BEATO FORTUNATO VELASCO TOBAR
24 de agosto
1946 d.C.
De origen campesino
Fortunato nace en el pueblo de Tardajos (Burgos), en el seno
de una familia profundamente religiosa y levítica, el 1 de junio de
1906. Sus padres, Francisco y Felisa, llegaron a tejer una corona hermosa
de diecisiete vástagos, algunos muertos al poco de nacer, entre los
uno y tres años. Su casa será conocida con el nombre de «casa
grande», al tener que albergar a tantos hijos y familiares que iban
y venían a visitar a sus tíos y primos. La reunión de
familia era una fiesta y una algarabía, que trascendía a los
vecinos del pueblo.
A los dos días de su nacimiento recibe el sacramento
de la iniciación cristiana: el bautismo, y la imposición del
nombre Fortunato, sin que existieran precedentes del mismo nombre en la familia
del padre o de la madre, sino porque respondía a uno de los santos
que figuraba en el calendario del 1 de junio. En realidad, Fortunato resultó
ser una «fortuna» y una bendición de Dios para los padres
de la «casa grande», en la que las virtudes domésticas
de la obediencia y trabajo, oración y piedad, austeridad y disciplina
se imponían por sí mismas. Los padres iban por delante de la
numerosa prole. El cuidado del campo y del ganado no excluyó a ninguno
de los hijos de estos trabajos, tan pronto fueron capaces de echar una mano
a los múltiples quehaceres de la casa.
A Fortunato le tocó, siendo adolescente, colaborar en
los trabajos de la siembra, siega y cosecha, en invierno y en verano, sin
refunfuñar jamás, al decir de sus propios padres y hermanos.
Sus padres no dudaron en presentar a Fotunato, entre sus hermanos, como ejemplo
de trabajo y obediencia. Marcado por el contacto con la naturaleza, brillará
en él la sencillez de los campesinos no maleados, la responsabilidad
en el desempeño de las labores domésticas y la naturalidad
en cumplir con las obligaciones de casa, sin derecho a exigir nada en compensación.
Más dotado para las Ciencias que para las Letras
Al cumplir los trece años, con la preparación
recibida en la escuela del pueblo, pide a sus padres entrar en el Seminario
Apostólico que los misioneros paúles regentaban en la villa
de Tardajos, desde 1892. Se habían adelantado a entrar en la Casa
Apostólica sus hermanos Julián, Andrés, Esteban, Luis
y Maximiano. Sus padres accedían gustosos a la petición de
sus hijos. Fortunato entra en el «convento» -como era conocida
en el pueblo la Casa Misión y Apostólica-, en septiembre de
1919, para ser misionero, hijo de San Vicente de Paúl. Ejercía
entonces de superior el P. Manuel Gómez, de santa y feliz memoria
para los tardajeños, por su entrega a la educación y formación
de los adolescentes. La paciente insistencia con que animaba a los jóvenes
a ser piadosos y estudiosos caló en el alma de sus alumnos y más
en particular en la de Fortunato, que no dio ocasión sino rara vez
para que le corrigieran por infracciones contra el reglamento del centro.
En el mismo año de 1919, el rey Alfonso XIII hacía
la consagración de toda España al Corazón de Jesús,
en el Cerro de los Ángeles. En Burgos, entraba el Cardenal Don Juan
Benlloch y Vivó, para regir la diócesis. Ambos acontecimientos
fueron celebrados por la comunidad educativa de Tardajos.
Los dos primeros años de humanidades que Fortunato cursara
en Tardajos fueron continuados en la capital de Guadalajara, donde los misioneros
habían abierto un Colegio Apostólico Central en 1921. Allí
se congregaban jóvenes venidos de otras Apostólicas como Pamplona,
Murguía (Álava), Teruel, Los Milagros (Orense), Andujar (Jaen)
y, por supuesto, Tardajos. Unos y otros muchachos se enriquecían con
sus formas de ser y de hablar propias del terruño del que procedían.
En Guadalajara permaneció Fortunato dos años más, hasta
que ingresó en el Seminario Interno -o Noviciado como lo llaman los
religiosos- el 18 de septiembre de 1923, año en que el General Primo
de Rivera imponía la Dictadura en España (1923-1930).
Nuestro joven estudiante no deslumbraba por su ciencia ni por
su palabra literaria ni por nada que se saliera de lo ordinario, sino por
su rectitud y bondad y por la responsabilidad con que hacía lo mandado
y evitaba lo prohibido, según el reglamento de la Apostólica
Central. A juicio de los compañeros de Fortunato, éste destacaba
más por el dominio de las Ciencias que de las Letras; al menos esa
era la opinión general que se habían formado de él sus
condiscípulos. El hecho de que recurrieran a él para resolver
problemas de matemáticas y física, a los que daba solución
pronta y correcta, demostraba que no andaban lejos de la verdad. El estudio
de las Letras, en cambio, se le hacía costoso y de difícil
asimilación.
