BEATO JACOBO FELIPE
BERTONI
25 de mayo
1483 d.C.
Natural
de Faenza, en el seno de una familia de modesta condición.
Él antes de abrazar la vida religiosa, se llamaba Andrés.
Acometido de ataques epilépticos a la edad de dos años,
el padre hizo voto, si el hijo sanaba, de consagrarlo al Señor
como fraile. En torno a los nueve años, el padre, en
cumplimiento de su voto, lo agregó a la Orden de los Servitas.
En esta nueva vida recibió el nombre de fray Diego Felipe. Una
vez iniciado en la vida religiosa, siendo aún niño,
empezó a sobresalir por la obediencia y exacta observancia de la
Regla; llegado a la edad adulta practicaba a menudo ayunos y vigilias.
Se aplicaba con sumo interés al estudio de las enseñanzas
evangélicas y de la sagrada Escritura. Parece que su alimento
era la lectura asidua de la vida de los santos Padres. Desde muy joven
se dedicó con tanto esmero a los estudios literarios, que
logró comprender con facilidad y exactitud las obras de autores
cristianos y latinos de más fama. Conocía a la
perfección las ceremonias rituales de la Iglesia y de la Orden y
las rúbricas del breviario, y las observaba cuidadosamente.
Cubrió
algunos cargos conventuales con plena satisfacción de los
frailes. Era, en efecto, de temperamento afable, manso y servicial.
Nunca se le vio alterado o airado. Cuando alguien lo ofendía,
soportaba con ánimo sereno las injurias; Él, por su
parte, nunca ofendía a nadie. Fue siempre parco en el hablar: no
sólo evitaba las palabras inconvenientes, sino también
las inútiles; si alguna vez conversando, escuchaba expresiones
obscenas, se le ensombrecía el rostro, corregía al
importuno con breve admonición , y se alejaba.
Ordenado
sacerdote, ninguno como él contemplaba tan profundamente el
misterio de la cruz cuando tenía entre las manos el Cuerpo de
Cristo. Fue enemigo declarado del ocio, al que llamaba
receptáculo de todos los vicios. A veces recreaba su mente con
trabajos manuales de bordado o taraceado: siempre estaba ocupado en
algo. Llegó un momento en que ya sólo comía una
sola vez al día y se contentaba con un alimento parco y frugal;
pero cuando lo llamaba el superior comía lo que estaba preparado
para toda la comunidad. Los viernes, en memoria de la pasión del
Señor, llevaba un cilicio y comía solo verduras.
Nada
rehuía tanto como las alabanzas: aunque todos lo tenían
en gran aprecio, fue más estimado de Dios que de los
hombres. Su estatura era algo más que mediana; era tan
macilento que su piel estaba adherida a los huesos; tenía el
rostro afilado, la nariz algo larga, los ojos hundidos, el cuello
erguido, los dedos alargados; su tez era notablemente pálida.
Pasó
los últimos días de su vida enfermo; cuando le
preguntaban cómo se encontraba, siempre respondía: “Bien,
porque así lo quiere el Señor”. Nunca se
impacientó ni se quejó, ni siquiera al afrontar la
muerte, y esa conducta observó toda su vida. La vigilia de su
muerte asistió al coro con los demás frailes para el
canto de maitines; el día anterior por la mañana
había celebrado la misa. La tarde anterior al día de su
muerte visitó a cada uno de los frailes para pedirles
humildemente perdón y para que lo recordaran en sus oraciones
del día siguiente. Porque estaba convencido que se acercaba su
fin. A la edad de veinticinco años murió. El Papa Clemente XIII confirmó su
culto el 22 de julio de 1761.