BEATO LEONCIO PEREZ NEBREDA
2 de agosto
1936 d.C.



La casa paterna y los ambientes del pueblo

   Gracias al P. Anastasio Burgos, misionero paúl, sobrino del P. Leoncio Pérez Nebreda, conocemos el ambiente que reinaba en la casa paterna y el talante bondadoso y trabajador de los progenitores de Leoncio: “El Sr. José Pérez y la Sra. Engracia Nebreda eran personas piadosas, acostumbradas a cumplir con las obligaciones cristianas y fieles al rezo diario del santo rosario. El Sr. José era un trabajador incansable. Como buen padre, animó a su único hijo varón a comenzar los estudios eclesiásticos, y su alegría fue muy grande cuando le vio sacerdote. La Sra. Engracia era piadosísima. Comulgaba con frecuencia y, en medio de sus achaques, que fueron muchos, jamás se quejó; antes bien, invocaba frecuentemente a Dios. Por eso, su muerte, de la que fui testigo, tuvo todas las señales de una predestinada a los cielos. Una serenidad completa presidió sus últimos momentos”. El Sr. José y la Sra. Engracia formaban un matrimonio ideal, en lo que cabe.

   Consta que las palabras del sacerdote testigo del sacramento del matrimonio, dirigidas al joven José, padre de Leoncio: “Ama a tu mujer Engracia, como Cristo ama a su Iglesia”, le quedaron grabadas para siempre. Sobre todo en momentos de prueba y de enfermedad, José se esmeró en dar pruebas de amor a su querida esposa, sobre todo cuando la enfermedad se cebó en ella.

   ¡De cuántas familias españolas podía decirse lo mismo en aquella época de finales del siglo XIX y principios del siguiente, época castigada por las epidemias, enfermedades y la pobreza rayana en miseria! Eran esclavos del trabajo para poder vivir entre mil privaciones. El amor y el temor de Dios presidía las relaciones intrafamiliares. La muerte de un vecino bastaba para congregar al pueblo entero en la iglesia y escuchar del párroco palabras emotivas sobre la brevedad de la vida presente y la eternidad de la gloria futura. La misa dominical y el rezo del rosario diario en familia expresaban la fe cristiana del pueblo, probada además por la caridad con los pobres que transitaban por aquellos contornos.

   Leoncio, hijo único varón del matrimonio José y Engracia, nace en Villarmentero (Burgos), cuna de abundantes vocaciones misioneras, al igual que en el pueblo cercano de Tardajos, el 18 de marzo de 1895. El recién nacido presentaba una malformación en la pierna derecha que se manifestará más tarde en una cojera natural. La cojera no le deprimió ni acomplejó delante de nadie: niños, jóvenes y mayores, ni se infravaloró por ello, pero sí que le sirvió de freno para no dejarse llevar de la vanidad en momentos de triunfo y de euforia juvenil, por su capacidad intelectual superior a la de la mayoría de sus compañeros. No obstante, durante toda su vida será algo reservado y muy circunspecto en el trato, con conocidos y desconocidos.

   Al día siguiente de su nacimiento, fiesta de san Leoncio obispo y mártir, recibía las aguas regeneradoras del bautismo. No había cumplido aún los dos años cuando fue confirmado por el arzobispo de Burgos, Fray Gregorio María Aguirre, en la parroquia del pueblo dedicada a San Esteban protomártir, a quien tendría gran devoción y a quien se asemejaría en la muerte, al recibir tantas pedradas en la cabeza, a la hora del martirio. La condición del joven Esteban, diácono de la iglesia primitiva, le ayudaba a recordar que también él se debía al servicio de la Iglesia y de los pobres necesitados.

   La casa paterna constituyó la primera escuela de formación de Leoncio, que aprendió de sus padres a vivir una fe viva ante las contrariedades y trabajos cotidianos y, en particular, por su estado de salud y dificultad en el andar  Como todos los niños, asistía a la escuela del pueblo diariamente y respetaba al maestro con muestras de agradecimiento por su labor educativa. La extraordinaria aplicación y aprovechamiento de Leoncio en la escuela fueron reconocidos por la Junta Provincial de Instrucción Pública de Burgos, que le concedió un flamante diploma el 2 de julio de 1905 por los méritos obtenidos en exámenes públicos sobre doctrina cristiana, aritmética, geografía y otras disciplinas escolares. Tenía entonces diez años. Leoncio parecía un pequeño cerebro.

