ENTRETENIMIENTOS
ESPIRITUALES
DE
S. FRANCISCO DE SALES,
OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA
Y
FUNDADOR DE LA ORDEN DE LA VISITACIÓN
A LOS QUE VAN AÑADIDOS ALGUNOS OPÚSCULOS DEL MISMO SANTO.
OBRA TRADUCIDA DEL FRANCÉS AL ESPAÑOL
POR
EL LIC. FRANCISCO DE CUBILLAS DONYAGUE, PBRO.
CON APROBACIÓN DEL ORDINARIO
LIBRERÍA RELIGIOSA
QUIS UT DEUS
BARCELONA.
LIBRERÍA RELIGIOSA, AVIÑÓ, 20.
1908. (1)
AL LECTOR
El original de esta obra de san Francisco de Sales, preciosísima
como todo lo suyo, va sin prólogo, y en su lugar se halla una
carta de la superiora general de las religiosas de la Orden de la
Visitación, fundada por el Santo, en la que, a instancias de su
hermano y sucesor en el obispado D. Juan Francisco de Sales, manda a
todas las religiosas que recojan y le remitan cuantos papeles de las
colaciones espirituales, llamadas Entretenimientos espirituales por su
santo Autor, existan en sus conventos. Motivó esta carta el que,
corriendo varias copias de estos Entretenimientos llenas de
considerables defectos y equivocaciones, lo que afectaba al buen nombre
y reputación de su Autor, se quiso ver los originales para
darlos a la imprenta, con la misma pureza y claridad que recibieran de
su docta pluma, para mayor gloria de Dios y provecho de las almas.
Con estos Entretenimientos espirituales no intentó el Santo
formar un libro que corriera en manos de todo el mundo, ni pensó
jamás que se imprimieran; por eso, no solamente no le puso
prólogo, sino que ni los escribió con el estilo de sus
demás obras, ni los limó, sino que los daba a las
religiosas, sus hijas, con estilo sencillo, enseñándolas
con dulce ingenuidad, respondiendo a sus filiales preguntas,
desvaneciendo sus dudas y temores, y dando a sus espíritus un
alimento sólido, bien que sencillo, y adaptado a su capacidad,
para así hacerlas crecer en virtud y adelantar en el camino de
la perfección, del que era él consumado maestro, a
creerse el Santo que sus Entretenimientos espirituales habían de
ver la luz pública ¿con qué aparato los
habría dispuesto aquella su piedad y santa discreción que
los sazonó? qué luz no hubiera dado en su prólogo
para que conociéramos los entretenimientos vanos e
inútiles de los mundanos, huyéramos de ellos, y nos
aplicáramos a los únicos verdaderos y provechosos para la
vida eterna? Comprenderá muy bien todo esto, el que haya
leído los prólogos que puso en los libros suyos,
Introducción a la vida devota: Explicación mística
de los cantares y Práctica del Amor de Dios, en los que
suavemente interesa al lector a saborear estas obras con santa traza,
como él tenía en todo lo que hacía, decía y
escribía para bien de las almas. Mas, aunque sin prólogo
y sin limar, esta obra es digna de ser leída, y sumamente
recomendable; en fin, es de san Francisco de Sales, y esto solo ya
basta.
El título de Entretenimientos espirituales se lo puso el mismo
Santo a esas colaciones o conferencias, como ya se ha dicho; lo que se
ve por lo que dice en el original del tercero, nono y otros, y por
alguna de sus cartas en las que hace mención de ellas con el
mismo nombre: y esto nada tiene de extraño ni ridículo,
por más que a algún necio lo parezca, ¿No hay
entretenimientos corporales? pues, por qUé no podrá haber
de espirituales? Entretenerse, no es meramente divertirse, sí
que es también recrear el ánimo, mantener, conservar y
pulir, esto es, observar los más pequeños defectillos de
una cosa y, puliéndolos, darla el último toque.
Según esto ¿quién no ve la necesidad, por no decir
solamente utilidad, de entretenerse espiritualmente? Hay, y puede haber
cosa más útil para una alma fervorosa que recrearse en la
consideración de los beneficios de Dios, en contemplarse ante su
presencia? No lo será también el mantener y conservar el
fervor en todo lo concerniente al servicio divino, a la caridad con el
prójimo, y al acrecentamiento de nosotros mismos en la
perfección, y sobre todo el mirarnos atentamente y pulir todo lo
que veamos que sea desagradable a los ojos de Dios? Decidme,
¿podrán ser cosa ridícula e inútil tales
ocupaciones o verdaderos entretenimientos? ¡Ojalá los
tuvieran tantas almas descuidadas!
Por falta de esos entretenimientos del espíritu en los que el
alma se estudia a sí misma, se ven tantas abominaciones y
desolaciones en el mundo. Desolada está horrorosamente toda la
tierra, pues no hay nadie que reflexione en su corazón, dice
Jeremías (12, 11). El real Profeta se entretenía en las
noches en tales ejercicios y escobaba su espíritu, y se
deleitaba entonces en el Señor, y su carne y corazón
saltaban de alegría por el gran provecho que sacaba de ello. Me
deleité, decía él mismo y derramé humilde
mi alma enamorada en la presencia del Señor (Salmos, I, XXXIII,
XLI, LXXVI y en otros). Probadlo, continúa, y veréis
cuán suave es el Señor para todos aquellos que,
entreteniéndose en pensar en él, y en mirar como
cumplirán mejor su ley santa reciben tantos favores y tal riego
de gracias, que llegan a ser como árbol plantado junto a la
corriente de las aguas, que dará su fruto al debido tiempo, y
sus hojas no caerán, y prosperará en todo lo que haga.
¡Oh santos entretenimientos, Y qué dulces, qué
provechosos sois para una alma santa! para todas las que aspiren a la
santidad! Bien lo sabia el gran Francisco de Sales.
Ved, pues, lo que son, y a lo que tienden esas conferencias que
llamó el Santo Entretenimientos espirituales; traducidas se
hallan con este titulo en casi todas las lenguas, y provechosa es su
lectura, como no puede dejar de serlo la sólida y tan trillada
doctrina del gran Santo, al que Pío IX en 1877 declaró
Doctor de la Iglesia.
ÍNDICE
(1) La digitalización que aquí presentamos, por tratarse
de una vieja edición, va modificada en algunos aspectos de la
ortografía -particularmente los acentos- por la moderna indicada
por el diccionario del procesador de textos. También hemos
actualizado el modo de abreviar las citas bíblicas.
Entretenimiento I:
Entretenimiento II:
Entretenimiento III:
Entretenimiento IV:
Entretenimiento V:
Entretenimiento VI:
Entretenimiento VII:
Entretenimiento VIII:
Entretenimiento IX:
Entretenimiento X:
Entretenimiento XI:
Entretenimiento XII:
Entretenimiento XIII:
Entretenimiento XIV:
Entretenimiento XV:
Entretenimiento XVI:
Entretenimiento XVII:
Entretenimiento XVIII:
Entretenimiento XIX:
Entretenimiento XX:
Entretenimiento XXI:
Entretenimiento XXII:
ENTRETENIMIENTOS ESPIRITUALES
DE
SAN FRANCISCO DE SALES
OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA
ENTRETENIMIENTO I
Obligación de las Constituciones de la Orden de la
Visitación de Santa María, y calidad de la
devoción que han de tener las religiosas de esta orden.
Estas Constituciones, por si mismas, de ninguna manera, obligan bajo
pena de pecado, ni mortal ni venial; solamente sirven para
dirección y guía de las personas de esta
congregación; pero si acaso alguna voluntaria y deliberadamente
las quebrantase, con desprecio o escándalo de las
compañeras o personas de fuera, cometería sin duda una
grande ofensa; porque no se puede excusar de culpa la que envilece y
deshonra las cosas de Dios, desmiente su profesión, pervierte la
comunidad, y disipa los frutos del buen ejemplo y buen olor que, debe
dar al prójimo. De modo, que a este voluntario desprecio se
seguirá algún grande castigo del cielo, y especialmente
la privación de las gracias y dones del Espíritu Santo,
que ordinariamente son quitados a los que se apartan de los buenos
propósitos y dejan el camino en que Dios Nuestro Señor
los había puesto. El desprecio, pues, de las Constituciones,
como también el de todas las buenas obras, se conocerá
por las consideraciones siguientes.
Cae en esta falta aquel que quebranta o deja de cumplir alguna
ordenanza no solo voluntariamente, sino con propósito
deliberado; porque otra cosa es si lo traspasa por inadvertencia u
olvido, o cegado de otra pasión; porque el desprecio incluye en
sí una voluntad deliberada que le determina resueltamente a
hacer lo que hace. De aquí se sigue, que el que quebranta la
ordenanza, o desobedece por menosprecio o vanagloria, no solo
desobedece, sino que quiere desobedecer; no solo comete la
inobediencia, pero la hace con intención de desobedecer.
Está prohibido comer fuera de las horas de refección;
come una monja ciruelas o albaricoques, u otra cualquier fruta;
quebranta la regla y comete una desobediencia; mas si lo come llevada
del deleite que piensa recibir, entonces desobedece, no por
desobediencia, sino por golosina; pero si come porque no estima la
regla, ni quiere hacer cuenta ni sujetarse a ella, entonces desobedece
por desprecio e inobediencia.
Síguese también, que el que desobedece por cualquiera
halago, o llevado de pasión, quisiera bien poder satisfacer su
apetito sin desobedecer; y al mismo tiempo que toma placer en comer,
por ejemplo, le desagrada que sea con desobediencia: y en este caso la
desobediencia sigue o acompaña la obra; pero en el otro la
precede y la sirve de causa o motivo, aun que sea por golosina; porque
el que come contra el precepto, consiguiente o juntamente comete
desobediencia, si bien, si pudiese excusarla no quisiera cometerla
comiendo; como el que bebiendo mucho no quisiera embriagarse, bien que
por beber se embriaga. Pero el que come por desprecio de la regla y por
desobediencia, quiere la misma desobediencia; de manera, que no
haría, ni querría la obra sino fuese movido de la
voluntad de desobedecer: el uno, pues, desobedece queriendo una cosa a
la cual está junta la desobediencia; y el otro desobedece
queriendo la misma cosa, porque está junta a la desobediencia.
El uno encuentra la desobediencia en la cosa que quiere, y quisiera no
encontrarla: el otro busca en la cosa la desobediencia, y no la quiere
sino por la intención de hallarla: el uno dice, yo desobedezco
porque quiero comer esta fruta, la que no puedo comer sin desobedecer:
y el otro dice, yo la como porque quiero desobedecer, lo que
conseguiré comiendo: en el uno la desobediencia y desprecio
sigue a la obra; en el otro la conduce.
Pues esta desobediencia formal y desprecio de las cosas buenas y santas
nunca está sin algún pecado, a lo menos venial, aun en
las cosas que no son sino de consejo: porque si bien puede uno no
seguir los consejos de las cosas santas, por elección de otras
cosas, sin cometer ofensa alguna, todavía no se pueden dejar por
desprecio sin culpa, porque no todo lo bueno nos obliga a seguirlo;
pero si a honrarlo y estimarlo, y por consiguiente con más
razón a no menospreciarlo ni deslucirlo.
Añádese a esto, que el que quebranta la regla y
constitución por desprecio, la tiene por vil e inútil; lo
que es una grandísima presunción y arrogancia. o si la
juzga útil, y con todo no quiere sujetarse a ella, rompe su
designio con gran daño del prójimo, a quién da
escándalo y mal ejemplo, contraviene a la sociedad por la
promesa hecha a la compañía, y pone en desorden una casa
devota; y estas son grandísimas faltas.
Pero, para que se pueda en alguna manera discernir cuando una persona
quebranta las reglas o la obediencia por desprecio, propondré
aquí algunas señales.
I. La primera, si siendo corregida hace burla y no tiene
algún arrepentimiento.
II. Segunda, cuando persevera, sin mostrar deseo ni voluntad de
enmendarse.
III. Tercera, cuando afirma que la regla no es a propósito, ni
el precepto conveniente.
IV. Cuarta, cuando procura atraer a las otras al mismo quebrantamiento
y quitarlas el temor, diciendo que importa poco, y que no hay peligro
alguno.
Estas señales no son con todo tan ciertas, que tal vez no
provengan de otra causa diferente de la del desprecio; porque puede
suceder, que una persona se burle de quien la reprende por la poca
estimación que hace de él, y que persevere por flaqueza,
que porfíe por despecho y cólera y que pervierta las
otras por tener compañeras y excusar su delito. No obstante, es
fácil de conocer, por las circunstancias, cuando todo esto se
hace por desprecio; porque, en fin, la desvergüenza y manifiesta
disolución siguen ordinariamente al desprecio, y los que le
tienen en el corazón, presto lo sacan a la boca y dicen, como
observa, David: ¿Quién es Nuestro Señor? (Salmo 1,
15).
Conviene deciros aquí una palabra de una tentación que
puede ocurrir en este punto; y es, que tal vez una persona no piensa
ser inobediente y libre cuando no desprecia sino una o dos reglas que
le parecen de poca importancia, mientras observe las demás; pero
¡Dios mío! ¿quién no ve el engaño?
porque lo que una estima poco, otra estimará mucho, y así
al contrario. De la misma manera en una comunidad, cuando uno no haga
caso de una regla, otro despreciará otra, otro otra, y
así todo será desorden. Porque luego que el
espíritu del hombre se gobierna según sus inclinaciones y
aversiones ¿qué otra cosa puede suceder que una perpetua
inconstancia y variedad de faltas? Ayer, que yo estaba alegre, me
desagradaba el silencio y me sugería la tentación que
estaba ocioso; hoy, que estoy melancólico, me sugiere que la
recreación y entretenimiento es aun más inútil.
Ayer que estaba consolado, me agradaba el cantar; hoy que estoy seco,
me disgusta; y así en lo demás.
De suerte, que el que quiera vivir dichosa y perfectamente debe
acostumbrarse a vivir según la razón, las reglas y la
obediencia, y no según sus inclinaciones y aversiones: debe
estimar todas las reglas, honrarlas y quererlas, a lo menos con la
voluntad superior: porque si ahora desprecia una, mañana
despreciará otra, y otro día otra; y roto una vez el
vínculo del debido respeto, todo lo que estaba atado poco a poco
se descompondrá y perderá.
No quiera Dios que ninguna de las religiosas de la Visitación se
desvíe tanto del camino del amor de Dios, que se halle perdida
dentro del desprecio de las reglas por desobediencia, dureza y
obstinación de corazón; porque, ¿qué le
podrá suceder peor, ni de mayor infelicidad? Supuesto
también que hay pocas reglas particulares y propias de esta
Congregación, siendo la mayor parte, y casi todas, o reglas
generales que deberían guardar en sus casas si quisiesen vivir
con algún poco de honor, reputación y temor grande de
Dios, o que miran a la debida decencia de una casa devota, o a las
oficialas en particular.
Pero, si tal vez les viniere algún disgusto o aversión a
las Constituciones y Reglas de la Congregación, se
portarán de la misma manera que en las demás tentaciones,
corrigiendo la aversión con la razón y con una fuerte y
buena resolución de la parte superior del alma, esperando que
Dios les envíe algún consuelo en su camino y les haga
ver, como a Jacob cuando se halló cansado en su viaje, que las
reglas y forma de la vida que han escogido son la verdadera escala, por
la que deben, como ángeles, subir a Dios por caridad, y bajar
así por humildad.
Pero cuando sin esta aversión sucediese el quebrantar la regla
por fragilidad, entonces al punto se humillarán delante de Dios
y le pedirán perdón, renovarán la
resolución de observarla, y sobre todo procurarán no
entrar en pusilanimidad de espíritu e inquietud; antes con nueva
confianza en Dios recurrirán a su santo amor.
En cuanto a las transgresiones de la regla que no se hacen por pura
inobediencia ni por desprecio, sino por descuido, flaqueza,
tentación o negligencia, se podrán y deberán
confesar como pecados veniales o bien como de cosa en que le ha podido
haber; porque, si bien en ello no haya alguna especie de pecado en
virtud de la obligación de la regla, puédele no obstante
haber por razón de la negligencia, descuido,
precipitación u otros tales defectos; pues rara vez sucede, que
viendo un bien propio para nuestro aprovechamiento y siendo
particularmente llamados e incitados a obrarle, le dejemos
voluntariamente sin culpa, porque tal omisión no procede sino de
negligencia, de afecto depravado o falta de fervor; y si hemos de dar
cuenta de las palabras que son verdaderamente ociosas,
¿cuánto más la daremos de haber dejado ociosa la
moción que la regla nos hace a su ejercicio?
Dije, que sucede raras veces no ofender a Dios cuando dejamos de hacer
un bien propio a nuestro adelantamiento; porque puede suceder que no se
deje voluntariamente, sino por olvido, inadvertencia o
subrepción, y entonces no hay pecado grave ni leve, salvo en el
caso de que la cosa, de que nos olvidamos fuese de tan grande
importancia, que nos obligase a estar atentos para no caer en tal
olvido, inadvertencia y subrepción. Pongo ejemplo: Una religiosa
rompe el silencio porque no advierte que es tiempo de él, o
pensando en otra cosa no se acuerda, o bien que, habiendo sido
acometida de algún ímpetu de hablar, antes de pensar en
reprimirle haya dicho alguna cosa, sin duda no peca; porque la guarda
del silencio no es de tanta importancia que obligue a tener una tan
grande atención que no nos podamos olvidar; antes al contrario,
siendo cosa muy buena en tiempo de silencio ocuparse en santas y
pías consideraciones, si estando atenta a ellas se olvida de
guardar el silencio, este olvido nacido de tan buena causa no puede ser
malo, ni consiguientemente la falta del silencio que de él
proviene.
Pero si se olvidase de servir a una enferma que por falta de asistencia
corriese peligro, y que habiéndosela encargado a ella por esto
se descuidaron las demás de servirla, no será buena
excusa decir no he caído en ello o no me he acordado; porque la
cosa era de tan grande importancia que debía estar con cuidado
de no olvidarse, y la falta de esta atención no es excusable
respecto a la calidad de una cosa que merecía mucha vigilancia.
Hemos de creer, que a medida que se aumentare el amor de Dios en las
almas de las religiosas de esta Congregación, este amor las
hará cada hora más exactas y diligentes en la observancia
de sus constituciones, aunque por si mismas de ninguna manera obligan
bajo pena de pecado mortal. o venial; pero si obligaran bajo pena de
muerte, ¿cuán rigorosamente se observarían?
El amor es fuerte como la muerte (Cant 8, 6). Luego los atractivos del
amor son tan poderosos para hacer ejecutar una resolución, como
las amenazas de la muerte. El celo, dice el sagrado cántico es
duro y fuerte como el infierno. Luego las almas que tienen celo,
harán tanto, y aun más en virtud de él, de lo que
harían por temor del infierno; y así las monjas de esta
Congregación por la suave violencia del amor observarán,
con la ayuda de Dios, tan exactamente sus reglas, como si estuvieran
obligadas bajo pena de eterna condenación.
En suma, ellas tendrán perpetua memoria de lo que dice
Salomón en los Proverbios: Quien guarda el mandamiento, guarda
su alma; y quien desprecia su camino, perecerá (Prov 19, 16).
Vuestro camino es el modo de vida en que Dios os ha puesto. Yo no hablo
aquí de la obligación que tenemos de guardar loa votos;
porque es cosa evidente que quien absolutamente quebranta la regla y
los votos esenciales de pobreza, castidad y obediencia, peca
mortalmente, y lo mismo será si rompe la clausura.
Hagan las religiosas profesión particular de mantener sus
corazones en una devoción intima, fuerte y generosa. Digo
intima, de modo que tengan la voluntad conforme con las buenas acciones
exteriores que hicieren, sean estas pequeñas o grandes. Nada se
haga por costumbre, sino por elección y aplicación de la
voluntad; y si alguna vez la acción exterior se anticipa a la
afición interior por causa de la costumbre, a lo menos la
afición siga luego a la acción. Si antes de inclinarme
corporalmente a mi superior, no hago la inclinación interior por
una humilde elección de estarle sujeto, a lo menos que esta
elección acompañe o siga muy cerca a la
inclinación exterior.
Las hijas de esta Congregación tienen muy pocas reglas para lo
exterior, poca austeridad, pocas ceremonias, poco rezo, y así
acomodando voluntaria y amorosamente el corazón, harán
nacer lo exterior de lo interior, y sustentarán lo interior con
lo exterior, como el fuego produce la ceniza, y la ceniza mantiene el
fuego.
Es también necesario que esta devoción sea fuerte.
Primero, para sufrir las tentaciones que jamás faltan a los que
quieren verdaderamente servir a Dios. Segundo, para tolerar la variedad
de los espíritus que se hallarán en la
Congregación, que es la prueba mayor que se puede ofrecer a los
espíritus débiles. Tercero, para sufrir cada una las
imperfecciones, y no inquietarse por verse sujeta a ellas; porque
así como es menester una humildad fuerte para no perder el
ánimo, antes debemos levantar nuestra confianza en Dios por
medio de nuestras flaquezas, así es necesario un corazón
valeroso para emprender la corrección y perfecta enmienda.
Cuarto, para combatir sus imperfecciones. Quinto, para despreciar las
palabras y juicios del mundo, que jamás deja de contradecir los
institutos píos, particularmente al principio. Sexto, para
mantenerse independiente de las aficiones, amistades, o inclinaciones
particulares, para no vivir según ellas sino según la luz
de verdadera piedad. Séptimo, para desasirse de las ternuras,
dulzuras, consolaciones que provienen ya de Dios, ya de las criaturas,
y para no dejarse llevar de ellas. Octavo, para sustentar una guerra
continua contra nuestras malas inclinaciones, humores, hábitos y
propensiones.
Conviene, finalmente, que sea generosa para no espantarse de las
dificultades, antes engrandecer el ánimo con ellas; porque, como
dice san Bernardo, poco valor tiene aquel a quien no le crece el
corazón entre las penas y contradicciones. Generosa para aspirar
al más alto punto de la perfección cristiana, no obstante
todas las imperfecciones y flaquezas presentes, apoyándose con
perfecta confianza en la misericordia divina, a ejemplo de aquella que
decía a su amado: Atraedme, correremos tras Vos al olor de
vuestros ungüentos (Cant. 1). Como si dijera, por mí misma
soy inmoble; pero si Vos me atraéis, yo correré. El
divino Amante de nuestras almas nos deja muchas veces como atados en
nuestras miserias, para que sepamos que nuestra libertad procede de
él, para que cuando la tengamos, la estimemos como don precioso
de su bondad.
Por esto, como la devoción generosa no cesa jamás de dar
voces a Dios atraedme, así no cesa jamás de aspirar,
esperar, y valerosamente prometerse el correr y decir correremos tras
Vos: y conviene no enfadarse jamás si luego no se corre tras el
Salvador, con tal que siempre se diga, atraedme, y se tenga. valor para
decir, correremos; porque, aunque no corramos, basta; que con la ayuda
de Dios correremos.
Esta Congregación, como también las otras religiones, no
es junta de personas perfectas, sino de personas que se pretenden
perfeccionar. No de personas que corren, sino que pretenden correr; por
esto aprenden primero a andar paso a paso, después aprisa, luego
a medio correr, y al fin a todo correr.
Esta devoción generosa a ninguno menosprecia, y hace que, sin
perturbación e inquietud veamos caminar, correr y volar a otros,
según la diversidad de las inspiraciones y variedad de medidas
de la divina gracia que cada uno recibe. Esta es una advertencia que el
grande apóstol san Pablo hace a los romanos: Uno, dice, cree que
puede comer de todo: otro que está enfermo, come yerbas; el que
come no desprecie al que no come; y el que no come no juzgue al que
come: cada uno abunde en su sentido, el que come, coma en Nuestro
Señor, y el que no come, no coma en Nuestro Señor; y
así el uno como el otro den gracias a Dios (Rm 16, 2).
Las reglas no mandan muchos ayunos, pero puede ser que algunas, por
particulares necesidades, alcancen licencia de ayunar algo más;
las que ayunaren no menosprecien a las que coman, ni las que comen a
las que ayunen; y así en todas las otras cosas que ni
están mandadas ni prohibidas, cada uno abunde en su sentido:
quiero decir, goce y use de su libertad, sin juzgar ni contradecir a
las otras que no hacen lo que ella, queriendo que sea su modo tenido
por mejor; pues puede suceder que una persona coma con tal
renunciación de su propia voluntad como otra que ayuna, y que no
diga sus culpas con el mismo renunciamiento que otra las dirá.
La devoción generosa no quiere compañía en lo que
hace, sino solamente en su pretensión, que es la gloria de Dios
y el adelantamiento del prójimo en el amor divino: y como se
encamine todo derechamente a este fin, no se le da nada que sea por
este o por otro camino; con tal que el que ayuna, ayune por Dios; y el
que no ayuna, por Dios no ayune, y tan satisfecha quede de lo uno como
de lo otro.
