Gracias, amabilísimo Jesús, gracias infinitas os sean
dadas por el inapreciable beneficio que acabáis de hacerme
viniendo a mi y dignándoos entrar en la pobre morada de mi
corazón... ¿Y de dónde a mí tanta dicha? Os
contemplo en los brazos de mi alma cual el anciano Simeón, y
entusiasmado por tan divino tesoro, exclamaré con él:
«Moriré gustoso, porque he logrado la mayor dicha que en
este mundo puede lograrse ». ¿Qué gracias, pues,
podré daros por esta gracia, que no sólo contiene todas
las gracias, sino que también al Autor de ellas? ¡Oh
Ángeles santos! Alabad todos al Señor y
dadle por mí las gracias... ¡Oh Santos del cielo y justos
de la tierra! Ayudadme a dar a Dios las gracias por tan señalada
merced.
¡Oh Virgen Santísima!... Vos, que con tanta
perfección supisteis corresponder a los singulares beneficios
que os dispensó Dios, haced que yo sepa también
corresponder y darle las debidas gracias; pero ya que esto me es
imposible, dádselas por mi.
Quisiera, Dios mío, que cuantas criaturas hay en el
cielo y en la tierra os dieran por mí las gracias; pero estoy
bien convencido de que ni aun así correspondería digna y
debidamente; por esto, pues, me ofrezco a Vos mismo con todo mi cuerpo
y alma, potencias y sentidos, de suerte que en adelante diré
siempre con el Apóstol San Pablo: Vivo yo, pero no yo, sino que
vive Cristo en mi. ¡Oh, Dios mío!. De hoy más
seré siempre vuestro; adornadme, por tanto, como a cosa vuestra,
con cuantas virtudes sabéis que necesito para amaros y serviros:
con toda perfección.
Al veros hospedado en mi alma, me lleno de
admiración y asombro, y entusiasmado, cual la Magdalena, no
sé desistir de contemplar vuestras misericordias infinitas.
¿Qué visteis, Señor, en mí para que
vinierais? ¿Virtudes?... ¿Pero cómo, si estoy
desnudo de ellas? ¿Méritos?... ¡Ay! Yo soy un
miserable pecador. ¿Quién, pues Bien mío, os
movió? ¡Ay! Ya lo sé: las miserias que me oprimen y
las necesidades bajo las que me veis gemir. ;¡Cuán bueno
sois, oh mi buen Dios!... Permitidme, pues, Señor, que abrace
vuestros pies santísimos y los riegue con lágrimas de
ternura y amor. No, yo no me levantaré de vuestras plantas hasta
que, cual a la Magdalena, me concedáis una indulgencia plenaria
de todos mis pecados; ni os dejaré ir hasta que me hayáis
echado vuestra santa bendición.
Oh, y cuánto os amo, Dios mio! ¡Qué
lástima que no os haya amado siempre! Al acordarme que tuve
valor para ofenderos, se me cubre de rubor el rostro y un vivo dolor
parte mi corazón. Sí; con la sangre de mis venas quisiera
borrar mis culpas. Quisiera que los días en que os ofendí
y no os amé no se computaran en el número de los
años que he vivido. Pero, en adelante... - cielos y tierra, sed
testigos de mi resolución -, en adelante no os ofenderé
más, y os amaré, con vuestra gracia, con todo el afecto
de mi corazón.
Y no sólo eso, Señor, sino que
procuraré que todo el mundo os ame, y que nadie os ofenda; y ya
que os contemplo sentado en mi corazón como en un trono de
misericordia preparado para concederme gracias, y no sólo
instándome a que os las pida, sino quejándoos de que
hasta aquí no os las haya pedido, enmendando mi negligencia os
pido:
1º Que convirtáis a todos los pobres pecadores. ¿No
veis, Señor, cómo se precipitan de abismo en abismo?
2º Que concedáis a los justos la perseverancia final en
vuestro santo servicio. ¿De qué les serviría tener
buen principio si fuera desgraciado su fin?
3º Que, librando de las penas del purgatorio a las benditas
ánimas, las llevéis a vuestra gloria. ¡Bien
sabéis cuánto os aman y anhelan por Vos!
4º Que a mis padres, amigos y bienhechores les concedáis
cuantas gracias necesiten.
5º Que triunfe en todas partes la Iglesia y prospere nuestra
nación.
6º Que bendigáis a cuantos son acreedores a mis oraciones.