   Aunque no consta, es de suponer que para esa edad ya había recibido la Primera Comunión. Tras el martirio que padecerá más tarde como testigo de fe y de esperanza por Cristo, su camino, su verdad y su vida, abundarán las declaraciones sobre el P. Leoncio y resaltarán su espíritu humilde y sencillo, destacando en él que jamás se pavoneó de su talento, poco común, sino que pasaba como uno de tantos.

   Deseoso de avanzar más en los estudios y atraído por la vocación sacerdotal, pidió a su padre ir a la Escuela Apostólica de Tardajos, permiso que le fue concedido de mil amores, pese a que era hijo único varón. Llegado a Tardajos, Leoncio estudia latín y humanidades, como se acostumbraba entonces. Era de los primeros niños en llegar a la Apostólica tardajeña, pues sólo llevaba tres años de historia educativa y misionera; antes la había precedido la Casa de Arcos de la Llana (1888-1892), a escasos kilómetros de Tardajos. Sin renunciar a las buenas costumbres y hábitos familiares, avanzó con facilidad por las sendas de la piedad y del saber humano, iniciado en la escuela del pueblo.

Admitido para ser misionero paúl

   Su cojera no presentó impedimento alguno para que los superiores le dieran el pase al Seminario Interno, así que decidió seguir adelante sin mirar hacia atrás, siguiendo el consejo del evangelio: “Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios”. No le ataba al pueblo la herencia que le dejarían sus padres ni la fama adquirida en el pueblo de muchacho muy inteligente. Tenía cumplidos los diez y seis años cuando se sintió de verdad llamado para ingresar en el Seminario Interno de los PP. Paules, el 29 de agosto de 1911, Seminario abierto en el barrio de Chamberí, hoy C/. García de Paredes, 45, Madrid.

   Era director del Seminario el P. Agapito Alcalde Garrido, misionero de gran experiencia que desempeñó el cargo durante quince años, 1903-1918. Como era propio de este tiempo de prueba vocacional, Leoncio se entrega con el fervor de los buenos seminaristas a la oración y al estudio de las Reglas de la Congregación, de la vida del Fundador, Vicente de Paúl, y de la historia de la comunidad vicenciana, además de tomar contacto con autores y obras clásicas de espiritualidad, como la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, la Vida Devota de San Francisco de Sales, Ejercicio de perfección y virtudes cristianas de Alonso Rodríguez, y Guía de pecadores del P. Granada. Las Reglas o Constituciones Comunes de la Congregación se las sabía de memoria, desde la primera letra hasta la última. Leoncio devoraba los libros que caían en sus manos y daba cuenta detallada de ellos, comenta un compañero de curso.

   Con esta tarea de lectura y estudio, los admitidos al Seminario no hacían más que secundar los deseos de su Director, P. Agapito Alcalde, solícito de que todos los seminaristas tomasen contacto con los clásicos de la espiritualidad católica, en particular con las obras de San Vicente de Paúl. Nada de apostolado fuera de casa sino dentro del Seminario, a fin de adquirir hábitos de estudio y de obediencia, sumisión y trabajo callado. En el futuro ya tendrían tiempo sobrado de dar catequesis y predicar misiones y visitar enfermos. Lo importante del tiempo de Seminario era echar raíces en la vocación misionera, practicando la disciplina y la obediencia: la disciplina suponía un aprendizaje callado de la propia personalidad; la obediencia, un acto de servicio y reconocimiento del beneplácito divino.

   Al término de los dos años de prueba, emitía los votos perpetuos el 1 de enero de 1914, retrasados unos meses por motivos desconocidos, probablemente por una indisposición patológica que puso a prueba su vocación. Con los compromisos de los votos, se enfrasca en el estudio de la filosofía durante tres años en el Seminario de Hortaleza, localidad situada a un paso de Madrid. El estudio de la filosofía no supuso para él grandes esfuerzos; disfrutaba de buena memoria y entendimiento sutil para razonar los grandes principios filosóficos. Lo confirman los expedientes académicos. Era proverbial su memoria privilegiada. Según un compañero de comunidad, el P. Pedro de la Cerda Cámara, “le bastaba leer dos o tres veces una pieza oratoria para poderla repetir de memoria. Pero no alardeaba de ello ni quería que de ello hablaran”.

   Terminados los tres cursos de filosofía, regresa a la Casa Central de Madrid para cursar la Sagrada Teología, que le ocupará cuatro años más (1918-1921), al cabo de los cuales recibirá la ordenación sacerdotal el 10 de agosto de 1922, acaso en Teruel, o tal vez en Madrid. Ni que decir tiene, que según se acercaba el día grande de la ordenación, crecía en él, según propio testimonio, la alegría de ser presbítero para siempre y heraldo de las misericordias del Señor, que se dignó llamarle y confiarle el ministerio de la evangelización de los pobres.