“Me encuentro por estas tierras bastante mejor que por ahí…”
Concluidos los estudios de humanidades en Guadalajara, pasa
con el resto de sus compañeros al Seminario Interno, sito en Madrid,
C/. García de Paredes 45, en septiembre de 1923, hasta febrero de
1925 en que el Seminario fue trasladado a Hortaleza (Madrid). Aquí
coincidió con el famoso director P. Carmelo Domínguez Montoya,
venido de Alcorisa (Teruel), adonde iría él a parar y a ser
testigo de fe y amor. La personalidad humana y sacerdotal del P. Carmelo
cautivaba al seminarista Fortunato, que reconoció públicamente
los valores de su director de conciencia, abriéndose a él de
par en par, con toda confianza.
Durante este tiempo de prueba, nuestro seminarista atravesó momentos
de sequedad y de duda vocacional; pese a esta situación molesta, no
perdió la esperanza y aprovechaba al máximum el tiempo para
leer, meditar y grabar en la mente la Palabra de Dios, que le servía
de alimento en la oración; trataba además de ahondar en el
conocimiento de la espiritualidad del Fundador, Vicente de Paúl, y
de los ministerios propios de la Congregación de la Misión
y de autores espirituales recomendados por el Director del Seminario. Sin
duda, su vocación misionera se iba modelando y purificando poco a
poco y crecía cada día su entusiasmo y estima hacia todo lo
referente a la Congregación de la Misión, en particular hacia
las misiones, tanto populares como a la misión de la India, fundada
recientemente, en 1922. El ejemplo de sus hermanos que iban por delante en
la carrera le ayudaba a afianzarse en la vocación misionera. Era fama
que Fortunato se distinguía «por su piedad, seriedad y trabajo»
y deseo sincero de llevar vida interior profunda. Dada su sencillez, era
querido por todos, según testimonio común de sus compañeros,
que además certifican que estaba pronto para los trabajos manuales,
aunque supusieran sacrificios y renuncias a ratos de ocio y diversión.
Tras el paréntesis del Seminario, prosigue sus estudios
de formación eclesiástica, trasladándose a mediados
de septiembre de 1925 a Villafranca del Bierzo (León), para cursar
tres años de filosofía. Apenas llega a la capital del Bierzo,
emite los votos perpetuos el 19 de septiembre de 1925. Su estado de ánimo
de aquel entonces quedaba reflejado en la carta de octubre de 1927 que escribió
a su antiguo director y maestro P. Carmelo Domínguez, cuyas últimas
orientaciones le servían de guía: “Yo, en verdad, me encuentro
por estas tierras bastante mejor que por ahí, a pesar de tener sobre
mí desde el primer día toda la carga de estudios, que, como
V. sabe, son muchos y difíciles, sobre todo ahora en los principios,
en que todo son dificultades. Pero con la ayuda de Dios y haciendo buenamente
lo que se puede, todo se vence. Por aquí todos estamos bien y contentos,
gracias a Dios, trabajando cuanto es de nuestra parte en nuestros dos asuntos
principales: la virtud y la ciencia”.
La adquisición de la virtud y la ciencia era, en efecto,
el ideal del joven estudiante, que en septiembre de 1928 se trasladaba a
Cuenca, al Seminario de San Pablo, en el que habitaban los misioneros paúles
y estudiantes de Sagrada Teología desde 1922 -al dejarlo los Padres
Redentoristas-. Hoy, el Seminario está convertido en Parador Nacional.
El estudio de la teología, combinado con los paseos por las Hoces
del Huécar y del Júcar, por el rincón de la ermita recoleta
de la Virgen de las Angustias y la senda del «Tranquillo», y
con la contemplación diaria del Puente de San Pablo y de las «Casas
Colgantes», le ayudaron a pasar años felices en el estudio de
teología.
Él mismo asegura que se sentía dichoso, tanto
más cuanto se iba acercando la hora de recibir las Órdenes
Sagradas, en especial el Presbiterado. Con dispensa de la Sede Apostólica,
el 11 de octubre de 1931, el obispo Mons. Cruz Laplana y Laguna, otro mártir
glorioso de la persecución religiosa española, le impuso las
manos. Alcanzada la meta anhelada: ser sacerdote de Cristo, para ofrecer
el sacrificio del Señor, perdonar los pecados y predicar la Palabra
de Dios al pueblo, el P. Fortunato se sentía pletórico de gozo
y alegría.
