al prepararse el predicador para hablar,
repare bien en la prudencia con que ha de expresarse, no sea que en
medio de los arrebatos de la palabra, hiera con sus errores el
corazón de sus oyentes; o al pretender aparecer como erudito,
destruya neciamente la trabazón de la unidad. De
ahí que mande la eterna Verdad: “Tened siempre en vosotros la
sal, y guardad la paz entre vosotros” (Mc 9, 49). La sal es
el símbolo de la sabiduría en las palabras. Quien
desee, pues, hablar sabiamente, cuídese mucho de no destruir con
sus palabras la unidad entre los que le escuchan. Y así
dice San Pablo: “En vuestro saber no os levantéis más
alto de lo que debéis, sino que os contengáis dentro de
los límites de la moderación” (Rm 12,3). Por
eso mandaba el Señor que en las vestiduras sacerdotales fueran
alternadas las campanillas de oro con las granadas de jacinto. Y
¿qué otra cosa significan las granadas, sino la unidad de
la fe? Pues así como en la granada, bajo una misma corteza
exterior, están apiñados dentro muchos granos, así
también la unidad de la fe abraza y encierra a los incontables
pueblos que forman la santa Iglesia, tan diversos en sí por la
variedad de su poder y cultura.
Y para que el prelado no se lance a predicar sin
preparación y prudencia, la Verdad misma hace resonar a los
oídos de sus discípulos las ya citadas palabras: “Tened
siempre en vosotros la sal de la sabiduría y así guardad
la paz entre vosotros”. Que es como si, por medio de las
simbólicas vestiduras sacerdotales, les dijera: Alternad las
granadas de jacinto con las campanillas de oro, de modo que en toda la
doctrina que predicáis, conservéis con prudencia la
unidad de la fe.
No basta que los directores de almas eviten con todo
esmero la predicación de doctrinas erróneas o malas, sino
que han de procurar además enseñar las mismas cosas
buenas con orden y medida: pues la predicación pierde a veces
todo su buen efecto porque, para hacerla llegar al corazón de
los oyentes, se la pule y desmenuza con una inmoderada
palabrería: semejante abuso de locuacidad deshonra al mismo que
la emplea, pues demuestra ignorar lo que realidad aprovecha al alma de
sus oyentes. Dijo el Señor a Moisés: “El hombre que
padece gonorrea sea inmundo” (Lv 15, 2). Para el alma de
los oyentes la palabra que escuchan es como la semilla de sus futuros
pensamientos, pues en cierto modo la palabra que entra por el
oído engendra sus ideas en el entendimiento; y así los
mismos sabios del mundo llamaron al gran predicador de las Gentes
sembrador de palabras. Teníase por inmundo al que
padecía gonorrea, porque el que está sujeto a la
verbosidad, se deshonra a sí mismo, pues si se expresara
debidamente, podría engendrar en el alma de sus oyentes fecundas
ideas de santidad, mientras que si se pierde en inmoderada
palabrería, arroja su semilla, no empleándola para
producir fruto, sino para causar su propia afrenta.
Asimismo San Pablo, al advertir a su
discípulo Timoteo la estricta obligación de predicar, le
dice: “Te conjuro, delante de Dios y de Jesucristo, que ha de juzgar a
vivos y muertos, al tiempo de su venida, y de su reino, predica la
palabra de Dios, insiste oportuna e importunamente” (2 Tm 4,
1). Antes de mandarle que predique importunamente, le manda que
lo haga oportunamente, pues si la misma importunidad de la palabra no
es oportuna, ella misma se desacredita ante el concepto de los oyentes.
CAPÍTULO V
Que el prelado ha de allegarse a todos por su bondad compasiva y estar
sobre todos por su alta contemplación.
Ha de hallarse el director de almas al nivel de los
fieles por su compasivo corazón, y por encima de todos en su
espíritu de contemplación; ha de hacer suyas las penas y
dolencias de los demás con la blandura de sus entrañas;
mientras por otra parte, en sus ansias de las cosas del cielo, ha de
elevarse sobre sí mismo; pero de modo que, ni por elevarse
desprecie las penalidades de sus prójimos, ni por aliviar las
penas de sus prójimos abandone la altura de sus
pensamientos. Y así vemos que San Pablo es arrebatado
hasta el tercer cielo, y allí escudriña los secretos
celestiales, y sin embargo, enajenado en la contemplación de las
cosas invisibles, aparta de allí sus miradas para fijarlas en
las miserias de la carne, disponiendo cómo deben gobernarse las
ocultas pasiones, diciendo: “Mas para evitar fornicación viva
cada uno con su mujer, y cada una con su marido; que el marido pague a
la mujer el débito y lo mismo la mujer al marido” (1 Co 7,
2). Y poco más adelante continúa: “No
queráis defraudaros el derecho legítimo, a no ser por
algún tiempo de común acuerdo, para dedicaros a la
oración, y después volved a cohabitar, no sea que os
tiente Satanás” (1 Co 7, 5). Vedle como, desde las
alturas de los celestiales arcanos, desciende con sus entrañas
de misericordia a resolver lo referente al comercio carnal, y la misma
mirada de su corazón que tenía fija en las sublimidades
del cielo, la vuelve compasivo a las secretas debilidades de la tierra.
Se remonta con su contemplación hasta los cielos, sin abandonar
con sus cuidados el terreno de las humanas miserias: pues unido a lo
más alto y a lo más bajo con las ligaduras de la caridad,
se remonta valeroso a las alturas por el empuje de su propio
espíritu, y desciende hacia los demás con su
compasión ordenadamente. Y así pudo decir:
¿”Quién enferma que no enferme yo con él?
¿quién cae en escándalo que yo no me
requeme?” (2 Co 11-29). Y en otra parte repite: “Con los
judíos he vivido como judío” (1 Co 9,20). Y
esto lo manifestaba, no para ocultar su fe, sino para ensanchar su
corazón, poniéndose en el lugar de los infieles para
aprender por sí mismo cómo debía compadecerse de
los demás, con el fin de hacer por ellos lo que hubiera querido
que hicieran por él, si se hallara en semejante coyuntura. Por
eso declara: “Si estáticos nos enajenamos, es por respeto a
Dios: si nos moderamos o humillamos, es por vosotros” (2 Co 5,
13). ¡De tal modo había llegado a sobreponerse a
sí mismo por la contemplación, y al propio tiempo, a
adaptarse a los demás por la condescendencia!
Vio también Jacob en su sueño subir y bajar
a los ángeles desde la cima de la escala donde se asentaba el
Señor hasta el suelo, hasta la piedra que luego ungió;
pues los predicadores de la verdad, no sólo deben tender con la
contemplación hacia la cima sagrada de la Iglesia que es Dios,
sino que también deben descender con la misericordia hasta sus
más íntimos miembros. Por eso Moisés a cada
paso entra en el tabernáculo y sale de él; y si dentro es
arrebatado en éxtasis, fuera se interesa por los negocios de los
que sufren; dentro contempla los arcanos divinos, fuera compadece las
miserias humanas. Asimismo, cada vez que se le ofrece alguna
dificultad, acude al tabernáculo y consulta al Señor
delante del Arca de la Alianza, dando de este modo un gran ejemplo a
los prelados, los cuales, cuando duden cómo proceder en las
cosas exteriores, han de entrar en sí mismos, como en un
tabernáculo, para consultar a Dios sobre sus dudas, como si
estuvieran delante del Arca de la Alianza, cuando escudriñan en
su interior las Sagradas Escrituras.
Así el Verbo Divino, al manifestársenos
revestido de nuestra naturaleza mortal, se acoge a la oración en
la montaña y luego obra milagros en las ciudades, dando
así un ejemplo que imitar a los buenos prelados que han de
aspirar a las cosas sublimes en la oración y al mismo tiempo han
de bajarse compasivos hasta aliviar las necesidades de los
débiles. Pues sólo es admirable la caridad en sus
sublimes arranques, cuando desciende misericordiosa hasta las miserias
de los prójimos; y tanto más atrevida es en sus elevados
vuelos, cuanto más compasiva se humilla ante los pequeños.
Los que gobiernan deben mostrarse tales que los
súbditos no tengan reparo en manifestarles hasta sus más
recónditos secretos; que cuando están expuestos los
pequeños a los embates de la tentación, acudan a su
pastor como al regazo de una madre, y que los que se sienten manchados
con la infamia de la culpa que los remuerde, la laven con las
lágrimas de penitencia y la remedien con las exhortaciones de su
pastor.
A las puertas del antiguo templo estaba el llamado mar de
bronce para lavarse las manos los que asistían al santuario;
este mar o depósito descansaba sobre doce bueyes con la cara
hacia fuera y las partes traseras ocultas debajo.