Dos destinos con una misma misión        

   Vistas sus cualidades y disposiciones para la enseñanza y educación de la juventud, el Visitador P. Joaquín Atienza le envía al Colegio Apostólico de Teruel, donde desempeña el cargo de profesor, con entera dedicación a los muchachos aspirantes a la Misión. Su estancia en Teruel duró catorce años (1921-1935), tiempo suficiente para cobrar cariño a la obra educadora y a los monumentos más emblemáticos de la capital del Turia y Alfambra: la catedral, el Torico, los Amantes de Teruel. En la escasa correspondencia con los superiores -menos aún con sus familiares- que se conserva de él no hay petición alguna para que le cambiaran de lugar o ministerio, pues se encontraba contento y a gusto en Teruel.

   Fue el Visitador Adolfo Tobar quien creyó conveniente darle un cambio de lugar, después de que pasara catorce años en la capital turolense. Y lo envió no lejos de este lugar, a Alcorisa, en el segundo semestre de 1935, para acompañar y ayudar al P. Fortunato Velasco en la tarea de la educación y formación de los apostólicos. El P. Leoncio aceptó el destino sin inmutarse lo más mínimo, como algo normal en la vida de los misioneros, que han de estar siempre dispuestos a ir y venir, adonde el Visitador los destine.

   Ambos a dos, el P. Fortunato y el P. Leoncio, competían en la entrega y el trabajo, llevando el peso de la procura y disciplina del centro, respectivamente, a la vez que eran ejemplo de piedad y buen entendimiento, a las órdenes y disposiciones del Superior de la casa. Juntos desempeñaron  la misma misión hasta que llegó la hora de separarse en la tierra, por breve tiempo, para vivir unidos y para siempre en el cielo, con una misma corona de gloria imperecedera. Algo distinguía, sin embargo, a ambos profesores. El P. Leoncio era más exigente con los muchachos que el P. Fortunato, tanto en los estudios como en la disciplina. El P. Leoncio no admitía fáciles excusas de sus discípulos a la hora de cumplir con las obligaciones escolares. El P. Fortunato era más condescendiente.

La comunidad se dispersa

   Apenas el P. Dionisio Santamaría, Superior de la comunidad de Alcorisa, dio orden de desbandada a sus compañeros –sálvese quien pueda– ante el peligro que corrían de ser apresados por la furia comunista, el P. Leoncio y el P. Emilio Conde huyeron juntos en la tarde del 28 de julio de 1936, buscando un refugio provisional en la “Masía de las Palomas”, ubicada a unos once kilómetros de la villa. Al día siguiente, pensando que se habían precipitado en la escapada y deseando celebrar la fiesta de Santa Marta, patrona de los Hermanos, regresaron a Alcorisa. No habían terminado el ágape fraterno cuando empezó a sonar la campana de la iglesia parroquial, repicando alarma. Quince camiones de tropas marxistas, según pudo contar el P. Emilio Conde, habían ya hecho entrada en la villa con gritos desaforados de ¡Viva el comunismo! El susto y el miedo contagiaron a la comunidad, desparramándose de nuevo, como pudo.

   El P. Leoncio, solo y asustado, salió de estampida, orientando sus pasos hacia Zaragoza; aquella misma tarde del 29 de julio hizo su primera parada en la “Masía de Ariño” (Las Lomas). Su odisea había comenzado, encomendando a Dios sus pasos por caminos de paz y de seguridad, en medio de la oscuridad de la noche. El 30 de julio, hacia las dos de la mañana, a la luz de la luna, buscó un refugio más seguro y lo halló en el escondite de la “Masía de los Frailes”; no satisfecho del lugar, al día siguiente tuvo que buscar asilo en un tercer caserío, la “Masía de la Mascarada”. Aquí permaneció dos días. La cojera le obligaba a descansar. Cada día que pasaba, se veía más extenuado de fuerzas; sus pies se resistían a caminar. Cambió su vestido por otro viejo y los zapatos por alpargatas, con intención de disimular mejor su condición de sacerdote. Todo su alimento eran peras guardadas en una bolsa y frutos secos.

