En 1539, fue reclamado en Roma por el cardenal Parisio e inició su carrera eclesiástica que le llevó a ordenarse sacerdote en1542, tras lo cual actuó para el papa Paulo III como juez de la capital, abreviador papal y refrendador del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica hasta que, en 1546 fue enviado como auditor al Concilio de Trento.
En 1558, el papa Pablo IV lo nombra obispo de Vieste y en 1561 volvió nuevamente al concilio de Trento donde permanecería hasta su clausura en 1563 en calidad de asesor del legado pontificio, el cardenal Simonetta.
Tras su regreso a Roma fue nombrado, el 12 de marzo de 1565, cardenal
presbítero de San Sixto y enviado como delegado pontificio a España para intervenir en el
proceso inquisitorial iniciado al cardenal de Toledo, Bartolomé Carranza.
Su estancia en España le permitirá conocer al rey Felipe II y atraerse su
simpatía, hecho que será decisivo en su elección
como papa.
Tras la muerte de Pío
V, el Colegio
cardenalicio reunido en cónclave eligió en un solo
día al cardenal Buoncompagni como nuevo papa gracias a la
influencia que ejerció el rey de España, Felipe II.
Adoptó el nombre de Gregorio XIII como homenaje al gran papa Gregorio I el Grande, y a pesar de la
avanzada edad a la que fue elegido, setenta años,
demostrará una inflexible energía y voluntad en la
regeneración de la Iglesia, continuando la labor iniciada por su
predecesor Pío V.
Empeñado en la renovación moral de la Iglesia, ya en su primer consistorio comunicó a los cardenales su intención de hacer cumplir estrictamente los cánones aprobados en elConcilio de Trento, mostrándose asimismo inflexible en la obligación de los obispos de residir en sus respectivas sedes.
Incentivó la creación de colegios y seminarios en los que
se formaran, cultural y moralmente, los futuros sacerdotes y
misioneros. Al frente de estos centros puso a la Compañía de
Jesús que se
convirtió en uno de sus principales pilares de su labor
reformadora, lo que le supuso a la orden ser favorecida con la
concesión de numerosos beneficios, destacando entre ellos el
apoyo que el papa prestó al Colegio
Romano que había
sido fundado por Ignacio
de Loyola en 1551 y que, en 1584, se ampliaría y
cambiaría su sede y su nombre por el de Pontificia Universidad
Gregoriana en honor a
su protector el papa. También creó una comisión
para actualizar y ampliar el Index
Librorum Prohibitorum
La reforma del Calendario Juliano, utilizado desde que Julio César lo instauró en el año 46 a. C., para dar paso al vigente Calendario Gregoriano, al que va ligado su nombre, ha hecho de él un personaje de popular notoriedad.
Instaurado el 4 de octubre de 1582, el nuevo calendario vino a solucionar el problema que planteaba el hecho de que el año juliano tenía 11 minutos y 14 segundos más que el año solar lo que había provocado que la diferencia acumulada hiciera que el equinoccio de primavera se adelantara en diez días.
Gregorio XIII, asesorado por el astrónomo jesuita Christopher Clavius promulgó, el 24 de febrero de 1582, la bula Inter Gravissimas en la que establecía que tras el jueves 4 de octubre de 1582 seguiría el viernes 15 de octubre de 1582.
Con la eliminación de estos diez días desaparecía
el desfase con el año solar, y para que no volviera a
producirse, se eliminaron en el nuevo calendario tres años
bisiestos cada cuatro siglos. Así, el calendario gregoriano es su legado más
valioso y reconocido para la Humanidad.
Dos tradicionales problemas seguían vigentes y ambos tenían que ver con la expansión de sendos poderes ajenos al de la iglesia que él encabezaba: el creciente poderío turco y el no menos activo protestante.
Tras la batalla de Lepanto, la Liga Santa sólo se mantuvo durante dos años, descomponiéndose en 1573 lo que supuso que Venecia reanudara sus relaciones comerciales con el Imperio otomano, y que España sellará en 1580 una tregua con el sultán para volcarse en los asuntos europeos.
El papa no logró comprometer ni a Francia ni a Alemania en su proyectada
expedición contra los turcos, así que no pudo gozar de la
satisfacción de su predecesor, Pío
V, de ver resplandecer la cruz sobre la media luna.
En Francia, los hugonotes, con Gaspar de Coligny al frente, estaban alcanzando cotas de poder preocupantes para la católica monarquía. La concentración en París de numerosas figuras de este partido político-religioso con motivo de la boda de Enrique de Navarra, el futuro Enrique IV, con Margarita de Valois dio ocasión a la reina madreCatalina de Médicis para ordenar, con la anuencia de Carlos IX, el asesinato de los líderes hugonotes.
La matanza iniciada en París y extendida inmediatamente al resto de las poblaciones galas atrapó desprevenidas e indefensas a sus víctimas, entre las que no escasearon mujeres y niños, de modo que durante la noche del 24 de agosto de 1572, la que ha pasado a la historia como Noche de San Bartolomé, la masacre pudo alcanzar hasta 100.000 sacrificados.
