BEATO JUAN BAUTISTA RIGHI DE FABRIANO
11 de marzo
1539 d.C.



   Nació en Fabriano en el seno de la familia Righi. Desde muy joven fue espiritual y obediente a las enseñanzas recibidas en su familia. Leyendo la vida de san Francisco de Asís, decidió hacerse franciscano. Y así, en plena edad juvenil, nuestro beato vistió el hábito franciscano en el convento de Forano, cerca de Rieti. Después de la profesión, tuvo que dedicar varios años al estudio de la Filosofía y de la Teología antes de ordenarse de sacerdote. Fue durante muchos años, fraile obedientísimo y humildísimo. Nada nos han trasmitido al respecto los antiguos biógrafos. Hemos de suponer, por tanto, que el joven profeso pasó de Forano al convento solitario de la Romita, antiguo monasterio de los camaldulenses, llamado en el pasado Romitella delle Mandriole, situado en las cercanías de Cupramontana.  

   Juan Bautista pasó prácticamente el resto de su vida, unos cincuenta años, allá arriba en la Romita, dedicado a veces al apostolado y más frecuentemente al silencio y a la oración, a la penitencia, a la lectura de las obras de los Santos Padres de la Iglesia. En la soledad de la Romita nuestro beato encontró lo que su corazón deseaba. Había en la iglesia una imagen venerable de Jesús Crucificado, que había pertenecido a san Santiago de la Marca. Fray Juan la convirtió en objeto de frecuentes visitas, de ardientes oraciones, de profundas meditaciones e incluso, por concesión del Señor, de no raros éxtasis. Émulo de su seráfico Padre, deseaba ardientemente unirse a los sufrimientos de Jesús, trasformarse en el Amor crucificado, tan poco amado por gran parte del mundo. Además, encontró allí otro objeto que le llegaba al corazón y fomentaba su piedad filial: una imagen de terracota, que representaba a la Santísima Virgen contemplando al Niño Jesús tendido en sus rodillas, y que estaba flanqueada por las figuras del apóstol Santiago el Mayor y san Francisco de Asís. Y así el devoto solitario pasaba largas horas a los pies de la nueva y entrañable imagen de la Madre del Señor, intercambiando afectos y sentimientos. Por la noche, después del rezo de maitines, cuando sus hermanos se retiraban a descansar, él se quedaba en el coro para continuar sus plegarias que con frecuencia acababan en éxtasis.

   En el espeso bosque que rodea el convento solitario, había y hay todavía una pequeña gruta, como un eremitorio dentro del eremitorio, en la que se recogía el P. Juan Bautista para entregarse a la oración y a la penitencia. Para nuestro beato, el paraíso en la tierra se encontraba en su retiro y soledad. Por gusto suyo, nunca habría salido de allí. Pero la caridad y la obediencia le exigían de vez en cuando que emprendiera viajes más o menos largos. En aquel tiempo, los distintos señores y familias nobles de la región estaban enfrentados y con frecuencia llegaban a conflictos armados. La sociedad y la Iglesia experimentaban los vaivenes del progreso de un renacimiento en todos los órdenes. Y en la alta sociedad, lo mismo que entre los soldados y el pueblo llano, cundía la desmoralización y el declive de las buenas costumbres. El P. Juan Bautista no era un elocuente orador, pero con su palabra sencilla y persuasiva conseguía tocar los corazones y llevarlos a la conversión. Y así, de tiempo en tiempo, aunque pequeño de estatura y de complexión frágil, emprendía hasta largos viajes con alegría de espíritu para pacificar a los beligerantes o para exhortar a unos y a otros a convertirse y cambiar de vida. Cuando salía de su retiro, siempre acompañado de otro fraile como era preceptivo, no llevaba consigo más que su pobreza pacífica y su firme confianza en Dios. Unas veces hablaba en las iglesias, otras lo hacía en los salones de los palacios señoriales, y su palabra era siempre una cálida exhortación al cumplimiento de los mandamientos divinos, a la frecuencia de los sacramentos, al amor al prójimo, a liberarse de la esclavitud del mundo. Y hablaba con tanto celo y persuasión, que muchos se convertían a Dios, se reconciliaban, se confesaban, hacían penitencia de sus pecados. El apostolado de nuestro beato era sencillo y sin estrépito, pero fecundo. Los biógrafos añaden que Dios lo acompañaba con frecuentes milagros o hechos prodigiosos. La fama del sencillo fraile de la Romita se extendió por toda la Marca de Ancona.

   Grande era la caridad del P. Juan Bautista con todos los que encontraba en sus viajes o los que acudían a él. Pero aún era mayor la que practicaba con los frailes de su convento. Estaba atento a sus deseos y necesidades, y su mayor gozo era servir a los enfermos, prestándoles con prontitud y delicadeza cualesquiera cuidados.

   Su amor a Jesús crucificado, objeto constante de su amor y su contemplación, lo llevaba a la práctica de las austeridades y penitencias propias de los antiguos anacoretas, cuyos escritos leía con gusto, en particular los de San Juan Clímaco. Ayunaba de continuo a pan y agua haciendo una sola comida al día, y en cuaresma aún menos. Como verdadero hijo de san Francisco, amaba la pobreza y la practicaba, se contentaba con una túnica remendada y con el breviario para la alabanza litúrgica del Señor. Su celda, convertida luego en oratorio, era pequeña y sobria. De hecho, su fama de santidad se extendió pronto por toda la región, y cuando nuestro fraile viajaba, le llevaban enfermos incluso de poblaciones alejadas para que los bendijera, y eran numerosos los exvotos que había, y aún hay, en las paredes de su capilla, en agradecimiento por los beneficios recibidos.

   Un día lo asaltó de repente un gran malestar. Los frailes acudieron, le prestaron los primeros auxilios y lo estuvieron atendiendo hasta que les pareció que el peligro había pasado; luego se retiraron. Poco después, estando solo en su celdita, se durmió plácidamente en el Señor. Su cuerpo fue enterrado en el cementerio del convento, pero, diez años después, lo desenterraron, lo encontraron incorrupto y lo depositaron en una urna debajo del altar del Santísimo Cristo. Y allí, en la iglesia de San Giacomo della Romita se conserva y es venerado hasta nuestros días. Su culto fue confirmado por León XIII el 7 de septiembre de 1903.

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(Parroquia San Martín de Porres)