   Andar y andar sin saber por dónde y hacia dónde era la obsesión que padecía el errante peregrino, hasta que el 2 de agosto apareció muy de mañana en las afueras del pueblo de Obón, de la misma provincia de Teruel. Era domingo. Aguardó hasta que sonara en la torre parroquial la campana de la Misa tempranera y entró en el templo como un fiel más. Su postura y devoción edificó a todos los vecinos durante la celebración eucarística. Terminada ésta, entró en la sacristía y pidió confesión al Cura Párroco, saliendo del pueblo por el mismo barrio que le viera entrar. Llegó al pueblo de Oliete por la carretera y se paró en el puente para descansar, sentándose en un poyo junto a la vivienda situada a la misma altura del puente. Pidió agua para beber y refrescarse la cara en la casa más cercana.

“No vaya Vd. por la carretera. Venga por este camino”

   Estaba dialogando en el puente con Paulino Martín Pérez, cuando se acercó al grupo un vecino del pueblo: José Santiago Candeal, de antecedentes sospechosos y desaparecido más tarde del territorio nacional. Pensando que el hombre vestido de aquella facha era un sacerdote disfrazado, intencionadamente le pasó la mano por la cabeza y le tiró la gorra al suelo. Así pudo ver y comprobar que llevaba marcada la coronilla en la cabeza. No necesitaba más señales para concebir y ejecutar cuanto antes su plan homicida de acabar con un sacerdote, enemigo de la paz y del progreso, a juicio del propio Santiago Candeal. En realidad lo que le animaba era llevar  a la práctica la consigna marxista de borrar del mapa todo signo religioso.

   Santiago pretextó en seguida que debía marcharse para acarrear la mies. Pero al poco tiempo se presentó de nuevo con dos caballerías. El P. Leoncio ya se había puesto en camino por la carretera de Oliete, pero José le dio alcance en la misma carretera y comenzó a intimar con él, llegando a conocer por sus mismas palabras los planes que tenía de llegar a Zaragoza.

   A unos tres kilómetros de Oliete, José fingiendo con astucia una ayuda personal, le sugirió: “No vaya Vd. por la carretera. Venga por este camino”. Y le hizo montar en una de sus caballerías, mientras él cabalgaba en la otra. Lo desvió de la carretera y le llevó por un sendero, avanzando aproximadamente un kilómetro más, hasta que llegaron a un barranco solitario, dentro del mismo territorio de Oliete. Llegados aquí, José le espetó al P. Leoncio a sangre fría: “Voy a bajar de la caballería; haga usted lo mismo”. Y le ayudó a apearse. Sin mediar más palabras, Santiago comenzó a golpear en la cabeza y en la nuca al P. Leoncio con uno de los palos o varas de acarrear que llevaban en su albarda las caballerías.

   El P. Leoncio cayó desplomado y sin sentido al primer golpe, sin que tuviera tiempo de pronunciar una palabra de perdón y misericordia. No satisfecho con la barbaridad cometida, José continuó golpeándole cruelmente en la cabeza y en el pecho con pedruscos, hasta rematar su hazaña, como lo hicieran en la primitiva comunidad cristiana con San Esteban. Luego arrojó el cadáver en la hendidura de una roca al borde del barranco, echándole encima una gran losa y piedras. Era el 2 de agosto de 1936, hacia la hora del mediodía. Al día siguiente, el homicida se jactaba en el pueblo de haber visto caer un «pájaro gordo». ¡El colmo del sadismo comunista marxista, cuyas consignas llevó a cabo el asesino!

   Jamás le había pasado por la mente al P. Leoncio que podría terminar su vida a manos de un consejero traidor e hipócrita, él que se había portado siempre con entera sencillez y honradez. Expiró cubierto de piedras como San Estaban, titular de la iglesia parroquial de su pueblo. Mientras recibía palos y pedradas, ¿llegaría a invocar a Dios con las palabras del santo protomártir: «Señor Jesús, recibe mi espíritu», no le tengas en cuenta este pecado»? Todo es posible. La bendición de Dios desciende todavía, por intercesión del P. Leoncio, sobre los antiguos alumnos y población de Teruel y Alcorisa, a quienes con el martirio dio la última lección magistral de su vida.

   Desconocemos más detalles de su martirio, al desaparecer el autor material de su muerte temporal y faltarnos testigos. Sólo el P. Manuel Herranz, que había acompañado hasta el final al P. Fortunato Velasco, asegura con otros que la muerte del P. Leoncio fue motivada “por su condición de sacerdote y religioso”.

   Su cadáver fue reconocido, poco más tarde, por algunos vecinos de Oliete. Hasta el 22 de agosto de 1939, a instancias del P. Dionisio Santamaría, que actuaba en nombre de los Superiores Mayores, los restos del P. Leoncio no fueron trasladados desde el cementerio de Oliete a Alcorisa, donde descansan en la paz del Señor.

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(Parroquia San Martín de Porres)