Nació
en Fabriano en el seno de la familia Righi. Desde muy joven fue
espiritual y obediente a las enseñanzas recibidas en su familia.
Leyendo la vida de san Francisco de Asís, decidió hacerse
franciscano. Y así, en plena edad juvenil, nuestro beato
vistió el hábito franciscano en el convento de Forano,
cerca de Rieti. Después de la profesión, tuvo que dedicar
varios años al estudio de la Filosofía y de la
Teología antes de ordenarse de sacerdote. Fue durante muchos
años, fraile obedientísimo y humildísimo. Nada nos
han trasmitido al respecto los antiguos biógrafos. Hemos de
suponer, por tanto, que el joven profeso pasó de Forano al
convento solitario de la Romita, antiguo monasterio de los
camaldulenses, llamado en el pasado Romitella delle Mandriole, situado
en las cercanías de Cupramontana.
Juan Bautista
pasó prácticamente el resto de su vida, unos cincuenta
años, allá arriba en la Romita, dedicado a veces al
apostolado y más frecuentemente al silencio y a la
oración, a la penitencia, a la lectura de las obras de los
Santos Padres de la Iglesia. En la soledad de la Romita nuestro beato
encontró lo que su corazón deseaba. Había en la
iglesia una imagen venerable de Jesús Crucificado, que
había pertenecido a san Santiago de la Marca. Fray Juan la
convirtió en objeto de frecuentes visitas, de ardientes
oraciones, de profundas meditaciones e incluso, por concesión
del Señor, de no raros éxtasis. Émulo de su
seráfico Padre, deseaba ardientemente unirse a los sufrimientos
de Jesús, trasformarse en el Amor crucificado, tan poco amado
por gran parte del mundo. Además, encontró allí
otro objeto que le llegaba al corazón y fomentaba su piedad
filial: una imagen de terracota, que representaba a la Santísima
Virgen contemplando al Niño Jesús tendido en sus
rodillas, y que estaba flanqueada por las figuras del apóstol
Santiago el Mayor y san Francisco de Asís. Y así el
devoto solitario pasaba largas horas a los pies de la nueva y
entrañable imagen de la Madre del Señor, intercambiando
afectos y sentimientos. Por la noche, después del rezo de
maitines, cuando sus hermanos se retiraban a descansar, él se
quedaba en el coro para continuar sus plegarias que con frecuencia
acababan en éxtasis.
En el espeso bosque
que rodea el convento solitario, había y hay todavía una
pequeña gruta, como un eremitorio dentro del eremitorio, en la
que se recogía el P. Juan Bautista para entregarse a la
oración y a la penitencia. Para nuestro beato, el paraíso
en la tierra se encontraba en su retiro y soledad. Por gusto suyo,
nunca habría salido de allí. Pero la caridad y la
obediencia le exigían de vez en cuando que emprendiera viajes
más o menos largos. En aquel tiempo, los distintos
señores y familias nobles de la región estaban
enfrentados y con frecuencia llegaban a conflictos armados. La sociedad
y la Iglesia experimentaban los vaivenes del progreso de un
renacimiento en todos los órdenes. Y en la alta sociedad, lo
mismo que entre los soldados y el pueblo llano, cundía la
desmoralización y el declive de las buenas costumbres. El P.
Juan Bautista no era un elocuente orador, pero con su palabra sencilla
y persuasiva conseguía tocar los corazones y llevarlos a la
conversión. Y así, de tiempo en tiempo, aunque
pequeño de estatura y de complexión frágil,
emprendía hasta largos viajes con alegría de
espíritu para pacificar a los beligerantes o para exhortar a
unos y a otros a convertirse y cambiar de vida. Cuando salía de
su retiro, siempre acompañado de otro fraile como era
preceptivo, no llevaba consigo más que su pobreza
pacífica y su firme confianza en Dios. Unas veces hablaba en las
iglesias, otras lo hacía en los salones de los palacios
señoriales, y su palabra era siempre una cálida
exhortación al cumplimiento de los mandamientos divinos, a la
frecuencia de los sacramentos, al amor al prójimo, a liberarse
de la esclavitud del mundo. Y hablaba con tanto celo y
persuasión, que muchos se convertían a Dios, se
reconciliaban, se confesaban, hacían penitencia de sus pecados.
El apostolado de nuestro beato era sencillo y sin estrépito,
pero fecundo. Los biógrafos añaden que Dios lo
acompañaba con frecuentes milagros o hechos prodigiosos. La fama
del sencillo fraile de la Romita se extendió por toda la Marca
de Ancona.
Grande era la
caridad del P. Juan Bautista con todos los que encontraba en sus viajes
o los que acudían a él. Pero aún era mayor la que
practicaba con los frailes de su convento. Estaba atento a sus deseos y
necesidades, y su mayor gozo era servir a los enfermos,
prestándoles con prontitud y delicadeza cualesquiera cuidados.
Su amor a
Jesús crucificado, objeto constante de su amor y su
contemplación, lo llevaba a la práctica de las
austeridades y penitencias propias de los antiguos anacoretas, cuyos
escritos leía con gusto, en particular los de San Juan
Clímaco. Ayunaba de continuo a pan y agua haciendo una sola
comida al día, y en cuaresma aún menos. Como verdadero
hijo de san Francisco, amaba la pobreza y la practicaba, se contentaba
con una túnica remendada y con el breviario para la alabanza
litúrgica del Señor. Su celda, convertida luego en
oratorio, era pequeña y sobria. De hecho, su fama de santidad se
extendió pronto por toda la región, y cuando nuestro
fraile viajaba, le llevaban enfermos incluso de poblaciones alejadas
para que los bendijera, y eran numerosos los exvotos que había,
y aún hay, en las paredes de su capilla, en agradecimiento por
los beneficios recibidos.
Un día lo
asaltó de repente un gran malestar. Los frailes acudieron, le
prestaron los primeros auxilios y lo estuvieron atendiendo hasta que
les pareció que el peligro había pasado; luego se
retiraron. Poco después, estando solo en su celdita, se
durmió plácidamente en el Señor. Su cuerpo fue
enterrado en el cementerio del convento, pero, diez años
después, lo desenterraron, lo encontraron incorrupto y lo
depositaron en una urna debajo del altar del Santísimo Cristo. Y
allí, en la iglesia de San Giacomo della Romita se conserva y es
venerado hasta nuestros días. Su culto fue confirmado por
León XIII el 7 de septiembre de 1903.