LAS SANTAS HOSTIAS DE
PEZILLA-LA-RIVIERE
En Francia se había desencadenado un formidable
temporal. Era el año 1793, el año de la Revolución
Francesa, y un huracán de impiedad lo destruía y arrasaba
todo. La religión y sus ministros eran perseguidos por todas
partes y sin compasión, profanadas sacrílegamente las
iglesias y proscrito el culto católico, y a los sacerdotes que
querían escapar de una muerte segura e inevitable, no les
quedaba otra solución que esconderse o emprender el camino del
destierro.
A pesar de su celo por las almas confiadas a su pastoral
solicitud, el reverendo Jaime Perone, párroco de Pézilla
de la Rivière, población situada a unos cuantos
kilómetros de Perpiñán, no tuvo otro recurso que
dejar, como muchos otros, la parroquia, y esconderse, aunque lo hizo no
muy lejos de sus ovejas, para estar al acecho y en espera de que
amainase el temporal.
Llegó en efecto, un día en el cual
parecía que la tempestad había cesado y el bueno del
sacerdote regresó enseguida a su parroquia y reanudó el
ejercicio de su ministerio, como si nada hubiese ocurrido. El domingo
siguiente a su regreso que fue el 15 de septiembre celebró la
santa Misa delante de un gran concurso de pueblo, y fueron muchos los
que se acercaron a recibir la Sagrada Comunión, y aun se hizo
por el interior del templo la procesión llamada de la Minerva.
Acabada ésta, el sacerdote guardó en el sagrario la
Hostia grande de la custodia, juntamente con otras cuatro
pequeñas que había reservado por si era necesario
administrar el Viático a algún enfermo.
El celo por las almas de sus feligreses había
convertido en excesivamente optimista al señor cura, el cual
había tomado por señales de bonanza lo que no era
más que un compás de espera en la persecución
comenzada. Conocida, en efecto, por los revolucionarios de
Pézilla y de sus contornos la intrépida osadía del
reverendo Jaime Perone, acordaron hacer un escarmiento ejemplar en su
persona.
Avisado de ello el señor cura, se marchó precipitadamente
de la parroquia, sin acordarse de la Eucaristía, que dejaba en
el sagrario de la iglesia. Fue al llegar a Sant Feliu d'Avall, a cuatro
kilómetros de Pézilla, cuando se dio cuenta del
lamentable olvido; pero ya era tarde. De la honda pena y sentimiento
que le atormentaban fueron testimonio elocuentísimo estas
palabras, que dijo ante un grupo de personas: ¡Ah!
¡Qué daría yo para poder volver a Pézilla y
permanecer allí tan sólo un cuarto de hora!.
Oyó estas palabras una feligresa de Pézilla,
jovencita de quince años, llamada Rosa Llorens, la cual,
conociendo, por el tono y el sentimiento con que fueron pronunciadas,
que se trataba de algo muy grave, pensaba en cuál pudiera ser el
motivo de una turbación y pena tales.
"No hay duda decía para sus adentros Rosa Llorens-
que solamente alguna cosa santa, la Eucaristía tal vez,
encerrada en el sagrario y expuesta a indignos sacrilegios y
profanaciones, pueden producir un sentimiento tan grande y una tan
profunda y cruel angustia". Mas, ¿cómo salir de dudas?
Los revolucionarios eran los dueños de Pézilla, la
iglesia estaba cerrada y las llaves estaban en poder del alcalde,
Marcos Estrada, y no era fácil que éste quisiera
entregarlas a persona alguna, y menos a una beata.
No le quedó, pues, otro recurso que esperar y
encomendar a Dios aquel asunto. El día 26 de diciembre de
aquel mismo año de 1793 tuvo efecto la renovación del
Ayuntamiento de Pézilla y dejó de ser Alcalde Marcos
Estrada, que fue reemplazado en aquel cargo por Juan Bonafós,
mejor dispuesto que su antecesor por las cosas de la religión y
de la iglesia.
Rosa Llorens creyó que había llegado la hora de salir de
dudas, y, con este objeto, fue a visitar al nuevo alcalde, y le
pidió, con todo el interés, que tuviera a bien enterarse
de si realmente las Hostias santas estaban o no en el sagrario de la
iglesia.
Bonafós, a pesar de las ideas liberales y avanzadas
de que hacía alarde, era privadamente un buen cristiano, y
accedió fácilmente a los deseos de Rosa.
En el día y hora convenido, el alcalde y Rosa Llorens entraron
con la mayor reserva y disimulo en la iglesia: abrieron el sagrario, y
efectivamente, encontraron dentro, y en su ostensorio, la Hostia grande
que había servido para la procesión del 15 de septiembre,
y además, un copón con cuatro Hostias pequeñas,
una de ellas partida en dos.