El mismo día en que recibe el sacerdocio jerárquico
en Cuenca se traslada a la Casa Central de Madrid, para celebrar, al día
siguiente, la Eucaristía en la Basílica de la Milagrosa, acompañado
de sus tres hermanos: PP. Esteban, Luis y Maximiano y un puñado de
familiares venidos de Tardajos. La emoción le embargó y una
alegría incontenible le desbordó al llegar el momento emocionante
del besa-manos, cuando sus familiares y amigos del pueblo desfilaron, con
ojos humedecidos, para depositar el ósculo santo en las manos recién
ungidas con óleo. La llamada que le dirigiera el Señor en otro
tiempo había cuajado en un sí firme y fiel de seguir a Jesucristo
hasta la muerte y muerte martirial.
La carrera de estudios no había terminado todavía;
por eso, emprende viaje con sus compañeros neo-presbíteros
a Potters-Bar (Londres), donde, además de culminar la teología,
adquiriere un bagaje mínimo de experiencia pastoral y sobre todo de
conocimiento de la lengua inglesa, a cuyo aprendizaje empleó todo
el tiempo que le dejaba libre el estudio de la teología. “El inglés
–pensaba él– me vendrá siempre bien y en cualquier lugar, ya
me destinen a Estados Unidos, Filipinas, India, o me dejen en una casa de
la Congregación en España, dedicada a misiones o a la formación
de seminaristas”. Al término del curso en Londres, el P. Fortunato
se encontraba disponible para ir “adonde Dios quiera que me envíen
los superiores”. Incluso no descartaba ni rechazaba, dado el ambiente que
en España había de odio a la fe, que le enviaran a un lugar
inseguro y de hostilidad a la Iglesia. Un año antes, en 1931, era
proclamada en España la Segunda República.
Alcorisa, escenario principal y último de su vida
La carrera estudiantil terminaba para él en julio de
1932. Estudiada su personal ficha vocacional y los resultados académicos,
los superiores mayores pensaron y decidieron destinarle a la formación
de los jóvenes en los Colegios Apostólicos. Antes de llegar
al último, al de Alcorisa, en el segundo semestre de 1935, había
pasado por breve tiempo por otros dos centros de enseñanza similares:
Murguía, 1932, cinco meses, y Teruel, 1933-1935, dos años.
Dedicado a la educación de los Apostólicos, pone el máximo
interés en conseguir de ellos lo que a él le habían
inculcado sus antiguos profesores: la piedad y el trabajo. Las cartas que
pudo dirigir al P. Gregorio Sedano, destacado pedagogo paúl de aquel
tiempo, pidiendo consejo sobre métodos y libros de texto, revelan
la ilusión con que aspiraba a servir, entregado a la tarea pedagógica
y didáctica de los jóvenes apostólicos.
Llegado a Alcorisa, conforma parte de una comunidad de siete
miembros: cinco sacerdotes y dos hermanos. El P. Fortunato si no es el más
joven en edad, sí el más intrépido ante las dificultades,
dentro de su aparente timidez y retraimiento. Pronto se capta la simpatía
de la población de Alcorisa, por su sencillez y cercanía con
los humildes del pueblo. Uno de sus antiguos vecinos, proveedor de leche
de la comunidad, decía de él: «era de carácter
muy bondadoso y tenía gran caridad sobre todo con los pobres, repartiendo
comida a todos los necesitados que acudían al Convento, procurando
que nunca les faltara», y que se ganaba fácilmente las simpatías
de los niños y de los mayores. El buen olor de Cristo, dejado por
el P. Carmelo Domínguez, rezumaba todavía de los muros del
Colegio Apostólico de Alcorisa. El P. Fortunato lo percibía
y trataba de hacérselo notar a sus alumnos cuando les hablaba de la
necesidad de orar, trabajar física e intelectualmente y de entusiasmarse
por la vocación misionera.
“Me he ofrecido a Dios para que haga en mí su Santa Voluntad”
Pronto quedó perturbada la paz y la ilusión educativa
del claustro de profesores de la Apostólica. Apenas declarada la guerra
civil en julio de 1936, llegan a Alcorisa los primeros rumores de que los
comunistas rondaban cerca del pueblo. No faltaron buenas personas que pasaron
aviso inmediato a la comunidad: blanco principal de aquella gente exaltada
y sedienta de sangre. El 29 de julio, tras haber celebrado la Eucaristía
en el Colegio de la Inmaculada de las Hijas de la Caridad, una Hermana advierte
al P. Fortunato: “Una columna de rojos va a entrar en el pueblo”, pero él
no dio crédito ni importancia al aviso de la Hermana. El Sr. Párroco,
mosén Domingo Buj, se lo confirmó a la comunidad; es más,
comenta el mismo párroco: “… Llamé al P. Velasco, me confesé
con él como mi última confesión y les dije a los PP.
Paúles: Me han dicho que pronto llegarán a esta población.
Hagan lo que Vds. quieran”.