Ella, pues, no quiere traer los otros en su seguimiento; antes prosigue
humilde, simple y tranquilamente su camino. Y si. sucede que alguna
persona come no por Dios sino por inclinación, y si deja la
disciplina no por Dios sino por natural aversión,
convendrá que las que hacen los ejercicios contrarios, no la
juzguen, sino que dulce y suavemente sin censurarla, sigan por su
camino, no despreciando ni juzgando en perjuicio de las flacas;
acordándose de que si en estas ocasiones las unas proceden,
puede ser, blandamente según sus inclinaciones y aversiones; en
otras ocurrencias las otras hacen también lo mismo. Pero
aquellas que tienen tales inclinaciones y aversiones, se deben
atentamente guardar de decir palabras, y de dar muestras de tener
disgusto de que las otras lo hagan mejor, porque cometerían una
grande impertinencia; antes, considerando su flaqueza, las deben mirar
con santa, dulce y cordial reverencia; porque de este modo
podrán sacar tanto provecho de su flaqueza por la humildad que
de aquí les nacerá, como las otras lo sacan de sus
ejercicios. Si este punto es bien entendido y observado,
conservará una maravillosa tranquilidad y suavidad en la
Congregación. Que Marta sea activa, pero que no contradiga a
Magdalena: que Magdalena contemple, pero que no desprecie a Marta;
porque Cristo saldrá a la defensa de la que fuere censurada.
Pero con todo esto, si algunas hermanas tuvieren aversión a las
cosas piadosas, buenas y aprobadas, o bien inclinaciones a las menos
devotas; si me creen, usarán de violencia y corregirán lo
más que puedan a toda aversión e inclinación, para
ser verdaderamente señoras de sí mismas y servir a Dios
con una excelente mortificación, repugnando a su repugnancia, y
contradiciendo a su contradicción, apartándose de sus
inclinaciones, divirtiendo sus aversiones, y en todo y por todo
haciendo reinar la autoridad de la razón, principalmente en las
cosas quedan lugar a tomar resolución: y finalmente,
procurarán tener un corazón blando, tratable, rendido, y
fácil a condescender en todas las cosas lícitas; y
mostraran en todos lances la obediencia y caridad, para ser semejantes
a la paloma, cuya pluma recibe todos los resplandores que le da el sol.
Bienaventurados son los corazones flexibles, porque nunca se
romperán.
Las monjas de la Visitación hablarán siempre
humildísimamente de su pequeña Congregación, y
antepondrán a ella todas las otras en cuanto a la honra y
estimación; pero la preferirán atadas en cuanto alamar,
asegurando prontamente, cuando Se ofrezca la ocasión, cuan
agradablemente viven en esta vocación. Así las mujeres
casadas deben preferir sus maridos a todos los demás, no en el
honor, sino en el afecto. Así cada uno prefiere su país a
los otros en amor, no en especificación. Y cualquiera marinero
quiere más el bajel en que navega, que los otros aunque sean
más ricos y más fuertes.
Confesemos libremente que las otras congregaciones son mejores,
más ricas, mas excelentes; pero no por eso más amables,
ni deseables para nosotros; pues Dios Nuestro Señor quiso que
esta fuese nuestra patria y nuestra barca, y que nuestro corazón
se desposase con este instituto. Siguiendo el dicho de aquel, que
preguntado cual era el descanso mayor y el mejor alimento de un
niño, respondió, que el regazo y la leche de su madre;
porque aunque haya otros lechos más ricos, y otras leches
mejores, pero para él ni le hay más propio ni le hay
más amable. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO II
Pregúntase si con el conocimiento de la propia miseria puede el
alma llegarse a Dios con una gran confianza, y de qué manera.
Trátase de la perfecta abnegación de sí mismo.
Me preguntáis, hijas carísimas, si teniendo el alma
conocimiento de su propia miseria, puede llegarse a Dios con una gran
confianza. Respondo, que no solamente el alma que tiene el conocimiento
de su miseria, puede tener una gran confianza en Dios, sino que no
puede tener verdadera confianza sin tener conocimiento de su miseria;
porque este conocimiento y la confesión de nuestra miseria nos
introducen delante de Dios. Así todos los grandes Santos, como
Job, David y otros, siempre empezaban todas sus oraciones por la
confesión de su miseria e indignidad; de modo que es cosa muy
buena reconocerse pobre, vil, abatido e indigno de parecer en la
presencia de Dios.
Aquel célebre dicho de los antiguos: Conócete a ti mismo,
aunque se entienda del conocimiento de la grandeza y excelencia del
alma para no envilecerla ni profanarla con cosas indignas de su
nobleza, se entiende también del conocimiento de nuestra
indignidad, imperfección y miseria; de modo, que cuanto
más nos conociéremos miserables, tanto más
confiaremos en la misericordia y bondad de Dios; porque entre la
misericordia y la miseria hay conexión tan grande, que la una no
se puede ejercer sin la otra. Si Dios no hubiese criado al hombre,
seria verdaderamente todo bueno; pero actualmente no fuera
misericordioso, porque la misericordia no se ejercita sino con los
miserables. Con esto veréis que cuanto más nos
conociéremos miserables, tanta, más ocasión
tenemos de confiar en Dios; pues nada tenemos para confiar en nosotros
mismos.
La desconfianza de nosotros mismos nace del conocimiento de nuestras
imperfecciones; pero esta aprovecharía poco, si no
pusiésemos toda nuestra confianza en Dios, asiéndonos de
su misericordia; las faltas y deslealtades que cada día
cometemos nos deben causar vergüenza y confusión cuando
queremos llegarnos a Dios: y así leemos de grandes almas, como
de santa Catalina de Siena y de la santa madre Teresa de Jesús,
que sentían esta gran confusión cuando caían en
alguna falta; y así es cosa razonable, que habiendo ofendido a
Dios, nos retiremos un poco por humildad y quedemos confusos: pues solo
por haber ofendido a un amigo tenemos empacho de llegarnos a él;
pero no conviene detenernos aquí, porque estas virtudes de
humildad, abatimiento y confusión son virtudes medianeras, por
las que debemos subir a la unión de nuestra alma con Dios: no
seria gran cosa haberse aniquilado y desnudado de sí mismo, lo
que se hace con los actos de confusión, si esto no fuese para
darse del todo a Dios, como nos lo enseña san Pablo, cuando
dice: Despojaos del hombre viejo y revestíos del nuevo (Col 19).
Porque no conviene quedarnos desnudos, sino revestirnos de Dios.
Este pequeño retiro no se hace sino como para tomar carrera y
arrojarse con mas fuerza en Dios con un acto de amor y confianza,
porque no es bien confundirse tristemente con inquietud. El amor propio
causa estas confusiones, afligiéndonos porque no somos perfectos
no tanto por amor de Dios como de nosotros mismos; pero aunque no
sintáis una gran confianza, no por eso habéis de dejar de
hacer sus actos, diciendo a Dios: aunque yo no tenga, Señor
mío, algún sentimiento de confianza en Vos, yo sé
muy bien que sois mi Dios, que yo soy todo vuestro, y no tengo
esperanza sino en vuestra bondad; y así yo me dejo del todo en
vuestras manos. Siempre está en nuestra potestad hacer estos
actos; y aunque tengamos dificultad, no imposibilidad, en estos casos y
en medio de estas dificultades debemos mostrar la fidelidad a este
Señor; porque aunque hagamos estos actos sin gusto y sin alguna
satisfacción, no nos ha de dar pena, pues Dios los quiere
más así; y no me digáis que solo lo decís
con la boca; porque si el corazón no lo quisiera, la boca no lo
pronunciara. Habiendo hecho esto, estad en paz sin atender a vuestra
perturbación, y hablad con Nuestro Señor de otra cosa.
Ved aquí, pues, por conclusión de este primer punto, como
es muy bueno tener confusión cuando tenemos conocimiento y
sentimiento de nuestra miseria e imperfección; pero que no
conviene apartarse ni caer, por eso en pusilanimidad, antes levantar el
corazón a Dios por medio de una santa confianza, cuyo fundamento
ha de estribar en el mismo Señor y no en nosotros, porque
nosotros nos mudamos y Dios no se puede mudar jamás. Y tan bueno
y misericordioso es él cuando nosotros somos flacos e
imperfectos, como cuando somos fuertes y perfectos. Yo acostumbro decir
que el trono de la misericordia de Dios es nuestra miseria: conviene,
pues, que cuanto es más grande nuestra miseria, tanto mayor sea
nuestra confianza.
Pasemos ahora a la otra cuestión, que es de la abnegación
de si mismo, y de cuál debe ser el ejercicio del alma abnegada.
Es necesario saber, que abnegar nuestra alma y dejarnos a nosotros
mismos, no es otra cosa que quitarnos y deshacernos de nuestra propia
voluntad para darla a Dios: porque, como tengo dicho, de poco nos
pudiera aprovechar de renunciarnos y dejarnos a nosotros mismos, sino
fuese esto por unirnos perfectamente a la divina voluntad.
A este fin, pues, se ha de encaminar esta renuncia; la que de otra
manera seria inútil y semejante a la de los antiguos
filósofos, que dejaron todas las cosas y se olvidaron de
sí mismos por una vana pretensión de darse al estudio de
la filosofía, como Epicteto celebradísimo
filósofo, el cual siendo esclavo y queriendo por su gran
sabiduría libertarle, él con una renuncia extremada no
quiso aceptarlo, quedándose en una esclavitud voluntaria con tal
pobreza que después de su muerte no se le halló otra
alhaja que un candil, que se vendió en gran precio por haber
sido de un hombre tan grande: pero nosotros no hemos de querer
abnegarnos sino por dejarnos a merced de la voluntad divina. Muchos hay
que dicen a Nuestro Señor, yo me entrego del todo a Vos sin
reserva alguna; pero son muy pocos los que abrazan la práctica
de esta renuncia, la que no es otra cosa que una perfecta indiferencia
en recibir todo género de acaecimientos según vengan
ordenados por la Providencia divina así la aflicción como
la consolación, la enfermedad como la salud, la pobreza como la
riqueza, el desprecio como la honra, el oprobio como la alabanza: y
esta indiferencia la entiendo según la parte superior de nuestra
alma; porque no hay duda que la inferior y la inclinación
natural se arrimará siempre más a la honra que al
desprecio, a las riquezas que a la pobreza; aunque ninguno puede
ignorar que el desprecio, el oprobio y la pobreza son más
agradables a Dios que la honra y la abundancia de muchas riquezas.
Para hacer, pues, esta renuncia, es necesario obedecer a la voluntad de
Dios significada, y a su beneplácito; lo uno se. hace por manera
de resignación, y lo otro de indiferencia. La voluntad de Dios
significada comprende sus mandamientos, sus consejos, sus
inspiraciones, nuestras reglas y órdenes de nuestros superiores.
Su beneplácito mira a los ocasos de las cosas que no podemos
prevenir: pongo por ejemplo; yo no sé si moriré
mañana, veo que esto está en el beneplácito de
Dios, y por eso me conformo con él y muero con gusto; así
también yo no sé si el año que viene alguna
tempestad destruirá todos los frutos de la tierra si sucediere o
viniere una peste, u otros tales casos fortuitos, es cosa evidente que
este es el beneplácito de Dios, y así me
conformaré con él. Sucederá que no tengáis
consuelo alguno en vuestros ejercicios, ello es cierto que tal es el
beneplácito de Dios; por ello conviene estar con una grande
indiferencia entre el consuelo y desconsuelo, y lo mismo se debe hacer
en todas las cosas que nos sucedan, en los vestidos que nos dan y en
las viandas que se nos ponen en la mesa.
Conviene también advertir, que hay algunas cosas en las que se
ha de juntar la voluntad de Dios significada con su beneplácito.
Como si yo caigo enfermo de una fuerte calentura, en este suceso veo
que el beneplácito de Dios es que yo esté indiferente a
la salud y a la enfermedad; mas la voluntad de Dios significada es que
yo, que no vivo bajo de obediencia alguna, llame a los médicos y
aplique todos los remedios que sean posibles; no digo yo los más
exquisitos, sino los comunes y ordinarios: y que los religiosos que
están sujetos a un superior, reciban la cura y tratamiento que
les hicieren con simplicidad y sumisión, porque Dios nos ha
significado esto al dar virtud a los remedios; la santa Escritura nos
lo enseña y la Iglesia lo ordena.
Hecho, pues, esto, conviene estar con perfecta indiferencia, ya venza
la enfermedad a los remedios, ya los remedios a la enfermedad; de
manera que silo. enfermedad y la salud estuvieran en nuestra mano, y
nos dijese Dios, si tú escoges la salud no te quitaré yo
por eso el menor grado de gracia, si eliges la enfermedad tampoco te la
aumentaré, pero en la elección de esta hay algo
más que mi beneplácito; al punto el alma, que enteramente
se ha dejado y renunciado en las manos de Dios, escogerá sin
duda la enfermedad, solo porque reconoce en ella un poco más del
agrado de este Señor; y esto aunque fuese para estar toda su
vida en una cama sin hacer otra cosa que sufrir no quisiera por nada
del mundo desear otro estado; así los Santos que están en
el cielo tienen tal unión con la voluntad de Dios, que si
reconocieran un poco más de su beneplácito en el
infierno, dejarían el cielo para irse allá.
Este estado de dejamiento de sí mismo comprende también
el dejarse al beneplácito divino en todas las tentaciones,
sequedades o adversidades y repugnancias que se ofrecen en la vida
espiritual; porque en todas estas cosas se ve el beneplácito de
Dios, cuando no suceden por culpa nuestra ni hay pecado en ellas. En
fin, el dejamiento de sí mismo es la virtud de las virtudes, el
carisma de la caridad, el olor de la humildad, el mérito, a mi
parecer, de la paciencia, y el fruto de la perseverancia. Grande es
esta virtud, y solo digna de ser practicada de los más queridos
hijos de Dios.
Padre mío, dijo nuestro dulce Salvador sobre la cruz, yo pongo
mi espíritu en vuestras manos (Lc 23, 46). Verdad es que en esto
quiso decir: Todo está acabado. Yo he cumplido todo lo que
habéis mandado; pero con todo, si es vuestra voluntad que yo me
detenga sobre esta cruz para padecer más, me contento y pongo mi
espíritu en vuestras manos. Vos podéis hacer de él
como más os agradare.
Lo mismo debemos hacer nosotros, amadas hijas, en cualquiera
ocasión que nos aflija, o contento que nos alegre,
dejándonos llevar de la voluntad divina según su
beneplácito, sin dejarnos jamás llevar de nuestra
voluntad propia.
Ama Nuestro Señor con un amor tiernísimo a aquellos que
llegan a esta felicidad de entregarse totalmente en su paternal
cuidado, dejándose gobernar de su divina providencia, sin
detenerse a pensar si los efectos de ella les son útiles,
provechosos o dañosos, asegurándose de que ninguna cosa
les será enviada de aquel amabilísimo corazón
paternal, ni permitirá este que les suceda, de la que no les
haga sacar bien y provecho, con tal que tengan puesta toda su confianza
en él y que de todo corazón digan: Yo pongo mi
espíritu, mi alma, mi cuerpo, y todo cuanto tengo en vuestras
benditas manos, para que dispongáis de todo como más os
agradare. Porque jamás llegaremos a tal extremo, que no podamos
siempre derramar delante de la divina Majestad los olores de una santa
sumisión a su santísima voluntad, y hacer una continua
promesa de no quererle ofender.
Algunas veces quiere este Señor que las almas, escogidas para su
servicio, se alimenten de una firme e inviolable resolución de
perseverar en servirle por medio de los disgustos, sequedades,
repugnancias y asperezas de la vida espiritual, sin consolaciones,
favores, ternuras y sin gusto; y que ellas crean que no son dignas de
otra cosa, siguiendo de esta manera al divino Salvador con la fina
puntualidad del espíritu, sin otro arrimo que el de su divina
voluntad que lo quiere así. Ved aquí como deseo yo, hijas
mías, que caminéis.
Me preguntáis ahora, en qué se debe ocupar interiormente
esta persona que del todo está dejada en manos de Dios?
Respondo: ella no debe hacer otra cosa que estarse junto a Nuestro
Señor, sin cuidado de cosa alguna de su cuerpo ni de su alma,
pues que ella se ha embarcado en el bajel de la providencia de Dios; a
qué propósito ha de pensar en lo que pueda suceder? Dios
Nuestro Señor, a quien se ha entregado, lo pensará
bastantemente por ella.
Y no quiero por esto decir, que dejemos de pensar en las cosas a que
estamos obligados cada uno según su estado; porque claro
está que no debe un superior, con pretexto de haberse dejado en
Dios y reposar en su seno, descuidarse de saber y aprender los
documentos necesarios al ejercicio de su puesto. Verdad es
también que conviene tener una gran confianza para dejarse
así sin reserva alguna en las manos de la Providencia divina;
pero, por la misma razón, cuando lo dejamos todo, Nuestro
Señor toma el cuidado de todo y lo encamina todo. Y si
reservamos alguna cosa de la que no hacemos confianza en él, su
divina Majestad nos la deja, como si dijera: Vosotros pensáis
que tenéis bastante sabiduría para hacer esto sin
mí, yo os lo dejo gobernar y veréis como os irá.
Las personas que están dedicadas a Dios en la Religión
deben dejarlo todo sin reservar cosa alguna. Santa María
Magdalena, que se había dejado totalmente a la voluntad de
Nuestro Señor, perseveró a sus pies y le estuvo
escuchando mientras habló; y luego que cesó de hablar
cesó ella de escuchar; pero no se movió por eso de su
presencia. Así el alma, que se ha dejado en las manos de Dios,
no tiene otra cosa que hacer que estarse entre los brazos de Nuestro
Señor, como un niño en el regazo de su madre, el cual
cuando ella le pone en tierra para que ande, camina hasta que la madre
le vuelva a coger, y se deja llevar a su arbitrio, sin saber ni pensar
donde va. Así esta alma amando la voluntad del
beneplácito de Dios, en todo lo que sucede se deja llevar, y no
obstante camina obrando con grande atención todo lo que toca a
la voluntad de Dios significada.
Me diréis ahora, si es posible que nuestra voluntad esté
de tal manera muerta en Dios, que no sepamos lo que queremos o no
queremos.
Digo en primer lugar, que por más renunciados y dejados que
estemos, siempre nos quedará la libertad de nuestro
albedrío, por la que cada instante se nos ofrece algún
deseo o alguna voluntad; pero o estas no son voluntades ni deseos
formales; porque luego que una alma, que se ha dejado al
beneplácito de Dios, advierte en sí alguna voluntad, al
punto la hace morir en la misma voluntad de Dios.
También quisiera saber si un alma, aunque muy imperfecta,
podrá estar útilmente delante de Dios con una simple
atención a su santa presencia en la oración. Y yo os
digo, que, si Dios os pone en ella podéis muy bien estar; porque
sucede muchas veces que Nuestro Señor da estas quietudes y
tranquilidades a almas que no están bien purgadas; pero,
mientras todavía tienen necesidad de purgarse, deben, fuera de
la oración, hacer las observaciones y consideraciones necesarias
a su enmienda; porque aunque Dios las tiene muy recogidas, las queda
bastante libertad para discurrir con el entendimiento en muchas cosas
indiferentes; pues, ¿por qué no podrán considerar
y hacer resoluciones para su enmienda y para la práctica de las
virtudes?
Personas hay muy perfectas, a las cuales Nuestro Señor
jamás da tales dulzuras ni quietud; pero ellas hacen todas las
cosas con la parte superior del alma, procurando que muera su voluntad
dentro de la voluntad de Dios a viva fuerza y con la punta de la
razón; y esta muerte es la muerte de la cruz, la que es mucho
más excelente y generosa que la otra, la que más se debe
llamar adormecimiento que muerte; porque esta alma, que se ha embarcado
en la nave de la divina Providencia, se deja llevar bogando dulcemente:
como una persona, que durmiendo sobre un navío en mar tranquilo,
no deja de caminar. Esta manera de muerte tan dulce se da por modo de
gracia, la otra de mérito.
¿Queréis también saber qué fundamento debe
tener nuestra confianza? Conviene que esté fundada sobre la
infinita bondad de Dios y en los méritos de la pasión y
muerte de Nuestro Señor Jesucristo, con esta condición de
nuestra parte, que tengamos y reconozcamos en nosotros una entera y
firme resolución de ser del todo de Dios, y de dejarnos de todo
punto y sin alguna reserva a su providencia.
Deseo todavía que advirtáis, que yo no digo que se ha de
sentir esta resolución de ser toda de Dios, sino que solamente
es necesario tenerla y conocerla en nosotros; porque no conviene
embebecernos en lo que sentimos o no sentimos; pues la mayor parte de
nuestros sentimientos y satisfacciones no son más que
embebecimientos de nuestro amor propio.
Tampoco hemos de entender, que en todas estas cosas del dejamiento y de
la indiferencia no tendremos jamás deseos contrarios a la
voluntad de nuestro Señor, y que nuestra naturaleza no
repugnará a los acaecimientos de su beneplácito; porque
esto puede muy a menudo suceder. Estas virtudes residen en la parte
superior del alma; la inferior de ordinario no entiende nada de esto,
de lo que no conviene hacer caso, antes, sin mirar lo que ella quiere,
abrazar la voluntad divina, y unirnos a ella, aunque le pese. Pocas
personas hay que lleguen a este grado de perfecto dejamiento de
sí mismas; pero no obstante lo debemos todos pretender, cada uno
según su estado y corta capacidad.
ENTRETENIMIENTO III
Sobre la huida de Nuestro Señor a Egipto, donde se trata de la
constancia que debemos tener en medio de los accidentes del mundo.
Celebramos la octava de los santos Inocentes, en el día que la
santa Iglesia canta el Evangelio que trata de cómo el
Ángel del Señor dijo al glorioso san José en
sueños, esto es, durmiendo, que tomase al Niño y a la
Madre y huyese a Egipto, porque Herodes, celoso de su reino, temiendo
no le despojase de él, buscaba al Señor para matarle, y
lleno de cólera porque los reyes Magos no habían vuelto
por Jerusalén, mando dar la muerte a todos los niños de
dos años abajo, creyendo que entre ellos moriría Nuestro
Señor y aseguraría por este medio la posesión de
su reino. Este Evangelio está lleno de muchos y hermosos
conceptos; me contentaré con algunos que nos servirán de
un tan agradable como provechoso y verdadero entretenimiento.
Comienzo por el primer reparo que hace el grande san Juan
Crisóstomo, que es sobre la inconstancia, variedad y poca
firmeza de los accidentes de esta vida mortal. ¡Oh! cuán
útil es esta consideración, pues la falta de ella nos
ocasiona desaliento y vaguedad de espíritu, inquietud, variedad
de humores inconstancia e instabilidad en nuestras resoluciones, porque
no quisiéramos encontrar en nuestro camino alguna dificultad,
contradicción o pena, sino tener siempre consuelos sin
sequedades, bienes sin mezcla de algún mal, salud sin
enfermedad, reposo sin trabajo, paz sin turbación.
¿Quién no ve nuestra locura? pues queremos un imposible;
la puridad no se halla sino en el cielo y en el infierno; en el cielo
el bien, el reposo y el consuelo están en su pureza sin alguna
mezcla de mal, de turbación ni aflicción: al contrario en
el infierno el mal, la desesperación, la inquietud y
perturbación, se hallan en su pureza sin mezcla alguna de bien,
de esperanza, de sosiego ni de paz. Pero en esta vida transitoria
jamás al bien deja de seguirle el mal, a las riquezas las
inquietudes, al reposo el trabajo, al consuelo la aflicción, a
la salud la enfermedad, y en fin, todo es una mezcla y masa de bien y
de mal. Esto es una continua variedad de accidentes diversos:
así quiso Dios variar las estaciones del año, que al
estío se siguiese el otoño, y al invierno la primavera,
para darnos a entender, que nada es durable en esta vida; y que las
cosas temporales son perpetuamente mudables, inconstantes y sujetas a
mudanzas, y la falta de conocimiento de esta verdad es, como ya dije,
lo que nos hace mudables y varios en nuestros humores; porque no nos
servimos de la razón que Dios nos ha dado, la cual nos
haría inmutables, firmes y sólidos, y por eso semejantes
a Dios.
Cuando su divina Majestad dijo: Hagamos al hombre a nuestra semejanza,
le dio suficientemente la razón y uso de ella para discurrir,
considerar y discernir el bien del mal, y las cosas que merecen ser
estimadas o despreciadas: la razón es la que nos hace superiores
a todos los animales. Luego que Dios hubo criado nuestros primeros
padres, les dio un entero dominio sobre los peces del mar y sobre los
animales de la tierra, y por consiguiente les comunicó el
conocimiento de cada especie, y el modo de dominarlos y ser su
dueño y señor, y no solamente hizo Dios al hombre esta
gracia de hacerle señor de los animales por medio del don de la
razón, por la que le hizo semejante a sí; pero
también le dio pleno poder sobre toda suerte de accidentes y
sucesos.
