FIESTA DE TODOS LOS
SANTOS
1 de noviembre
La Fiesta
de Todos los Santos, la cual el Papa Bonifacio IV, después de
haber consagrado el templo llamado Panteón, ordenó que se
celebrase en Roma todos los años solemne y universalmente en
honor de la Beatísima Virgen María Madre de Dios y de los
Santos Mártires; y Gregorio IV después determinó
que esta misma Fiesta, que ya se celebraba, aunque con variedad, en
diferentes iglesias, fuese solemne y perpetua en toda la Iglesia
Católica en honor de todos los Santos.
La Iglesia, gobernada siempre por el Espíritu
Santo, siempre celosa por la gloria de los bienaventurados, y atenta
siempre a todo aquello que puede contribuir a la salvación de
todos los fieles; no contenta con proponer cada día en
particular alguno o algunos de aquellos dichosos moradores de la
celestial Jerusalén como objeto digno de veneración,
protectores y guías de sus aciertos, junta hoy todos aquellos
héroes cristianos, presentándoselos unidos por objeto de
su culto, para que en atención a tantos y tan poderosos
intercesores, que son a un mismo tiempo abogados y modelos, derrame
Dios sobre nosotros con mayor abundancia los tesoros de su
misericordia, y todas las gracias que son menester para imitarlos.
Consideámoslos nosotros como hermanos nuestros, miembros todos
de un mismo cuerpo místico bajo una misma cabeza, y por
consiguiente nos reputamos igualmente acreedores a la misma herencia
que ellos, mientras por nuestra culpa no perdamos el derecho que
legítimamente nos pertenece por el Bautismo. Ellos fueron lo que
nosotros somos, y algún día podemos ser nosotros lo que
son ellos. Gimieron como nosotros en este valle de lágrimas,
lugar de aflicción y de destierro; estuvieron igualmente que
nosotros expuestos a las mismas flaquezas, sujetos a las mismas
tentaciones: corrieron los mismos peligros, encontraron las mismas
dificultades, les salieron al camino los mismos estorbos. Pues de la
misma manera que ellos y por los propios medios debemos nosotros
superar los embarazos, con igual valor resistir a los mismos enemigos,
y con la misma fidelidad corresponder a la gracia. La gloria que gozan,
y la bienaventuranza que poseen, merecen nuestro culto, y son objeto
digno de nuestra noble ambición. Sus méritos tan
gloriosamente premiados exigen nuestra veneración, y lo mucho
que pueden con Dios es motivo justo para alentar nuestra confianza.
Este es en suma el fin que se propone la Iglesia en el general y
solemne culto que tributa hoy a los bienaventurados, y este es todo el
objeto de la presente festividad.
En el discurso del año nos lo hace presentes,
poniéndonos a la vista cada uno en particular, para que
sosteniendo nuestra fe, y elevando hacia el cielo nuestra esperanza con
la consideración de tan gloriosos objetos, que acordemos de lo
que fueron y de lo que son, advirtiendo lo que nosotros debemos ser
para aumentar su número, agregándonos a ellos. Pero
reconociendo que no son suficientes todos los días del
año para tributar cultos en particular, aún a aquellos
sólos de que ella tiene noticia, y por otra parte siendo
innumerables los otros cuyos nombres sólo están escritos
en el libro de la vida, los cuales, no obstante que no los conozcamos,
no por eso son menos dignos de nuestro respeto y de nuestra
veneración; escogió la Iglesia un día para
honrarlos a todos, obligándonos con este culto especial a que
todos se interesen más particularmente en la salvación de
aquellos que no dejan de ser hermanos suyos, aunque giman
todavía de este lugar de destierro. Este día tan
célebre y tan solemne es el primero de noviembre, en que
juntando todas sus fiestas en una, a todos los empeña en
interceder por nosotros al Señor.
Mucho tiempo antes de que se fijase en este día la
presente fiesta general, se solemnizaba dentro del tiempo pascual; es
decir, entre Pascua de Resurrección y Pentecostñes, la
Fiesta de Todos los Santos en común con cierta especie de
conmemoración universal; pero no comprendía más
que a la Santísima Virgen, Reina de todos los Santos, a los
Apóstoles y a los Mártires, cuyo glorioso triunfo se
celebraba en aquel tiempo en alegría y regocijo. Estaba
destinado el primer día de mayo para la fiesta de los
Apóstoles, y otro día del mismo mes para la de los
Mártires, a cuya frente se colocaba siempre la Santísima
Virgen; pero todavía no secelebraba fiesta particular en honor
de Todos los Santos, a la cual dio ocasión en cierta manera el
famoso Panteón, templo de todos los dioses.