El rumor se hizo realidad el mismo día 29 de julio, por
la tarde. Quince camiones de tropas marxistas se apoderaron de las calles
de Alcorisa. El superior del Seminario, P. Dionisio Santamaría, dio
orden de desbandada, y la comunidad se dispersó con dirección
a Zaragoza, menos el P. Fortunato y el Hno. Aguirre que optaron por quedarse
a guardar y entregar las llaves de la casa a quien correspondiese, en caso
de necesidad. El P. Fortunato ejercía el oficio de ecónomo
del seminario y se preguntaba con el H. Aguirre si no podrían hacer
algo por el bien espiritual del pueblo, y por el bien material de la comunidad
dispersa.
Llegaron los verdugos al seminario y empezaron los disparos,
registros, interrogatorios, cautiverios, condenas y, al fin, los asesinatos,
sucesos que nos hacen revivir la época de las primeras comunidades
cristianas de la Iglesia. Estando en la cárcel, escribe una carta
a lápiz el 30 de julio, reveladora de su admirable serenidad y confianza
en la Providencia; la carta iba dirigida al seminarista Manuel Herranz, que
llegaría a ser misionero paúl: “Te escribo desde la prisión
para comunicarte alguna cosilla… He estado toda la noche en la cárcel,
y esta mañana he salido a declarar. A nosotros nos echan la culpa
de todo el movimiento; por tanto estoy esperando me fusilen de un momento
a otro. Ruega por mí… Moriré mártir en defensa de la
fe… Yo ya me he ofrecido a Dios para que se haga su santa voluntad”.
Durante el encarcelamiento, el P. Fortunato a cuantos compartían
con él la cárcel: a unos confesaba y a otros consolaba ante
la posible condena de muerte que podría llegarles de un momento a
otro. Nadie se vio olvidado ni desatendido por «el bondadoso P. Fortunato».
Un testigo que se vio libre de la condena, declararía más tarde:
“Su aspecto era de un santo, de una persona por encima de todas las otras”.
“Estaba muy sereno, dispuesto a lo que Dios quiera”
Tras la cárcel durante unos días, le concedieron
casi un mes de libertad provisional aunque vigilada; fue un mes de alta tensión.
Obtenido el perdón, se limitó a decir con disgusto: “No he
recibido el martirio porque no he sido encontrado digno de esta gracia”.
¿Qué eco no estarían produciendo en él las palabras
de su fundador que recordaba a las mil maravillas: “¡Quiera Dios que
todos los que vengan a entrar en la compañía acudan con el
pensamiento del martirio, con el deseo de sufrir en ella el martirio y de
consagrarse por entero al servicio de Dios, tanto en los países lejanos
como aquí, en cualquier lugar donde él quiera servirse de esta
pobre y pequeña compañía! Sí, con el pensamiento
del martirio. Deberíamos pedirle muchas veces a Dios esta gracia y
esta disposición, de estar dispuestos a exponer nuestras vidas por
su gloria y por la salvación del prójimo”.
Pero el 23 de agosto fue apresado de nuevo y encarcelado en
las escuelas (Comité de defensa). Unas horas antes de ser fusilado,
el referido joven Manuel Herranz nos relata el último encuentro con
su querido profesor: “[El vigilante nos dejó pasar a Margarita que
le llevaba la cena y a mí a la cárcel]… Me invitó a
cenar con él. Yo probé unos bocados, muy pocos, porque me eché
a llorar. Pasé la cena llorando. Entonces el P. Velasco me dijo: «Tú
no te apures, porque tú llegarás». Me lo decía
consolándome… Nos despedimos hasta el día siguiente. Estaba
muy sereno, dispuesto a lo que Dios quiera. Esto era de nueve a diez de la
noche. Y a eso de las once u once y media los comunistas le sacaron de la
cárcel camino del cementerio. Allí le fusilaron”. Sus palabras
se cumplieron: “Yo seré fusilado, pero tú, Manuel, llegarás
a ser sacerdote de la Misión”.
Antes de recibir el tiro de muerte, a las puertas del cementerio,
el P. Fortunato oró a Dios por sus asesinos, les perdonó de
todo corazón, y con el grito: ¡Viva Cristo Rey!, cayó
desplomado por una descarga de pólvora que le abrió la cabeza.
Era la madrugada del 24 de agosto de 1936; tenía treinta años
cumplidos; el cuerpo yacía sobre un charco de sangre. Así moría
el valiente defensor de la fe, dando testimonio de amor y esperanza invencibles,
tras haber cumplido su misión de servicio a Dios y a los hombres sus
hermanos. Al tiempo que era acribillado a tiros, corrió por el pueblo
la noticia de su asesinato: “El santo misionero, P. Fortunato Velasco, amante
de los pobres, ha sido asesinado por los comunistas por su condición
de sacerdote misionero”.