Dícese, que el hombre sabio, esto es, el hombre que se gobierna
por la razón, será señor absoluto de los astros:
¿qué quiere decir esto, sino que por el uso de la
razón permanecerá firme y constante entre la diversidad
de sucesos y acasos de esta vida mortal?
Que el tiempo sea alegre o que llueva, que esté en calma o que
sople, ningún cuidado da al hombre sabio, porque sabe bien que
nada es estable ni permanece en esta vida, que no es este el lugar de
reposo; en la aflicción no se desespera, antes previene la
consolación: en la enfermedad no se congoja, sino que espera la
salud, o si ve que el mal es tan grave que se puede temer la muerte,
bendice a Dios esperando el descanso de la vida inmortal que a esta se
sigue: si viene a parar en pobreza, no se aflige, porque sabe bien que
las riquezas no se hallan en esta vida sin la pobreza: si es
despreciado, sabe bien que la honra de esta vida no tiene permanencia,
antes ordinariamente la busca en el mismo deshonor o desprecio. En
suma, en toda suerte de sucesos, ya prósperos ya adversos, queda
firme, estable y constante en su resolución de pretender y
aspirar al gozo de los bienes eternos.
Pero no solo hemos de considerar esta variedad, mudanza e inestabilidad
en las cosas transitorias de esta vida mortal, sino también en
los sucesos de nuestra vida espiritual, donde tanto más es
necesaria la firmeza y constancia, cuanto es esta más eminente
que la vida mortal y corpórea. Grande abuso es no querer padecer
ni sentir mudanza o alteración alguna en nuestros humores, no
gobernándonos por la razón, ni queriendo dejamos gobernar
por ella. Comúnmente se dice: mirad este niño que es muy
pequeño, y ya tiene uso de razón. Así muchos
tienen el uso de la razón, los cuales, como niños, no se
gobiernan por lo que les mandan. Dios ha dado al hombre la razón
para que le guíe; pero pocos hay que la dejen dominar,
permitiéndose conducir de sus pasiones, las que debieran estar
sujetas y obedientes a la razón, según el orden que Dios
pretende de nosotros.
Quiero darme a entender más familiarmente: la mayor parte de las
personas del mundo se dejan gobernar y llevar de sus pasiones, y no de
la razón; y por eso de ordinario son caprichosas, varias y
mudables en condiciones. Si tienen una pasión de acostarse tarde
o temprano, lo ejecutan; si de ir al campo, se levantan muy de
mañana; si de dormir, al medio día; si de comer tarde o
temprano, así lo ponen por obra; y no solamente son caprichosas
e inconstantes en eso, sino también en su trato y
conversación; quieren que todos se acomoden a su humor, y no
quieren doblegarse al de los otros; déjanse arrastrar de sus
inclinaciones y particulares afecciones, sin que esto sea tenido por
gran vicio entre los mundanos; y mientras no sean demasiadamente
nocivas a sus prójimos, no son tenidas por presuntuosas e
inconstantes: ¿Y esto por qué? No por otra cosa, sino
porque este es un mal ordinario entre los mundanos.
Pero en la Religión no pueden tan del todo dejarse arrastrar de
sus pasiones; porque en cuanto a las cosas exteriores, las reglas nos
tienen ajustados al rezo, a la comida, al sueño y así en
los demás ejercicios, siempre a una misma hora, cuando la
obediencia o la campana nos llama: ni tampoco tenemos más que
una misma conversación siempre, de la que no podemos apartarnos.
¿En qué, pues, se puede ejercitar el capricho e
inconstancia? En la diversidad de humores, voluntades y deseos. Ahora
estoy alegre porque todo me sucede como quiero, y en un punto me pongo
triste porque me han hecho un poco de contradicción que no
esperaba; pero debéis saber que no es este el lugar donde el
placer se halla puro y sin mezcla de desazón, porque esta vida
está mezclada de semejantes accidentes.
El día que tenéis consuelo en la oración,
estáis animosa y muy resuelta a servir a Dios; pero
mañana si os veis con sequedades, ya no hay corazón para
adelantar un paso en su servicio. ¡Oh Dios mío!
Diréis que estáis abatida y sin vigor. Oídme un
poco: si os gobernarais por la razón, no vierais que si ayer era
bueno el servir a Dios, es también bonísimo el servirle
mañana; porque siempre es el mismo Dios tan digno de ser amado
cuando estáis en sequedad, como cuando tenéis consuelo.
Ahora queremos una cosa, y mañana otra: lo que veo hacer a uno y
a otro ahora me agrada, y poco después me disgusta de tal modo,
que es bastante a causarme alguna aversión. Hoy me es muy grata
una persona, y me gusta mucho su conversación, y mañana
habré de hacerme fuerza para sufrirla; pues ¿por
qué es esto? ¿no es ella tan digna de ser amada hoy como
lo era ayer?
Si mirásemos a lo que nos dicta la razón, veríamos
que nos dicta que debíamos amar a esta persona, porque es una
criatura hecha a imagen y semejanza de la divina Majestad; y así
tanto gustaríamos de su conversación en una
ocasión como en otra; pero esto no proviene de otra causa que
del dejarnos llevar de las inclinaciones, pasiones y afectos nuestros,
pervirtiendo así el orden en que Dios nos ha puesto de que todo
esté sujeto a la razón; porque si ella no manda sobre
todas nuestras potencias, facultades, pasiones, inclinaciones,
afecciones, en fin, sobre todo lo que fuere nuestro, ¿qué
sucederá sino una continua variedad, inconstancia, mudanza y
capricho que nos harán ahora fervientes, y luego tibios,
negligentes y perezosos? Tan presto alegres y luego
melancólicos; estaremos en paz una hora, y luego dos días
en inquietud; en fin, se nos pasara la vida en pereza y
perdición de tiempo.
Pues esta primera consideración nos llama y convida a considerar
la inconstancia y variedad de los sucesos, tanto en las cosas
temporales como en las espirituales, para que por los accidentes y
acasos que pueden alterar nuestro espíritu, como impensados y
poco prevenidos, no perdamos el ánimo ni nos dejemos llevar a la
desigualdad de humores, por medio de la disparidad de las cosas que nos
suceden: sino que, sujetándonos al dictamen de la razón
que Dios ha puesto en nosotros, y a su Providencia, estemos firmes,
constantes e invariables en la resolución que hemos hecho de
servirle constante, animosa, ardiente y generosamente sin
intermisión alguna.
Si hoy hablase con personas que no me entendiesen, procuraría
declararles lo mejor que me fuese posible lo que voy diciendo; pero
vosotras sabéis que siempre he procurado grabaras bien en la
memoria esta santísima igualdad de espíritu, como la
más necesaria y particular virtud de la religión.
Todos los antiguos Padres de religiones han procurado particularmente
que esta santa igualdad y firmeza de humores y espíritu reinasen
en sus monasterios: para esto formaron los estatutos, constituciones y
reglas que sirviesen a los religiosos como de puente para pasar de la
continua igualdad de los ejercicios a que están sujetos, a esta
tan amable y deseable conformidad de espíritu entre la
inconstancia y desigualdad de .accidentes que ocurren en el discurso de
nuestra vida mortal y espiritual.
El gran Crisóstomo dice: ¡Oh hombre que te irritas porque
todas las cosas no te suceden a tu gusto! ¿no te
avergüenzas al ver que lo que tú querías, ni aun se
halló en la familia de Cristo Nuestro Señor? Considera,
te pido, la mudanza, sucesión y desigualdad de acontecimientos
que en ella se encontraron. Recibe Nuestra Señora la embajada de
que concebirá por obra del Espíritu Santo un Hijo que
será Nuestro Señor y Salvador; ¡qué
júbilo, qué gozo para ella en esta obra sagrada de la
Encarnación del Verbo eterno! Poco después san
José advirtió su preñez, y sabiendo bien que no
era causa de ella, oh Dios! ¡en qué aflicción, en
qué congoja no se vio! Y Nuestra Señora,
¡qué extremo de dolor y aflicción no sintió
en su alma viendo a su amado esposo casi determinado a dejarla, no
permitiendo su modestia descubrir a san José la honra y gracia
con que Dios la había favorecido! Poco después de pasada
esta borrasca, habiendo el Ángel descubierto este misterio a san
José, ¡qué consuelo no recibieron los dos!
Luego que Nuestra Señora parió a su Hijo, y los
Ángeles anunciaron su nacimiento, los pastores y los Reyes Magos
vienen a adorarle: Yo dejo a tu consideración el júbilo y
consuelo de espíritu que tendrían en todo esto. Pero
espera, que no hemos llegado al fin; poco después dice el
Ángel del Señor a san José: Coge al Niño y
a su Madre, y huye a Egipto, porque Herodes le quiere matar. Este sin
duda fue un motivo de grandísimo dolor para la Virgen y San
José. ¡Oh cómo el Ángel le trató como
verdadero religioso! Toma al Niño, le dice, y a la Madre, y huye
a Egipto, y estate allí hasta que yo te dé otra orden.
¿Qué es esto que me decís? pudiera replicar san
José, ¿que me vaya? ... Y no será buen tiempo para
partir por la mañana?.. dónde queréis que vaya de
noche? No tengo acomodada mi ropa ¿cómo queréis
que lleve al Niño? Tan fuertes brazos tengo yo para poder
llevarle continuamente en ellos en tan largo camino? Pues qué
entendéis vos que la Madre me podrá ayudar a ratos? No
veis que es una tierna y delicada doncellita? No tengo caballo, ni
dinero para el viaje, ¿No sabéis que los egipcios son
enemigos de los israelitas? Quién nos recibirá en su
casa?... Y cosas semejantes, que nosotros hubiéramos alegado con
encarecimiento al Ángel si estuviéramos en lugar de san
José. Mas el Santo no habló palabra para excusarse de
obedecer, antes partió a la misma hora e hizo todo cuanto el
Ángel le mandó con toda conformidad.
Hay una grande copia de pías consideraciones sobre este
precepto. Primeramente, se nos enseña que no ha de haber pereza
o tardanza alguna en lo que mira a la obediencia. Es propio del
perezoso decir como san Agustín cuenta de sí mismo:
Luego, de aquí a un poco, después me convertiré.
El Espíritu Santo no quiere tardanza alguna; antes desea una
gran prontitud en seguir sus inspiraciones: nuestra perdición
viene de nuestra flojedad, que nos hace decir: Yo empezaré de
aquí a un poco: ¿y por qué no ahora que él
nos inspira y nos mueve?
Esto proviene de que somos tan tiernos para nosotros mismos, que
tememos todo lo que recelamos que nos pueda quitar nuestro reposo, lo
que no es otra cosa que nuestra morosidad y pereza, la que no queremos
sacudir con la solicitud de algunos objetos que nos ayuden a salir de
nosotros mismos, y decimos como el perezoso que se quejaba de que le
querían hacer salir de su casa (Prov. 26, 13) :
¿Cómo puedo salir si hay un león en la calle, osos
en las bocas de los caminos, que sin duda me harán pedazos?
¡Oh! cuánto erramos en esperar a que Dios nos envíe
y vuelva a enviar a llamar y dar golpes a la puerta de nuestro
corazón, muchas veces antes que le queramos abrir y darle
posada! ¿No debemos temer irritarle y obligarle a que nos deje?
Á más de esto, se debe considerar la gran paz e igualdad
de espíritu de la santísima Virgen y de san José,
su constancia en medio de la grande desigualdad de tan diversos
accidentes como les sucedieron en la forma que hemos dicho: y mirad
ahora si tenemos razón de turbarnos y suspendernos cuando vemos
semejantes sucesos en la casa de Dios, que es la Religión, pues
se hallan en la familia misma de Nuestro Señor, donde
residían la firmeza misma y solidez, que es el divino Redentor.
Menester es decirlo y volverlo a decir muchas veces para grabarlo en
nuestros espíritus, que la desigualdad de los accidentes no debe
jamás llevar nuestras almas y espíritus a la disformidad
de humor; porque esta no nace de otra fuente que de nuestras pasiones,
inclinaciones y afecciones poco mortificadas, las que no deben tener
dominio sobre nosotros para incitarnos a hacer o dejar de hacer alguna
cosa, por pequeña que sea, si es contraria a lo que nos dicta la
razón; debemos hacer o dejar de hacer las cosas solo por agradar
a Dios.
Paso a la segunda consideración que hago sobre estas palabras
del Ángel del Señor, que dijo a san José: Toma al
Niño, y lo demás que se sigue, y reparo en esta palabra
Ángel del Señor, sobre la que deseo que ponderemos la
estimación que debemos hacer del cuidado, socorro, asistencia y
dirección de estos espíritus, que Dios pone cerca de
nosotros para ayudarnos a andar con seguridad por el camino de la
perfección.
Conviene primeramente saber, que cuando se dice el Ángel del
Señor, no se ha de entender como solemos decir de los nuestros,
el Ángel de fulano o de fulana, que quiere decir nuestro
Ángel de guarda que por disposición divina tiene cuidado
de nosotros. Porque nuestro Señor, que es el Rey y la
guía de los Ángeles mismos, no tiene necesidad y no la
tuvo, durante el curso de su vida mortal, de un Ángel de guarda.
Cuando se dice, pues, el Ángel del Señor, se ha de
entender así: el Ángel destinado al gobierno de la casa y
familia de nuestro Señor y más especialmente dedicado a
su servicio y al de la santísima Virgen su Madre.
Para explicar esto familiarmente, diré así: Estos
días pasados se han mudado las oficialas y sus ayudantas:
¿qué significan estas ayudantas que se os han dado? para
qué os las dan? San Gregario dice, que en este mundo miserable
debemos hacer lo que hacen los que caminan sobre el hielo, para
tenernos firmes y seguros en la empresa que seguimos de nuestra
salvación o de perfeccionarnos; porque dice el Santo, que se
asen de las manos o por los brazos, para que si alguno de ellos desliza
pueda ser detenido del otro, y después el otro sea tenido del
que le ayudó si andare a caer.
Andamos en esta vida como sobre el hielo, encontrando a cada paso
ocasiones propias para tropezar y caer ya en el enfado, ya en la
murmuración y ya en las presunciones de espíritu, todo lo
que es causa de que no hagamos cosa que nos contente; con lo que
entramos en disgusto de nuestra vocación, sugiriéndonos
la melancolía con la que jamás haremos cosa de
importancia; y así otras muchas cosas semejantes y accidentes
que se ofrecen en nuestro pequeño mundo espiritual; porque el
hombre es un compendio del mundo, o por mejor decir, un pequeño
mundo, en el que se halla todo cuanto se ve en este grande y universal.
Las pasiones representan las bestias y animales que no tienen uso de
razón; los sentidos, las inclinaciones, los afectos, las
potencias y facultades del alma, cada cosa tiene su
significación particular; pero no quiero detenerme en esto, sino
seguir mi discurso comenzado.
Estos coadjutores, pues, que se nos dan, son para ayudarnos a
perseverar firmes en nuestro camino, preservándonos de caer,
ó, si caemos, ayudándonos a levantar. ¡Oh Dios, con
qué franqueza, cordialidad, sencillez y fiel confianza debemos
tratar con estos ayudantes, que de parte de Dios se nos dan para
nuestro adelantamiento espiritual! Por cierto no de otra manera que con
nuestros Ángeles buenos nos debemos portar; porque estos
celestiales espíritus son llamados nuestros Ángeles de
guarda, porque está a su cargo asistirnos con sus inspiraciones,
defendernos en los peligros, reprendernos en nuestras faltas,
excitarnos a proseguir en la virtud, presentar nuestras oraciones
delante del trono de la divina majestad, bondad y misericordia de Dios,
y traernos el despacho de nuestras peticiones; y las gracias que nos
quiere conceder nos las hace por medio o intercesión de
nuestros. buenos Ángeles.
Nuestros ayudantes son nuestros buenos Ángeles visibles, como
nuestros santos Ángeles de guarda lo son invisibles: aquellos
hacen visiblemente lo que estos interiormente; porque nos advierten de
nuestras faltas, nos alientan en nuestras flojedades y flaquezas, nos
incitan a proseguir la empresa de la perfección, nos preservan
de caer con sus buenos consejos y nos ayudan a levantar cuando hemos
caído en algún precipicio de imperfección o
defecto: si estamos oprimidos do enojo o disgusto, nos ayudan a llevar
nuestra pena con paciencia, y ruegan a Dios nos dé fuerzas para
llevarla como conviene para no ser vencidos en la tentación.
Mirad, pues, la estima que debemos hacer de su asistencia y del cuidado
que tienen de nosotros.
Después de esto considero también ¿por qué
nuestro Señor, siendo la sabiduría eterna, no tuvo
cuidado de su familia, quiero decir, de advertir a san José o a
su dulcísima Madre de todo lo que les había de suceder?
No podía muy bien decir al oído de su bendito Padre san
José: vamos a Egipto y estaremos allá tanto tiempo pues
es cosa ciertísima que tuvo el uso de razón desde el
instante de su concepción en las entrañas de la
santísima Virgen. Pero no quiso hacer este milagro de hablar
antes de tiempo. ¿No podía también inspirar esto
en el corazón de su santísima Madre o de su amado padre
putativo san José, esposo de la sacratísima Virgen?
¿por qué, pues, no lo hizo, sino que dejó el
cuidado a un Ángel que era muy inferior a nuestra Señora?
Esto no carece de misterio.
No quiso Nuestro Señor quitar el oficio a san Gabriel, el cual
habiendo sido enviado por el Padre eterno a anunciar el misterio de la
Encarnación a la Virgen, fue desde entonces constituido como
mayordomo general de la casa y familia del Señor, para tener
cuidado de los sucesos y acaecimientos diversos que habían de
suceder, e impedir que sobreviniese cosa que pudiese abreviar la vida
mortal de nuestro pequeño Infante recién nacido; y por
esto advirtió a san José que lo llevase presto a Egipto,
por evitar la tiranía de Herodes que intentó matarle.
N o quiso este di vino Señor gobernarse por sí mismo,
sino dejarse llevar donde querían y de quien quería:
parece que no se tenía por bastantemente sabio para gobernarse a
sí mismo y a su familia, pues deja gobernar al Ángel como
le parecía, aunque este no tenga átomo de ciencia ni
sabiduría para entrar en comparación con su divina
Majestad. Ahora bien; ¿nos atreveremos nosotros a decir que nos
sabremos gobernar como quien no tiene necesidad de ajena
dirección ni de la ayuda de aquellos que Dios nos ha dado para
nuestra guía, no teniéndolos por suficientemente capaces
para nosotros? Decidme, ¿el Ángel era acaso más
que Nuestro Señor o Nuestra Señora? tenía mayor
espíritu o más juicio? De ninguna manera. ¿Estaba
más calificado y dotado de alguna gracia especial o particular?
No puede ser, porque Nuestro Señor es juntamente Dios y Hombre y
Nuestra Señora, siendo su Madre, tiene por consiguiente mas
gracia y perfección que todos los Ángeles juntos. No
obstante esto, el Ángel manda y es obedecido.
Pero después de esto considerad el orden que se guarda en esta
santa Familia; no hay duda que era el mismo que en la de los gavilanes,
donde las hembras son las señoras y valen más que los
machos. ¿Quién podrá dudar de que Nuestra
Señora valía más que san José, y de que
tenía más prudencia y calidades propias para el gobierno
que su esposo? No obstante el Ángel no trata con ella cosa
alguna de todo lo que era necesario hacer para la ida y para la vuelta,
ni el fin a que se encaminaba. ¿No os parece que el Ángel
cometió una grande indiscreción en tratarlo con san
José y no con Nuestra Señora, la cual era la cabeza de la
casa llevando consigo el Tesoro del Padre eterno? ¿Ella no
hubiera tenido razón de ofenderse de esta providencia y modo de
tratarla? Es cierto que pudiera decir a su esposo: ¿por
qué tengo de ir a Egipto, pues mi Hijo no me ha revelado que
vaya, ni tampoco el Ángel me ha hablado palabra?
Nada de esto dice la Virgen, ni se ofende de que el Ángel vaya a
decirlo a san José, antes obedece sencillamente, porque sabe que
Dios lo ha ordenado así; no se informa de él, porque le
basta que Dios lo quiera y que su divina Majestad se agrada de que se
someta sin consideración. Claro está que podía
decir: yo soy más que el Ángel y que san José;
pero no lo dijo. No veis como gusta Dios de tratar así con los
hombres para enseñarles la santísima y amorosísima
virtud de la sumisión. San Pedro era un varón anciano,
rudo y agreste, y al contrario san Juan un joven dulce y agradable; con
todo, Dios quiere que san Pedro conduzca a los otros y sea superior
universal, y que san Juan sea uno de los conducidos y le obedezca.
¡Rara cosa del espíritu humano, que no quiera sujetarse a
adorar los secretos misterios de Dios y su santísima voluntad,
si no tiene algún conocimiento del por qué es esto o lo
otro! Yo, dice uno de sí mismo, tengo mejor espíritu, soy
más experimentado, y otras semejantes razones, que no son
propias sino para producir inquietudes, presunciones, murmuraciones y
caprichos, ¿Por qué razón se dio este cargo? por
qué se dijo esto? a qué fin se hace esto con este
más que con el otro? Gran falta es el querer el hombre explorar
los motivos de cuanto ve que se hace. ¡Parece que no tratamos de
otra cosa que procurar perder la paz de nuestros corazones! No hay que
buscar otra razón sino que Dios lo quiere así, y esto nos
debe bastar. Pero diréis, ¿quién me asegurara que
esta es la voluntad de Dios? Quisiéramos nosotros que Dios nos
revelase todas las cosas con inspiraciones secretas y esperar que nos
enviase sus Ángeles a anunciamos lo que es de su voluntad? no lo
hizo con Nuestra Señora en este caso, antes quiso que lo supiese
por medio de san José, a quien estaba sujeta como a superior.
Nosotros por ventura queremos ser enseñados e instruidos por
Dios mismo por vía de éxtasis, arrobas, visiones, o que
sé yo que me diga de semejantes boberías que forjamos en
nuestros espíritus, antes que someternos al camino común
y amabilísimo de una santa sumisión al gobierno de
aquellos que Dios nos ha dado por superiores y a la observancia de la
dirección de las reglas. Bastarnos debería pues que Dios
quiere que obedezcamos, sin detenernos en la consideración de la
capacidad de aquellos a quien debemos obedecer así
sujetáramos nuestro espíritu para caminar con toda
sencillez en el felicísimo camino de una santa y tranquila
humildad, la que nos haría infinitamente agradables a Dios.
Pasemos ahora a la tercera consideración, que es un reparo que
yo hago sobre la orden que el Ángel dio a san José de
tomar al Niño y a la Madre y llevarlos a Egipto y estarse
allí hasta que le advirtiese volver. Verdaderamente el
Ángel habló bien compendiosamente y trató a san
José como a buen religioso: Ve, y no vuelvas, si yo no te lo
digo.
Con este modo de proceder entre san José y el Ángel,
somos enseñados, en tercer lugar, de cómo debemos
embarcarnos en el mar de la divina providencia sin bizcochos sin remos!
sin velas y en fin sin clase alguna de provisión; y así
dejar todo el cuidado de nosotros mismos y del suceso de nuestros
negocios a Nuestro Señor; sin reparos, ni réplicas, ni
recelo alguno de lo que nos puede suceder; porque el Ángel
simplemente dijo: Toma al Niño y d la Madre, y huye a Egipto.
Sin decirle ni por qué camino, ni con qué
provisión para él, ni a qué parte de Egipto, ni
menos quién le recibiría, ni de qué se
había de sustentar durante el tiempo que allá estuviesen.
¿No hubiera tenido san José alguna razón para
hacer esta réplica: Vos me decís que parta; ¿tan
aparejado ha de estar todo a esta hora? Para mostrarnos la prontitud
que el Espíritu Santo quiere de nosotros luego que nos dice:
Levántate, sal fuera de ti mismo y de tal imperfección.
¡0h cómo el Espíritu Santo es enemigo de los
remisos y tardos!
Considerad, os ruego, al grande ejemplar y modelo de perfectos
religiosos, el santo Abraham; mirad como Dios le trata: Abraham, sal de
tu tierra y de tu parentela, vete al lugar que yo te
enseñaré (Gen. 12, 1). ¿Qué me
decís, Señor? qué yo salga de la ciudad? Decidme,
pues, si iré hacia Oriente o hacia el Occidente? No hizo
réplica alguna, antes partió prontamente de su casa, y se
fue hacia donde el espíritu de Dios le guiaba, hasta un monte
que después se llamó, Visión de Dios, donde
recibió grandes y señalados favores, para mostrar
cuán agradable es a su divina Majestad la obediencia.