¿Qué otra cosa significan los doce bueyes sino el
conjunto de los pastores de almas? Al referirse a ellos la ley,
según atestigua San Pablo, dice: No pondrás bozal al buey
que trilla en la era (1 Co 9,9; Deut. 25, 4). Nosotros vemos,
sí, las acciones públicas de los pastores, pero ignoramos
qué es lo que les está reservado ante el Juez inexorable
en la oculta retribución de los actos. Ellos son los que,
cuando disponen su compasivo corazón para lavar los pecados que
confiesan los fieles, en cierto modo sostienen el depósito del
agua a las puertas del templo, con el fin de que todos aquellos que
desean entrar en la eternidad, manifiesten a su pastor sus propias
tentaciones o caídas y se purifiquen las manos de sus obras y
pensamientos en el mar de bronce sostenido por los bueyes.
Y puede suceder que el director de almas, al mismo tiempo
que se va enterando compasivamente de los pecados ajenos, se sienta
él asaltado por las mismas tentaciones que ha oído; pues
el agua misma del depósito en que la muchedumbre se lava, al fin
llega a ensuciarse, y al paso que se limpian en ella la suciedad, va
perdiendo su trasparencia cristalina. Pero no han de atemorizarse
por esto los pastores, pues alcanzarán con tanta mayor
facilidad, de Dios que todo lo sabe, verse libres de sus tentaciones,
cuanto con mayor caridad se cuiden de las tentaciones ajenas.
CAPÍTULO VI
Ha de ser por su humildad el director de almas accesible y llano con
los que obran bien, resuelto y celoso de la justicia con los vicios de
los malvados.
Sea además el pastor asequible y bondadoso con los
que obran bien; animoso y lleno de celo con los pecadores; de suerte
que nunca se manifieste altanero con los buenos, pero haga pronto uso
de su autoridad de superior cuando así lo exijan los desmanes de
los malos; considerándose igual a los fieles que viven bien,
desdeñando los honores, y no tema ejercitar sus derechos de
rigor con los perversos. Pues, como recuerdo haber escrito en mis
libros Morales (Greg. Mor 21, 22), la naturaleza ha hecho iguales
a todos los hombres: sólo el pecado los ha colocado a los unos
en situación inferior a los otros, según el orden de sus
méritos. Y esta misma diversidad que proviene del pecado
está dispuesta por voluntad de Dios, de modo que, no pudiendo
todos los hombres ser igualmente esforzados y fuertes, unos se
sostengan a otros. De suerte que los que están llamados a
gobernar, no deben considerar en sí su autoridad de mando, sino
la semejanza de condición con los demás; ni se
gloríen de poder mandar a los hombres, sino de servirlos.
Téngase presente que nuestros antiguos patriarcas no fueron
reyes de los hombres, sino pastores de ovejas. Y después
de haber dicho el Señor a Noé y a sus hijos: Creced y
multiplicaos y poblad la tierra; luego añadió: que
teman y tiemblen ante vosotros todos los animales de la tierra
(Gn 9, 1, 7). Si manda, pues, que ejerzan su poder con terror
sobre los animales de la tierra, es que prohíbe que lo ejerzan
sobre los hombres. Ese hombre que por su naturaleza está
por encima de los brutos, no lo está de los demás
hombres, y por eso debe infundir temor a los animales, no a los
hombres, pues sería contra naturaleza engreírse,
queriendo imponer temor a seres iguales.
Y sin embargo, es necesario que los prelados se hagan
respetar por sus súbditos, cuando ven que éstos no
respetan a Dios, y procurar que se abstengan del pecado al menos por
temores humanos, ya que no lo hacen por miedo a los juicios y castigos
divinos. Ni los prelados han de hallar en este indispensable respeto
motivos de engreimiento, pues en ello no han de procurar su propia
gloria, sino el perfeccionamiento de sus fieles. Desde el momento en
que imponen temor y respeto a los que viven mal, en cierto modo no
ejercen poder sobre hombres, sino sobre animales, pues es su parte
animal lo que se somete y sólo en concepto de tales deben
permanecer sometidos.
Pero suele suceder que el prelado, al verse colocado por
encima de los demás, se envanezca con pensamientos de soberbia;
y al ver que todo está a su disposición, que se cumple,
según sus deseos, todo lo que ordena, que los súbditos
enaltecen lo que hacen bien y no se atreven a contradecirle en lo que
obra mal, que aprueban a veces aun lo que debieran reprobar, adulado
por sus subordinados, se engríe; y mientras por defuera le rodea
el aura popular, por dentro desconoce su verdadera situación;
olvidándose de quien es, se mece en ajenas alabanzas, y llega a
creerse que es tal como le dicen y no como su conciencia debiera
dictarle. Trata con desdén a sus súbditos, no
reconociéndoles por iguales a sí en el orden de la
naturaleza, y porque es superior a ellos por razón de su
dignidad, se cree aventajarlos también en los méritos de
la vida; y está convencido de que, porque puede más, sabe
también más que ellos. Se forma en sí mismo
una especie de cima inaccesible, y siendo por fuerza de la naturaleza
de igual condición, no se digna considerar a los demás
como iguales; asemejándose así a aquél de quien
está escrito en Job: Contempla debajo de sí todo lo
más grande y elevado, como quien es el rey de todos los hijos de
la soberbia (Jb 41, 25). Ved ahí a Satanás
que, aspirando a ocupar un lugar único por lo elevado y
desdeñando la misma compañía de los
ángeles, exclama: Colocaré mi asiento en la cima del
monte del testamento situado al Septentrión, y seré
semejante al Altísimo (Is 14, 13). Y por justa
disposición de Dios, cuando por una parte se había
elevado sobre la cumbre de su poderío a la vista de los
demás, por otra encontró en su propio espíritu el
abismo en que se hundió. Equipárase así al
ángel apóstata quien, siendo hombre, pretende ser
superior a los demás hombres.– Así también
Saúl, después de haber sido humilde, al verse colocado en
la cumbre del poder se hinchó de soberbia; levantado por rey
cuando era humilde, repudiado por Dios cuando soberbio, como atestigua
el Señor mismo: ¿Acaso cuando tú eras
pequeño a tus propios ojos no te hice cabeza de las tribus de
Israel? (1 S 15, 17). Antes se había tenido por
pequeño a sus propios ojos, pero apenas revestido de poder
temporal, ya no se consideraba pequeño. Creyéndose
superior a los demás al compararse con ellos, se tenía
por mayor que todos porque disponía de mayor poder...
¡Cosa admirable! Mientras fue pequeño a sus propios ojos,
fue grande a los de Dios, pero apenas se tuvo él mismo por
grande, Dios lo repudió por pequeño.
A veces el ánimo se engríe ante las
manifestaciones y número de los súbditos, y deslumbrado
por el esplendor de su propia dignidad, se desvanece en humos de
soberbia. Sólo hace buen empleo de su poder aquel que sabe
a un tiempo mismo mantenerlo y moderarlo: sólo lo usa bien quien
sabe por medio de él elevarse por sobre las faltas ajenas, y
sabe también, a pesar de él, ponerse a igual nivel que
los demás. Si el corazón humano se ensoberbece
muchas veces sin que lo abone ninguna dignidad, ¿cuánto
más se engreirá si se ve revestido de poder? Para hacer
recto uso de la autoridad es menester saber servirse prudentemente de
ella en lo que aprovecha para el bien, renunciar a ella en lo que pueda
halagar, considerarse a pesar de ella igual a los demás, y, sin
embargo, hacer sentir su peso cuando se trata de ejercitar el celo por
la justicia con los pecadores.
Y esta suma prudencia y discreción la vemos
retratada en los ejemplos del primer Pastor; San Pedro, que
recibió el gobierno de la santa Iglesia de manos del mismo Dios,
rechazó las excesivas muestras de veneración del
varón justo Cornelio que humildemente se prosternó a sus
pies, y se declaró igual a él, diciendo:
Levántate, que yo soy un hombre como tú (Hch
10,26). Pero al notar la falta cometida por Ananías y
Safira, manifiesta todo el poder que ejercía sobre los
demás: con una sola palabra les priva de la vida, cuyos malos
pasos había sorprendido por interior inspiración: y
sólo hizo comprender que él era el jefe en el seno de la
Iglesia, cuando se trató de reprimir el mal; mientras de frente
a sus hermanos que obraban el bien no se reputó digno del honor
que tan espontáneamente le tributaba el piadoso
centurión. Por un lado, pues, vemos cómo la
santidad de la vida consigue establecer la mutua igualdad; por otro,
cómo el celo por la corrección del mal, resume sus
derechos de potestad.
Con los que obraban bien, San Pablo se conducía
como si no fuera su superior, y les dice: No es porque dominemos en
vuestra fe, sino al contrario, procuramos contribuir a vuestro gozo; y
añade: puesto que permanecéis firmes en la fe (2 Co
1, 23). Como si quisiera decirles: No pretendo imponerme a
vosotros en vuestra fe, porque permanecéis firmes en ella; nos
consideramos iguales a vosotros, porque sabemos que os mantenéis
en nuestras creencias. Y parece hasta olvidar que es su pastor
cuando les dice: Nos hemos hecho niños en medio de
vosotros (1 Ts 2-7). Y en otra parte repite: Nos hemos
hecho siervos vuestros por amor a Jesucristo (2 Co 4, 5).