Era el edificio más suntuoso que se admiraba en
Roma, reputado por maravilla del arte, y por el último esmero de
la arquitectura: muy capaz, muy elevado, y de figura rotunda, en
significación de que representaba al mundo: obra erigida por
Agripa algunos años antes del nacimiento de Cristo en memoria de
la victoria que consiguió Augusto en la famosa jornada de Accio
contra Antonio y contra Cleopatra, dándosele el nombre de
Panteón, para denotar que en él se tributaba
adoración a todos los dioses, no obstante que Agripa sólo
le había consagrado a Jupiter vengador. Empeñados los
emperadores cristianos en abolir el culto de los ídolos echaron
por tierra todos sus templos para sepultar entre sus ruinas las
reliquias de las supersticiones paganas, siendo quizá el
Panteón y el único monumento del gentilismo que se
perdonó. Habíanse destruido los famosos templos de
Júpiter Capitolino en Roma, de Júpiter Celeste en
Cártago, de Apolo en Delfos, de Diana en Éfeso, de
Serapis en Alejandría; y subsistía un edicto del
emperador Teodosio, en que mandaba fuesen arrasados todos aquellos
lugares de abominación, y se colocasen cruces sobre los despojos
de sus ruinas; providencia necesaria en los primeros tiempos de la
Iglesia para abolir la memoria del gentilismo, que había
introducido el error en todos sus monumentos, cuyo ejemplo imitó
San Gregorio el Grande hacia el fin del siglo VI, ejecutando lo mismo
en los templos de Inglaterra en los principios de la dichosa
conversión de los ingleses; pero cuando ya no había
que temer a la idolatría, le pareció más acertado
purificar los templos antigups que arruinarlos para levantar otros
nuevos. Con esta misma consideración Bonifacio IV
purificó y consagró el famoso Panteón conservado
hasta su tiempo para ilustre monumento de la victoria que la Iglesia
había conseguido de la ciega gentilidad, dedicándole a la
Santísima Virgen María y a todos los Santos
Mártires, para que en adelante fuesen honrados todos los
verdaderos Santos en el mismo templo donde habían recibido
sacrílegas adoraciones todos los dioses falsos, cuya famosa
dedicación se solemnizó el día 12 de mayo del
año 609; asegurando el Cardenal Baronio haber leído en un
documento muy antiguo que el referido Papa Bonifacio había
trasladado al Panteón 28 carros cargados de huesos de Santos
Mártires, sacñandolos de las catacumbas de los contornos
de Roma. Sin embargo, no se debe decir que la Fiesta o la
dedicación de aquel magnífico templo, llamado al
principio Nuestra Señora de los Mártires, y hoy Santa
María la Rotanda, fuese en rigor la fiesta de todos los Santos.
La época de esta festividad se debe clocar en el pontificado de
Gregorio III, que por los años 732 hizo erigir una capilla en la
Iglesia de San Pedro en honra del Salvador, de la Santísima
Virgen, de los Apóstoles, de los Mártires, de los
Confesores, y de todos los justos que reinan con Cristo en la celestial
Jerusalén: fiesta que al principio se celebró sólo
en Roma; pero muy en breve se extendió a todo el mundo
cristiano, y fue colocada entre las festividades de mayor solemnidad.
Habiendo pasado la Francia el Papa Gregorio IV el
año de 835, mandó que la fiesta de Todos los Santos se
celebrase solemnemente en la Iglesia Universal, con cuya ocasión
el emperador Ludovico Pío expidió un edicto y se
fijó el primer día de noviembre, en que uniendo la
Iglesia como en un sólo cuerpo todas aquellas almas
bienaventuradas, reúne, como se ha dicho, todas las fiestas en
una, honrándolos a todos con religioso culto en una sola
festividad. Como los gentiles celebraban este mismo día una
fiesta en honor de todos los dioses, acompañándola con
todo género de disoluciones, es muy probable que esto mismo
determinó a la Iglesia a fijar esta fiesta en el propio
día, que antes era de ayuno, el que desde entonces se
anticipó a la vigilia; por lo que esta festividad ocupa lugar
entre las más solemnes, siendo todavía de precepto en el
reino de Inglaterra, aún después que el cima y la
herejía desterraron casi todas las demás. El Papa Sixto
IV mandó que se celbrase con octava, quedando de esta manera
constituida entre las más solemnes de toda la Iglesia.
Es sin duda grande el número de los Santos cuya
memoria celebra cada día; pero es mucho mayor el de aquellos
cuyos nombres, virtudes y merecimientos se ocultan a su noticia.
¡Cuántos Santos hay de todas las edades, de todas
condiciones, de todos estados, en todas las neciones, y en todos los
pueblos! ¡cuántas virtudes heróicas, cuyo
resplandor se sepulta en el retiro de la soledad! ¡cuántos
héroes cristianos enterrados en esos desiertos!
¡cuántos siervos de Dios escondidos en la oscuridad de una
vida pobre, humilde, mortificada, ignorados del mundo, y
únicamente conocidos de aquel Señor a quien sirven!