Bien pudiera san José haber dicho al Ángel: decisme que
yo lleve al Niño y a la Madre; decidme, si gustáis,
¿con qué los tengo de sustentar en el camino? porque Vos,
Señor mío, sabéis muy bien que no tengo dinero.
Nada de esto dice, antes, confiando del todo en Dios, espera que le
proveerá, como lo hizo, aunque parcamente, disponiendo hallasen
siempre con que alimentarse, o por el oficio de san José, o con
limosnas que les daban. Verdaderamente todos los religiosos antiguos
fueron admirables en esta confianza que tuvieron en Dios, de que los
había siempre de proveer de cuanto necesitasen para sustentar la
vida, dejando todo el cuidado de sí mismos a la divina
Providencia.
Pero yo considero que no solamente es necesario descansar en la divina
Providencia en lo que mira a las cosas temporales, sino mucho
más en lo que pertenece a nuestra vida espiritual y a nuestra
perfección. Verdaderamente ninguna otra cosa nos hace perder la
tranquilidad del espíritu, y caer en presunciones y
desigualdades, sino el demasiado cuidado que tenemos de nosotros
mismos; porque al punto que nos sucede alguna contradicción, aun
cuando solamente percibamos un pequeño acto de
inmortificación, o cuando cometemos alguna falta, por
pequeña que sea, nos parece que todo está perdido;
¿tan gran maravilla es que nos vean alguna vez tropezar?
¡Oh! que miserable soy, y tan llena de imperfecciones. ¡Lo
conocéis vos bien? Pues alabad a Dios que os ha dado ese
conocimiento, y no os lamentéis tanto; harto dichosa sois en
conocer que no sois otra cosa que la miseria misma; y después de
haber dado gracias a Dios por el conocimiento que os ha concedido,
cortad esa inútil ternura que os hace llorar por vuestra
enfermedad.
Tenemos ciertas ternuras para nuestros cuerpos, enteramente contrarias
a la perfección; pero mucho más sin comparación lo
son las que tenemos para nuestros espíritus. Soléis
decir: ¡Ay Dios mío! yo no soy fiel con Vos, y por eso no
tengo consuelo alguno en la oración: gran lastima es por cierto,
cuan a menudo padezco sequedades, esto me persuade que no estoy bien
con Dios que tan lleno esta de consolación.
Mirad si esto está bien dicho. Como si Dios diera siempre
consuelos a sus amigos. ¿Hubo jamás pura criatura tan
digna de ser amada de Dios, ni que mas lo haya merecido, que nuestra
Señora y san José? Pues mirad si ellos tuvieron siempre
consuelos. ¿Púdose imaginar aflicción más
extrema que la que sintió este santo Patriarca luego que
reparó preñada a la gloriosa Virgen, sabiendo bien no
tenía parte en aquella obra? Su congoja y su tristeza era tanto
más grande, cuanto la pasión del amor es más
vehemente que las otras pasiones del alma, y en el amor los celos son
lo sumo de la pena, como lo declara la Esposa en los Cantares: El amor
es fuerte como la muerte; porque el amor hace los mismos efectos en el
alma, que la muerte en el cuerpo; pero los celos son duros como el
infierno. Yo dejo, pues, a vuestra consideración cuál
sería el dolor de san José, y también el de
nuestra Señora, cuando vio lo que podía pensar de ella
aquel al que tan caramente amaba, y de quien sabía era de la
misma suerte amada; los celos le hacían desfallecer, y no
sabiendo que partido tomar, se resolvió, antes que a disfamar a
la que tanto había venerado y amado siempre, a dejarla y
ausentarse sin decirla palabra.
Pero diréis vos: Yo siento mucho la pena que me causa esta
tentación o mi imperfección: yo lo creo; pero ¿es
comparable con la de que vamos hablando? De ninguna manera; pero si lo
es, considerad, os ruego, si tenemos razón de lamentarnos y
dolernos, cuando san José no se lamenta, ni lo muestra en lo
exterior siendo por esto más desabrido en su trato, poniendo mal
semblante a la Virgen, ni tratándola mal; antes puramente siente
su pena y no quiere hacer más que dejarla. Dios sabe lo que en
este caso pudiera intentar. Mi aversión, dirá alguno, es
tan grande con esta persona que no puedo hablarla sino con
grandísima pena, tal acción me desagrada sumamente; eso
todo es uno, pero no es bastante para que entremos en enfado con ella
como si tuviese culpa; antes nos hemos de portar como nuestra
Señora y san José. Es necesario estar quietos en nuestra
pena y dejar el cuidado de sacamos de ella a Nuestro Señor
cuando le pareciere. Bien fácil le era a Nuestra Señora
apaciguar esta borrasca; pero no quiso hacerlo, antes totalmente
dejó la disposición de este negocio a la divina
Providencia.
Estas son dos cuerdas discordantes, pero igualmente necesarias; acordes
como la prima y el bordón, para que suene bien el laúd o
la cítara; no hay mayor discordancia que lo alto con lo bajo;
con todo, si estas dos cuerdas no están conformes la
armonía no puede ser agradable. De la misma manera en nuestro
laúd espiritual hay dos cosas igualmente disonantes, pero que de
necesidad deben estar acordes; estas son tener un gran cuidado de
perfeccionarnos y no tener cuidado de nuestra perfección, antes
dejárselo enteramente a Dios. Quiero decir, que conviene tener
el cuidado que Dios quiere que tengamos de perfeccionarnos, y no
obstante dejarle el cuidado de nuestra perfección. Dios quiere
que tengamos un cuidado q nieto y apacible que nos haga ejecutar todo
lo que juzgan a propósito los que nos guían, y andar
siempre adelante fielmente por el camino que nos enseñan las
reglas y los directores que nos han dado; yen todo lo demás
descansemos en su cuidado paternal, esforzándonos, cuanto nos
sea posible, a tener nuestra alma en paz: porque la habitación
de Dios está hecha en paz, y en el corazón pacifico y
quieto.
Bien sabéis que cuando un lago está en calma, sin que los
vientos agiten las aguas en una noche serena, se ve en ellas
representado al vivo el cielo con las estrellas. De suerte que mirando
abajo, tan perfectamente se conoce la hermosura del cielo como si se
mirara a lo alto. De la misma manera, cuando nuestra alma está
bien sosegada, y los vientos del cuidado superfluo, desigualdad de
espíritu e inconstancia no la turban ni inquietan, está
muy dispuesta y capaz de recibir la imagen de Nuestro Señor;
pero cuando está turbada, inquieta y agitada de diversas
borrascas de pasiones, y se deja gobernar de ellas y no de la
razón que nos hace semejantes a Dios, no está dispuesta
ni capaz de representar la bella y muy amable imagen de Nuestro
Señor crucificado, ni la diversidad de sus excelentes virtudes,
ni le puede servir de lecho nupcial. Conviene, pues, dejar el cuidado
de nosotros mismos a merced de la divina Providencia, y hacer, no
obstante, con toda bondad y sencillez lo que está en nuestra
mano para enmendarnos y perfeccionamos, procurando siempre
cuidadosamente no dejar turbar ni inquietar nuestro espíritu.
Yo observo, finalmente, que el Ángel dijo a san José, que
se estuviese en Egipto, hasta que le avisase la vuelta, y que el Santo
no replicó: ¿y cuándo, Señor, me lo
diréis? Para enseñarnos que cuando nos manda entrar en
algún ejercicio, no hemos de decir: ¿Será esto por
mucho tiempo? Antes emprenderlo simplemente, imitando la perfecta
obediencia de Abraham, que cuando le mandó Dios que le
sacrificase su hijo no hizo réplica alguna, ni lloró, ni
puso dilación en ejecutar el mandamiento de Dios, Así le
favoreció su divina Majestad grandemente, disponiendo que
hallase un cordero para sacrificarle en el monte en vez de su hijo,
contentándose con su voluntad.
Sirva de conclusión la sencillez que practicó san
José en irse por orden del Ángel a Egipto, donde
sabía que por cierto había de hallar tantos enemigos
cuantos habitado res tenía el país. No podía
él muy bien decir: me hacéis llevar al Niño por
huir de un enemigo, y ¿queréis que vayamos a ponernos en
las manos de millares de ellos que hallaremos en Egipto, por ser
nosotros de Israel? De ninguna manera hizo reflexión sobre el
precepto; y por eso partió lleno de paz y confianza en Dios.
Así también, hijas mías, cuando os dan
algún oficio, no digáis: Dios mío, yo soy
tan áspera, que si me dan tal cargo haré mil actos de
impaciencia; estoy ya muy distraída, y lo estaré mucho
más si me ponen en tal oficio; pero si me, dejan en mi celda
seré modesta, sosegada y recogida: andad con toda sencillez a
Egipto entre la gran cantidad de enemigos que allí
tendréis, que Dios, que os hace ir, os guardará y no
moriréis allí; pero si, al contrario, os quedáis
en Israel, donde está el enemigo de vuestra propia voluntad, sin
duda él os quitará la vida.
Cuando tomamos los puestos por nuestra elección, podemos temer
que no cumpliremos en ellos con nuestra obligación; pero cuando
nos lo da la obediencia, no pongamos jamás excusa; porque Dios
está por nosotros y hará que aprovechemos mucho
más en la perfección de lo que aprovecháramos si
estuviéramos desembarazados. Ya sabéis lo que otras veces
os he dicho, y no será fuera de propósito repetirlo, que
la virtud no quiere que estemos privados de las ocasiones de caer en la
imperfección que le sea contraria; no basta, dice Casiano, para
ser paciente y sufrido en sí mismo, el estar privado de la
conversación de los hombres; pues me ha sucedido estando en mi
celda el turbarme solo porque mi eslabón no sacaba fuego, y de
tal suerte que, colérico, lo arrojé en el suelo.
Ya conviene acabar, y por este medio quedaros en Egipto con Nuestro
Señor; el cual, como yo creo y también sienten otros,
comenzó desde entonces a hacer cruces pequeñitas el
tiempo que le sobraba, después de haber ayudado en alguna obra,
aunque pequeña, a san José; manifestando desde aquella
niñez el deseo que tenía de la obra de nuestra
redención.
ENTRETENIMIENTO IV
De la cordialidad o del modo que se deben amar las hermanas entre si
con un amor cordial, sin tener por esto familiaridades indecentes.
Para satisfacer vuestra pregunta y daros a entender en qué
consiste el amor cordial con que se deben amar las hermanas entre
sí, es menester saber que la cordialidad no es otra cosa que la
esencia de la verdadera y sincera amistad, la que no puede hallarse
sino entre personas racionales, que fomentan y alimentan su amistad por
medio de la razón; porque de otro modo no será amistad,
sino sólo amor: así las bestias tienen amor, mas no
pueden tener amistad, porque son irracionales; tienen entre sí
amor por causa de cierta correspondencia natural, y de] mismo modo aman
al hombre, como la experiencia nos lo muestra cada día, y de
ello han escrito algunos autores cosas admirables; como lo que dicen de
un delfín, que amaba tan locamente a un muchacho que
había visto muchas veces a la orilla del mar, que habiendo
después muerto, murió también el delfín de
dolor de su muerte. Pero esta no se debe llamar amistad; porque es
necesario que la correspondencia de la amistad se halle entre los que
se aman, y que esta se haya contraído por medio de la
razón. Por esto la mayor parte de las amistades que practican
los hombres de ninguna manera merecen tal nombre, porque ni el fin de
ellas es bueno, ni se contraen por la razón.
A más de este medio, es necesario que haya una cierta
correspondencia, o de vocación, o de pretensión, o de
cualidad entre aquellos que con traen la amistad, como claramente nos
lo enseña la experiencia. Porque es muy cierto que no hay
más fuerte ni más verdadera amistad que la que se
practica entre los hermanos. El amor que los padres tienen a los hijos,
y el de los hijos a los padres, no se llama amistad, porque no tiene
esta correspondencia que decimos, antes son diferentes; porque el amor
de los padres es un amor majestuoso y lleno de autoridad, y el de los
hijos un amor de respeto y sumisión; mas entre los hermanos, por
la semejanza de su condición, la correspondencia de su amor hace
una amistad firme, fuerte y sólida.
Por esto los antiguos cristianos de la primitiva Iglesia se llamaban
todos hermanos; y habiéndose enfriado este primer fervor entre
el común de los fieles, lo han instituido las Religiones; en las
cuales se ha ordenado que los religiosos se llamen todos hermanos, y
hermanas las religiosas, en señal de la sincera y verdadera
amistad cordial que se tienen o que se deben tener; y así como
no hay amistad comparable con la de los hermanos, siendo todas las
demás amistades o desiguales, o hechas con artificio, como los
que se casan lo hacen de conformidad por contratos escritos otorgados
ante notarios, o por promesas simples, así las amistades que los
mundanos contraen por su trato, o por algún interés
particular o vano motivo, son amistades grandemente sujetas a perecer y
deshacerse; al contrario de la amistad de los. hermanos, que es sin
artificio, y por eso muy loable. Siendo esto así, yo digo, que
por esta causa los religiosos se llaman hermanos, y por esto tienen un
amor que merece verdaderamente el nombre de amistad, no como quiera,
sino de amistad cordial, esto es, que tiene su fundamento dentro del
corazón.
Conviene, pues, que sepamos que el amor tiene su asiento en el
corazón, y que jamás podremos amar demasiado a nuestro
prójimo, ni exceder en este amor los términos de la
razón, con tal que resida en el corazón. Pero en cuanto a
las muestras de este amor, podemos faltar y exceder pasando los
límites de la razón. Dice el glorioso san Bernardo, que
la medida de amar a Dioses amarle sin medida, y que nuestro amor no ha
de tener términos, antes conviene dejarle extender sus ramas
cuanto dilatarse puedan: lo que se dice del amor de Dios se debe
también entender del amor del prójimo, con tal que
siempre el amor de Dios sobrepuje al del prójimo y tenga el
primer lugar; pero después debemos amar a nuestros hermanos con
toda la amplitud de nuestro corazón y no contentarnos con
amarlos como a nosotros mismos, como nos obligan los mandamientos de
Dios, sino que debemos amarlos más que a nosotros, para observar
las reglas de la perfección evangélica que nos pide todo
esto.
Nuestro Señor dijo por su propia boca: Amaos los unos a los
otros, como yo os he amado (Jn 13, 34). Esto es digno de mucha
consideración: Amaos como yo os he amado, porque quiere decir,
más que a vosotros mismos; y de la misma manera que Nuestro
Señor nos ha preferido siempre a sí mismo, y lo hace
todas las veces que le recibimos en el santísimo Sacramento,
haciéndose nuestro alimento, así también quiere
que tengamos un amor a los unos a los otros, prefiriendo siempre el
prójimo a nosotros mismos. Y así como él hizo todo
cuanto pudo por nosotros, excepto el condenarse, porque ni lo pudo ni
lo debió hacer porque no podía pecar, que es lo que
solamente nos lleva a la condenación, así él
quiere, y la regla' de la perfección lo requiere, que hagamos
todo cuanto podamos los unos por los otros, excepto el condenarnos.
Pero fuera de esto, nuestra amistad debe ser tan firme, cordial y
sólida, que no rehusemos jamás el hacer o sufrir
cualquiera. cosa por nuestro prójimo y por nuestros hermanos.
Este amor cordial debe estar acompañado de dos virtudes de las
que la una se llama afabilidad y la otra buena conversación; la
afabilidad esparce cierta suavidad en los negocios y comunicaciones
serias que tenemos unos con otros; la buena conversación es
aquella que nos rinde graciosos y agradables en las conversaciones y
comunicaciones menos serias que tenemos con nuestros prójimos.
Todas las virtudes, como sabéis, tienen dos vicios contrarios,
que son los extremos de la virtud. La virtud de la afabilidad
está en medio de dos vicios, que son la gravedad o demasiada
entereza, y una excesiva blandura en acariciar y decir frecuentes
palabras que se encaminan a la lisonja y halago. Supuesto esto, la
virtud de la afabilidad consiste entre lo mucho y 1o poco, usando de
las caricias según la necesidad de aquellos con quienes se
trata, conservando no obstante una gravedad. suave, según las
personas y los negocios lo requieran.
Yo digo que conviene usar de las caricias en cierto tiempo, porque no
sería conveniente estar con un enfermo con tanta gravedad como
se estuviera en otra parte, no queriendo hacerle más caricia que
si tuviera buena salud. Tampoco convendría usar frecuentemente
de estos agasajos, y decir a todo propósito palabras melosas,
arrojándolas a puñados sobre los primeros que se
encuentran; porque del mismo modo que si a un guisado se echa mucho
azúcar causará fastidio por estar demasiadamente dulce y
desabrido, así también las caricias muy frecuentes
serán enfadosas y no se hará caso de ellas sabiendo que
se hacen por costumbre. Las viandas en que se echase sobrada sal
serán desagradables por su mucha acrimonia; pero cuando la sal y
el azúcar están con medida, el guisado será
agradable y sabroso al gusto: así las caricias, si se hacen con
medida, serán gratas y provechosas a los que las reciban.
La virtud de la buena conversación requiere que se contribuya a
la alegría santa y moderada, y a los entretenimientos graciosos
que pueden servir de consuelo o recreación al prójimo; de
modo que no le causemos enojo con nuestra mesura, ceño o
melancolía; o ya excusando de recrearnos en el tiempo que
está destinado para ello. De esta virtud tratamos en el
entretenimiento de la modestia, y por eso pasa adelante y digo que es
una empresa bien dificultosa acertar siempre al blanco donde se mira.
Verdad es que todos debemos tener esta pretensión de atender a
dar en el blanco de la virtud, la que debemos desear ardientemente;
pero no debemos perder él ánimo cuando derechamente no
encontráremos el centro, ni turbarnos porque damos dentro de la
circunferencia, esto es lo más cerca que se pueda; porque es una
cosa que los Santos mismos no han podido conseguir en todas las
virtudes; y solamente Nuestro Señor y Nuestra Señora lo
han alcanzado, pero los Santos las han practicado con una indiferencia
grande.
Considerad, os ruego, ¿qué diferencia hay entre el
espíritu de san Agustín y el de san Jerónimo?
Observad sus escritos: no hay cosa más dulce que san
Agustín, la dulzura misma son sus letras: por el contrario, san
Jerónimo era por extremo austero; para saberlo, leed sus
Epístolas; en las más se enoja casi siempre: no obstante
entrambos eran virtuosísimos; pero el uno tenía
más dulzura, el otro más grande austeridad de vida y
entrambos, bien que no igualmente dulces y rigurosos, fueron grandes
Santos.
De aquí hemos de sacar, que no debemos turbarnos sino somos
igualmente dulces y suaves, con tal que amemos a nuestro prójimo
con amor cordial con toda su latitud, y como Nuestro Señor nos
amó; que es decir, más que a nosotros mismos,
prefiriéndole siempre en todo dentro del orden de la santa
caridad, y no negándole jamás cosa con que podamos
contribuir a su utilidad, excepto el condenarnos, como ya queda dicho.
Conviene, pues, mostrar cuanto nos sea posible los indicios exteriores
de nuestra voluntad, conforme a aquella sentencia: Reír con los
que ríen, y llorar con los que lloran. (Rm 12, 15).
Digo que conviene mostrar que amamos a nuestras hermanas, y esta es la
segunda parte de la cuestión, sin usar de familiaridades
indecentes. La regla lo dice. Pero diréis: ¿qué
hemos de hacer en esto? Nada más que en nuestra familiaridad se
vea la santidad en testimonio de la amistad; como lo dice san Pablo en
una de sus Epístolas: Saludaos, dice, en ósculo santo (Rm
16, 16; Tes 5, 25; 2Cor 13, 12). Era costumbre saludarse con
ósculo cuando los cristianos se encontraban. Y también
Nuestro Señor usó de esta forma de salutación con
sus Apóstoles, como se advierte en la traición de Judas.
Los santos religiosos, en otro tiempo, decían cuando se
encontraban: Deo gratias, en demostración del gran consuelo que
recibían en verse. Como si dijeran o quisieran decir: yo doy
gracias a Dios, mi caro hermano, por el consuelo que me da en veros.
Así, mis caras hijas, habéis de mostrar que amáis
a vuestras hermanas, y que os complacéis con ellas; con tal que
acompañe siempre la santidad a las muestras que les damos de
nuestro afecto, y que no solo no pueda Dios ser de ello ofendido, sino
alabado y glorificado. El mismo san Pablo, que nos enseña a
manifestar santamente nuestro afecto, quiere y nos adiestra a hacerla
graciosamente, dándonos ejemplo: Saludad, dice, a fulano, que
sabe que yo le amo de corazón, y a fulano que debe estar cierto
de que le amo como a hermano mío, y particularmente a su madre,
que sabe bien la tengo en lugar de la mía.
Cerca de este propósito se me pregunta: Si se podrá
mostrar más afecto a una hermana que se tiene por más
virtuosa que a otra? Respondo a esto, que si bien estamos obligados a
amar más a los que son más virtuosos con el amor de
complacencia, no debemos por eso amarlos más con el amor de
benevolencia, ni mostrar les más señales de amistad;
y esto por dos razones: la primera, porque Nuestro Señor
no lo hizo, antes parece que dio más muestras de afecto a los
imperfectos que a los perfectos; pues que dijo, que no había
venido por los justos sino por los pecadores: estos son los que tienen
más necesidad de nosotros, a los cuales debemos manifestar
nuestro amor más particularmente; porque en esto damos a
entender mejor que amamos por caridad, que no en amar a aquellos que
nos dan más consuelo que pena. En esto conviene proceder
según lo requiera la utilidad del prójimo; pero fuera de
esto, se ha de procurar amar a todos igualmente, pues Nuestro
Señor no dijo: Amad a los que son más virtuosos; sino
indiferentemente: Amaos los unos a los otros, como yo os he amado, sin
excluir a ninguno por imperfecto que fuese.
La segunda razón porque no debemos dar más muestras de
amistad a los unos que a los otros, ni dejarnos llevar a amarlos con
ventaja, es porque no podemos juzgar quiénes son los más
perfectos y que tienen más virtud; porque las apariencias
exteriores son engañosas, y muy de ordinario los que nos parecen
más virtuosos, como ya he dicho en otra parte, no lo son delante
de Dios, que es solamente quien lo puede conocer.
Puede ser que una hermana, a quien veréis tropezar muchas veces
y caer en muchas imperfecciones, sea más virtuosa y más
agradable a Dios, o por el grande ánimo que conlleva entre sus
imperfecciones no dejándose perturbar ni inquietar por verse tan
sujeta a caer, o por la humildad que de todo saca, o por el amor que
tiene a su abatimiento, que no otra que tenga una docena de virtudes,
ya naturales, ya adquiridas, y que por esto tendrá menos trabajo
y ejercicio, y por consiguiente menos ánimo y humildad que la
otra que se ve tan sujeta a errar.
San Pedro fue escogido para ser la cabeza de los Apóstoles,
aunque estuvo sujeto a tantas imperfecciones, de modo que los
cometía aun después de haber recibido el Espíritu
Santo; pero porque, no obstante estos defectos, tuvo siempre un grande
ánimo y no se espantaba de nada, le hizo Nuestro Señor su
vicario y lugarteniente, y le favoreció sobre todos los otros,
de modo que ninguno tuviera razón de decir que no merecía
ser principal y aventajado a san Juan y a los demás
Apóstoles.
Conviene, pues, portarnos con la mayor igualdad que sea posible, por
las razones dichas, en el amor que debemos a nuestras hermanas, y
procurar que sepan todas que las amamos con este amor de
corazón; y para esto no es necesario usar de muchas palabras;
encareciendo que las amamos tiernamente y que tenemos una cierta
inclinación a amarlas muy en particular, y otras semejantes;
porque, por tener más inclinación a una que a otra, el
amor que les tenemos no será más perfecto, antes puede
estar más sujeto a mudanza por la menor cosa que nos hagan; y
dado caso que tengamos más inclinación a una que a otra,
no debemos embebecernos en pensar en ello, y menos decírselo.
Porque no hemos de amar por inclinación, sino amar al
prójimo, o porque es virtuoso, o porque esperamos lo
vendrá a ser; pero principalmente porque esta es la voluntad de
Dios.
Para dar, pues, verdadero testimonio de que le amamos, le debemos
procurar todo el bien que pudiéremos, tanto para el cuerpo como
para el alma, rogando por él y sirviéndole cordialmente
cuando se ofrezca ocasión: porque la amistad que termina en
hermosas palabras no es gran cosa, ni es amarse como Nuestro
Señor nos amó, pues su divina Majestad no se
contentó con asegurarnos que nos amaba, sino que quiso pasar
más adelante, obrando cuanto hizo en prueba de su amor.
San Pablo, hablando a sus carísimos hijos: Aparejado estoy,
dice, a dar mi vida por vosotros, y a emplearme absolutamente sin
alguna reserva, para mostraros cuanto os amo (2Cor 13, 15). Donde
también quiere decir: yo estoy pronto a dejar hacer por vosotros
o para vosotros, todo lo que se quisiere de mí. Con que nos
enseña, que el emplearse y aun el dar su vida por el
prójimo, es tanto como dejarse emplear a gusto de otros, por
ellos o para ellos, y esto es lo que él había aprendido
de nuestro dulce Salvador sobre la cruz.