Pero cuando llega a saber que existe entre los fieles un delito que no
ha sido reprimido, se reviste de toda su autoridad de maestro y de
pastor y exclama: ¿Qué queréis, habré de ir
a vosotros con la vara del castigo? (1 Co 4, 21).
Sólo, pues, se gobierna bien en los cargos
elevados, cuando el que manda procura ejercer su autoridad, no sobre
sus hermanos, sino sobre sus vicios y defectos. Y es preciso,
además, que los superiores, al corregir a sus subalternos
culpables, tengan buen cuidado de que, mientras castigan las culpas con
el derecho que su autoridad les confiere para el mantenimiento del
orden, se consideren iguales a los mismos hermanos a quienes corrigen,
para la guarda de la humildad; y no sólo eso, sino que a veces
es también recomendable que nos consideremos interiormente
inferiores a aquellos mismos a quienes corregimos. Pues mientras
sus defectos caen bajo los golpes de nuestra corrección, los que
nosotros mismos cometemos no encuentran siquiera quien los desapruebe
con el reproche de una sola palabra: y somos tanto más
responsables a los ojos de Dios, cuanto más impunemente pecamos
a los ojos de los hombres; por el contrario, nuestro rigor hace a los
subalternos tanto más libres de la justicia divina, cuanto menos
dejamos sin correctivo sus culpas en esta vida.
Ha de guardarse, pues, una grande humildad interior junto
con un justo orden exterior, cuidando en esto mismo que no se relajen
los principios de un justo gobierno con guardar una exagerada humildad;
no sea que rebajándose el superior más de lo conveniente,
se haga incapaz de reducir la vida de sus subalternos bajo el yugo de
la disciplina. Guarden, pues, los prelados, en su exterior, la
dignidad que han recibido para mayor provecho de los demás; y
conserven interiormente la humildad, pues mucho han de temer de su
propia estimación. Por otra parte, es necesario que se den
cuenta los subalternos, por ciertos indicios que han de aparecer
convenientemente, de que sus prelados son en su interior humildes, de
suerte que vean en su autoridad lo que han de temer y contemplen en su
humildad lo que han de imitar. Procuren por tanto, cuidadosamente, los
que gobiernan, que cuanto mayor aparezca su dignidad a los ojos de los
demás, tanto más pequeña aparezca a sus propios
ojos, y esto con el fin de que su propia dignidad no llegue a dominar
sus pensamientos, ni arrastre el ánimo a vanas complacencias, no
sea que la voluntad, por estar subordinada a los halagos del poder, no
pueda ya sobreponerse. Y para que los que gobiernan no se
envanezcan con las satisfacciones de su propio poderío, dice muy
a propósito el sabio: ¿Te han hecho jefe? No te
engrías: pórtate entre tus súbditos, como uno de
tantos (Si 32, 1). Por su parte, también San Pedro dice:
No queráis tener señorío sobre el clero, sino
siendo dechados de la grey (1 P 5, 3). Y por fin, la Eterna
Verdad, para invitarnos a aspirar a más elevados ejemplos de
virtud, nos enseña: No ignoráis que los príncipes
de las naciones avasallan a sus pueblos y que sus magnates los dominan
con imperio; no ha de ser así entre vosotros, sino que quien
aspirase a ser mayor entre vosotros, debe ser vuestro criado, y el que
quiera ser entre vosotros el primero, ha de ser vuestro siervo: al modo
que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir
(Mt 20,26 sg). Y por eso anuncia ya los suplicios que
están reservados para el siervo que se engríe con la
autoridad que se le ha confiado, diciendo: Pero si ese siervo malo
dijere en su corazón: Mi amo no viene tan pronto, y
empezaré a maltratar a sus consiervos y a comer y a beber con
los borrachos, vendrá el amo de tal siervo en el día que
no espera y a la hora que menos piensa, y le retirará y le
dará la pena que a los hipócritas o siervos
infieles (Mt 24, 48, sg). Con razón califica de
hipócrita e infiel a quien, con pretexto de ejercer un deber,
convierte su ministerio de gobierno en instrumento de despotismo; y aun
crece de punto la gravedad del pecado cometido, si se observa con los
malvados más el prurito de igualarse a ellos que el ánimo
de corregirlos. Así Helí, dominado por un falso
cariño hacia sus hijos, no se atrevió a castigarlos
cuando pecaron, y por eso se hizo, él junto con sus hijos, reo
de una terrible sentencia ante el acatamiento del Juez inapelable. Y
así le reprocha la voz del Señor: Has tenido más
consideraciones con tus hijos que conmigo (1 S 2, 29). Y por la
misma razón reprende el Señor a los pastores por boca del
Profeta: No vendasteis a las ovejas quebradas, ni recogisteis a las
descarriadas (Ez 34,4). No recoger a los extraviados es no
emplear los esfuerzos del celo pastoral en reducir y devolver al estado
de gracia a los que han caído en la culpa: vendar las fracturas
es reprimir los excesos de la culpa por medio de la autoridad, con el
fin de que la llaga no se extienda más, hasta llegar a producir
la muerte por no haberla atajado con el rigor de la justicia.
Pero también puede suceder que cunda la herida por
haber sido mal vendada, de suerte que se sienta más hondo el
desgarramiento al aplicar sin tino el vendaje. Por eso es
necesario que, al atar la herida del pecado, reprendiendo a los
súbditos, se modere el rigor mismo de la corrección con
una gran prudencia: de modo que se ejerzan los derechos de reprender
sin renunciar a los sentimientos de caridad. Debe mostrarse el
prelado con sus subalternos, como madre en su bondad, y como padre en
el rigor; y al propio tiempo, ha de procurar con gran cuidado que su
bondad no resulte condescendencia, ni su rigor inflexibilidad. Pues
como dejamos demostrado en nuestros libros Morales (Greg. Mor 20,
14), tanto la bondad como la justicia pierden eficacia, si la una no va
acompañada de la otra; antes los prelados deben estar dotados
para con sus dependientes de una bondad previsora y prudente, y de una
autoridad blandamente inexorable. Y esto mismo nos enseña
nuestro Divino Maestro en la parábola del caritativo Samaritano,
quien lleva al viajero medio muerto a la posada y antes emplea aceite y
vino para curar sus heridas: el vino que produce escozor en las llagas,
y el aceite que las suaviza. Por tanto, los que tienen por deber
medicinar las heridas del prójimo han de emplear el vino que
escuece y el aceite que ablanda y alivia, para que con el vino
desaparezca la gangrena y con el aceite se suavice la cura. Ha de
mezclarse la severidad con la blandura, formando con ambas un
término medio que ni exaspere a los súbditos con la
excesiva aspereza, ni los relaje con la inmoderada bondad. Todo
lo cual viene a simbolizar el Arca de la Alianza, en la cual,
según testimonio de San Pablo, se guardaban junto con las tablas
de la Ley, la vara de Aarón y el maná; pues en el alma de
un buen prelado, junto con el conocimiento de la Sagrada Escritura,
debe guardarse la vara de la severidad y también el maná
de la dulzura. Por eso canta David: Tu vara y tu báculo
han sido mi consuelo (Sal 22, 4), pues la vara sirve para
castigarnos y el báculo para sostenernos: ya que se usa la vara
de la corrección que hiere, no se olvide el báculo del
consuelo que sostiene. Haya, pues, amor sin excesivas blanduras;
entereza, sin exasperaciones; celo, sin encarnizamiento; bondad, sin
relajamiento en el perdón; de suerte que, mezclándose en
el ejercicio de la autoridad la justicia con la clemencia, el que
gobierna ablande el corazón de sus súbditos con el temor,
y al mismo tiempo, los atraiga a reverenciar el temor con la blandura.
CAPÍTULO VII
Que el director de almas no ha de mermar el cuidado de la vida
interior por causa de las ocupaciones exteriores, ni ha de abandonar
sus obligaciones exteriores por las atenciones de la vida interior.
