BEATO JOSÉ
OLALLO VALDÉS
7 de marzo
1889 d.C.
Nació en La Habana, Isla de Cuba. Hijo de padres desconocidos,
fue confiado a la Casa Cuna San José de La Habana. Vivió
y fue educado en la misma Casa Cuna hasta los 7 años, y
después en la de Beneficencia, manifestándose un muchacho
serio y responsable; a la edad de 13-14 años ingresó en
la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, en la comunidad del hospital
de los santos Felipe y Santiago, de la Habana.
Superando los
obstáculos que parecían interponerse a su
vocación, se mantiene constante en su decisión, emitiendo
la profesión como religioso hospitalario. En el mes de abril del
año 1835 fue destinado a la ciudad de Puerto Príncipe
(hoy Camagüey), incorporándose a la comunidad del Hospital
de San Juan de Dios, donde se dedicó por el resto de su vida al
servicio de los enfermos, según el estilo de San Juan de Dios;
en 54 años solamente una noche se ausentó del hospital, y
por causas ajenas a su voluntad. De enfermero ayudante, a los 25
años pasa a ser el “Enfermero Mayor del hospital, y
después, en 1856, Superior de la Comunidad.
Vivió
afrontando grandes sacrificios y dificultades, pero siempre con
rectitud y fuerza de ánimo: su vida consagrada a la hospitalidad
no se sintió afectada durante el periodo de la supresión
de las Ordenes Religiosas por parte de los gobiernos liberales
españoles, aunque comportó también la
confiscación de los bienes eclesiásticos. Del 1876, en
que murió su ultimo hermano de Comunidad, hasta la fecha de su
muerte, en 1889, se quedó solo, pero siguió con la misma
magnificencia ocupándose de la asistencia de los enfermos,
siempre fiel a Dios, a su conciencia, a su vocación y al
carisma, humilde y obediente, con nobleza de corazón,
respetando, sirviendo y amando también a los ingratos, a los
enemigos y a los envidiosos, sin nunca abandonar sus votos religiosos.
En el periodo de
la guerra de los 10 años (1868-1878) se mostró lleno de
coraje, en la custodia de los que tenía a su cuidado, siempre
prudente y sin rencor, trabajando en favor de todos, pero con
preferencia por los más débiles y pobres, por los
ancianos, huérfanos y esclavos. Cedió ante las exigencias
de las autoridades militares de convertir el centro en hospital de
sangre para sus soldados, pero sin dejar de seguir acogiendo a los
más necesitados de los civiles, sin hacer distinciones de
ideología, raza ni religión. Durante los momentos y
situaciones más difíciles de los conflictos
bélicos, aún poniendo en peligro su propia existencia,
con “dulce firmeza”, socorría asistiendo a los prisioneros y
heridos de la guerra, sin tener en cuenta su proveniencia social o
política, defendiendo incluso a los que no tenían permiso
del gobierno para que se les curara, no dejándose intimidar de
amenazas, ni de prohibiciones, y obteniendo por todo ello el respeto y
la consideración de las mismas autoridades militares. Ante
dichas autoridades también fue capaz de interceder en favor de
la población de Camagüey en un momento de especial
tensión y peligro, evitando una masacre civil.
Perseverante en
la vocación, a través de su bondad dulce y serena hizo
del cuarto voto de Hospitalidad, propio de los religiosos de San Juan
de Dios, no solo un ministerio de amor y servicio hacia los enfermos,
sino un modo de ardiente apostolado, destacándose en la
asistencia a los moribundos y agonizantes, a los cuales
acompañaba en las últimas horas de su existencia, en el
paso hacia una vida mejor. Se distinguió, pues, siempre por su
infinita bondad, siendo llamado con los apelativos de “apóstol
de la caridad” y “padre de los pobres”, que sintetizan perfectamente el
heroico testimonio del beato Olallo.
Modesto, sobrio,
sin aspiraciones de ningún género sino la de estar
consagrado únicamente a su ministerio misericordioso,
renunció al sacerdocio y se caracterizó por su
espíritu humanitario y competencia sanitaria, incluso como
médico-cirujano, aun siendo autodidacta. Vivió lejos de
las aclamaciones, rehuyendo los honores para poder fijar su mirada
solamente sobre Jesucristo, que encontraba en el rostro de los que
sufrían. Su humildad, en fidelidad a su carisma, se
manifestó en la renuncia al sacerdocio, cuando fue invitado por
su Arzobispo, porque su vocación era el servicio de los enfermos
y pobres; los testimonios, finalmente, nos hablan de fidelidad total a
su consagración como religioso en la práctica de los
votos de obediencia, castidad, pobreza y hospitalidad.
Su muerte fue tenida como la “muerte de un justo”:
fallecimiento, velatorio, funerales y sepultura, con el
monumento-mausoleo, levantado después por suscripción
popular, expresaban reverencia y veneración hacia quien fue su
admirado protector. Desde entonces su tumba será visitada
continuamente. Había muerto pero permanecerá vivo en el
corazón del pueblo, que le seguirá llamando “Padre
Olallo”. Fue beatificado por SS. Benedicto XVI el 29 de noviembre
de 2008.