Á este supremo grado de amor del prójimo son llamados los
religiosos y religiosas, y nosotros que somos consagrados al servicio
de Dios: porque no basta socorrer al prójimo con nuestros bienes
temporales, ni tampoco es bastante, dice san Bernardo, emplear nuestra
propia persona en padecer por este amor, es menester pasar más
adelante, dejándola emplear por él y para él, por
la obediencia como se quisiere, sin que jamás resistamos; porque
cuando nosotros mismos nos empleamos por nuestra propia voluntad, o por
propia elección, esto mismo causa siempre mucha
satisfacción a nuestro amor propio; pero en dejarnos emplear en
lo que otro quiere y no queremos nosotros, esto es, en lo que no hemos
elegido ni escogido, en esto consiste lo más sublime de la
abnegación como si cuando nosotros quisiéremos predicar
nos enviasen a servir a los enfermos, cuando quisiéramos hacer
oración por el prójimo, nos mandasen irle a servir.
Siempre es mejor, sin comparación, lo que otro nos manda hacer,
entiéndase cuando no es contrario a Dios ni ofensa suya, que lo
que hacemos o escogemos hacer nosotros mismos.
Amémonos, pues, los unos a los otros, y para esto
sírvanos de motivo poderoso para excitarnos a este santo amor el
que Cristo Nuestro Señor sobre la cruz derramó hasta la
postrera gota de su sangre sobre la tierra, como para hacer una
argamasa sagrada con la que El quiso ligar, unir, juntar y apretar
todas las piedras de su Iglesia que son los fieles, unos con otros, a
fin de que esta unión fuese tan fuerte que jamás se
hallase en ella división. Tanto temió que ésta
causase la eterna condenación.
El sufrimiento de las imperfecciones del prójimo es uno de los
principales puntos de este amor, y nuestro Señor nos lo
enseñó en la cruz; pues tenia un corazón tan dulce
para nosotros, y nos amaba tan tiernamente. a nosotros, digo, y a
aquellos mismos que le causaban la muerte y estaban cometiendo el
más enorme delito que pudo jamás hombre cometer; porque
el pecado que los judíos cometieron fue un monstruo de maldad. Y
no obstante, nuestro dulcísimo Salvador pensaba amorosamente en
ellos, dándonos un ejemplo del todo inimaginable, en excusar a
los que le crucificaban e injuriaban con una rabia mayor que toda
barbaridad, buscando trazas para hacer que su eterno Padre los
perdonase en el mismo acto del pecado e injuria. ¡Oh cuán
miserables somos nosotros los mundanos, pues, apenas podemos olvidar
una injuria después de mucho tiempo de recibida! Aquel, pues,
que previniere a su prójimo en bendiciones de dulzura
será el más perfecto imitador de Jesucristo nuestro bien.
Á más de esto se ha de notar que el amor cordial
está junto con una virtud, que es como dependencia de él,
y esta es una confianza totalmente pueril. Los niños, cuando
tienen una linda pluma u otra cualquier cosa que ellos juzgan ser de
gala, no reposan hasta que han hallado a sus pequeñitos
compañeros para mostrarles su pluma y darles parte de su gozo,
como también quieren que participen de su dolor, porque luego
que tienen un poco de mal en la punta del dedo no cesan de decirlo a
cuantos encuentran para que les compadezcan y soplen un poquito sobre
su mal.
Yo no digo que convenga ser del todo como estos niños; pero
digo, que esta confianza debe obligar a las hermanas a no ser escasas
en comunicar sus pequeños bienes y pequeñas consolaciones
a las otras hermanas, sin temor de que por eso las noten sus
imperfecciones. Ni tampoco digo, que si hubiese recibido algún
don extraordinario de Dios lo hayan de andar diciendo a todo el mundo.
No; pero en cuanto a nuestras pequeñas consolaciones y moderados
bienes, no quisiera que fuesen reservadas, sino que cuando se ofrezca
ocasión, no por forma de jactancia o desvanecimiento, sino de
simple confianza, se lo comunicasen unas a otras lisa e ingenuamente. Y
en lo que toca a nuestros defectos, quisiera que no nos
afanásemos por encubrirlos, pues por no dejarlos ver a los de
fuera no se mejoran, ni creerán las hermanas que estáis
sin ellos; antes puede ser se hagan vuestras imperfecciones más
peligrosas, que si estuvieran descubiertas y os causasen
confusión, como les sucede a las hermanas que son fáciles
en dejarlas aparecer en lo exterior.
No conviene, pues, espantamos ni perder el ánimo cuando
cometemos algunas imperfecciones y faltas delante de las hermanas,
antes debemos estar contentas de ser conocidas por tales como somos.
Vos habréis hecho una falta o una bobería, es verdad;
pero esto ha sido delante de vuestras hermanas que os aman
cariñosamente, y por eso sabrán sufrir vuestro defecto, y
os tendrán más compasión que aversión.
También por medio de esta confianza se aumentaría
grandemente la cordialidad y la tranquilidad de nuestros
espíritus, que están sujetos a turbarse cuando somos
conocidos imperfectos en cualquiera cosa, por pequeña que sea,
como si fuera una grande maravilla el vernos defectuosos.
Finalmente, por conclusión de este discurso, conviene siempre
acordarnos de que por cualquier defecto de suavidad que alguna vez se
cometa por inadvertencia, no se deben las hermanas enojar, ni juzgar
que no les tienen cordialidad; pues no por eso se deja de tener. Un
acto hecho por aquí o por allí, como no sea frecuente, no
hace al hombre vicioso, especialmente cuando se tiene buena voluntad de
enmendarse. Me preguntaréis también en que consiste el
hacer todas las cosas en espíritu de humildad como lo ordenan
las Constituciones. Aquí yo os diré que para mejor
entender esto se ha de saber, que hay diferencia entre la soberbia, la
costumbre de la soberbia y el espíritu de la soberbia: porque si
vos hacéis un acto de soberbia, eso es soberbia; si
hacéis muchos actos a cada paso y por cualquiera ocasión,
eso es costumbre de soberbia; si os complacéis en esos actos y
los procuráis, eso es el espíritu de soberbia. Así
también hay diferencia, entre la humildad, el hábito de
la humildad y el espíritu de la humildad. La humildad es hacer
algún acto por humillarse: el hábito es hacer estos actos
en cualquiera ocasión; mas el espíritu de humildad, es
complacerse en la humillación y buscar el abatimiento y la
humillación en todas las cosas: esto es decir, que en todo
cuanto hacemos, decimos o deseamos, nuestro fin principal sea
humillarnos y envilecemos, y que nos alegremos de encontrar nuestra
propia abyección en todas ocasiones, y amemos hasta el
pensamiento de ellas. Ved ahí lo que es hacer todas las cosas en
espíritu de humildad: que es lo mismo que si dijese, buscar el
abatimiento y humildad en todas las cosas.
Es una buena práctica de humildad el no mirar las acciones de
los otros, sino para notar las virtudes y jamás las
imperfecciones; porque mientras no están a nuestro cargo, no
conviene volver los ojos a ellas, y menos la consideración.
Siempre se ha de interpretar en la mejor parte que se pueda lo que
vemos hacer a nuestro prójimo: y en las cosas dudosas nos hemos
de persuadir, que lo que hemos percibido no es malo, sino que nuestra
imperfección y malicia nos lo presenta como tal, a fin de
excusar los juicios temerarios en las acciones de los otros, que es un
mal peligrosísimo y que debemos sumamente aborrecer. En las
cosas evidentemente malas, debemos tener compasión, y
humillarnos por las faltas del prójimo como por las nuestras
propias, y rogar a Dios por su enmienda con el mismo corazón que
rogaríamos por la nuestra si estuviéramos sujetos a los
mismos defectos.
Pero ¿qué podremos hacer, diréis, para adquirir un
espíritu de humildad, tal como se ha dicho? No hay otro medio
que el mismo para las otras virtudes, que no se adquieren sino por
actos reiterados.
La humildad nos hace aniquilar en todas las cosas que no son necesarias
para adelantarnos en la gracia, como es el, hablar bien, tener hermoso
semblante, talento grande para el manejo de las cosas exteriores, un
grande espíritu de elocuencia, y cosas semejantes en las cuales
hemos de desear que los otros nos aventajen.
ENTRETENIMIENTO V
De la generosidad de espíritu
Para entender bien qué cosa sea y en qué consista esta
fuerza y generosidad de espíritu que me preguntáis
conviene primeramente responder a una cuestión que muchas veces
me habéis propuesto. Es preciso saber en qué consiste la
verdadera humildad; porque con la resolución de este punto, me
daré mejor a entender en el segundo, de la generosidad de
espíritu, de la que queréis trate ahora.
La humildad, pues, no es otra cosa que un perfecto reconocimiento de
que no somos más que un puro nada, y este nos hace tener esta
estimación de nosotros mismos: para entender mejor esto, es
necesario saber que en nosotros hay dos géneros de bienes, los
unos que están en nosotros y son de nosotros; los otros que no
son de nosotros aunque estén en nosotros. Cuando digo que
tenemos bienes que son de nosotros, no quiero decir que no vengan de
Dios y que nosotros los tengamos de nosotros mismos, porque a la verdad
de nosotros mismos no tenemos sino miseria y nada; quiero decir, que
estos son unos bienes que Dios ha puesto en nosotros de tal manera, que
parece son de nosotros; y estos son la salud, las riquezas, las
ciencias y otros semejantes.
La humildad, pues, nos impide el gloriamos y estimarnos por causa de
estos bienes, porque no hace más caso de ellos que si no fueran;
y con razón así debe ser, pues no son bienes estables que
nos hagan más agradables a Dios; antes muy mudables y sujetos a
la fortuna, y que por consiguiente no tienen existencia. ¿Hay
cosa menos segura que las riquezas, que dependen del tiempo y de la
sazón? que la hermosura, que en un instante se acaba? basta un
grano en el rostro para quitarle su lustre. Y en cuanto a la ciencia,
una pequeña turbación del cerebro nos hace perder y
olvidar todo cuanto sabemos: con mucha razón, pues, la humildad
no hace caso de semejantes bienes.
Pero al paso que la humildad nos hace abatir y humillar con el
conocimiento de lo que somos nosotros mismos y por la poca estima en
que tiene a todo cuanto hay en nosotros y de nosotros, nos hace
también grandemente estimar por los bienes que hay en nosotros y
no de nosotros, que son la fe, la esperanza y el amor de Dios, como
también una cierta capacidad que Dios nos ha dado de unirnos a
él por medio de la gracia y esto por poco que de ellos tengamos.
Y en cuanto a nosotros, nuestra vocación que nos da una
seguridad, cuanto podemos tenerla en esta vida, de la posesión
de la gloria y felicidad eterna. Y esta estimación que la
humildad hace de todos estos bienes, conviene a saber, de la fe, de la
esperanza, de la caridad, es el fundamento de la generosidad de
espíritu.
Advertid: los primeros bienes, de que hemos hablado, pertenecen a la
humildad para su ejercicio, y estos postreros a la generosidad. La
humildad cree no poder nada mirando al conocimiento de nuestra pobreza
y flaqueza, en cuanto es de nosotros mismos: y al contrario la
generosidad nos obliga a decir como san Pablo: Todo lo puedo en aquel
que me conforta (2Cor. 12, 10). La humildad nos hace desconfiar de
nosotros mismos, y la generosidad nos hace confiar en Dios.
Veréis, pues, que estas dos virtudes de la humildad y la
generosidad están de tal suerte juntas y unidas la una con la
otra, que jamás están ni pueden estar separadas.
Algunas personas hay que se dan a una falsa y necia humildad, que les
embaraza mirar lo que Dios en ellas ha puesto de bueno; las cuales
cometen un error grandísimo, porque los bienes que Dios ha
puesto en nosotros deben ser reconocidos, estimados, favorecidos,
grandemente reverenciados, y no puestos en el mismo grado de la baja
estima que debemos hacer de aquellos que están en nosotros y son
de nosotros. No solamente los verdaderos cristianos han reconocido que
conviene mirar estos dos géneros de bienes que están en
nosotros, los unos para humillarnos, los otros para glorificar la
divina bondad que nos los ha dado; pero también los
filósofos, porque la sentencia que ellos dijeron,
conócete a ti mismo, se debe entender, no solamente del
conocimiento de nuestra vileza y miseria, sino también de la
excelencia y dignidad de nuestra alma, la cual es capaz de ser unida a
la divinidad por la bondad de Dios que ha puesto en nosotros un cierto
instinto que siempre nos inclina a buscar y pretender esta
unión, en la que consiste toda nuestra felicidad.
La humildad que no produce la generosidad es indudablemente falsa,
porque después que ha dicho: Yo no puedo nada, yo no soy
más que un puro nada, luego al punto cede su lugar a la
generosidad del espíritu, la que dice: No hay ni puede haber
cosa que yo no pueda, porque pongo toda mi confianza en Dios que lo
puede todo; y sobre esta confianza emprende valerosamente cuanto se le
manda. Pero notad que digo todo cuanto se le manda o aconseja, por
dificultoso, que sea; porque os puedo asegurar que ella no juzga
imposible hacer milagros, si se los mandan hacer; que si se pone a
ejecutar la obediencia con sencillez de corazón, Dios
hará primero milagros que faltar a darle fuerzas para cumplir su
ejecución; porque no la acometió confiada en sus propias
fuerzas, sino en el aprecio que hace de los dones que Dios le ha hado;
y así consigo misma hace este discurso: si Dios me ha llamado a
un estado tan alto de perfección que no le hay más
levantado en esta vida, ¿qué cosa podrá impedirme
el llegar a él, pues estoy segurísima de que él
que ha comenzado la obra de mi perfección la acabará?
Pero habéis de observar, que todo esto se hace sin alguna
presunción, de manera que esta confianza no impide el que
estemos siempre cuidadosos de no errar; antes nos procura más
atentos sobre nosotros mismos, mas vigilantes y diligentes en obrar lo
que puede servir para adelantarnos en la perfección. La humildad
no consiste solamente en desconfiar de nosotros mismos, sino
también en confiar en, Dios; y la desconfianza de nosotros
mismos y de nuestras fuerzas produce la confianza en Dios, y de esta
nace la generosidad de espíritu de que tratamos.
La Virgen santísima nos da acerca de esto un notable ejemplo,
cuando pronunció aquellas palabras: Aquí está la
esclava del Señor, hágase en mí, según tu
palabra. (Lc 1, 38). Porque diciendo que es esclava del Señor,
hace un acto de humildad, el mayor que se puede hacer; de modo que
opuso a las alabanzas que el Ángel le dio de que sería
madre de Dios, y que el hijo que nacería de sus entrañas
sería llamado Hijo del Altísimo, dignidad la más
grande que se pudo jamás imaginar; y a todas estas alabanzas y
grandezas, digo yo, opuso su bajeza y su indignidad, diciendo: Que ella
es esclava del Señor. Pero observad que después de haber
dado su deber a la humildad, luego al punto hizo un acto de generosidad
excelentísimo, diciendo: Hágase en mi según tu
palabra. Verdad es, quiso decir, que yo no soy de ninguna manera capaz
de esta gracia mirando a lo que soy de mi misma; pero en cuanto lo que
hay de bueno en mi es de Dios, y que lo que tú dices es su
santísima voluntad, yo creo que se puede hacer y se hará;
y por eso sin duda alguna dice: Hágase en mi según dices.
De la misma manera, por falta de esta generosidad se hacen
poquísimos actos de verdadera contrición; porque
después de habernos humillado y confundido delante de la divina
Majestad en consideración a nuestra grande fealdad, no pasamos a
hacer este acto de confianza, levantándonos valerosamente por
una seguridad que debemos tener de que la divina Bondad nos dará
su gracia para serle desde entonces fieles, y corresponder más
perfectamente a su amor. Después de este acto de confianza,
inmediatamente se debería hacer el de la generosidad, diciendo:
pues estoy segurísima de que la gracia de Dios no me puede
faltar, quiero creer que tampoco permitirá que yo falte a
corresponder a su gracia.
Pero vosotras me diréis, si yo falto a la gracia, ella me
faltará también. Es verdad. Pues si es verdad
¿quién me asegurará que yo no faltaré a la
gracia en adelante, pues en lo pasado tantas veces he faltado a esta?
Respondo: que la generosidad hace que el alma diga osadamente y sin
temor alguno: yo no seré más desleal a Dios. Y porque en
su corazón siente esta resolución, emprende sin miedo
todo cuanto sabe que puede hacerla agradable a Dios sin
excepción de cosa alguna: y emprendiéndolo todo, cree que
lo podrá todo, no por sí misma, sino por Dios en quien
ella pone toda su confianza. Y por esto hace y acomete todo lo que se
le manda y aconseja.
Pero me preguntaréis vosotras ¿si alguna vez será
lícito dudar de no ser capaces de obrar las cosas que se nos
mandan? Yo respondo, que la generosidad de espíritu jamás
nos permite entrar en alguna duda. Y para que entendáis mejor
esto, conviene distinguir, como acostumbro deciros, la parte superior
de vuestra alma de la inferior. Cuando digo, pues, que la generosidad
no nos permite dudar, se entiende en cuanto a la parte superior; porque
bien podría ser que la inferior esté toda llena de estas
dudas y sienta mucho trabajo en recibir la carga o el empleo en que se
nos pone; pero el alma que es generosa, se burla y hace poco caso de
todo esto, y se mete simplemente en el ejercicio de su cargo sin decir
palabra ni hacer acción que denote el sentimiento que tiene de
su incapacidad. Pero nosotros nos complacemos tanto, que de nada
gustamos más que de mostrar que somos humildes, y que tenemos
una baja estima de nosotros mismos y otras cosas semejantes, que muy
lejos están de la verdadera humildad, la que jamás nos
permite resistir al juicio de aquellos que Dios nos ha dado por
guías.
Yo puse en el libro de la Introducción a la vida devota (Parte
III, cap. V) un ejemplo que viene a este propósito y es muy
digno de notarse, y este es el del rey Acáz, el cual estando
reducido a una grandísima aflicción con la cruel guerra
que le hacían dos reyes que habían cercado a
Jerusalén, mandó Dios a Isaías que fuese a
consolarle de su parte, y a prometerle que alcanzaría victoria y
quedaría triunfante de sus enemigos. Díjole
también Isaías, que en prueba de la verdad de lo que le
prometía, pidiese a Dios una señal en el cielo o en la
tierra, que se la daría (Is 5, 11). Pero Acáz,
desconfiando de la bondad y liberalidad de Dios, dijo: De ninguna
manera lo haré, porque no quiero tentar a Dios. Mas el miserable
no dijo esto por honra que quisiese hacer a Dios; porque, antes al
contrario, rehusaba honrarle, porque Dios quería entonces ser
glorificado por milagros, y Acáz renunciaba a pedirle uno que el
mismo Señor le había significado que deseaba hacerle.
Él ofendió a Dios rehusando obedecer al Profeta que Dios
había enviado a significarle su voluntad. No debemos, pues,
nosotros poner jamás en duda el que no podremos hacer lo que se
nos manda, porque los que nos gobiernan conocen muy bien nuestra
capacidad.
Mas, me diréis, que puede ser que tengáis muchas miserias
interiores, y grandes imperfecciones que no conocen vuestros
superiores, y que ellos se fundan en las apariencias exteriores, con
las que quizá habéis engañado sus
espíritus. Yo no digo que no conviene siempre creeros cuando,
llevadas por la pusilanimidad, decís que sois miserables y
llenas de imperfecciones; como tampoco se ha de creer que no las
tenéis cuando no decís nada; siendo de ordinario tales,
como os hacen parecer vuestras obras. Vuestras virtudes se conocen por
la fidelidad que tenéis en practicarlas, y así
también las imperfecciones por sus actos. Ninguno podrá
engañar al espíritu de sus superiores, mientras no sienta
malicia en el corazón.
Pero vosotras me diréis; que muchos santos hicieron
grandísima resistencia por no recibir los cargos que les
querían dar. Mirad; lo que ellos hicieron, no fue solo por causa
de la baja estimación que hacían de sí mismos,
sino principalmente porque veían que los que querían
ponerlos en aquellos cargos se fundaban en las virtudes aparentes, como
son los ayunos, las limosnas, las penitencias y asperezas del cuerpo, y
no en las verdaderas virtudes interiores que tenían encerradas y
encubiertas bajo de la santa humildad, pues eran seguidos y buscados de
los pueblos que no los conocían sino por la fama y
opinión. En tal caso me parece ser permitido hacer algún
poco de resistencia. Pero sabed aquí, que esto será
permitido también, pongo por ejemplo, a una monja de
Dijón a quien una superiora de Annecy enviase para que fuese
superiora, no habiéndola jamás visto ni comunicado con
ella; pero una monja de esta Casa, a la que se pusiese el mismo
precepto, debería no meterse jamás en alegar razón
alguna en que pueda mostrar que se opone al precepto; antes debe entrar
en el ejercicio de su cargo con tanta paz y aliento, como si se
sintiese muy capaz de gobernarse bien en él.
Pero yo entiendo muy bien el engaño que en esto hay, y es que
nosotros tememos no salir con honra; estimamos tanto nuestra
reputación, que no quisiéramos ser tenidos por
bisoños en el ejercicio de nuestros cargos, sino por maestros y
experimentados que jamás hacen un yerro. Ya entendéis
bastantemente ahora que cosa sea el espíritu de fuerza y
generosidad que tanto deseamos ver en esta Casa, para desterrar todas
las boberías y ternuras, que solo sirven para detenernos en
nuestro camino y para embarazarnos en el progreso de la
perfección.
Estas ternuras se alimentan de vanas reflexiones que hacemos sobre
nosotros mismos, principalmente cuando hemos deslizado en nuestro
camino por cualquiera falta. Porque acá dentro, por la gracia de
Dios, jamás se cae del todo; por lo menos hasta ahora no lo
hemos visto: tal vez alguna deslice, y en lugar de humillarse
dulcemente y levantarse después animosamente, como tengo dicho,
se meta en la consideración de su miseria, y sobre ella comience
a enternecerse por sí misma: ¡Ay, Dios mío! digo,
¡qué miserable soy, yo no soy buena para nada!
Después pasa al desaliento que le hace decir: ya no hay que
esperar de mí, jamás haré cosa buena; hablarme de
esto, es perder tiempo: ya quisiéramos que nos dejasen, como si
estuviesen ciertos que jamás con nosotros se podía ganar.
¡Dios mío! cuán lejos están estas cosas del
alma generosa que hace una grande estimación, como hemos dicho,
de los bienes que Dios ha puesto en ella! No se espanta ni de la
dificultad del camino que ha de andar, ni de la grandeza de la obra, ni
de la dilación del tiempo que ha de gastar, ni, en fin, de la
tardanza en cumplir lo que ha emprendido.
Las monjas de la Visitación son llamadas todas a una
grandísima perfección, su empresa es la más
alta y eminente que se puede pensar; porque ellas, no solo tienen
pretensión de unirse a la voluntad de Dios, como deben tener
todas las criaturas, sino que a más de esto, pretenden unirse a
sus deseos e intenciones, y yo digo, que aun antes de que les sean
significados. Y si se pudiese pensar alguna cosa de más
perfección, y algún grado de mayor eminencia que el de
conformarse a la voluntad de Dios, a sus deseos y a sus intenciones,
ellas sin duda emprenderían subir a él: pues tienen una
vocación que a esto las obliga, y por esta razón debe ser
una devoción fuerte y generosa la devoción de esta Casa,
como muchas veces hemos dicho.
Pero a mas de lo que se ha dicho de esta generosidad, debo
añadir que el alma que la posee, recibe igualmente las
sequedades y las ternuras de los consuelos; las congojas interiores,
las tristezas, los ahogos de espíritu, como los favores, las
prosperidades de un espíritu lleno de paz y tranquilidad: y esto
porque ella considera que aquel que la ha dado los consuelos, es el
mismo que la envía las aflicciones, que da lo uno y lo otro
impelido del amor mismo que ella reconoce ser sumamente grande; porque
por la aflicción interior del espíritu pretende llevarla
a una grandísima perfección, cuales la abnegación
de todo género de consuelos en esta vida, quedando
segurísima de que quien la priva de ellos aquí bajo en la
tierra, no se los negará eternamente en lo alto del cielo.