Trate el director de almas de no disminuir el cuidado de
la vida interior por causa de las ocupaciones exteriores, y de no
abandonar sus obligaciones exteriores por las atenciones de la vida
interior, no sea que, entregado de lleno a los negocios temporales,
descuide los asuntos espirituales; o que únicamente consagrado a
éstos, escatime a sus prójimos los cuidados exteriores
que les son debidos. Hay algunos que, olvidándose de que
son prelados precisamente para atender al alma de sus hermanos, se
engolfan con todos los bríos de su espíritu en los
negocios mundanos; cuando tienen ocupaciones de esta clase, entonces
trabajan con agrado, y si éstas les faltan, viven día y
noche en continua desazón por tenerlas, y mientras se hallan
inoperosos por falta de tales negocios, encuentran mayor fatiga en su
mismo descanso. Si por ventura se ven abrumados de quehaceres,
están en sus delicias, y sólo consideran trabajoso y
pesado si no trabajan en negocios temporales. De donde resulta
que, mientras se complacen en los afanes que les ocasiona el
estrépito del mundo, ignoran por completo los negocios del alma
en que debieran instruir a los demás. Como consecuencia
inevitable de este proceder, va languideciendo la vida cristiana en los
subalternos, pues si acaso desean ellos aprovechar en el
espíritu, tropezarán en su camino con los ejemplos que
les da su mismo prelado. Y cuando la cabeza está enferma,
de nada sirve que los demás miembros estén sanos;
Así como en balde seguirá a marchas forzadas un
ejército en busca del enemigo, si el mismo capitán
equivoca el camino. No tendrán los fieles
exhortación alguna que levante su espíritu, ni
reprensión que castigue o reprima sus culpas; pues si el
director de sus almas ejercita sólo el oficio de juez temporal,
el rebaño se verá privado de la vigilancia de su pastor;
y no alcanzarán los súbditos a percibir la luz de la
verdad, pues engolfados los sentidos del pastor en los negocios
terrenales, el polvo que levanta el remolino de las tentaciones
cegará sus ojos, que lo son también de la comunidad de
los fieles.
Para remediar este desorden, el Redentor del linaje
humano, después de decirnos, con el fin de apartarnos de los
excesos de la comida: Velad sobre vosotros mismos, no suceda que se
ofusquen vuestros corazones con la glotonería y embriaguez
(Lc 21, 34): nos advierte enseguida: Ni con los cuidados de esta
vida. Luego agrega palabras de amenaza: No sea que os sobrevenga
de repente aquel día; y declara lo repentino de aquella
llegada, diciendo: Que será como un lazo que sorprenderá
a todos los que moran sobre la superficie de la tierra. Y a
este mismo propósito, dice en otro lugar: Nadie puede servir a
dos señores (Lc 16, 13).
Razón por la cual San Pablo trata de apartar
el ánimo de los prelados de los negocios mundanos, no
sólo con súplicas, sino más bien con amenazas,
cuando dice: Ninguno que se ha alistado en la milicia de Dios debe
embarazarse con negocios del siglo, a fin de agradar a Aquél que
lo alistó (2 Tm 2, 4). Y en otra ocasión
ordena a los prelados de la Iglesia que, como principio, se abstengan
de tales asuntos, y les dicta la manera de proceder, diciendo: Si
tuviereis pleitos sobre negocios de este mundo, tomad por jueces (antes
que a los infieles) a los más ínfimos de la Iglesia
(1 Co 6, 4): y esto con el fin de que traten de los menesteres
terrenales aquellos que no están revestidos de carácter
sagrado. Que es como si dijera: Ya que ellos no alcanzan los
negocios del alma, al menos pueden emplearse en los asuntos exteriores
indispensables. Por la misma razón, Moisés, que
solía tener trato íntimo con Dios, mereció que un
extranjero, Jetró, su suegro, lo reprendiera porque gastaba sus
fuerzas en tareas ímprobas, dirimiendo las cuestiones materiales
de su pueblo (Ex 18, 17, sg). Diole además
Jetró el consejo de escoger en su lugar a algunas personas que
entendieran en las disensiones populares, para que él pudiera,
con mayor libertad, dedicarse a meditar en las profundas verdades
espirituales con que instruir al pueblo.
Son los inferiores los que han de ejecutar las cosas
menos importantes, y los superiores los que han de idear y concertar
las cosas más elevadas, y así los ojos que han de
inspeccionar el camino no se ofuscarán con el polvo de la
tierra. Los que gobiernan son como la cabeza de sus subalternos:
y para que los pies puedan emprender su marcha con acierto, es
necesario que la cabeza, desde la altura en que está colocada,
examine bien el camino; pues si la cabeza se inclinara hacia la tierra,
llevando encorvado el cuerpo, se verían a cada paso los pies
impedidos de seguir su marcha regular. ¿Con qué
derecho disfruta el director de almas de las prerrogativas de pastor
entre los fieles, si se entremete en aquellos mismos negocios
temporales cuyo ejercicio debiera reprimir en los demás? Y
esto es lo que el Señor, en su justa indignación, amenaza
cuando dice por boca del Profeta: Y será el sacerdote como
el pueblo (Os 4, 9). El sacerdote es como el pueblo cuando,
el que desempeña el ministerio espiritual obra lo mismo que
aquellos a quienes debe corregir en sus aficiones carnales.
Viendo lo cual el Profeta Jeremías, con vivo dolor de sus
amorosas entrañas, se lamenta como si estuviera presenciando la
destrucción del templo, diciendo: ¡Cómo se ha
oscurecido el oro, y se ha cambiado su color bellísimo!
Dispersas ¡ay! están las piedras del Santuario por los
ángulos de todas las plazas (Lm 4, 1). El oro, que
es el más valioso de todos los metales, ¿qué otra
cosa puede significar sino la grandeza de la santidad? Y su color
bellísimo ¿qué otra cosa querrá decir sino
el respeto a la religión que todos debemos amar? Y las
piedras del Santuario ¿qué son sino las personas
constituidas en órdenes sagradas? Y por las plazas
¿qué podrá estar figurado sino la anchura de la
vida presente? La voz plaza se deriva de la palabra griega
platos, que significa anchura. Pues bien, como dice la misma
eterna Verdad: Ancha y espaciosa es la senda que lleva a la
perdición (Mt 7, 18). El oro del templo se oscurece,
cuando se profana la santidad de la vida con acciones terrenales; su
bellísimo color se cambia, cuando se amengua el respeto y
antigua estima en que algunos pastores eran tenidos como varones de
vida ordenada y piadosa. Pues es claro que, los que
después de haber llevado una conducta santa, se entremeten en
asuntos temporales, en cierto modo cambian de color ante los ojos de
los hombres y se oscurecen, con menoscabo del respeto que les es
debido. Yacen dispersas por las plazas las piedras preciosas del
Santuario, cuando aquellos que, para ornato de la Iglesia, hubieran
debido aplicarse a la interna contemplación de los misterios en
lo más recóndito del Santuario, se desparraman por fuera
en los anchos caminos de los negocios seculares. Las piedras
preciosas del Santuario estaban destinadas a brillar en el recinto del
Sancta Sanctorum sobre las vestiduras del sumo Pontífice.
Cuando, pues, los ministros de la religión no exigen de sus
súbditos el honor que en la práctica de las buenas obras
deben tributar al Redentor, no se emplean las piedras preciosas del
Santuario para ornamento del Pontífice: antes yacen dispersas
por las plazas cuando las personas revestidas de carácter
sagrado, entregadas a la anchura de sus placeres, se dedican a los
negocios temporales. Y es de notar que no dice el Profeta que
están las piedras dispersas en las plazas, sino en los
ángulos o cabezas de las plazas, para dar a entender que, cuando
los pastores obran con miras humanas, si bien sólo pretendan
sobresalir para poder caminar más a sus anchas por el sendero
del placer y de la vanidad, sin embargo quedan siempre a la vista,
colocados en el ángulo o cabeza de la plaza, a causa de la
sublime dignidad de su sagrado ministerio.
Bien puede entenderse también por estas
piedras, aquéllas de que estaba construido el Santuario, las
cuales yacen dispersas en los ángulos de las plazas, cuando las
personas constituidas en sagrada dignidad se dedican por su voluntad a
intereses terrenales, mientras que por su misión parecían
antes sustentar la gloria de la santidad. Rara vez ha de
mezclarse el pastor en negocios mundanos, y esto sólo por ayudar
a sus prójimos; nunca ha de buscarlos de intento, pues si se
buscan por afición, agobian el espíritu, y
venciéndolo con su peso, lo desempeñan en los abismos
desde las alturas de lo sobrenatural.
Otros hay que caen en el extremo opuesto: se cuidan,
sí, de su rebaño, pero de tal modo se entregan a sus
propios asuntos espirituales, que se niegan absolutamente a tratar de
ningún asunto temporal, y así, descuidando por completo
las cosas materiales, no satisfacen debidamente todas las necesidades
de sus subalternos. Su misma predicación llega a veces a
ser objeto de desprecio, porque, si bien reprenden las malas obras de
los pecadores, no se cuidan de remediar las necesidades de la vida
presente, y por tanto, no se les oye con interés. Las
solas palabras y consejos no llegan hasta el corazón de los
pobres, si no van acompañadas por la mano de la misericordia; y
sólo brota fácilmente la semilla de la palabra, cuando la
caridad del predicador derrama su piadoso riego en el alma de los
oyentes. Por eso es indispensable que el director de almas, para
hacer penetrar las cosas espirituales, proporcione también, sin
detrimento de sus piadosas intenciones, bienes materiales. Y de
tal modo debe ser el celo de los pastores por el bien eterno de sus
fieles, que no han de descuidar el provecho de su vida temporal.
Pues, como dejamos dicho, no sin cierta razón se retrae el
rebaño de aceptar las verdades que le predican, si ve que el
pastor no toma en cuenta el alivio de sus necesidades materiales.
