BEATA LEONELA SGORBATI
17 de febrero
2006 d.C.



   El perdón es como el valor: si no lo tienes dentro, no puedes improvisarlo. Porque perdonar, como superar los miedos, se aprende día a día. La Hna. Leonella Sgorbati sabe algo de esto, porque ha ejercido un perdón heroico.

   Nacida en Gazzola, Piacenza, en 1940, a la edad de 16 años le confió a su madre el deseo de ser misionera. "Hablaremos de ello cuando tengas 20 años", respondió su mamá, pero la niña no cambia de opinión. Entró en los Misioneras de la Consolata, hizo el noviciado en Sanfrè (en la provincia de Cuneo), luego se fue a Inglaterra para estudiar enfermería y sólo en 1970 realizó su sueño de volar a Kenia.

   Como obstetra, parece que ha ayudado a nacer a 4.000 niños, pero incluso hoy siguen naciendo gracias a su ayuda, incluso ahora que ya no está allí, porque ha encontrado tiempo para crear muchas escuelas de enfermería y obstetricia.

   "Deberíamos tener el voto de servir a la Misión incluso al costo de la vida. Deberíamos estar felices de morir en esa encrucijada...", dijo el fundador de los Misioneros y Misioneras de la Consolata, el Beato José Allamano. Ella, que lo ama mucho y que estudia su espiritualidad para encarnarla en su propia vida, escribe:"Espero que un día el Señor, en su bondad, me ayude a darle todo o... si él lo acepta.... Porque Él sabe que realmente deseo esto".

   Este "dar todo" pasa por su "amar tanto", se concreta en el "amar todo" y se traduce en el "perdonar siempre", también a través de la fragilidad de cada día. Una hermana tanzana, que fue educada para el perdón en el trágico momento de la muerte violenta de su hermano, lo atestigua hoy:"Debes comenzar a hacer este gesto de perdón, no esperes a que tu hermano se disculpe", dice, dejándole claro que en esto se ha estado ejercitando durante mucho tiempo.

   En su casa y en todas las misiones que atraviesa, están dispuestos a jurar que su tarjeta de presentación es su sonrisa. Si le preguntan: "¿Por qué sonreír incluso a los que no conoces", ella contesta invariablemente:"¿Por qué los que me miran sonríen a su vez? Y será un poco más feliz".

   Desde el año 2001 inicia una actividad "pendular" entre Kenia y Somalia, donde los Superiores le piden su presencia, para iniciar aquí también una escuela de enfermería. Encuentra un país desgarrado por diez años de guerra civil, marcado por la anarquía, la hambruna, incontables muertos, campos de refugiados, bandolerismo y, en consecuencia, un fundamentalismo religioso que considera a los misioneros católicos como una especie de blanco, su objetivo principal.

   La Hermana Leonella sabe que es peligroso para ella y sus hermanas hacer tal viaje, y como es natural, siente miedo:"Hay una bala escrita con mi nombre y sólo Dios sabe cuándo llegará", pero con la fuerza de la fe añade siempre:"Mi vida se la he dado al Señor y Él puede hacer con ella lo que sea su voluntad". El obispo de Djibouti solía decir que el corazón de la Hermana Leonella es más grande que su físico, aunque este sea imponente y "redondo".

   Y fue precisamente este gran corazón el que fue destrozado el 17 de septiembre de 2006 por una bala, disparada a corta distancia, por dos hombres que la emboscaron cuando regresaba del hospital a su casa, que estaba enfrente. Mohamed Mahamud, un musulmán, padre de cuatro hijos, que la escoltaba en aquel corto viaje, trató de ponerse entre ella y las balas asesinas. También es asesinado y la sangre musulmana se mezcla en un solo charco con la de la misionera católica.

   "Los cristianos y musulmanes que buscan compartir la vida deben esperar la posibilidad de unir su sangre en el martirio", escriben en aquellos días. De hecho, no es una simple coincidencia:"Para mí, la muerte de una italiana y de un somalí, de una cristiana y de un musulmán, de una mujer y de un hombre, nos dice que es posible vivir juntos, ¡porque es posible morir juntos! Por esta razón, el martirio de la hermana Leonella es un signo de esperanza", dice el obispo.

   En el hospital hacen todo lo que pueden para salvarla, los somalíes acuden a ella con ternura para donarle su sangre, tal como ella lo había hecho, puntualmente, cada tres meses, como donante de sangre. Antes de que se apague como una vela, la hermana que sostiene su mano siente susurrar claramente:"Perdono, perdono, perdono, perdono". Son sus últimas palabras, su firma sobre su propio martirio. Ahora "el cielo no tiene estrellas" dicen los somalíes cuando conocen su muerte; por el contrario, para nosotros pronto habrá una estrella extra en la constelación de mártires oficialmente reconocidos.

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(Parroquia San Martín de Porres)