Parece probable que Gregorio XIII no tomase parte directa en el horror, con independencia de la constante financiación por parte vaticana de las guerras religiosas francesas. No obstante, hubo festejos en Roma para celebrar el macabro acontecimiento y se entonó en la basílica de San Pedro un solemne «Te Deum», la tradicional antífona de acción de gracias al Altísimo cuando éste dispensa a la cristiandad mercedes de gran trascendencia.
El Pontífice hizo grabar una medalla conmemorativa que lleva en
una cara su propia efigie y en la otra un ángel con la espada
desenvainada matando hugonotes bajo el lema«Ugonotiorum
strages» (la
destrucción de los Hugonotes). Con el mismo título
representó Vasari el fausto suceso en uno de sus frescos por
encargo del papa.
Inglaterra fue otro de sus focos de atención, y destronar por cualquier medio a la hereje y bastarda Isabel Tudor una de sus mayores obsesiones. Contra ella utilizó el oro de las arcas de la iglesia, las armas de quien estuvo dispuesto a ofrecerlas y hasta sicarios asalariados por Roma. Todas las tentativas se frustraron.
Juan de Austria fue uno de los comisionados por el papa para llevar a cabo en 1578 una acción militar contra la reina británica; Niccolo Ormanetto, nuncio de su santidad en España, tenía la misión de convencer a Felipe II de que organizase desde Flandes la invasión de Inglaterra o, en su caso, prestase los medios para hacer llegar a Irlanda 2000 soldados reclutados por el papa. Nada de esto se pudo hacer; al final don Juan recibió de Gregorio XIII cincuenta mil escudos de oro y el mandato de intentar liberar a María Estuardo, pero las acuciantes necesidades pecuniarias en las empresas de Flandes le determinaron a desviar aquellos fondos a estas operaciones y la expedición inglesa no se llevó a cabo.
William Allen y otros exiliados ingleses residentes en Roma concibieron invadir Inglaterra con una fuerza militar que mandaría Thomas Stukley, otro compatriota que había luchado en Lepanto, y así se lo propusieron al papa. Éste, que estaba siempre en disposición de aceptar cualquier plan cuya finalidad fuese el derrocamiento de la reina Isabel y la vuelta de sus súbditos al redil eclesiástico, lo acogió con entusiasmo.
Gregorio XIII quiso involucrar en la empresa a Felipe II por medio de su embajador ante la Santa Sede, Juan de Zúñiga. El rey se mostró asimismo favorable al proyecto. Stukley embarcó en Porto Ercole hacia Irlanda con 800 infantes haciendo escala en Lisboa, donde deberían unírseles otros contingentes; como los refuerzos se hicieron esperar, debió parecerle al aventurero inglés que le sería de más provecho sumarse al rey portugués Sebastián I en sus correrías africanas aunque fuese con abandono de la misión papal, y la proyectada maniobra tampoco tuvo lugar esta vez. Al año siguiente, en 1579, organizó el pontífice una nueva expedición a Irlanda, en esta ocasión encomendada a James FitzMaurice FitzGerald, que supuso un fracaso más.
En 1583 se urdía en París una maniobra para penetrar en Inglaterra por Escocia; la tramaban el duque de Guisa, el embajador español en Francia y el nuncio apostólico, en unión de exiliados ingleses. El papa Gregorio había prometido una sustancial ayuda financiera de 400.000 ducados de oro, pero no consiguió de momento el respaldo de Felipe II y no se pudo hacer efectivo el plan.
Sólo quedaba por intentar el asesinato de la reina, interés papal que compartían los hermanos Enrique y Carlos, duques de Guisa y Mayenne respectivamente; el complot no tuvo éxito e Isabel I, la reencarnación de la Jezabel bíblica, permaneció en su trono a pesar de todos los intentos de Gregorio XIII por destruirla.
Este fervor por llevar a cabo la empresa de Inglaterra sin reparar en gastos dejó extenuados los cofres del erario vaticano. Había que allegar fondos para la causa buscando nuevas vías de financiación. El papa, en su afán recaudatorio, fijó la atención en los feudos y baronías que la iglesia tenía cedidos a los nobles romañolos y en el escaso provecho que, a su parecer, extraía de aquellos territorios.
Se propuso confiscar aquellos bienes cuyos cesionarios no estuvieran al
corriente de los pagos y los que se encontraban en posesión de
herederos no legítimos. La aristocracia reaccionó ante lo
que interpretó como una declaración de guerra y hubo
pillajes, alborotos y verdaderas matanzas. Se creó un clima de
desorden en el que proliferaron toda clase de proscritos y forajidos
que sembraron la Romaña de cotidianos actos de
bandidaje. Gregorio XIII no tuvo capacidad para atajar aquella epidemia
ni tiempo para intentarlo, pues moría el 10 de abril de 1585 dejando los estados
pontificios en plena turbulencia.