Por ese motivo, San Pedro, el primer pastor de la Iglesia manifiesta
por ella toda su solicitud, cuando dice: A los presbíteros que
hay entre vosotros, suplico yo, vuestro compresbítero y testigo
de la pasión de Cristo, como también participante de su
gloria, la cual se ha de manifestar a todos en lo porvenir, que
apacentéis la grey de Dios puesta a vuestro cargo (1 P 5.
1). Y qué apacentamiento aconseja en esta ocasión,
el del alma o el del cuerpo, lo declara diciendo: Gobernándola y
velando sobre la grey, no precisados por la necesidad, sino con
voluntad afectuosa, que sea según Dios; no por un sórdido
interés, sino gratuitamente (Ibid). Con estas palabras
quiere sin duda el Apóstol prevenir amorosamente a los pastores,
para que no se hieran a sí mismos con el aguijón de la
ambición, no sea cosa que, mientras por intermedio suyo reciben
los prójimos el socorro para el cuerpo, resulten ellos mismos
ayunos del pan de las divinas recompensas. Y San Pablo alienta
este celo de los pastores, diciendo: Que si hay quien no mira por los
suyos, mayormente si son de su familia, este tal ha negado la fe y es
peor que un infiel (1 Tm 5, 8).
En todo esto, es preciso tener siempre presente la
precaución de no perder nunca de vista la recta intención
interior al tratar de los negocios exteriores. Pues como dejamos
dicho, suele suceder que, a medida que los prelados se engolfan
incautamente en los cuidados temporales, van entibiándose en la
caridad interior, hasta que, derramados sus corazones en las cosas de
fuera, llegan a olvidarse de que el cargo que han recibido es gobernar
las almas. Es preciso, pues, poner un límite prudente a
los cuidados exteriores que se dedican a los fieles. Con
razón manda el señor a Ezequiel: Y los sacerdotes no
raerán su cabeza ni dejarán crecer su cabello, sino que
lo acortarán cortándolo con tijeras (Ez 44,
20). Dase el nombre de sacerdotes a todos aquellos que
están puestos al frente de los fieles para ejercer el gobierno
sagrado. Los cabellos que crecen en la parte superior de la
cabeza simbolizan los pensamientos de la inteligencia, pues crecen
aquellos sin sentirlo sobre el cerebro, como los afanes, a veces
importunos, de la vida presente, van brotando sin darse cuenta de las
almas distraídas. Y siendo así que los que gobiernan no
pueden prescindir de los cuidados materiales de los fieles, y tampoco
deben por otra parte engolfarse en ellos ciegamente, con razón
se les prohíbe a los sacerdotes que se rasuren la cabeza y que
dejen crecer el cabello, para darles a entender que las preocupaciones
carnales que proporciona la vida de los súbditos, ni deben
suprimirlas completamente, ni deben dejarlas que crezcan demasiado. Por
eso está escrito: Acortarán los cabellos
cortándolos con tijeras; que es como decir: que los afanes de
los asuntos temporales deben, sí, aparecer, pero sin embargo han
de cortarse o suspenderse prontamente para que no crezcan en
demasía. De este modo al mismo tiempo se atienden los
intereses de la vida temporal con un cuidadoso gobierno exterior, y por
la moderación en ellos no se daña la pura
intención del alma: que viene a ser como conservar el cabello en
la cabeza del sacerdote para proteger su piel, pero tenerlo corto para
que no llegue a taparle los ojos.
CAPÍTULO VIII
Que el director de almas no ha de proponerse en sus obras agradar
a los hombres, si bien ha de empeñarse en que lo que hace pueda
agradarles.
Es, además, necesario que el pastor esté muy
sobre sí para no dejarse llevar por el deseo de agradar a los
hombres; que ni cuando se consagra a la vida interior, ni cuando provee
a los negocios exteriores, pretenda que los fieles le amen a él
más que a Jesucristo, que es la Verdad; no sea que, mientras lo
creen todos apartado del mundo y firme en el bien, su amor propio lo
tenga apartado de Dios. Pues se convierte en rival de nuestro
Redentor Jesucristo aquel que, por medio de las buenas obras que hace,
aspira a usurpar el amor que la congregación de los fieles
sólo a Él le debe. Se hace reo de pensamientos
adúlteros el criado que, encargado por el esposo de presentar
sus dones a la esposa, se propone conquistar las buenas gracias de
ésta.
Y este mismo amor propio, cuando se apodera del alma
de los prelados, unas veces los arrastra a ser excesivamente
complacientes, y otras, a ser ásperos e intolerables.
Truécase a veces el amor propio en complacientes blanduras,
cuando al notar las faltas de sus súbditos, no se atreven los
prelados a reprenderlos por temor de malquistarse con ellos: y llega en
ocasiones a alentar con sus halagos los extravíos de los fieles
a quienes debiera reprimir. Y bien dice el Profeta a este
propósito: ¡Ay de aquellos que ponen almohadillas bajo
todos los codos y hacen cabezales para poner bajo la cabeza de los de
toda edad, a fin de hacer presa en las almas! (Ez 13,18). Poner
almohadillas bajo todos los codos es alentar con vanos halagos a las
almas que van desviándose del camino del bien y que se abandonan
a los deleites de este mundo. Lo que es para el codo la
almohadilla, lo que es para la cabeza del que está acostado el
cabezal, eso es para el pecador el rigor de la corrección que se
le ahorra, las muestras de ternura que se le dan, para que duerma
tranquilo en sus vicios y ninguna contradicción o sacudida
brusca lo despierte.
Y los superiores que están cegados del amor
propio, usan precisamente estas muestras de tolerancia con aquellos de
quienes temen puedan menoscabar su propia gloria temporal tan
ambicionada. Por el contrario, a aquellos de cuya influencia nada
tienen que temer, los abruman continuamente bajo el peso de sus
ásperas reprensiones; no los amonestan con dulzura, sino que
más bien, olvidándose de la mansedumbre de pastores, los
atemorizan con la dureza de amos. A estos tales condena la
sentencia divina por boca del Profeta: Vosotrosdominabais sobre
las ovejas con aspereza y con prepotencia (Ez 34,4). Como
se aman a sí mismos más que a Dios, se muestran
arrogantes en presencia de sus súbditos: se fijan no en lo que
debieran hacer, sino en lo que pueden hacer: no piensan en la terrible
cuenta que han de dar, sino sólo en vivir neciamente
deslumbrados por la gloria terrenal: gustan de hacer como cosa
corriente, hasta lo que es ilícito, sin que ninguno de sus
fieles se atreva a contradecirlos. Los que, tratando de obrar
mal, pretenden al mismo tiempo que los demás guarden silencio
acerca de sus obras, ellos mismos proporcionan las pruebas de que
quieren ser más amados que la verdad, en cuya defensa no
permiten que salga nadie con desdoro de ellos. Pues, no habiendo nadie
en el mundo en cuya vida no haya defectos, aquel que quiera que todos
amen a la verdad más que a él, no consiente que nadie le
trate a él con más respetos y miramientos que a la
verdad. Por eso el Apóstol San Pedro recibió
gustoso la reprensión de San Pablo; por eso David aceptó
humildemente las acusaciones del Profeta Natán, su
súbdito; pues los superiores rectos, que no aspiran a conquistar
simpatías particulares, consideran como una muestra de humildad
por parte de sus súbditos, la expresión de la verdad
libre y franca. A pesar de esto, es preciso templar con un arte
tan lleno de prudencia la autoridad y la vigilancia, que los
súbditos puedan manifestar libremente de palabra las justas
razones que puedan tener, pero de tal suerte que esta misma libertad no
degenere en descaro, no sea que al concedérseles una excesiva
libertad de expresarse, lleguen a olvidar en su conducta la humildad de
su condición.
Han de saber, además, los buenos superiores
que es conveniente que procuren agradar a los hombres, pero con el fin
de atraer al prójimo al amor de la verdad y del bien, por medio
del cebo de su propia estimación; no que deseen ser estimados,
sino haciendo de esta estimación un medio, un camino por el cual
guiar a las almas al amor del Supremo Hacedor. Es difícil
que a un predicador, por más que enseñe cosas buenas, le
oigan gustosos, si no le aprecian. Debe, pues, el pastor hacerse
amar para hacerse escuchar, pero no buscando el amor para sí
mismo, pues en ese caso aparecería en sus íntimos
sentimientos como usurpador de la gloria de Aquél a quien por
deber aparenta servir. Y esto mismo nos enseña San Pablo
cuando nos muestra sus ocultas intenciones, diciendo: Al modo que yo
también en todo procuro complacer a todos (1 Co 10,
33). Y sin embargo, añade en otro lugar: Si todavía
siguiese complaciendo a los hombres, no sería yo siervo de
Cristo (Ga 1, 10). Así, pues, San Pablo trata de agradar y
no trata de agradar a los hombres; pues en aquello mismo en que procura
agradar, no se busca a sí mismo, sino sólo anhela que,
por medio de él, el bien y la verdad resulten agradables a los
hombres.