Vosotras me diréis, que no se pueden hacer estos discursos entre
las grandes tinieblas; pues parece que no podemos decir una sola
palabra a Nuestro Señor. Verdaderamente tenéis
razón de decir que os lo parece, porque en realidad no es
así. El sagrado Concilio de Trento ha determinado esto, y
estamos obligados a creer que Dios y su gracia no nos desamparan
jamás de tal modo que no podamos recurrir a su bondad, y
protestar que contra toda la perturbación de nuestra alma
queremos ser del todo suyas, y que no le queremos ofender. Pero
advertid, que todo esto pasa en la parte superior de nuestra alma;
porque la parte inferior no percibe nada de ello, y se queda siempre en
su pena; eso nos turba, y hace que nos tengamos por miserables; y luego
empezamos a enternecernos por nosotros mismos, como si fuera una cosa
muy digna de compasión el vernos sin consuelo.
¡Ea, por Dios! consideremos que Nuestro Señor y Maestro
quiso ser muy ejercitado con estas congojas interiores y de un modo
incomparable. Escuchad las palabras que dice sobre la cruz: Dios
mío, Dios mío: ¿por que me habéis
desamparado? (Mt 27, 43). Estaba reducido al último extremo,
porque solo tenia la parte superior de su espíritu que no
estuviese oprimida de un desfallecimiento mortal. Pero notad que se
pone a hablar con Dios, para enseñarnos que jamás nos
será imposible el hacerlo.
Pero ¿qué será mejor en este tiempo? me
diréis vosotras: hablar con Dios de nuestra pena y de nuestra
miseria, o de otra cualquier cosa? Digo que en esto, como en toda clase
de tentaciones, es mejor divertir mucho nuestro espíritu de su
turbación y pena hablando con Dios de otra cosa y no de nuestro
dolor; porque indudablemente, si queremos hablar de él no
será sin hacer una reflexión tierna sobre nuestro
corazón, engrandeciendo extraordinariamente y de nuevo nuestro
dolor mismo, porque es tal nuestra naturaleza, que no puede ver sus
dolores sin tener una grande compasión.
Pero me diréis, que si no ponéis esta atención, no
os acordaréis de decirlo: ¿y qué importa'? Somos
verdaderamente como los niños, los cuales con gran presteza van
a su madre a decirle que les ha picado una abeja para que se compadezca
y sople sobre el mal, que con eso está curado; ¿por
qué queremos ir a decir a nuestra madre que estamos muy
afligidas, y engrandecer nuestra aflicción contándola muy
pormenor sin olvidar la más pequeña circunstancia que nos
pueda hacer más dignas de compasión? ¿No veis que
estas son unas niñerías muy grandes? Si hemos cometido
alguna deslealtad, basta decirla; si habéis sido fieles,
también conviene decirlo, pero cortamente, sin exagerar lo uno
ni lo otro; porque se debe decir todo a los que tienen cuidado de
nuestras almas.
También me diréis ahora, que luego que habéis
tenido algún sentimiento grande de cólera o de cualquiera
otra tentación, os viene siempre un escrúpulo sino lo
habéis confesado. Yo os digo que conviene decirlo en la cuenta
que diereis de vuestro espíritu, mas no por modo de
confesión, sino para sacar instrucción de cómo os
habéis de portar; y esto se entiende cuando claramente se conoce
que no se ha consentido. Porque si vos decís: Acúsome de
que por dos días continuos he tenido grandes movimientos de
cólera, pero no he consentido, decís vuestras virtudes,
en lugar de decir vuestras faltas.
¿Pero estoy en duda si he cometido algún defecto?
Conviene considerar maduramente si esta duda tiene algún
fundamento: puede ser que en estos dos días hayáis sido
un poco negligente por un cuarto de hora en divertiros en vuestros
sentimientos. Si es así, decid sencillamente que habéis
sido negligente como un cuarto de hora en apartaros de un movimiento de
cólera que habéis tenido, sin añadir que la
tentación ha durado dos días. Si no es que lo
queráis decir porque os dé consejo vuestro confesor, o
por lo que toca al examen de vuestra conciencia, porque entonces es muy
bueno decirlo; mas para las confesiones ordinarias, será mejor
no hablar de ello, pues no lo hacéis sino por satisfaceros; y
aunque recibís un poco de pena en callarlo, conviene sufrirlo
como si fuera otra cualquiera cosa en que no podéis poner
remedio: Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO VI
Sobre la partida de unas monjas de la Visitación, que iban a
fundar una nueva Casa de su Orden.
Entre las alabanzas que los Santos dan a Abraham, san Pablo exalta esta
sobre todas: Que creyó en la esperanza, contra la esperanza
misma (Rm 4, 18). Dios le había prometido que
multiplicaría su descendencia como las estrellas del cielo y
como la arena del mar, y luego le manda que mate a su hijo Isaac. No
por esto perdió Abraham su esperanza, antes esperó contra
la esperanza misma, asegurándose de que, aunque obedecía
al precepto que le había puesto quitando la vida a su hijo, no
por eso dejaría Dios de cumplir su palabra. Grande por cierto
fue su esperanza; porque él no vio de ningún modo en
,qué poder apoyarla sino en la palabra que Dios le había
dado. ¡Oh cómo es esta el más cierto y
sólido fundamento, porque es infalible!
Sale, pues, Abraham a cumplir la voluntad de Dios con una sencillez
incomparable, porque no se puso a considerar ni a replicar cuando Dios
le mandó que saliese de su tierra y de entre sus parientes y que
se fuese al lugar que le mostraría, sin especificárselo;
a fin de que se embarcase con mayor sencillez en la barca de su divina
providencia. Caminando, pues, tres días y tres noches con su
hijo Isaac, que llevaba la leña del sacrificio, el inocente hijo
pregunta a su padre: ¿Donde está el holocausto? a lo que
responde el buen Abraham: Hijo mío, el Señor
proveerá (Gn 22, 7). ¡Oh Dios mío, qué
dichosos seríamos, si pudiésemos acostumbrarnos a
responder de esta manera a nuestros corazones, cuando están
cuidadosos de alguna cosa: Nuestro Señor proveerá: y si
después de haber dicho esto no tuviésemos más
congoja, turbación, ni ansia que Isaac, pues luego calló,
teniendo por cierto que el Señor proveería, como su padre
lo había dicho!
Grande es sin duda la confianza que Dios quiere que tengamos en su
cuidado paternal y divina providencia. Mas ¿por qué no la
tenemos, viendo que el que la ha tenido jamás ha sido
engañado? Ninguno confía en Dios que no recoja el fruto
de su confianza. Yo digo esto entre nosotros, porque en cuanto a la
gente del mundo, casi siempre su confianza va acompañada de
aprehensión, por lo que es de poco valor delante de Dios.
Considerad, os ruego, lo que Nuestro Señor y Maestro dice a sus
Apóstoles para arraigar en ellos esta santa y amorosa confianza,
como leemos en el Evangelio:
Yo os he enviado por el mundo sin bolsa, sin dinero y sin alguna
provisión: ¿os ha faltado alguna cosa, sea para
sustentaros o para vestiros? Respondieron que no. Id, pues, les dijo, y
no penséis de qué hacéis de comer, ni de
qué habéis de beber, ni de qué vestir, ni tampoco
lo que habéis de decir estando delante de los grandes
señores y magistrados de las provincias por donde pasareis:
porque en cada ocasión vuestro Padre celestial os
proveerá de todo lo necesario. No penséis en lo que
habéis de decir, porque él hablara en vosotros, y os
pondrá en la boca las palabras que habéis de pronunciar.
(Lc 22, 35; Mt 6, 25 y 10, 19)
Pero yo soy tan grosera, dirá alguna de nuestras hermanas, que
no sé cómo se ha de tratar con los grandes; no estoy
acostumbrada a tales tratamientos. Eso no importa: andad, confiad en
Dios, porque él dice : Que aunque la madre llegue a olvidar d su
hijo, yo no os olvidaré jamás; porque os traigo grabados
sobre mi corazón y sobre mis manos. ¿Pensáis que
Aquel que tiene cuidado de proveer de mantenimiento a las aves del
cielo y a los animales de la tierra, que no siembran ni recogen, se
olvidará jamás de proveer de todo lo necesario al hombre
que totalmente confía en su providencia? (Is 49, 15; Mt 6,
26) al hombre que es, pues, capaz de ser unido con Dios.
Esto me ha parecido, carísimas hermanas mías, deciros en
la ocasión de vuestra partida; porque si bien no sois capaces de
la dignidad apostólica, por causa de vuestro sexo, con todo lo
sois en alguna manera del oficio apostólico, y podéis
hacer mucho servicio a Dios, procurando en alguna manera el aumento de
su gloria como los Apóstoles.
Verdaderamente, queridas hijas, debe seros un motivo de gran consuelo,
el que Dios quiera servirse de vosotras para una obra tan excelente
como a la que sois llamadas, y os debéis tener por muy honradas
delante de la divina Majestad, porque no otra cosa quiere de vosotras
sino lo que ordenó a sus Apóstoles y por lo que los
envió por el mundo; que es lo mismo que Nuestro Señor
vino a hacer en este mundo, esto es a dar la vida a los hombres. Y no
solamente eso, dice él, sino para que viviesen una vida
más abundante (Jn 10, 10). Que tuviesen la vida, y una vida
mejor; lo que hizo dándoles la gracia
Los Apóstoles fueron enviados por Nuestro Señor a toda la
tierra para el mismo fin. Pues el Señor les dijo: así
como mi Padre me ha enviado, os envío yo (Jn 22, 21). Andad, y
comunicad la vida a los hombres, y no os contentéis con eso
solo; haced que vivan, y con una vida más perfecta: Por medio de
la doctrina que les habéis de enseñar, conseguirán
la vida creyendo en mis palabras, que les daréis a entender;
pero tendrán una vida más abundante, por el buen ejemplo
que les daréis: y no os dé cuidado si vuestro trabajo
tendrá el fruto que vosotros pretendéis; porque no se os
pedirá cuenta del fruto, sino solamente de si os habéis
empleado con fidelidad en cultivar bien estas tierras estériles
y secas; no se os preguntará si habéis cogido buena
cosecha, sino solo si habéis tenido cuidado de sembrar bien,
Así también, mis queridas hijas, se os manda ahora ir a
diversas partes a procurar que las almas tengan la vida, y que vivan
una vida mejor; porque ¿qué cosa vais a hacer sino a dar
conocimiento de la perfección de vuestro Instituto, y por medio
de esta noticia atraer muchas almas a abrazar todas las observancias
que en él están inclusas y recogidas? pero sin predicar,
ni administrar sacramentos, ni perdonar pecados como lo hacían
los Apóstoles. ¿No vais vosotras a dar la vida a los
hombres? ó, por hablar más propiamente, a las doncellas?
pues quizá centenares de ellas, que a ejemplo vuestro se
retirarán a vuestra Religión, se hubieran perdido
quedándose en el mundo; las cuales irán a gozar en el
cielo por toda la eternidad de una felicidad incomprensible: luego por
vuestro medio les será dada la vida, y el que ellas vivan una
vida más abundante, esto es, una vida más perfecta y
agradable a Dios, vida que las hará capaces de unirse más
perfectamente a la divina Bondad; porque recibirán de vosotras
las instrucciones para adquirir el verdadero y puro amor de Dios, que
es la vida más abundante que Nuestro Señor ha venido a
dar a los hombres: Yo he venido a meter fuego en la tierra, dice
él, y qué otra cosa quiero, o pretendo, sino que se
encienda (Lc 1, 2,49); y en otra parte manda, que el fuego arda
incesantemente sobre su altar (Lev 6, 12), y que jamás se
apague, para mostrar con qué ardor desea que el fuego de su amor
esté siempre encendido sobre el altar de nuestro corazón.
¡Oh Dios! qué gracia es la que su divina Majestad os
concede! os hace apóstolas, no en la dignidad, sino en el oficio
y mérito: vosotras no predicáis porque no lo permite
vuestro sexo, aunque santa Magdalena y santa Marta su hermana lo
hicieron; mas no dejaréis de ejercer el oficio apostólico
en la comunicación de vuestra manera de vivir, como os he dicho.
Andad, pues, llenas de aliento a hacer aquello para que sois escogidas;
pero andad en simplicidad, y si os vinieren algunas aprehensiones,
diréis a vuestra alma: el Señor nos proveerá, y si
la consideración de vuestra flaqueza os aflige, arrojaos en las
manos de Dios y confiad en él.
La humildad que no produce la generosidad es indudablemente falsa,
porque después que ha dicho: yo no puedo nada; yo no soy
más que un puro nada, luego al punto cede su lugar a la
generosidad del espíritu, la que dice: No hay ni puede haber
cosa que yo no pueda, porque pongo toda mi confianza en Dios que lo
puede todo; y sobre esta confianza emprende valerosamente cuanto se le
manda: pero notad que digo todo cuanto se le manda o aconseja, por
dificultoso que sea; porque os puedo asegurar que ella no juzga
imposible hacer milagros si se los mandan hacer; que si se pone a
ejecutar la obediencia en sencillez de corazón, Dios hará
milagros primero que faltar a darle fuerzas para cumplir su
ejecución, porque no la acometió confiada en sus propias
fuerzas, sino en el aprecio que hace de los dones que Dios le ha dado.
Así consigo misma hace este discurso: Si Dios me ha llamado a un
estado tan alto de perfección, que no lo hay más alto en
esta vida, ¿qué cosa podrá impedirme de llegar a
él, pues estoy segurísima de que el que ha comenzado la
obra de mi perfección la acabará?
Los Apóstoles eran pescadores, y la mayor parte ignorantes, y
Dios los hizo sabios, como era necesario para el cargo que les
quería dar: confiad en él, descansad sobre su
providencia, y nada tendréis que temer. No digáis: yo no
tengo talento para hablar bien; no importa, id sin hacer discursos, que
Dios os dará lo que hubiereis de decir, y hacer cuanto convenga.
Y si no tenéis alguna virtud, o no la conocéis en vos, no
os dé cuidado; que si emprendéis por la gloria de Dios y
por satisfacer a la obediencia el conducir a las almas o cualquiera
otro ejercicio, Dios le tendrá de vosotras, y cuidará de
proveeros de todo lo necesario tanto para vuestras personas como para
aquellas que os pusiere a cargo.
Es verdad que lo que emprendéis es cosa de grande importancia y
de mucha consecuencia; pero por eso mismo haréis mal sino
esperáis un buen suceso, con tal que no lo acometáis por
vuestra elección sino por cumplir la obediencia. Sin duda
tenemos mucha razón de temer cuando buscamos los cargos y los
oficios de la religión o fuera de ella, o nos los dan por
nuestra instancia. Mas cuando no es así doblad humildemente el
cuello al yugo de la santa obediencia y aceptad de buena gana la carga:
humillémonos, porque así lo debemos siempre hacer; pero
acordémonos también de establecer siempre la generosidad
sobre los actos de la humildad, porque de otra manera no valdrán
nada.
Yo tengo un extremado deseo de grabar en vuestros espíritus una
máxima de incomparable utilidad: NO PEDIR NADA, Y NO REHUSAR
NADA. No, queridas hijas, no pidáis nada y no rehuséis
nada. Recibid lo que os dieren y no pidáis lo que no os
presentaren o no quisieren daros. En la práctica de esto
hallareis la paz del alma; sí, amadas hijas, tened vuestros
corazones en esta santa indiferencia de recibir todo lo que os fuere
dado, y de no desear lo que no se os diere. Lo diré en una
palabra: no deseéis cosa alguna, antes dejaos a vosotras mismas
y todas vuestras cosas plena y perfectamente al cuidado de la divina
Providencia: dejadle hacer de vosotras, como los niños que se
dejan gobernar de sus amas, que os lleve sobre el brazo derecho o sobre
el izquierdo como más le agradare; dejadle hacer, porque un
niño no se resistiera; que os acueste o que os levante, dejadle
hacer, porque es una buena madre que sabe mejor lo que os conviene que
vosotras mismas.
Quiero decir, si la divina Providencia permite que os vengan
aflicciones y mortificaciones, no las rehuséis, antes aceptadlas
con buen corazón, amorosa y tranquilamente pero si no os as
envía, o no permite que os sucedan no las deseéis ni
pidáis: así también si tenéis consuelos
redibidlos con espíritu de reconocimiento y gratitud a la divina
Bondad; y si no los tenéis, no los deseéis, antes
procurad tener preparado vuestro corazón para recibir los
diversos acaecimientos de la divina Providencia con un mismo semblante
en cuanto se pueda. Si os dan obediencias en la Religión que os
parecen peligrosas, como son las superioridades, no las
desechéis; si no os las dan, no las deseéis, y así
de las demás cosas, y entiéndase de las de la tierra,
porque en cuanto a las virtudes, las podemos y debemos desear y pedir a
Dios. Su amor las comprende todas.
Si no tenéis experiencia, no sabréis creer cuanto
provecho causará en vuestra alma la práctica de esto,
porque en lugar de ocuparos en buscar ya estos medios, ya los otros
para perfeccionaros, os aplicaréis más simple y fielmente
a aquellos que encontrareis en vuestro camino.
Reparando yo en vuestra partida, y en los sentimientos inevitables que
tendréis todas de apartaros las unas de las otras, he pensado
que debo deciros alguna cosa que pueda liberar este dolor; y no quiero
decir que no sea lícito llorar un poco, antes se debe hacer,
porque no podrá contenerse alguna habiendo vivido tan dulce y
amorosamente juntas tanto tiempo, practicando unos mismos ejercicios;
lo que, de tal suerte ha unido vuestros corazones, que no pueden sin
duda sufrir división o separación alguna: por eso, hijas
mías, no seréis divididas ni apartadas, porque todas os
vais. Y todas os quedáis: las que parten se quedan, y las que se
quedan parten, no en sus personas sino en las personas de las que se
van y de las que se quedan. Este es uno de los principales frutos de la
Religión, la santa unión que se hace por medio de la
caridad, unión que es tal que de muchos corazones y de muchos
miembros hace un cuerpo solo. Todos son de tal suerte uno en la
Religión, que todos los religiosos de una orden parece que son
un solo religioso.
Las hermanas domésticas cantan los divinos oficios en la persona
de aquellas que están dedicadas para cantarlos, como estas
sirven a los oficios domésticos en la persona de aquellas que
los hacen; ¿y por qué es esto? La razón es
evidente; porque si las que están en el coro para cantar los
oficios no estuvieran en él, las otras habrían de estar:
y si no hubiera hermanas legas para aderezar la comida, las del coro se
emplearan en ello. Si una hermana no fuese superiora, lo habría
de ser otra. De la misma manera, las que se van se quedan, y las que se
quedan se van; porque si las que son nombradas para ir no lo pudieran
hacer, las que se quedan fueran en su lugar. Mas lo que nos debe mover
a partir y quedar de buena gana, queridas hijas, es la certeza
más que infalible que debemos tener de que esta
separación no es más que del cuerpo, porque en cuanto al
espíritu, quedáis siempre muy estrechamente unidas. Poca
cosa es esta división corporal, pues algún día se
ha de hacer queramos o no queramos: pero la separación de los
corazones y desunión de los espíritus, esa sola se ha de
temer.
En cuanto a nosotros, no solamente quedaremos siempre unidos, pero
mucho más se irá cada día perfeccionando nuestra
unión, y este dulce y amabilísimo lazo de la santa
caridad se irá siempre estrechando y renovando más y
más al paso que nosotros adelantáremos en el camino de la
perfección; porque haciéndonos más capaces de
unirnos con Dios, nos uniremos más los unos con los otros: de
manera, que a cada comunión que hagamos se perfeccionará
más nuestra unión; porque uniéndonos con Nuestro
Señor, quedaremos juntamente más unidos; por esto la
recepción sagrada de este Pan celestial y de este
venerabilísimo sacramento se llama Comunión, que es
decir, como unión.
¡Oh Dios! qué unión hay entre los religiosos de una
misma orden; unión tal que los bienes espirituales están
como. poseídos, mezclados y reducidos en común como los
bienes exteriores: el religioso nada tiene suyo en particular por causa
del sagrado voto que ha hecho de pobreza voluntaria, y por la
profesión santa que los religiosos hacen de la santísima
caridad; todas las virtudes son comunes, y todos son participantes de
las buenas obras de los otros, y gozan del fruto de ellas, mientras se
mantengan siempre unidos en caridad y en la observancia de las reglas
de la Religión a que Dios les ha llamado: de manera, que el que
se ejercita en cualquier oficio doméstico o se ocupa en
cualquiera otra obra, contempla en la persona de aquel que está
en el coro orando, y este que reposa participa de lo que el otro
trabaja por mandato del superior.
Ved aquí, mis caras hijas, como las que se van se quedan, y las
que se quedan se van, y como de beis todas igualmente abrazar animosa y
alentadamente la obediencia, así en esta ocasión como en
otra cualquiera; pues las que se quedan tendrán parte en el
trabajo y fruto del viaje de las que se van; como estas le
tendrán en la tranquilidad y reposo de las que se quedan. Todas
sin duda, hijas mías, tenéis necesidad de muchas virtudes
y de practicarlas, tanto para partir, como para quedaras. Las que se
parten necesitan de gran valor y confianza en Dios, para emprender
amorosamente con espíritu de humildad lo que Dios quiere de
ellas, venciendo todos los pequeños sentimientos que les puede
causar el dejar la casa donde Dios las había dado su primera
habitación, las hermanas que tanto han amado y cuya
conversación les era de tanto consuelo para el alma, la
tranquilidad de su espíritu que les es tan amable, los
parientes, los conocidos y otras muchas cosas a que se pega la
naturaleza mientras vivimos en esta vida. Las que se quedan tienen
también necesidad de aliento, tanto para perseverar en la
práctica de la santa sumisión, humildad y tranquilidad,
como para prepararse a salir cuando les sea mandado: pues, como veis,
vuestro Instituto se va extendiendo por todas partes en tan diversos
lugares. De la misma manera debéis procurar multiplicar y
acrecer los actos de las virtudes, y engrandecer vuestro ánimo
para haceros capaces de ser empleadas conforme la voluntad de Dios.
Paréceme cierto, cuando miro y considero el principio de vuestro
Instituto, que representa bien la historia de Abraham. Porque
después de haberle dado Dios palabra de que su descendencia se
multiplicaría como las estrellas del firmamento y como la arena
del mar, le manda no obstante sacrificar a su hijo, por medio del cual
había de tener cumplimiento la promesa de Dios. Abraham espera y
se confirma en su esperanza contra la esperanza misma; y su esperanza
no fue vana sino fructuosa. De la misma manera, cuando las tres
primeras hermanas se juntaron, y abrazaron esta suerte de vida, Dios
había determinado desde su eternidad bendecir su
generación y darles una que sería grandemente
multiplicada. Mas ¿quién hubiera podido creer esto? pues
encerrándolas en pequeña casa no pensábamos en
otra cosa que en hacerlas morir al mundo, y que ellas fuesen
sacrificadas, o por mejor decir, ellas se sacrificaron a sí
mismas voluntariamente, y Dios se contentó tanto de su
sacrificio, que no solo les da una nueva vida para ellas mismas,
sí que también una vida tan abundante, que con su gracia
pueden comunicarla a muchas almas, como ahora se ve.
Paréceme cierto que estas tres primeras hermanas fueron bien
propiamente representadas por los tres granos de cebada que se hallaron
entre la paja que traía el carro de Triptolemo (Ovidio,
Metamorf. libro V) que servía para guardar sus armas, los que
habiendo sido llevados a una tierra donde la cebada no era conocida,
sembrados en ella, produjeron en tanta cantidad, que dentro de pocos
años todas las tierras de aquel país se llenaron de ella.
La providencia de nuestro buen Dios con su bendita mano echó en
la tierra de la Visitación estas tres hijas, y después de
haber estado algún tiempo escondidas a los ojos del mundo, han
producido el fruto que ahora se ve; de suerte que dentro de poco tiempo
todos estos países serán participantes de vuestro
Instituto.
¡Oh qué dichosas son las almas que verdadera y
absolutamente se dedican al servicio de Dios! porque su divina Majestad
no las deja jamás estériles e infructuosas. Por un nada
que dejan por Dios, Dios les da recompensas incomparables, tanto en
esta como en la otra vida. ¿Qué es pequeña gracia,
pregunto, el ser empleadas en el servicio de las almas que Dios tan
caramente ama y por cuya salvación padeció tanto?
Verdaderamente esta es una honra sin igual de la que debéis,
queridas hijas, hacer una grandísima estima, procurando
emplearos en ella fielmente, sin quejaras de pena, solicitud ni
trabajo, porque todo os será recompensado copiosamente aunque no
es menester serviros de este motivo para animaros, sino el de haceros
más agradables a Dios y aumentar tanto más su gloria.
Id, pues, y quedaos valerosamente por medio de este ejercicio, sin
poneros a pensar que no veis en vosotras lo que es necesario, quiero
decir, los talentos proporcionados a los cargos que se os imponen. Lo
mejor es que no los veamos, porque así nos conservaremos
humildes y tendremos más ocasión de desconfiar de
nosotros mismos y de nuestras fuerzas y de poner más
absolutamente toda nuestra confianza en Dios.
