BEATO JUAN DE FIESOLE
18 de febrero
1455 d.C.
Conocido
por fray Angélico. Nació en Mugello, cerca de Vicchio, en el
poblado de San Michelle a Ripecanina. Se llamaba Guido Piero y era un converso
que, después de estar en los talleres de los mas famosos pintores
de su época como el de la Compañía de San Nicolás
(ingresó en 1417), decidió hacerse dominico en el convento
de San Doménico de Fiesole hacia el 1420, donde cambió su nombre
por Juan, cuando era prior del convento y vicario general de los dominicos
reformados, beato Antonino Pierozzi, futuro arzobispo de Florencia. Estuvo
muy influido por la espiritualidad de san Juan Domenico, fundador y primer
prior del convento y promotor de la renovación de la Orden. Toda su
vida vivió como fraile lego. Durante este período realizó
numerosas pinturas que son conocidos por todos.
En 1438 estuvo en el convento
de Cortona, donde recibió el título de “maestro de pintura”.
Durante un tiempo residió en San Marcos de Florencia, y en su estado
religioso, decidió pintar desde su vivencia interior: "Acostumbraba
a decir que el que quiera pintar a Cristo debe vivir en Cristo". Fray Angélico
dejó sobre las paredes su íntima plegaria al Señor,
a la Virgen y a los santos (1455). "La verdadera riqueza es contentarse con
poco. La obediencia es menos penosa y cubre el riesgo de extraviarse. No
quiero más que una dignidad: huir del Infierno y alcanzar el Paraíso".
El papa Eugenio IV le llamó a Roma en 1445 para que decorase
la capilla de San Lorenzo en el Vaticano y otras obras en el convento de
la Minerva de Roma.
Regresó Fiesole como
prior en 1449 y continuó pintando a pesar del reumatismo que padecía.
En 1453 volvió a Roma, para que decorase el claustro del convento
de la Minerva, pero no lo pudo realizar. Murió en el convento de Santa
María sopra Minerva en Roma.
El
Papa Juan Pablo II reconoció en octubre de 1982 el culto inmemorial
al beato, al conceder a la orden misa y oficio propio para la celebración,
y en 1984 lo proclamó patrono de los artistas. Es el único
caso en la historia de la santidad cristiana en la que la imagen bastó
por sí sola para conseguir la gloria de los altares.