CAPÍTULO IX
Que ha de tener muy en cuenta el superior que a veces los vicios
adoptan apariencias de virtudes.
Pero tengan muy en cuenta los superiores que los
vicios suelen aparentar virtudes. Así no es raro que la
avaricia se encubra bajo el manto de la economía, y por el
contrario, el derroche se oculte bajo apariencias de generosidad; se
cree a veces ser benignidad lo que es relajación, y se toma por
virtud de celo lo que es desenfrenada iracundia: suele llamarse
presteza y diligencia en el obrar, la precipitación atropellada;
y la lentitud en los deberes es tenida por prudencia y gravedad. De
aquí la necesidad de que el director de almas sepa discernir con
tino las virtudes de los defectos, con el fin de que no se
gloríe alguien de ser parco en sus gastos, cuando lo domina la
avaricia; o se jacte de dadivoso y compasivo, cuando derrocha a manos
llenas; o tolerando lo que debía corregir, empuje a los fieles a
las penas eternas; o corrigiendo sin piedad a los pecadores, caiga
él mismo en más graves pecados; o malogre con su
precipitada conducta lo que debió hacerse con madurez y
gravedad; o bien, dejando para más tarde el cumplimiento de una
buena obra, venga a resultar después una obra mala.
CAPÍTULO X
Que ha de tener el superior discreción para reprender y para
perdonar; para el celo y para la mansedumbre.
Será prudente, a veces, dispensar los
defectos de los subalternos, dándoles a entender que se les
dispensan; otras veces, tolerar las faltas notorias, y otras, indagar
con precaución los pecados ocultos; a veces, reprocharlos con
suavidad, y a veces, increparlos con dureza.
Hemos dicho que algunos defectos han de dispensarse
con prudencia, pero dando a entender que se dispensan, y esto, con el
fin de que el culpable vuelva sobre sí, y, al notar que lo han
sorprendido en su falta y ver que sin embargo le toleran en silencio
sus defectos, se arrepienta de sus culpas y castigue en sí mismo
lo que la paciencia del superior sabe excusarle bondadosamente. Y
Dios N. S usando de esta misma indulgencia, reprende al pueblo
judío, cuando dice por boca del Profeta: Has faltado a tu
palabra, ni te has acordado de mí, ni has reflexionado en tu
corazón, porque yo callaba y hacía el desentendido
(Is 57, 11). Dispensaba Dios sus culpas y al mismo tiempo se las
advertía; guardaba silencio en presencia del pecado y le
hacía saber al propio tiempo que había callado.
A menudo habrá que tolerar hasta los pecados
notorios, cuando la ocasión no sea propicia para reprenderlos
abiertamente: pues si se saja una llaga fuera de sazón, se
enconará aún más, y si la medicina se aplica a
destiempo, es claro que perderá la virtud de sanar.
Mientras tanto que busca el superior una oportunidad para aplicar la
corrección, habrá de ejercer su paciencia como abrumada
por el peso de las culpas de los fieles, como muy bien expresa el
Profeta cuando dice: Sobre mis espaldas han descargado sus golpes los
pecadores (Sal 128, 3). Sobre las espaldas se llevan las
cargas, y, al quejarse de que sobre sus espaldas han descargado sus
golpes los pecadores es como si dijera el Señor: Soporto
como un peso redoblado a aquellos a quienes no me es dado corregir.
Otras veces habrán de indagarse con prudencia
los pecados ocultos, de manera que, por ciertos indicios exteriores,
llegue a conocer el superior lo que está oculto en el alma de
sus súbditos, y en el curso de una apropiada corrección,
consiga descubrir los grandes pecados por medio de los pequeños
defectos. Y así mandó el Señor a
Ezequiel: Hijo del hombre, horada la pared: y añade
enseguida el mismo profeta: Y apenas hube horadado la pared,
apareció una puerta. Díjome entonces el
Señor: Entra y observa las pésimas abominaciones que
cometen éstos aquí. Y habiendo entrado,
miré, y he aquí figuras de toda especie de reptiles y de
animales, y la abominación de la familia de Israel, y todos sus
ídolos estaban pintados en la pared (Ez 8, 8 sg). La
persona de Ezequiel representa aquí a los prelados: y la pared,
la dureza del corazón de los súbditos. Y
¿qué otra cosa viene a significar horadar la pared, sino
penetrar la dureza del corazón de los fieles con atinadas
indagaciones? Horadada la pared, apareció una puerta;
así también, cuando se consigue quebrantar la dureza de
los corazones con acertadas preguntas o con prudentes amonestaciones,
es como si se abriera una puerta, a través de la cual se
divisarán los más íntimos pensamientos de
aquél a quien se desea corregir. Por lo cual, añade
la Escritura: Entra y observa las pésimas abominaciones que
cometen estos aquí. Y en cierto modo entra para contemplar
las abominaciones, el superior que penetra en el corazón de los
súbditos por ciertos indicios que asoman por defuera, para
conocer los malos pensamientos que anidan en él. Y
añade la Escritura: Y habiendo entrado, miré y vi toda
clase de reptiles y de animales. Por los reptiles, se entienden
los pensamientos completamente terrenales y rastreros; por los
animales, los pensamientos algún tanto más elevados, pero
apegados aun a los halagos y galardones de la tierra. Pues
mientras los reptiles viven pegados a la tierra con todo su cuerpo, los
demás animales tienen la mayor parte del cuerpo levantado de
ella, si bien por sus apetitos de gula miran siempre al suelo.
Están los reptiles dentro de la pared, cuando los pensamientos
que se agitan en la mente no alcanzan a elevarse nunca por sobre los
apetitos terrenales. Están los animales dentro de la
pared, cuando los pensamientos que se tienen, aunque algunos sean
justos y honrados, se hallan supeditados todavía a los intereses
y honores temporales, y si bien se levantan algo por encima de la
tierra, sin embargo rastrean aun a causa de sus bajas ambiciones, como
los animales por el apetito de la gula. Y añade la
Escritura: Y todos los ídolos de Israel estaban pintados en la
pared. Lo cual está de acuerdo con aquel otro pasaje que
dice: Y la avaricia que es la servidumbre de los ídolos
(Col 3, 5) Y no sin razón se colocan los ídolos
después de los animales; pues si bien hay quienes, por ciertas
honradas acciones, se elevan algún tanto de la tierra, sin
embargo sus torpes ambiciones los arrastran hacia el suelo. Y
bien dice la Escritura que estaban pintados, pues la apariencia de las
cosas exteriores cautiva el corazón, y en cierto modo quedan
retratadas en él todas aquellas engañosas imágenes
en que deliberadamente sueña. – Es de notar que el Profeta,
primero vio la abertura en la pared, y después, la puerta, y por
fin quedó de manifiesto la abominación. Del mismo
modo, primero se notan por defuera los indicios del pecado,
después aparece la puerta de la iniquidad manifiesta, y por
último sale a la luz toda la maldad que se ocultaba por dentro.
Otros defectos han de corregirse con blandura, pues
cuando el culpable cae en falta, no por malicia, sino sólo por
debilidad o ignorancia, ha de templarse la corrección del pecado
con una gran moderación. Pues mientras vivamos en esta
carne mortal, todos estamos sujetos a las flaquezas de nuestra
corrompida naturaleza. Cada cual puede aprender en sí
mismo la misericordia que debe usar con las flaquezas ajenas, y no
olvidarse de lo que él es cuando levanta amenazador el grito de
reproche contra las debilidades del prójimo. Con
razón nos advierte San Pablo: Hermanos míos, si alguno,
como hombre que es, cayere en algún delito, vosotros que sois
espirituales, amonestadle con espíritu de mansedumbre, haciendo
cada uno reflexión sobre sí mismo y temiendo caer
también en la tentación (Ga 6, 1). Que es
como si claramente dijera: cuando ves algo que te desagrada en los
defectos ajenos, considera lo que eres tú, y el temor de caer en
las mismas faltas que reprochas, modere tu espíritu de celo en
la represión.