Rosa, con finísima perspicacia, había
adivinado la causa de la angustia moral del buen señor
Párroco Inmediatamente fue concertada la manera de salvar a
aquel tesoro. El alcalde Bonafós quiso encargarse de guardar la
Hostia grande con el ostensorio, porque decía: Yo también
quiero mi parte de Dios. Rosa Lloréns envolvió
respetuosamente las cuatro pequeñas Hostias en un purificador, y
se las llevó a su casa.
El Santísimo Sacramento estaba ya al abrigo de toda
profanación. Mas ¿de qué manera? Muy contra la
voluntad del alcalde y de la piadosa Rosa, aquellos divinos tesoros
hubieron de permanecer escondidos. Dios nos libre de que los
revolucionarios hubiesen tenido noticia de la existencia del
Santísimo Sacramento en sus casas. La profanación hubiera
sido inevitable y sus poseedores severísimamente castigados.
La Hostia grande con el ostensorio fue colocada dentro de
un arca de madera, y así estuvo, en este humilde sagrario, desde
el 7 de febrero de 1794 hasta el 9 de diciembre de 1800. En este
tabernáculo, el Dios de la Eucaristía solamente
podía recibir las visitas y las adoraciones de Juan
Bonafós y de su cristiana esposa, que no dejaban pasar un solo
día sin postrarse delante de aquella arca y sin ofrecer a su
divino Huésped sus homenajes de amor y veneración. El
mismo alcalde calmó también el ansia del señor
párroco, que se había refugiado en Gerona
(España), comunicándole que el Santísimo
Sacramento estaba bien guardado y custodiado, fuera de todo peligro.
¿Y cuál fue la suerte de las cuatro pequeñas
Hostias confiadas a la piedad de Rosa Llorens?
Cuando ésta llegó a su casa con tan rico
presente habló con su madre de la mejor manera de guardar el
divino Tesoro. Entre los varios utensilios que poseían, ninguno
les pareció más digno y a propósito para guardar
la divina Eucaristía que un frasco de cristal, y éste
fue, durante la revolución, el tabernáculo y el palacio
del Rey de los cielos y tierra. Más adelante, este frasco fue
cubierto con una especie de conopeo de seda.
Faltaba, con todo, encontrar un lugar a propósito donde colocar
ese copón improvisado, y a falta de un sagrario mejor,
escogieron un armario abierto dentro de la pared, lo arreglaron y
adornaron convenientemente y trasladaron a él el frasco con las
cuatro Hostias y el purificador.
Vuestra habitación, ¡oh
Señor!, es sencilla y humildísima, pero no os
faltarán las adoraciones de esta cristiana y piadosísima
familia y las invisibles de los ángeles del cielo, que rodean
vuestro tabernáculo, donde esté.
Para que el Dios Eucaristía no echase de menos, en la medida de
lo posible el sagrario de la iglesia, aquellas buenas mujeres colgaron
delante del armario una lamparilla que hiciese incesantemente
compañía al Dios del Amor.
Por razones facilísimas de entender, fueron muy
pocas las personas que tuvieron noticia de la existencia del Sacramento
en casa de Juan Bonafós. No ocurrió lo mismo en la de
Rosa Llorens, la cual, recomendando
la más impenetrable reserva, comunicó el secreto a
algunas personas piadosas del pueblo y fueron éstas las que se
constituyeron en guardias de honor del Santísimo Sacramento.
He aquí algunas de las estratagemas de que echaron
mano para poder visitar al divino Prisionero de amor, sin llamar la
atención de nadie. Al entrar las mujeres en casa de Rosa
Llorens, le preguntaban si tenía un poco de fuego, una brizna de
perejil o bien alguna otra cosa referente a la comida y los hombres
preguntaban por cualquier herramienta de trabajo. Si la respuesta era
afirmativa, era señal de que podían entrar a visitar a
Nuestro Señor, sin ningún temor. Si la respuesta era
negativa, era señal de que existía algún peligro,
y entonces renunciaban a sus piadosos deseos.
Todos los años, el día de Jueves Santo,
aquellas piadosas almas organizaban solemnes homenajes a su Dios
Eucaristía. Con este objeto, arreglaban un altarcito con
profusión de flores y de luces, y pasaban largos ratos en
fervorosísima y devota adoración. Finalmente, con velas
encendidas, todos los concursantes recorrían en devota
procesión la pequeña sala donde se hospedaba el divino
Sacramento.
A pesar de éstas y otras muchas precauciones, fue
imposible evitar que se entreviera algo de lo que ocurría en
aquella casa. Más de una vez, la familia Llorens estuvo a punto
de que le hiciesen un registro domiciliario. Fue éste, en cierta
ocasión, tan inminente, que, sorprendidos por la noticia,
corrieron a esconder su divino Tesoro dentro de un saco de harina. En
otras dos ocasiones, la familia Llorens se vio en el trance de tener
que confiar la guarda del Sacramento a una virtuosísima viuda,
llamada Ana Duchamp, la cual, una vez pasado el peligro,
devolvió el sagrado depósito a los primeros guardadores.