Mientras no necesitamos de la práctica de una virtud, lo mejor
es que la tengamos; cuando necesitaremos de ella, como seamos fieles en
el ejercicio de aquellas que al presente practicamos, estemos seguros
de que Dios nos dará cada cosa a su tiempo.
No nos ocupemos en desear ni pretender cosa alguna, dejemos todos
nuestros deseos y pretensión es en las manos de la divina
Providencia, que ella haga de nosotros lo que le pareciere; por que,
¿para qué tengo de desear una cosa más que otra?
no nos deben todas ser indiferentes? Como agrademos a Dios y amemos a
su divina voluntad, eso nos debe bastar. Yo por cierto admiro,
cómo puede ser que tengamos más inclinación a que
nos empleen en una cosa más que en otra, principalmente estando
en Religión, donde un cargo y una obra es tan agradable a Dios
como otra; pues la obediencia es la que da valor a todos los ejercicios
de la Religión.
Cuando se nos dieran a escoger, los más abatidos puestos deben
ser los más deseados y los que se deben abrazar más
amorosamente; pero no estando en nuestra elección, con el mismo
semblante hemos de abrazar los unos que los otros.
Cuando el puesto que se nos ha dado es honroso delante de los hombres,
humillémonos delante de Dios; y cuando delante de los hombres es
más abatido, tengámonos por honrados delante de la divina
Bondad. En fin, hijas mías, conservad amorosa y fielmente lo que
os he dicho, tanto por lo que toca a lo interior, como a lo exterior.
No queráis sino lo que Dios quisiere para vosotras; recibid
amorosamente los sucesos y varios efectos de su divino querer, y de
ninguna manera os detengáis en otra cosa.
Después de esto, qué os puedo decir, queridas hermanas,
pues parece que toda nuestra dicha está cifrada en esta
amabilísima práctica. Quiero poneros el ejemplo de los
israelitas, con el que acabaré. Habiendo estos pasado largo
tiempo sin rey, les vino la voluntad de tenerle, raro caso del
espíritu humano, como si Dios los hubiera dejado sin
guía, o hubiese faltado al cuidado de regirlos, gobernarlos y
defenderlos. Fuéronse, pues, al profeta Samuel, el cual les
prometió de pedirlo por ellos a Dios. Así lo hizo, Y Dios
irritado de su pretensión les hizo responder que convenía
en ello; pero que les advertía, que el rey que pedían se
había de tomar tal imperio y autoridad sobre ellos que les
quitaría los hijos, que a los unos haría decuriones, a
otros capitanes y soldados, y de las hijas a unas cocineras, a otras
panaderas y a otras perfumeras.
Nuestro Señor hace lo mismo, amadas hijas, de las almas que se
dedican a su servicio; porque, como veis, en las Religiones hay
diversos cargos y oficios; pero qué es lo que os digo en esto?
No por cierto otra cosa, sino que me parece que la divina Majestad os
ha escogido a vosotras para perfumeras o sahumadoras; sí en
verdad, porque de su parte se os ha encomendado el ir a derramar los
olores suavísimos de las virtudes de vuestro Instituto; y como
las doncellas son amigas de buenos olores, como dice la esposa
enamorada en los Cantares: Que el nombre de su amado es como un aceite
o bálsamo que esparce por todas partes olores infinitamente
agradables. Y esta es la causa, dice ella, porque le siguen las
doncellas, atraídas de sus divinos perfumes. Haced, queridas
hermanas, que como perfumadoras de la divina bondad vayáis
esparciendo también por todas partes el olor incomparable de una
sincera humildad, dulzura y caridad, y que muchas doncellitas sean
atraídas a seguir vuestros olores, y abracen vuestro
método de vida; por la que podrán, como vosotras, gozar
en esta vida de una santa y amorosa paz y tranquilidad de alma, para ir
después a gozar de la felicidad eterna en la otra.
Vuestra Congregación es como una colmena de abejas, la que ha
producido ya diversos enjambres; pero con la diferencia, que las abejas
nuevas salen para buscar otra colmena y en ella empiezan a formar otra
nueva familia, y cada enjambre tiene su rey particular bajo del cual
militan y tienen su habitación; pero vosotras, hermanas
queridas, si bien vais a nueva colmena; esto es, a dar principio a una
casa nueva de vuestra Orden, con todo siempre tendréis un mismo
rey que es Jesucristo crucificado, debajo de cuya autoridad
viviréis seguras donde quiera que fuereis. No temáis,
pues, que alguna cosa os falte, porque siempre estará con
vosotras mientras no escogiereis otro. Tened solamente un gran cuidado
de acrecentar vuestro amor y vuestra lealtad con su divina bondad,
acercándoos cuanto os sea posible a él, Y todo os
sucederá bien. Aprended de él todo lo que hubiereis de
hacer, y nada hagáis sin su consejo; porque él es el
amigo fiel que os guiará y gobernará y tendrá
cuidado de vosotras, como de todo mi corazón se lo suplico: sea
Dios bendito.
ENTRETENIMIENTO VII
En el que se aplican las propiedades de las palomas al alma religiosa
en forma de leyes.
Me habéis pedido algunas nuevas leyes en este principio del
año, y pensando en las que os debo dar, para que os sean
útiles y agradables, he puesto los ojos de mi
consideración en el Evangelio de este día, en el cual se
hace mención del bautismo de Nuestro Señor y de la
aparición gloriosa del Espíritu Santo en forma de paloma,
y en esta aparición me he detenido. Y considerando que el
Espíritu Santo es el amor del Padre y del Hijo, he pensado que
os debo dar unas leyes todas de amor, las que he sacado de las palomas,
en consideración de haber querido el Espíritu Santo tomar
la forma de ella, y también porque todas las almas dedicadas al
servicio de la divina Majestad están obligadas a ser castas y
amorosas palomas. Así la Esposa en los Cantares es llamada
muchas veces con este nombre, y a la verdad con mucha razón;
porque hay una grande correspondencia entre las calidades de la paloma
y la amorosa palomita de Nuestro Señor.
Las leyes de las palomas son todas infinitamente agradables, y es una
meditación suavísima el considerarlas. ¿Qué
ley más hermosa que la de la honestidad? No hay cosa mas honesta
que la paloma; ella es aseada a maravilla, y aunque no hay cosa
más sucia que el palomar y los lugares donde suele hacer su
nido, con todo nunca se vio paloma desaseada: ella tiene siempre sus
plumas lisas y grandemente hermosas, miradas a los reflejos del sol.
Considerad, os ruego, cuán agradable es la ley de su
simplicidad; pues Nuestro Señor mismo las alaba, diciendo a sus
Apóstoles: Sed simples como las palomas, y prudentes como las
serpientes (Mt 10, 16). Pero en tercer lugar ¡Dios mío,
cuan agradable es la ley de su dulzura! porque ellas no tienen hiel ni
amargura. Dejo otras muchas leyes suyas que son infinitamente amables y
su observación muy útil a las almas dedicadas en la
Religión al servicio más especial de la divina bondad;
pero he considerado que si os doy algunas leyes de las que
tenéis ya, no haréis mucho caso de ellas.
Tres, pues, he escogido solamente, que son de incomparable utilidad a
quien las observa bien, y comunican grandísima suavidad al alma
que las considera; porque son todas de amor, extremadamente delicadas
para la perfección de la vida espiritual. Estas son tres
secretos, tanto más excelentes para alcanzar la
perfección, cuanto son menos conocidos de los que profesan
adquirirla, a lo menos de la mayor parte.
¿Cuales, pues, son estas leyes? La primera que he pensado
deciros es, que los palomos son todo para sus palomas y nada para si
mismos; parece que las palomas no dicen otra cosa sino: Mi querido
palomo es todo para mi y yo soy toda para él; él siempre
está vuelto hacia mi para pensar en mi, y yo en él
descanso y vivo segura; camine y vuele donde quisiere mi amado
compañero, que yo no entraré en desconfianza de su amor,
antes bien pondré toda mi confianza en su cuidado.
Puede ser que hayáis visto, pero no observado, que las palomas,
mientras cubren sus huevos, no se levantan de ellos hasta que los
polluelos los han abierto, y aun entonces continúan en cubrirlos
y fomentarlos hasta que no tienen necesidad; y en todo este tiempo la
paloma de ninguna manera sale a coger el grano para sustentarse,
dejando todo este cuidado a su compañero, que la es tan fiel,
que no solo lé trae el manjar para sustentarla, sino hasta el
agua en el pico para que beba, teniendo un cuidado incomparable deque
no le falte nada de lo necesario, y cuidado tan grande, que
jamás se ha visto morir alguna en este tiempo por falta de
sustento. La paloma, pues, todo lo hace por su palomo, cubre y fomenta
sus hijuelos por el deseo que tiene de agradarle dándole
generación. El toma el cuidado de sustentar a su amada, que se
le ha dejado todo de si; ella no piensa sino en agradarle, y él,
en recompensa, no imagina sino en sustentarla.
¡Oh qué agradable y provechosa leyes el no hacer cosa
alguna sino por Dios, y dejarle el cuidado de nosotros mismos! Y no
solo digo esto por lo que mira a lo temporal, que de ello no quiero
hablar donde no hay más que nosotros, y se en tiende ya sin
decirlo; lo digo por lo que mira a lo espiritual y al adelantamiento de
nuestras almas en la perfección. ¿No veis que la paloma
no piensa sino en su amado palomo, y en darle gusto, en no levantarse
de sus huevos, y entonces nada le falta porque él corresponde a
su confianza con el sumo cuidado que tiene de ella?
¡Oh que dichosos seremos si todo lo hacemos por nuestro
amabilísimo Palomo, que es el Espíritu Santo! porque
él cuidará de nosotros a medida de nuestra confianza, por
la que descansamos en su providencia; y también se
alargará su cuidado a todas nuestras necesidades, si
jamás llegásemos a dudar de que nos puede faltar; porque
su amor es infinito para el alma que reposa en él. ¡Oh
qué dichosa es la paloma en tener tanta confianza en su querido
consorte! Esto la hace vivir en paz yen una maravillosa tranquilidad.
Pero mil veces más dichosa es el alma que, dejando todo el
cuidado de si misma y de todo lo necesario a su querido y amado Palomo,
no piensa sino encubrir y fomentar sus pequeñuelos, por
agradarle y darle generación; porque desde esta vida goza de una
tranquilidad y paz tan grande que no tiene comparación; ni hay
reposo igual al suyo en este mundo, sino solamente en el cielo donde
gozará para siempre plenamente de los castos abrazos de su
Esposo celestial.
Pero ¿qué huevos son estos que debemos cubrir y fomentar
hasta que rompan y salgan los pichonzuelos? Nuestros huevos son
nuestros deseos; los cuales, estando bien cubiertos y fomentados,
producen los palomillas, que son los efectos: mas entre nuestros deseos
hay uno que es más eminente que todos los otros, y que
grandemente merece estar bien cubierto y fomentado por agradar a
nuestro divino compañero el Espíritu Santo, el cual
siempre quiere ser llamado Esposo sagrado de nuestras almas; tanto es
grande su amor y su bondad para con nosotros. Este deseo es el que
hemos traído viniendo a la Religión, que es el de abrazar
las virtudes religiosas. Este es uno de los ramos del amor de Dios, y
el más elevado de este árbol divino. Pero este deseo no
se debe extender más dilatado que los medios que nos
están señalados en nuestras Reglas y Constituciones, para
llegar a la perfección que hemos pretendido adquirir
obligándonos a seguirlas; antes conviene cubrirle y fomentarle
todo el tiempo de nuestra vida, para que este deseo produzca un hermoso
palomito que pueda parecerse a su padre, que es la perfección
misma; y entretanto no tengamos otra atención que de estarnos
sobre nuestros huevos, quiero decir, recogidos dentro de los medios que
tenemos prescritos para nuestra perfección, dejando el cuidado
de nosotros mismos a nuestro único y amabilísimo Palomo,
que no permitirá nos falte casar alguna que fuere necesaria para
agradarle.
Por cierto que es una lástima el ver a algunas almas, cuyo
número es bien grande, que aspirando a la perfección se
imaginan que todo consiste en juntar un montón de deseos, y se
acongojan mucho en buscar ya este medio ya el otro para llegar a ella;
y no están jamás contentas ni tranquilas en si mismas,
porque luego que tienen un deseo al punto tratan de concebir otro. Les
parece que son como las gallinas, las que apenas han puesto un huevo,
cuando vuelven a formar otro, dejando al que han puesto sin cubrirle,
de modo que no sacan polluelo, La paloma no lo hace así, antes
bien cubre y fomenta sus pequeñuelos hasta que son capaces de
volar y buscar su alimento. La gallina, si tiene pollos, se afana
grandemente y no cesa de gritar y hacer ruido; mas "la paloma se
está recogida y quieta sin afanarse y gritar. De la misma manera
hay almas que no cesan de dar voces y afanarse por sus
pequeñuelos, esto es, por los deseos que tienen de
perfeccionarse, y nunca hallan bastantes personas para tratar con ellas
y pedirles medios nuevos y proporcionados.
En suma, tanto se embebecen en hablar de la perfección que
pretenden adquirir, que olvidan poner en práctica el principal
medio, que es conservarse en tranquilidad y arrojar toda su confianza
en aquel que solo puede dar el crecimiento a lo que han sembrado y
plantado. Todo nuestro bien depende de la gracia de Dios, en quien
debemos poner toda nuestra confianza; y con todo parece, según
el ansia que tienen de hacer mucho, que solo confían en su
trabajo y en la multiplicidad de ejercicios que abrazan,
pareciéndoles que jamás hacen bastante.
Bueno sería esto si estuviera acompañado de la paz y de
un cuidado amoroso de hacer bien lo que hacen, y quedasen siempre
confiadas y pendientes de la gracia de Dios y no de sus ejercicios,
quiero decir, no esperasen fruto alguno de su trabajo sin la gracia de
Dios.
Parece que estas almas, ansiosas de buscar su perfección, han
olvidado o no han sabido lo que dice Jeremías: ¡Oh pobre
hombre! ¿qué haces en confiar en tu trabajo e industria?
¿No sabes que verdaderamente lo que a ti te toca es cultivar
bien la tierra, labrarla y sembrarla; pero a Dios le toca dar el
crecimiento a las plantas y hacer que tengas una cosecha, y enviar la
lluvia favorable a tus sembrados? Tu bien puedes regarlas; pero todo
ello te aprovechara poco, si Dios no bendijere tu trabajo y te diere,
por su pura gracia, y no por sudor, una buena cosecha. Vive, pues,
pendiente de su divina bondad.
Verdad es que a nosotros nos toca cultivar bien; pero de Dios es el
hacer que a nuestro trabajo siga un buen suceso. La Iglesia santa lo
canta en cada fiesta de los Santos confesores: Dios ha honrado vuestros
trabajos, haciendo que sacaseis fruto de ellos; para mostrar que por
nosotros mismos no podemos cosa alguna sin la gracia de Dios, en la
cual debemos poner toda nuestra confianza, no esperando jamás el
logro de nosotros mismos.
No os demos, os ruego, demasiada prisa en nuestro trabajo; que para
hacerse bien es necesario aplicarnos cuidadosamente, pero con
tranquilidad y sosiego, sin poner nuestra confianza en nuestra pena,
sino en Dios y en su gracia. Estas congojas de espíritu que
tenemos por adelantar en nuestra perfección, y por ver si
adelantamos, de ninguna manera son agradables a Dios, y solo sirven a
satisfacer el amor propio, que es un grande revolvedor, que no cesa
jamás de acometer mucho aunque obre poco. Una obra buena bien
hecha con tranquilidad de espíritu vale mucho mas que muchas
hechas con demasiado apresuramiento. La paloma se ocupa simplemente en
su obra para hacerla bien, dejando todo otro cuidado a su palomo. El
alma que verdaderamente es palomita, esto es, que ama
entrañablemente a Dios, se aplica con toda simplicidad, sin
congoja, a los medios que le están prescritos para
perfeccionarse sin buscar otros por perfectos que puedan ser. Mi amado;
dice ella, pensará por mí, y yo en él
confiaré; él me ama, y yo soy toda suya en testimonio de
mi amor.
Poco tiempo ha que algunas santas religiosas me dijeron: Señor,
¿qué haremos este año? El año pasado
ayunamos tres días en la semana y otros tantos tomamos
disciplina, ¿qué haremos ahora en el discurso de este
año? Conviene por cierto hacer alguna cosa más, ya por
dar gracias a Dios del año pasado, ya por ir siempre creciendo
en el camino de Dios. Así es, les respondí yo, que
conviene ir siempre adelante; pero este adelantamiento no se hace como
vosotras pensáis con multiplicar ejercicios de piedad, sino con
la perfección con que los hacemos, confiando siempre más
en nuestro querido Palomo, y desconfiando al mismo tiempo de nosotros
mismos. El año pasado ayunasteis tres días en la semana y
tomasteis disciplina otros tres; si queréis siempre ir doblando
los ejercicios, en este ayunaréis toda la semana entera y os
azotaréis; pero el que viene ¿cómo ha de ser?
Será necesario que hagáis la semana de nueve días
o que ayunéis dos veces al día.
Gran locura es la de aquellos que se ocupan en desear ser martirizados
en las Indias, y no se aplican a hacer lo que deben según su
estado y condición; y mayor engaño es también el
de aquellos que quieren comer más de lo que pueden digerir. No
tenemos bastante calor espiritual para digerir todo lo que hemos
abrazado para nuestra perfección, y con todo no queremos cortar
estas ansias de espíritu que tenemos de hacer mucho. Leer muchos
libros espirituales, principalmente si son nuevos; hablar bien de Dios,
de las cosas más eminentes, para excitamos, decimos nosotros, a
la devoción; oír muchos sermones, tener para todo
conferencias, comulgar frecuentemente, y confesar más a menudo;
servir a los enfermos, hablar bien de lo que pasa en nuestro interior,
para manifestar la pretensión que tenemos de perfeccionarnos lo
más presto que se pueda, ¿estas cosas no son muy a
propósito para conseguirlo, y para llegar al punto de nuestros
designios? Sí por cierto, con tal que todo se haga como se nos
ordena, y que sea siempre con dependencia de la gracia de Dios; es
decir, que no pongamos nuestra confianza en todo ello, por bueno que
sea, sino solo en Dios, pues que él solo puede hacemos sacar
fruto de nuestros ejercicios.
Mas, amadas hijas, yo os suplico que consideréis un poco la vida
de aquellos santos grandes religiosos. Un san Antonio, tan honrado de
Dios y de los hombres por su grande santidad, decidme,
¿cómo llegó a ella y a la altísima
perfección? ¿Fue a fuerza de leer, o por las conferencias
y frecuentes comuniones, o por los muchos sermones que oía? De
ninguna manera; antes fue sirviéndose del ejemplo de los santos
ermitaños, aprendiendo del uno la abstinencia, del otro la
oración, y así él iba como una abeja industriosa
picando y recogiendo las virtudes de los siervos de Dios, para hacer la
miel de una santa edificación. Un san Pablo primer
ermitaño, de dónde llegó a la santidad que
adquirió? ¿por la lección de buenos libros? no
tuvo alguno. ¿Fue esto por las comuniones que hizo o por las
confesiones? en toda su vida no hizo más que dos. ¿Fueron
la causa las conferencias o los sermones? no las tenía ni vio a
otro hombre en aquel desierto que a San Antonio que le fue a visitar al
fin de su vida. ¿Sabéis qué le hizo santo? la
fidelidad que tuvo en aplicarse a lo que emprendió al principio,
que fue su vocación, sin meterse en otra cosa. Aquellos grandes
religiosos que vivían bajo el gobierno de san Pacomio
¿tenían libros u oían sermones? no.
¿Tenían conferencias? sí, pero raras veces.
¿Se confesaban cada día? alguna vez en las grandes
fiestas. ¿Oían mucho Misas? los domingos y fiestas. Fuera
de estos días, nunca Pues ¿cómo pudo ser que
comiendo tan poco de estas viandas espirituales, que alimentan nuestras
almas para la inmortalidad, estaban no obstante siempre en tan buen
punto, quiero decir, tan fuertes y animosos para emprender la conquista
de las virtudes, alcanzar la perfección y conseguir el intento
que pretendían; y nosotros, que comemos tanto, estamos siempre
tan flacos, esto es, tan tibios y secos en la prosecución de
nuestro camino, y parece que no tenemos aliento ni vigor para dar un
paso en el servicio de Dios sino mientras duran los consuelos
espirituales?
Conviene, pues, imitar a estos santos religiosos aplicándonos a
nuestra obra, esto es, a lo que Dios Nuestro Señor quiere de
nosotros según nuestra vocación, fervorosa y
humildemente, no pensando sino en esto, ni creyendo hallar otro medio
de perfeccionarnos mejor que este. Pero me podréis replicar: Vos
decís fervorosamente: Dios mío y Redentor mío;
¿y cómo lo haré yo, que no tengo fervor'? No hablo
del que vos entendéis en cuanto al sentimiento; que este, Dios
le da a quien le parece, y no está en nuestra mano adquirirle
cuando nos agrada: dije también humildemente, porque no haya
ocasión de excusarse. Y no me digáis: yo no tengo
átomo de humildad, ni poder para alcanzarla; porque el
Espíritu Santo, que es la misma bondad, la da a quien se la
pide. No esta humildad, quiero decir, un sentimiento de nuestra
pequeñez que graciosamente nos hace humillar en todas las cosas
sino la humildad que nos hace conocer nuestro abatimiento propio y
juntamente nos hace amar reconociéndole en nosotros, porque esta
es la humildad verdadera.
Jamás se estudió tanto como ahora. Aquellos grandes
santos Agustín, Gregario e Hilario, cuya fiesta hoy celebramos,
y otros muchos, no pudieron estudiar tanto ni supieran hacerlo
escribiendo tantos libros como compusieron, predicando y acudiendo a
todo lo demás que pertenecía a su cargo: pero
tenían una gran confianza en Dios Nuestro Señor y su
gracia, y una tan grande desconfianza de sí mismos, que no
atendían a su industria, ni en manera alguna confiaban su
trabajo; de modo que hicieron todas las grandes obras que sacaron a luz
puramente por la confianza que habían puesto en la gracia de
Nuestro Señor y en su omnipotencia. Vos Señor,
dirían ellos, el que nos hacéis trabajar y para quien
trabajamos: Vos seréis el que bendiga nuestros sudores y nos
dé una buena cosecha. Así sus libros y sus sermones
produjeron maravillosos frutos: y a nosotros que confiamos en nuestras
bellas palabras, en nuestra discreción y doctrina, todo nuestro
trabajo se desvanece en humo, y no nos deja otro fruto que vanidad.
Conviene, pues, por conclusión de esta primera ley que os doy,
confiar plenamente en Dios y hacerla todo por él, dejando del
todo el cuidado de vosotras mismas a vuestro querido Palomo, el cual
usa de una providencia incomparable con vosotras; y al paso que vuestra
confianza fuere más verdadera y perfecta, su providencia
será más especial.
La segunda ley que he pensado daros, es lo que dicen las palomas en su
lenguaje. Cuánto más me quitan más hago yo, dicen
ellas. Y ¿qué quiere decir esto? Que luego que sus
pichones están gordos el dueño del palomar se los quita,
y al punto ellas se ponen a fomentar y cubrir otros; pero si no se los
quitan, se detienen con ellos mucho tiempo, y por esta crían
menos. Dicen ellas, pues, cuánto más me quitan más
hago: y para daros a entender mejor lo que yo os quiero decir, os
pondré un ejemplo. Job, aquel gran siervo de Dios alabado por su
divina boca, no se dejó vencer por aflicción alguna que
le sobrevino; antes, cuánto más le quitaba Dios de sus
pequeños palomillos, más hacia él.
¿Qué, no hizo más cuando estaba en su prosperidad?
qué obras buenas no ejercía? Él lo dice de esta
manera: Yo era los pies del cojo, esto es, yo le hacia llevar o le
ponía sobre mis jumentos o camello: Yo servía de ojos al
ciego, haciéndole conducir: Yo era, en fin, el que
proveía al hambriento y el refugio de todos los afligidos (Job
29, 15). Ahora miradle reducido a la extrema necesidad y pobreza; no se
lamenta de que Dios le haya quitado los medios que tenía para
hacer tan buenas obras, antes bien dice como la paloma, cuanto
más me han quitado más haré: no limosnas, que no
tenía con qué hacerlas; mas en aquel solo acto de
sumisión y paciencia que hizo viéndose privado de todos
los bienes e hijos, hizo más que en todos los grandes actos de
caridad que había hecho en el tiempo de su prosperidad. Y
agradó más a Dios en solo este acto de paciencia, de lo
que le había agradado en tantas y tan buenas obras como
había hecho en toda su vida; porque hubo menester un amor
más fuerte y generoso para este solo, que para los otros juntos.