Hay, por el contrario, pecados que han de
reprenderse con severidad, pues si el culpable no llega a conocer el
alcance de su propia culpa, sepa su gravedad por boca del que lo
corrige; o si el que cometió el mal trata de excusarlo, conciba
horror hacia él, a lo menos por la severidad de la
reprensión. Deber del pastor es enseñar por medio
de la predicación el camino de la gloriosa patria del cielo;
descubrir los lazos ocultos tendidos en el camino de esta vida por el
antiguo enemigo; y reprender con la mayor severidad y celo aquellos
pecados de los fieles, que no deben tolerarse con falsa indulgencia,
pues si el superior no es bastante celoso en la corrección de
las culpas, pudiera con razón considerársele como
cómplice de ellas. Por lo cual dio el Señor a
Ezequiel la siguiente orden: Toma un ladrillo, y póntelo
delante, y dibujarás en él la ciudad de
Jerusalén. Y enseguida añade: Y delinearás
con orden un asedio contra ella, y levantarás fortificaciones y
harás trincheras, y sentarás un campamento contra ella, y
colocarás arietes alrededor de sus muros. Y para defensa
del Profeta, le dice el Señor a continuación: Toma luego
una sartén o plancha de hierro y la pondrás cual si fuera
una muralla entre ti y la ciudad delineada (Ez 4, 1,2). Al
mandarle el Señor que tome un ladrillo, se lo ponga delante y
dibuje en él la ciudad de Jerusalén, ¿qué
puede significar el Profeta Ezequiel sino a los directores y maestros
de las almas? Pues el tomar ellos un ladrillo es el recibir a su cargo
el corazón terrenal de sus oyentes para instruirlo; y se lo
ponen delante, para guardarlo con toda la solicitud de que son
capaces. Se les manda que dibujen en él la ciudad de
Jerusalén, porque, cuando predican, no hacen otra cosa que
describir y trazar en los corazones terrenales de los fieles la
visión de la paz celestial (Jerusalén: visión de
paz). Pero como sería inútil conocer el esplendor
de la patria eterna, si no descubrieran también cuántos
son los lazos que les tiende el astuto enemigo de las almas,
añade muy bien la Escritura: Y delinearás con orden
un asedio contra ella, y levantarás fortificaciones. Los
predicadores de la divina palabra ordenan el asedio alrededor del
ladrillo en que está dibujada la ciudad de Jerusalén,
cuando enseñan a las almas, peregrinas en la tierra que anhelan
la patria del cielo, cuán numerosas son las tentaciones con que
el pecado las asedia en el transcurso de esta vida. Y por el
hecho de demostrar cómo cada uno de los pecados pone asechanzas
a los que van adelantando en la virtud, en cierto modo el predicador
ordena el asedio alrededor de la ciudad de Jerusalén. Y
como no basta conocer los asaltos del mal, sino que es necesario saber
cómo hemos de armarnos y robustecernos con la práctica de
la virtud, añade la Escritura: Y levantarás
fortificaciones. El predicador de la divina palabra levanta
fortificaciones cuando enseña qué virtudes hay que
emplear para resistir a determinados vicios. Y como los asaltos
de la tentación suelen arreciar a medida que se cimientan las
virtudes, prosigue la Escritura: Y harás trincheras, y
sentarás un campamento contra ella, y colocarás arietes
alrededor de sus muros. Construye trincheras el predicador,
cuando descubre el peligro de las tentaciones que redoblan sus asaltos
y sienta un campamento contra la ciudad de Jerusalén, cuando
anuncia las innumerables asechanzas que el astuto enemigo de las almas
tiende en torno de sus buenos propósitos; y coloca arietes
alrededor de ella, cuando les advierte de los dardos de
tentación que les asesta el mundo y que tratan de derribar el
muro de la virtud.
Pero, por más que el director de almas
trate de inculcar en los fieles estas verdades muy por menudo, si no
arremete con espíritu de celo contra los pecados de los
individuos en particular, está expuesto a la condenación
eterna. Por eso añade a este propósito la Sagrada
Escritura: Y tú toma una sartén o plancha de hierro y la
pondrás, cual si fuera un muro de hierro, entre ti y la
ciudad. Entiéndese aquí por la sartén, los
desvelos y resquemores del alma del pastor, y por el hierro, la
severidad de sus reprensiones. ¿Qué puede haber que
tan ardientemente resqueme y abrase el alma del director de almas, como
el celo por la causa de Dios? Y así San Pablo, que se abrasaba
en los ardores de esta sartén, decía:
¿Quién enferma que no enferme yo? ¿quién
padece escándalo que yo no me requeme? (2 Co 11, 29) Y con
el fin de que los que se abrasan en el celo por Dios, no lleguen
a condenarse por su negligencia, se les ofrece una indestructible
defensa, con estas palabras: Y la pondrás como muralla de
hierro entre ti y la ciudad. Y coloca el Profeta una plancha de
hierro como muro entre él y la ciudad, para significar que el
mismo celo y fortaleza que manifiestan ahora los pastores en la
predicación, ha de servirles más tarde como muro de
protección entre ellos y sus oyentes, cuando si ahora son
remisos en la corrección, quedarían desarmados para el
día del juicio y del castigo.
Pero al mismo tiempo es preciso advertir cuán
difícil es que, al inflamarse el ánimo del pastor para
reprender, no se exceda alguna vez en palabras que no debiera emplear;
pues sucede a menudo que, si el superior corrige las faltas de los
súbditos con demasiado ardor, lleva sus expresiones a extremos
inconvenientes, y ya se sabe que, cuando la reprensión degenera
en invectiva, el corazón de los culpables se abate y
desespera. Por tanto es menester que, si conoce el pastor que, en
un momento de exaltación, ha herido el alma de sus
súbditos con palabras descompuestas, entre luego dentro de
sí mismo y apele a la penitencia y alcance con sus gemidos el
perdón de aquel Dios por cuyo honor, en un exceso de celo, ha
pecado. Recurso que en figura recomienda el Señor a
Moisés cuando le dice: Si alguien saliera de buena fe con su
amigo al bosque a cortar leña y, al tiempo de cortarla, se le
fuera el hacha de la mano, y, saltando el hierro del mango, hiriese y
matase a su amigo, éste tal se refugiará en una de las
sobredichas ciudades y salvará la vida, no sea que, arrebatado
de dolor algún pariente de Aquél cuya sangre fue
derramada, le persiga y prenda y le quite la vida (Dt 19, 4,
5). Vamos al bosque con un amigo cada vez que nos proponemos
conocer los pecados de nuestros súbditos: y cortamos leña
de buena fe al querer cercenar con buena intención los defectos
del prójimo. Pero se nos va el hacha de la mano siempre
que nos propasamos en la corrección más de lo debido; se
salta el hierro del mango, si las expresiones duras van más
allá de la reprensión, y se hiere y mata al amigo, cuando
por medio de las injurias proferidas se destruye en el oyente el
espíritu de caridad: pues si una reprensión desmedida
hiere el alma del culpable más de lo justo, se produce en
él un odio repentino. Pero si el que está cortando
leña mata a su prójimo sin quererlo, es preciso que
busque asilo en una de las tres ciudades de refugio, y allí,
protegido, salve su vida; así no será reputado como
reo del homicidio cometido, si, recurriendo a los gemidos de la
penitencia, busca amparo en la unidad del sacramento bajo la
protección de la esperanza y de la caridad. Y el pariente
del muerto, aunque llegue a encontrarlo, no le matará, y
así, cuando venga el severo Juez que se hizo hermano nuestro por
la unión con la naturaleza humana, no pedirá cuenta del
crimen cometido al pastor a quien tienen bajo su protección y
amparo la fe, la esperanza y la caridad.
CAPÍTULO XI
Del tesón con que el Pastor debe dedicarse a la
meditación de la Sagrada Escritura
Todas las susodichas advertencias cumplirá
debidamente el director de almas si, inspirado por el santo temor y
amor de Dios, medita cada día y con tesón los preceptos
de la Sagrada Escritura, a fin de que las palabras y divinos avisos
restablezcan en él las fuerzas del celo y de las miras
previsoras hacia la vida eterna, que el trato con las cosas humanas va
amenguando incesantemente, y ya que el roce mundano le arrastra hacia
las costumbres del hombre viejo, lo atraigan continuamente al amor de
la patria del alma los sentimientos de compunción. Con
facilidad se derrama el corazón en medio del tráfago de
las cosas humanas, y sabiendo por experiencia que el tumulto de las
ocupaciones exteriores lo trastorna, debe procurar rehacerse por el
incesante estudio de la ciencia sagrada. Por esta razón
San Pablo advertía a su discípulo Timoteo, al colocarlo a
la cabeza de la grey, diciéndole: Entretanto que yo voy,
aplícate a la lectura de las Escrituras Sagradas (1 Tm 4,
13). Y ya David había dicho: Cuán amable me es tu
Ley, ¡oh Señor!, todo el día es materia de mi
meditación (Sal 108, 97).