Un día, uno de los revolucionarios de
Pézilla, llamado Godail, intrigado por ciertos indicios, quiso
averiguar el misterio en que vivía envuelta aquella, familia. Ya
de noche, se encaramó al tejado de la casa Lloréns, y
acercándose al orificio de la chimenea, que daba precisamente a
la habitación donde se guardaban las sagradas Hostias,
oyó perfectamente toda la conversación de la familia, la
cual, como de costumbre, versaba sobre el inestimable Tesoro.
Según todas las previsiones humanas, aquella familia estaba
perdida. Pero Dios vela por los suyos, pues ocurrió que,
habiendo encontrado Godail, pocos días después a Rosa
Llorens, le dijo estas palabras: Sé con certeza que
guardáis en vuestra casa las sagradas Hostias, pero os juro que
no lo diré a nadie.
Finalmente, después de siete años de
tempestad, el horizonte de la Iglesia de Francia se serenó y
volvió a lucir un sol espléndido, el sol de la libertad
religiosa. Las iglesias se abrieron nuevamente al culto, los sacerdotes
volvieron del destierro, y la vida religiosa comenzó, otra vez,
en las parroquias. Ocurría esto en 1800. El primer sacerdote que
entró en Pézilla, después de la revolución,
fue el reverendo Honorato Siuroles, vicario de la parroquia. Su primera
diligencia fue hacerse cargo de las sagradas Hostias Con este fin, el 5
de diciembre del mencionado año 1800, se presentó en casa
de la familia Llorens, para examinar las sagradas Especies y
devolverlas al sagrario de la iglesia. Mas, ¡oh prodigio! al
abrir el armario y quedar visibles las sagradas Hostias, vieron todos
los presentes, con inefable estupefacción, que el frasco, antes
sencillo y sin ningún adorno, estaba todo dorado, a manera de
granitos de oro introducidos en el cristal.
¿No era este prodigio una demostración
divina y sobrenatural del agradecimiento que el Dios del Sagrario
sentía por aquella familia, que tan de buen grado y tan
piadosamente le había acogido durante aquellos siete años
de proscripción y de destierro del sagrario de la iglesia?
Porque el dorado del frasco es algo que no explica la
ciencia. En diferentes ocasiones ha sido examinado por entendidos en la
materia, y nunca se ha encontrado una explicación satisfactoria.
Por otra parte, la ejecución de aquel dorado es tan perfecta,
que los más hábiles doradores no se atreverían a
hacer otra igual. El frasco así dorado, con las cuatro Hostias y
el purificador, fue trasladado al sagrario de la iglesia parroquial.
El 9 de diciembre del mismo año de 1800, habiendo regresado de
su destierro el párroco Jaime Perone, se procedió al
traslado de la Hostia grande con el ostensorio, que durante siete
años, había sido guardada en la casa del señor
alcalde.
Fue aquel día de gran fiesta para todo el pueblo de
Pézilla. Con el retorno de su Dios al sagrario de la iglesia,
celebraba también el retorno de su amado pastor, y un aire de
misterio y de sobrenaturalismo penetraba todos los corazones, porque,
¿no era acaso, un milagro evidentísimo, la
conservación de las especies sacramentales durante siete
años? ¿No lo era, y tal vez mayor, el dorado milagroso
del frasco? ¿Y no había sido también una especial
providencia de Dios la tranquilidad que, durante siete años de
revolución, disfrutó la villa de Pézilla, en medio
de las convulsiones que agitaron toda Francia?
Hace más de doscientos años que las sagradas
Hostias de Pézilla fueron devueltas al sagrario de la iglesia
parroquial. Colocadas en una custodia construida ex profeso, con cinco
viriles uno en el centro, para la Hostia grande, y cuatro
pequeños, a los lados, para las Hostias pequeñas ,
conservan todavía la misma incorruptibilidad, la misma blancura
y consistencia del primer día.
La manera providencial como fueron guardadas durante los
años de la Revolución Francesa, y más aún,
el milagro perpetuo y constante de su incorruptibilidad, después
de mucho más de una centuria, han hecho que el pueblo cristiano
haya visto en estas sagradas Hostias una demostración manifiesta
del poder y bondad del Dios de la Eucaristía. Desde entonces, la
devoción a las sagradas Hostias de Pézilla de la
Rivière ha ido creciendo extraordinariamente. En homenaje al
Dios de la Eucaristía, se ha levantado en Pézilla un
suntuosísimo templo de estilo románico, donde se guardan
y reciben una continua adoración las cinco Hostias y el frasco
dorado. Este templo fue bendecido e inaugurado por el señor
Obispo de Perpiñán, el día 30 de abril de 1893.