BEATO FELIPE POWELL
30 de junio
1646 d.C.



   Nació en Tralón en Gwent, en el seno de la alta nobleza, descendiente de reyes. Estudió en la escuela humanística de Abergavenny y en el 1614 ingresó en los benedictinos en el seminario de San Gregorio en Douai, recibiendo el presbiterado en 1621, al año siguiente fue enviado a la misión inglesa y durante 20 años trabajó en Devon, Somerset y Cornualles. En aquellos tiempos de prohibición religiosa en Inglaterra, los seminaristas y misioneros, como medida de precaución contra los espías, acostumbraban cambiar de nombre; el padre Powell disimuló el suyo con el de Morgan que era el apellido de soltera de su madre. 

   Al iniciarse la guerra civil, el padre Powell, luego de algunas vicisitudes, se unió a las filas del general Goring para servir como capellán para los católicos de su ejército. Pero aquellas tropas se dispersaron y el sacerdote se embarcó para navegar a Gales. El barco fue interceptado y abordado por las autoridades, dos miembros de la tripulación, reconocieron al padre Powell y le denunciaron en seguida como a un sacerdote católico que, según dijeron, «había seducido a la mayoría de los parroquianos de Yarnscombe y de Parkham, en Devonshire, para que quebrantasen su juramento de lealtad a la iglesia protestante». 

   Durante corto tiempo estuvo encarcelado en condiciones relativamente benignas; pero en la sala común de la prisión de King's Bench, en Londres, a donde fue trasladado, tuvo que soportar toda clase de penurias, y no tardó en caer enfermo de pulmonía. Dos o tres veces fue arrastrado ante el tribunal para ser interrogado y juzgado bajo los cargos fundados en su admisión de que era un sacerdote católico.

   En la última sesión de su proceso, hizo una brillante defensa de su causa y alegó que la ley contra los sacerdotes no comprendía a los barcos en alta mar, y que, cuando la bandera de Su Majestad se despliega durante una guerra civil, cesan todos los procesos y, todavía más, puesto que la persona del rey se hallaba ausente, no era posible organizar alguna conspiración contra ella. Pero a pesar de todo se le declaró culpable y, al pronunciarse la sentencia de muerte, el padre Powell dio gracias a Dios, en alta voz y en presencia de todos los asistentes al juicio. Su personalidad y su conducta en la prisión había impresionado tanto a sus compañeros de infortunio, que todos ellos redactaron y firmaron una especie de testimonio o memorándum que exponía sus cualidades y virtudes. Los dignatarios eran veintitrés protestantes y seis católicos; a estos últimos, el padre Powell los había reconciliado con Dios. Los mismos carceleros parecían muy bien dispuestos en su favor.

   El hombre que llegó a anunciarle la fecha de su ejecución estaba tan emocionado que no podría leer en voz alta; pero el padre Powell se le acercó, se asomó por encima de su hombro, leyó la nota serenamente y luego pidió un vaso de licor para beber a la salud del buen funcionario de la prisión. «¿Quién soy yo? -exclamó con el vaso en la mano y acento de profunda alegría- ¿Qué soy yo, para que Dios me honre así y acepte que yo muera por Su causa?» Ante el patíbulo exclamó: “Éste es el día que hizo el Señor, bellísimo y felicísimo para mí”.  Se le apretó la cuerda al cuello y se le dejó colgado hasta que murió en Tyburn. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de Moorfields. Uno de sus fieles compró sus ropas manchadas de sangre por cuatro libras esterlinas. Fue beatificado por el Papa Pío XI el 15 de diciembre de 1929.

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(Parroquia San Martín de Porres)