Prescribió el Señor a Moisés la
manera de llevar el Arca de la Alianza, diciendo: Harás cuatro
anillos de oro que pondrás a las cuatro esquinas del Arca;
harás también unas varas de madera de setim y las
cubrirás igualmente de láminas de oro, y las
meterás por los anillos que están en los lados del Arca y
servirán para llevarla, las cuales estarán siempre
metidas en los anillos y jamás se sacarán de ellos
(Ex 25, 12). ¿Qué otra cosa significa el Arca de la
Alianza sino la Iglesia de Dios? Y manda el Señor que se
le coloquen cuatro anillos de oro en sus cuatro esquinas, para dar a
entender que, hallándose esparcida por las cuatro partes del
mundo, no menos aparece ceñida y ligada por los libros de los
cuatro Evangelios. Mandó el Señor hacer cuatro varas de
madera de setim que se introdujeran en los anillos para llevarla; es
decir, que han de elegirse maestros de espíritu esforzados y
constantes, como madera incorruptible, los cuales, apegados siempre al
estudio de los Sagrados Libros, proclamen la unidad de la Santa Iglesia
y, como introducidos en los anillos, lleven el Arca. El llevar el
Arca en las varas equivale a llevar el conocimiento de la Santa Iglesia
por medio de la predicación de buenos pastores, hasta las
incultas almas de los infieles. Y mandaba el Señor que las
varas estuvieran recubiertas de oro, para significar que al paso que
deben resonar a los oídos de los demás con el ruido de la
predicación, han de resplandecer ellos mismos con el brillo de
una santa vida. Y no sin motivo se dice a
continuación: Que estarán siempre metidas las varas
en los anillos y nunca se sacarán de ellos, porque, en efecto,
es necesario que los que están consagrados al ministerio de la
predicación no se aparten nunca del estudio de las Sagradas
Letras. Manda el Señor, además, que las varas
estén siempre metidas en los anillos, con el fin de que, cuando
se ofrezca la ocasión de llevar el Arca, no se produzca ninguna
demora en meter las varas; así también sería
ignominioso para el pastor que, cuando los fieles le propongan para
resolver algún negocio espiritual, tuviera entonces que aprender
la cuestión que debe solucionar. Y por esto las varas
estarán siempre sujetas a los anillos, que es como decir que los
pastores, meditando continuamente en sus corazones los Libros Santos,
han de cargar sin tardanza con el Arca teniendo prontas y a la mano las
enseñanzas necesarias.
Por eso advierte con razón el primer pastor
de la Iglesia a los demás pastores, diciendo: Estad siempre
prontos a dar satisfacción a cualquiera que os pida razón
de la esperanza en que vivís (1 P 3. 15). Que es como si
claramente dijera: Para que no haya tardanza alguna al
transportar el Arca, no han de separarse nunca las varas de setim de
los anillos de oro.
DE LA HUMILDAD EN EL DESEMPEÑO
DEL OFICIO PASTORAL
Pero como sucede que, mientras dispensa muchas veces
al pueblo el beneficio de la predicación de una manera
conveniente, siente en sus adentros el predicador una oculta
complacencia de sus propias cualidades, es necesario que ponga gran
cuidado en dominarse con el látigo del temor, de otra suerte,
podrá contribuir a la salvación de los demás, pero
vivirá engreído y descuidará su propia
salvación; ayudará a sus prójimos y se
olvidará de sí mismo; levantará a los demás
y vendrá él a caer. ¡Para cuántos han
sido ocasión de ruina sus propias virtudes! Vivían
neciamente confiados en sus fuerzas, y la muerte vino a sorprenderlos
en medio de su descuido. Cuando la virtud resiste a los asaltos
del vicio, el alma experimenta cierto deleite en sus propios triunfos,
el corazón vencedor va perdiendo el miedo al enemigo, abandona
toda precaución y descansa seguro en su propia confianza;
acércase entonces el astuto tentador al alma confiada, le pone
ante sus ojos el recuerdo de todas sus victorias, abultándole,
con el tumulto de sus pensamientos, su fortaleza inquebrantable.
De donde resulta que, en presencia del Dios justiciero, el recuerdo
complaciente de la virtud practicada viene a ser abismo en que el
espíritu se derrumba, pues engreído por la memoria de sus
buenas obras, mientras más se enaltece a sí mismo,
más se rebaja a los ojos del Dios autor de la humildad. Y
así dice el Señor al alma orgullosa: Ya que te crees
más hermosa que los demás, desciende y yace entre los
incircuncisos (Ez 32, 19). Que es como decirle: Tú
que te engríes por el esplendor de tus virtudes, verás
cómo ese mismo esplendor te acarreará la ruina.
Habla el Señor en otro lugar al alma orgullosa de sus virtudes,
bajo la figura de Jerusalén, y le dice: Tu hermosura te
adquirió nombradía por causa de los adornos que yo puse
en ti, y, envanecida con tu hermosura, te prostituiste de tu propio
arbitrio (Ez 16, 14). Se envanece el alma de su propia
hermosura cuando, complaciéndose en sus virtudes, se
gloría de su propia seguridad; pero este mismo envanecimiento la
arrastra al pecado de la fornicación, pues ilusionada el
alma por sus errados pensamientos el enemigo tentador la va llevando de
seducción en seducción hasta corromperla. Y
nótense las palabras arriba citadas: Te prostituiste de tu
propio arbitrio, porque, desposeída el alma del temor de Dios,
luego busca su gloria personal y acaba por considerar como propias las
dotes con que Dios la enriqueció para que predicara su divina
palabra; anda solícita únicamente por acrecentar su
nombradía, pretende aparecer como un ser extraordinario a las
miradas de todos. Se prostituye de su propio arbitrio, porque,
abandonando el tálamo legítimo, se entrega por
ambición de gloria en brazos del espíritu
corruptor. Y a este propósito dice David: Y todo su
vigor lo entregó a cautiverio, y toda su gloria la puso en poder
de sus enemigos (Sal 77, 61). Entregar a cautiverio el
vigor y poner la gloria en poder de sus enemigos, viene a ser como
apoderarse el antiguo enemigo del alma extraviada por el orgullo de sus
obras.
Esta vanidad, nacida de la práctica de la
virtud, si bien no siempre llega a prevalecer sobre ellas, casi siempre
viene a tentar aun a las mismas conciencias de las personas perfectas,
sólo que, si enalteciéndose, se ven abandonados,
abandonados se reducen a temor y desconfianza de sí mismos. Y
así prosigue diciendo David: En medio de mi prosperidad
había yo dicho: No experimentaré nunca jamás
mudanza alguna (Sal 29, 7). Envanecido en la confianza de
su propio poder, tuvo que agregar luego las consecuencias que
sufrió, diciendo: Apartaste de mí tu rostro, y al
instante fui trastornado (Sal 29, 8). Palabras estas que
equivalen a declarar: me creí invencible en mi fortaleza, pero
cuando me vi abandonado, vine a conocer cuánto es mi
debilidad. Por eso dice en otro lugar: He jurado y resuelto
observar tus justísimos decretos (Sal 118, 106).
Pero como no dependía de sus fuerzas permanecer en la
observancia que había jurado, vuelve luego a reconocer
desconcertado su propia debilidad y encuentra su refugio y
sostén en la fuerza de la oración, diciendo: Confortadme,
Señor, según vuestras promesas, en la humillante
persecución que padezco (Sal 118, 107).
Suele la sabiduría de Dios, antes de
prestarnos el sostén de su gracia, traernos a la memoria el
conocimiento de nuestra propia miseria, para que no nos levantemos con
los dones recibidos. Y así, cada vez que lleva al
Profeta Ezequiel a contemplar los arcanos del cielo, le llama antes
hijo del hombre, como si el Señor quisiera avisarle
diciendo: No te envanezcas por lo que estás contemplando,
sino acuérdate de quien eres tú: al elevarte a las cosas
sublimes, no te olvides de que eres hombre, y si te ves arrebatado por
encima de ti, vuelve pronto a contenerte con el freno de la humildad.
De aquí la necesidad de tornar las miradas
del alma a nuestras propias debilidades y humillarnos hasta el suelo
cuando llegue a halagarnos el pensamiento de nuestros propios
méritos; no miremos lo bueno que hemos hecho, sino lo que hemos
dejado de hacer; así, cuanto más pequeño y vil se
reconozca nuestro corazón con el recuerdo de sus debilidades,
más nos robusteceremos en la virtud a los ojos de Dios, autor de
la humildad.
Suele además Dios, en sus sabios designios,
dotar a los directores de almas de especiales perfecciones, por un
lado, y permitir, por otro, que adolezcan de pequeños defectos,
con el fin de que, al paso que brillan con el esplendor de sus
virtudes, sientan la pesadumbre de sus propias imperfecciones, y
así no se engrían de sus grandes cualidades al tener que
combatir denodadamente contra sus pequeños defectos, y, viendo
que no logran triunfar de obstáculos tan insignificantes, no se
sientan tentados de enorgullecerse por sus mayores actos de virtud.
CONCLUSIÓN
Ya ves, excelente amigo mío (Se dirige
San Gregorio a su amigo Juan, obispo de Ravena, a quien dedica la
obra. Véase pág. 1), cómo obligado por tus
fraternales reproches, mientras me he esforzado por enseñar las
cualidades que deben adornar a un pastor de almas, he debido yo, que
soy un mal pintor, trazar un retrato perfecto, y dirigir a otros a las
playas de la santidad, cuando aun me encuentro a merced de las olas de
mis propios pecados.
Pero en medio de las tempestades de mi vida, me
alienta la confianza de que tú me mantendrás a flote en
la tabla de tus oraciones, y que, si el peso de mis faltas me abaja y
humilla, tú me prestarás el auxilio de tus méritos
para levantarme.
Laus Deo.