¡cuántas almas en empleos bajos, abatidos y viles!
¡cuántas eminentes virtudes roban a nuestra noticia las
paredes de los claustros! ¡cuántos Santos se fabrican en
el taller de las adversidades, y en el ejercicio de la
mortificación y de la penitencia!. Conociólos Dios,
recompensólos abundantemente, y los hará gloriosos a los
ojos de los hombres en el gran día de los premios y de los
castigos; pero era muy puesto en razón que la Iglesia rindiese
honores en la tierra a los que Dios ha glorificado ya en el Cielo. No
hay alguno de estos bienaventurados que no se interese en nuestra
salvación: solicitamos su protección, imploramos su
asistencia, tenemos necesidad de sus oraciones, y merecen nuestro
culto. Éste es el que hoy le tributamos.
Cuando la Iglesia en la festividad de Todos los Santos nos
presenta a todos estos privados del Altísimo no se contenta con
propornerlos a nuestra veneración por el culto; intenta
también hacerlos presentes a nuestra imitación para el
ejemplo. Dícenos a todos en este día, que aquellos cuya
celestial sabiduría es objeto de nuestra admiración, cuya
virtud lo es de nuestro respeto, cuya gloria lo es de nuestro gozo,
cuyos merecimientos celebramos, cuyo triunfo aplaudimos, y cuya dicha
envidiamos, son unos escogidos de Dios, que fueron de nuestra misma
edad, de nuestro mismo sexo, de nuestra misma condición, de
nuestro mismo estado, de nuestro mismo empleo, y de nuestro mismo
nacimiento. Entre aquella multitud innumerable de bienaventurados
tributamos hoy veneraciones al pobre oficial, al humilde labrador, al
lacayo, al ínfimo criado que en la oscuridad de su clase, en la
mediocridad de su fortuna, y en los penosos ejercicios de su abatido
ministerio supieron ser Santos, haciendo una vida inocente, devota y
verdaderamente cristiana. Honramos a los príncipes y a los reyes
que en la elevación del trono y entre el esplendor de la corte
conservaron unas costumbres irreprensibles y puras, cultivaron la
santidad, y no conocieron otra política ni otras reglas para
gobernar sus acciones que las máximas del Evangelio. Veneramos
aquellos hombres acomodados, aquellos ricos del mundo, más
prudentes, más discretos que otros muchos; pues no
dejándose deslumbrar del falso oropel de los honores, ni
afeminar su corazón con el halagueño atractivo de las
riquezas, usaron de sus bienes para rescatar sus pecados, supieron
burlar los lazos que el mundo les armaba, y despreciando toda otra
fortuna que la eterna, arreglaron sus constumbres por los principios de
la fe, y acertaron a ser Santos donde tantos otros se pierden.
Honramos, en fin, a nuestros mismos hermanos, que dentro del gremio
donde nosotros vivimos, sihuiendo nuestro mismo instituto y observando
aquellas mismas reglas que nosotros tenemos, arribaron a una eminente
santidad; a nuestros parientes, a nuestros amigos y a nuestros
paisanos, que con las mismas pasiones, con las mismas dificultades, con
los propios estorbos, y con iguales auxilios, sin otros algunos medios,
acertaron a salvarse, y llegaron dichosamente al término de su
carrera. ¿Qué escusa podemos alegar para no aumetar
algún día el número de aquellas almas felices? Y
si nos condenamos, ¡qué justa, pero que cruel
reconvención no nos harán por toda la eternidad aquellos
espíritus bienaventurados!.
No por cierto, los Santos no todos llegaron a ser lo que
fueron precisamente por haberse ejercitado en obras ruidosas y
singulares. Sin ellas podían ser Santos, y también
podrían no serlo con ellas. ¡Cuántos predestinados
no hicieron en la tierra cosa particular que mereciese
admiración! ¡y cuántos réprobos hicieron en
el mundo acciones gloriosas que les merecieron los aplausos de los
hombres al mismo tiempo que Dios los condenada!. Los Santos fueron
Santos precisamente porque cumplieron con las obligaciones de su
estado; porque en todas materias prefirieron su conciencia a los
intereses humanos, la ley de Dios a las inclinaciones, y las
máximas del Evangelio a las máximas del mundo. San Luis,
San Eduardo, Santa Isabel en el trono; San Isidro Labrador en el campo,
San Homobono en su taller, y Santa Blandina en su cocina; todos Santos
de una misma familia, son argumentos convincentes de que para ninguno
es impracticable la virtud, y que en ésta no hay cosa tan ardua
que nos falte el medio para superarla. Esto mismo nos demuestra hoy
palpablemente la Iglesia, poniéndonos a la vista tantos millones
de Santos que efectivamente fueron en el mundo aquello mismo que
nosotros pretendemos ser imposible.
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(Pbro. José Manuel Silva Moreno)