Conviene, pues, hacer lo mismo para observar esta amable ley de las
palomas, dejándonos despojar por nuestro soberano Dueño
de nuestros pequeños palomillos, es decir, de los medios de
ejecutar nuestros deseos, por buenos que sean, cuando a él le
pareciere, sin afligirnos ni lamentarnos jamás de él como
si nos hubiera hecho un grande agravio; antes bien debemos aplicarnos a
doblar, no nuestros deseos ni ejercicios, sino la perfección con
que los hacemos, procurando de este modo ganar más por un solo
acto, como indubitablemente ganaremos, que por cien actos que
hiciéramos según nuestra inclinación y afecto. No
quiere Nuestro Señor que llevemos su cruz sino por la punta; y
quiere ser servido como las grandes señoras que se hacen llevar
la cola de los vestidos. Quiere que llevemos la cruz que nos pone sobre
los hombros, que es la propia nuestra; pero ¡ay! que nosotros no
hacemos caso de esta, porque cuando su bondad nos priva de la
consolación que nos suele dar en nuestros ejercicios, nos parece
que todo va perdido y que nos quita los medios de poner en
ejecución lo que hemos emprendido.
Mirad, os pintaré un alma, atended cómo cubre bien los
huevos en el tiempo de la consolación y deja de buena gana el
cuidado de si misma a su querido y amado Palomo. Si está en la
oración ¡qué santos deseos no tiene de agradarle!
Enternécese en su presencia, toda se deshace en su amado,
enteramente se deja entre los brazos de su divina providencia. Estos
son los huevos bien amables, y todo esto es muy bueno, y no faltan los
palomitas que son los efectos; porque no hay cosa que no haga, las
obras de caridad son en gran número, su modestia que es conocida
entre todas las hermanas causa una edificación incomparable y es
la admiración de todos los que la ven o la conocen. Las
mortificaciones, dice ella, me parecían nada en aquel tiempo,
antes me servían de consolación; las obediencias eran mi
alegría; apenas había oído el primer golpe de la
campana cuando me ponía en pié; no dejaba pasar
práctica de virtud, y todo lo hacia con una paz y tranquilidad
grandísima. Mas ahora, que estoy con disgusto y ordinariamente
me hallo seca en la oración, me parece que no tengo aliento para
mi enmienda, no tengo aquel fervor que solía tener en mis
ejercicios, en fin, el hielo y la frialdad se han apoderado de mi; yo
así lo creo.
¿No veis, os ruego, a esta pobre alma cómo se lamenta de
su desgracia? El disgusto se le conoce en la cara, tiene el semblante
abatido y melancólico, y anda tan pensativa y con fusa que no
puede estarlo más. Válgame Dios! ¿qué
tienes? Preciso es que le digamos: ¿Qué tienes? y os
responde: Estoy tan desabrida que nada me puede contentar todo me causa
disgusto; estoy ahora la más confusa del mundo. ¿Pero de
qué confusión? porque hay dos especies de ella: la una
que conduce a la humildad y a la vida, y la otra a la
desesperación y a la muerte. Yo os aseguro, dice ella, que lo
estoy tanto que casi pierdo la esperanza de proseguir en el intento de
mi perfección. ¡Dios mío, qué flojedad!
falta la consolación y por el mismo caso él aliento. No
conviene hacerla así, antes cuanto más Dios nos priva del
consuelo, más debemos trabajar para darle testimonio de nuestra
fidelidad. Un solo acto hecho con sequedad de espíritu vale
más que muchos hechos con grande ternura; porque, como ya os
dije hablando de Job, se hace con un amor más fuerte, aunque no
sea tan tierno ni agradable. Pero ya que dice la paloma cuánto
más me quitan más hago; este por lo tanto es el segundo
documento que deseo veras observar.
La tercera ley de las palomas que os pongo, es que ellas gimen como se
regocijan; siempre cantan a un mismo tono, así los regocijos
como los lamentos: esto es, cuando quieren quejarse y manifestar su
dolor, las veréis sobre las ramas llorando la pérdida de
sus hijuelos que les robó el ave de rapiña, porque cuando
sucede esto u otro cualquiera se los quita, fuera del dueño del
palomar, se afligen mucho. Miradlas también cuando se las acerca
el palomo, como se consuelan y no mudan por eso el canto; el mismo
murmullo hacen por muestra de su contento que para manifestar su dolor.
Esta es la santísima igualdad de espíritu almas queridas,
que yo os deseo. Yo no digo la igualdad de humor ni de
inclinación, digo la igualdad de espíritu; porque yo no
hago caso, ni quiero que vosotras le hagáis, de las mudanzas que
hace la parte inferior de nuestra alma, que es la que causa las
inquietudes y variedades, cuando la parte superior no cumple con su
obligación mostrándose señora y velando como
centinela para descubrir sus enemigos, como el libro del Combate
espiritual nos enseña, para que prontamente sea advertida de los
movimientos y asaltos de la parte inferior que nacen de nuestros
sentidos, de nuestras inclinaciones y pasiones, para hacerles guerra y
sujetarlos a sus leyes. Digo, pues, que conviene estar siempre firmes y
resueltos en la parte superior de nuestro espíritu para seguir
la virtud de que hacemos profesión, y mantenernos en una
continua igualdad tanto en las cosas adversas como en las
prósperas, en la aflicción como en el consuelo, y en fin,
en medio de las sequedades como en la abundancia de las ternuras.
Job, de quien hablamos ya en la segunda ley, nos ofrece también
un ejemplo a este propósito, porque él siempre
cantó a un mismo tono todas las canciones que compuso, que no
son otra cosa que la historia de su vida. ¿Qué es lo que
dijo cuando Dios le multiplicaba los bienes? Si le daba hijos, y en fin
lo llenaba de gusto y contento como él pudiera desear en esta
vida, decía: Sea bendito el nombre de Dios (Job 1, 21), Este era
el cántico de su amor que en todas ocasiones cantaba. Pero
miradle reducido al extremo de aflicción; ¿qué es
lo que hace? Canta el cantar de lamentación por el mismo tono
que el de su alegría: Si hemos recibido, dice él, los
bienes de la mano del Señor: ¿por qué no
recibiremos los males? El Señor me había dado hijos y
bienes, el Señor me los quitó; su santo nombre sea
bendito. Siempre el nombre de Dios sea bendito.
¡Oh cómo esta santa alma era una casta y amorosa paloma
grandemente querida de su amado Palomo! Así podemos nosotros
hacer, mis caras hijas, que en todas ocasiones recibamos los bienes,
los males, las consolaciones y aflicciones de la mano del Señor,
no cantando siempre más que el mismo amabilísimo
cántico: El nombre de Dios sea bendito (Job 1, 21) siempre al
mismo tono de una continua igualdad; porque si conseguimos esta
felicidad viviremos con grande paz en todos los acaecimientos. Pero no
hagamos como aquellos que lloran cuando les falta la
consolación, y no se hartan de cantar cuando les viene; en lo
que se parecen a los micos y monos que siempre están mohinos y
furiosos cuando hace el tiempo lluvioso y oscuro, y no cesan de bailar
y saltar cuando el tiempo es alegre.
Ved aquí las tres leyes que os doy, las cuales, siendo todas de
amor, no obligan sino por amor. El amor, pues, que tenemos a Nuestro
Señor nos solicitará a su observancia y guarda, para que
podamos decir, a imitación de la Paloma bella del soberano
Palomo, que es la Esposa sagrada: Mi Amado es todo mío, y yo soy
toda suya, no haciendo cosa alguna sino para agradarle: él
siempre tiene su corazón vuelto hacia mí por providencia,
como yo tengo el mío vuelto a él por confianza.
Obrándolo todo en esta vida por nuestro amado, él
cuidará de proveemos de su eterna gloria en recompensa de
nuestra confianza, Y allá veremos la bienaventuranza de aquellos
que, dejando todo el cuidado superfluo e inquieto, que ordinariamente
tenemos de nosotros mismos y de nuestra perfección, se hubieren
aplicado simplemente a cumplir su obligación, dejándose
sin reserva entre las manos de la divina Bondad por la cual solamente
trabajaron. En fin, a sus fatigas se seguirá una paz y un reposo
inexplicable, porque para siempre reposan en el seno de su amado.
También será grande la bienaventuranza de aquellos que
hubieren observado la segunda ley; porque habiéndose dejado
despojar por el dueño, que es Nuestro Señor, de todos sus
pequeñuelos palomos, y no habiéndose en manera alguna
resentido ni despechado, antes habiendo tenido valor para decir: Cuanto
más me quitan más haré; permaneciendo resignados
en el beneplácito de aquel que los despojó,
cantarán mucho más alentadamente en el cielo el
cántico más amable, Dios sea bendito, en medio de los
consuelos eternos, cuanto más alegremente le hubieren cantado en
medio de los desconsuelos, miserias y disgustos de esta vida mortal y
transitoria, durante la cual hemos de procurar cuidadosamente
conservarla continua y amabilísima igualdad de espíritu.
ENTRETENIMIENTO VIII
De la desapropiación y despojo de todas las cosas
Las pequeñas afecciones de tuyo y mío, son de los amantes
del mundo, donde no hay cosa más preciosa que esto, consistiendo
la soberana felicidad de los mundanos en tener muchas cosas propias de
las cuales se pueda decir: esto es mío. La grande estima que
hacemos de nosotros mismos nos. hace aficionar a lo que es nuestro,
porque nos tenemos por tan excelentes, que desde que una cosa nos
pertenece la estimamos sobre manera, y el poco valor en que reputamos a
los otros es causa de que recibamos de mala gana lo que les ha servido;
pero si fuésemos muy humildes y desprendidos de nosotros mismos,
que nos tuviésemos por nada delante de Dios, no haríamos
caso de lo que es propio nuestro, y nos tuviéramos por sumamente
honrados en servirnos de lo que otro hubiese usado y manoseado.
Pero conviene, tanto en esto como en cualquiera otra cosa, hacer
diferencia entre las inclinaciones y las afecciones o aficiones; porque
cuando esto no pasa de la inclinación, sin llegar al afecto, no
nos ha de dar pena ni cuidado, porque no depende de nosotros mismos el
tener malas inclinaciones, pero sí afecciones. Si sucede, pues,
que trocándole el vestido a una hermana para darle otro no tan
bueno, la parte inferior se conmueve un poco, eso no es pecado, con tal
que la razón lo reciba y lo tome de buena gana por amor de Dios,
y lo mismo se ha de juzgar de todos los otros sentimientos que nos
vinieren a la memoria.
Todos estos movimientos provienen del no haber del todo dejado en
común todos los deseos y voluntades, lo que es, una cosa que
debe hacerse y observarse cuando se entra en la Religión; porque
cada una de las hermanas debiera dejar totalmente la voluntad propia
fuera de la puerta, para entrar con la de Nuestro Señor.
Bienaventurada y bendita se puede llamar aquella que no tuviere otra
voluntad que la de su comunidad, y que cada día tomare de la
bolsa común lo que hubiere menester para sus necesidades.
Así se debe entender y seguir la sagrada palabra del Salvador:
No cuidéis de lo de mañana (Mt 6, 34), la que no
solamente mira al sustento y vestido necesario, sí que
también a los ejercicios espirituales; porque al que os llegase
a preguntar ¿qué queréis hacer mañana?
Responderéis: Yo no lo sé, hoy haré tal cosa que
me ha sido mandada, mañana no sé lo que haré,
porque ignoro lo que se me mandará. Quien lo hiciere así,
jamás tendrá inquietud ni enfado, porque donde hay
verdadera indiferencia, no puede haber disgusto ni tristeza.
Si alguna quisiere tener mío y tuyo, será menester irse
lo a dar fuera de casa, porque dentro ni aun tomarlo en la boca es
permitido. No solamente se ha de querer en general la
desapropiación, sino en particular; porque no hay cosa
más fácil que decir por mayor, necesario es renunciarnos
a nosotros mismos, dejar nuestra propia voluntad; pero cuando se ha de
llegar a la ejecución, ahí está la dificultad. Por
esto conviene considerar su estado y condición y todas las cosas
que de ahí penden por menor; y luego en particular renunciar ya
a una propia voluntad ya a otra, hasta que enteramente quedemos
despojados. Este verdadero despojamiento tiene tres grados: el primero
es el afecto a la desapropiación, el que se engendra en nosotros
por la consideración de la hermosura de esta virtud: el segundo
grado es la resolución que sigue al afecto; porque
fácilmente nos resolvemos al bien al que nos hemos aficionado:
el tercero es la práctica, y este es el más
difícil.
Los bienes de que nos hemos de despojar son de tres clases; unos
exteriores, otros corporales y otros del alma. Los bienes exteriores
son todas las cosas que hemos dejado fuera. de la Religión,
casas, posesiones, parientes, amigos y cosas semejantes. Para
despojarnos de ellos conviene renunciarlos en las manos de Dios, y
después pedirle la afición que quiere que les tengamos;
porque no hemos de quedar sin ella, ni tenerla igual e indiferente;
antes se ha de amar cada cosa en su grado. La caridad pone en orden las
aficiones.
Los segundos bienes son los del cuerpo, hermosura, salud y semejantes:
debemos renunciarlos, y después no se ha de ir al espejo a mirar
si hay belleza o fealdad. Lo mismo de la salud o enfermedad, a lo menos
en cuanto a la parte superior; porque la naturaleza siempre se
resiente, y alguna vez se queja, especialmente cuando la persona no ha
llegado a mucha perfección. Debemos, pues, estar igualmente
contentos en la salud y en la enfermedad, y tomar los remedios y las
comidas como se nos dan: esto se entiende siempre con razón,
para que en cuanto a las inclinaciones no me engañe.
Los bienes del alma son los consuelos y dulzuras que se hallan en la
vida espiritual. Estos bienes son muy buenos, ¿pues, por
qué, diréis vosotras, nos hemos de despojar de ellos?
Conviene sin duda hacerlo y dejarlos en las manos de Nuestro
Señor, para que disponga de ellos como le agradare, y servirle
sin ellos como con ellos.
Hay también otra suerte de bienes que ni son bienes interiores
ni exteriores, ni bienes del cuerpo ni del alma; estos son bienes
imaginarios que dependen de la opinión de otros;
llámanse, honra, estimación, reputación, etc.
Estos se han de dejar totalmente, y no querer otra honra que la de esta
Congregación que es buscar en todo la gloria de Dios, ni otra
estima ni reputación que la de la comunidad que es de dar
edificación en todas las cosas. Todos estos despojamientos y
renunciamientos de las cosas sobredichas se deben hacer no por
desprecio, sino por abnegación, solo por el puro amor de Dios.
Aquí se debe notar, que el contento que recibimos cuando
encontramos a las personas que amamos, y las muestras de afecto que les
rendimos cuando les vemos, no son contrarias a esta virtud del
despojamiento, con tal que no sean desarregladas, y que estando
ausentes no se vaya el corazón tras ellas. Porque
¿cómo puede ser que las potencias no se conmuevan en
presencia de los objetos? Esto sería lo mismo que decir a una
persona encontrándose con un león o un oso: No
tengáis miedo; lo que no está en nuestra mano. Pues
así mismo al encuentro de los que amamos no puede ser que no
sintamos el movimiento de alegría y contento; y por eso no es
contrario a la virtud. Mas, digo, que si tengo deseo de ver alguna
persona para alguna cosa útil y del servicio de Dios, si su
designio es contrario y de no verme, y yo siento pena de ello y me
fatigo algo por quitarle las ocasiones que le detienen, no hago cosa en
contrario de la virtud de despojamiento, con tal que esta fatiga no
llegue a ser inquietud.
De modo que ya veis que la virtud no es cosa tan terrible como se
imagina; y este es un engaño en que viven muchos que se fingen
quimeras en el espíritu, y piensan que el camino del cielo es
extraordinariamente difícil; en lo que se engañan y
tienen muy poca razón, porque David decía a nuestro
Señor, que su leyera muy dulce; y al paso que los malos la
publican dura y difícil, este buen Rey decía que era
más dulce que la miel (Sal 118, 103), lo mismo debemos decir de
nuestra vocación, teniéndola no solamente por buena y
hermosa, si que también por dulce, suave y amable. Si lo hacemos
así, cobraremos un amor grande a la observancia de todo lo que
de ella pende.
Verdad es, mis caras hermanas, que ninguno podrá llegar a la
perfección mientras tuviere algún afecto a la
imperfección, por pequeño que sea, aunque no llegue
más que a tener un pensamiento inútil. No podréis
creer, cuánto daño acarrea esto a un alma, porque dando
libertad a vuestro espíritu de ocuparse en pensar en una cosa
inútil, la tomará después para discurrir en cosas
perniciosas. Conviene, pues, poner el cuchillo al mal, luego que le
veamos, por pequeño que sea.
Debemos examinar con rigor si es verdad, como algunas veces nos lo
parece, que nuestras afecciones no están prendadas o ligadas
fuertemente a nuestro interior. Pongamos por ejemplo, si cuando alguno
os alaba añadís alguna palabra que aumenta la alabanza
que el otro os da, o bien cuando la buscáis con palabras
artificiosas, diciendo que no tenéis ya la memoria o
espíritu como solíais para hablar bien.
¿Quién no ve que pretendéis que os digan que
habláis siempre extremadamente? Escudriñad, pues, el
fondo de vuestra conciencia, y puede ser que halléis la
afición a la vanidad.
También podréis fácilmente conocer si
estáis atada a alguna cosa, cuando habiendo propuesto de hacer
algo, no tuvieseis comodidad de hacerla; porque sino la tenéis
afecto, tan quieta quedaréis no haciéndolo como
haciéndolo; al contrario, si os turbáis, es señal
que está atada vuestra afección. Tan preciosos son
nuestros afectos, pues todos se deben emplear en amar a Dios, que
debemos guardarnos mucho de ponerlos en cosas inútiles; y una
falta, aunque muy pequeña, hecha con afición, es
más contraria a la perfección que otras ciento hechas de
improviso y sin afecto.
Me preguntáis ¿cómo se ha de amar a las criaturas?
Brevemente os digo que hay ciertos amores, que parecen sumamente
grandes y perfectos a los ojos de las criaturas, y delante de Dios se
hallarán pequeños y de ningún valor; porque estas
amistades no son fundadas en la verdadera caridad que es Dios, sino
solamente en ciertas alianzas e inclinaciones naturales y en algunas
consideraciones solo humanamente loables y agradables. Por el
contrario, hay otros amores, que parecen grandemente débiles y
vacíos a los ojos del mundo, y delante de Dios se
hallarán llenos y muy excelentes; porque se fundan solamente en
Dios y por Dios, sin mezcla de nuestro propio interés. Los
actos, pues, de candad que se hacen con los que amamos de este modo son
mil veces más perfectos, porque del todo miran a Dios; mas los
servicios y otras asistencias que hacemos a los que amamos por
inclinación son mucho menores en mérito, por causa de la
grande complacencia y satisfacción con que los hacemos, y porque
de ordinario en ellos obramos mas por este motivo que por amor de Dios.
Hay también otra razón que hace estas primeras amistades
de que hemos hablado, menores que las segundas, y es que no son
durables, porque siendo frágil la causa, luego que se ofrece
cualquiera contradicción, se enfrían y alteran: lo que no
sucede con aquellas que están fundadas en Dios, porque entonces
la causa es sólida y permanente.
Á este propósito santa Catalina de Siena pone una bella
comparación: SI tomáis un vaso de vidrio, dice, y lo
llenáis dentro de una fuente, y bebéis en él sin
sacarle de la fuente aunque bebáis cuanto quisiereis, el vaso no
se vaciará; pero si lo sacáis del agua, bebiendo
quedará vacío. Así sucede en las amistades, cuando
no se sacan de su fuente no se secan jamás.
Las caricias mismas y demostraciones de amistad que hacemos, contra
nuestra propia inclinación, a las personas que tenemos
aversión, son mejores y más agradables a Dios que las que
hacemos llevados de la afición sensitiva; y aquello no se debe
llamar doblez o simulación; porque si bien hay un sentimiento
contrario, este no está sino en la parte inferior, y los actos
que yo hago proceden de la fuerza de la razón que es la parte
principal de mi alma, De manera que si aquellos a quienes muestro'
estas caricias supiesen que las hacía porque les tengo
aversión, no se debieran ofender, sino estimarlas y agradecerlas
más que si procediesen de un afecto sensible. Porque las
aversiones son naturales, y por sí mismas no son malas cuando no
las seguimos. Al contrario, ese es un medio para practicar mil especies
de grandes virtudes, y Nuestro Señor mismo se agrada más,
cuando con grande repugnancia le vamos a besar los pies, que si
fuéramos con mucha suavidad, Y así son dichosos los que
no tienen cosa amable, pues están seguros de que el amor que se
les tiene es excelente, pues solo es todo por Dios.
Muchas veces entendemos amar a una persona por Dios, y la amamos por
nosotros mismos; servímonos de este pretexto, y decimos que la
amamos por eso; pero a la verdad no es sino la satisfacción que
en ello sentimos, Porque no hay más suavidad en ver venir a Vos
un alma llena de buenos afectos que sigue con diligencia vuestros
consejos y anda fiel y tranquilamente por el camino en que la
habéis puesto, que en ver a otra toda inquieta, embarazada y sin
fuerzas para seguir el bien, y a quien es necesario decirle mil veces
una misma cosa? Sin duda tendréis con la primera más
suavidad: no es, pues, por Dios el porqué la amáis;
porque esta última persona tanto pertenece a Dios como la
primera; y más la debéis amar, porque tenéis
más que hacer por Dios haciendo por ella. Verdad es que donde
hay más de Dios, esto es, más virtud, que es una
participación de las cualidades divinas debemos tener más
afición; pongo por ejemplo: si se hallan almas más
perfectas que vuestra superiora, las debéis amar más por
esta razón; no obstante mucho más debemos amar a nuestros
superiores, porque son nuestros padres y nuestros guías.
En cuanto a lo que me preguntáis sobre si se ha de mirar con
gusto el que una hermana practique la virtud a costa de otra? Respondo,
que debemos amar el bien en nuestro prójimo como en nosotros
mismos; y principalmente en la Religión, donde todo debe
perfectamente ser común, y no hee1nos de sentir el que una
hermana practique alguna virtud a nuestras expensas; como por ejemplo:
una hermana se encuentra en una puerta con otra más joven que
ella y se retira par dejarla pasar: al paso que practica esta humildad
debe la otra con dulzura practicar la simplicidad y procurar en otra
ocasión prevenirla. Así también si le doy una
silla, o me retiro de mi lugar, debe la otra alegrarse de que yo haga
esta pequeña ganancia; y por este medio será participante
de ella, como si dijese: pues que yo no he podido hacer este acto de
virtud, me alegro de que esta hermana lo haya hecho; y no solamente no
debe entristecerse por ello, sino que conviene estar dispuesta a
contribuir en todo lo que pudiere, hasta con la piel, si fuere
necesario; porque, con tal que Dios sea glorificado, no debemos cuidar
por quien. De manera, que si se ofreciese ocasión de hacer una
obra de virtud, y Nuestro Señor nos preguntase,
¿quién tendríamos por mejor que la hiciese?
deberíamos responder: Señor, el que lo supiere hacer
más a vuestra gloria. Dejándosenos la elección,
debemos desear hacerla; porque la primera caridad comienza por
sí mismo; pero si no se puede, conviene alegrarse, complacerse y
estar sumamente contenta de que haya otra que la haga; y con esto
habremos puesto perfectamente todas las cosas en común. Lo mismo
se ha de decir por lo que toca a lo temporal; porque con tal que la
casa esté acomodada, no debemos cuidar de si es por nuestro
medio o por otro. Si se hallan algunas pequeñas aficiones
contrarias a esto, es señal que todavía hay de tuyo, y de
mío.
En fin, me preguntáis sí se puede conocer si adelantamos
en la perfección o no? Respondo, que jamás conoceremos
nuestra propia perfección; porque en esto nos sucede lo que a
aquellos que navegan en el mar, los que no saben cuánto caminan;
pero el piloto que conoce el paraje que surcan lo alcanza. Así
nosotros no podemos juzgar de nuestro adelantamiento, aunque sí
del de los otros; porque no podemos asegurarnos cuando hacemos una
buena obra el que la hayamos hecho con perfección; porque la
humildad nos lo impide. Y aunque podamos juzgar de la virtud de los
otros, no conviene determinar jamás que una persona es mejor que
otra; porque las apariencias son engañosas, y tal vez el que
parece muy virtuoso en lo exterior a los ojos de las criaturas, delante
de Dios lo será menos que otro que parece mucho más
imperfecto. Yo en vosotras deseo sobre toda perfección la de la
humildad, que es no solamente caritativa, sí que también
dulce y manejable, porque la caridad es una humildad que sube, y la
humildad una caridad que baja. Mas os quiero con mucha humildad y menos
de otras perfecciones, que con muchas perfecciones y menos de humildad.
ENTRETENIMIENTO IX
En que se trata de la modestia, del modo de recibir las correcciones, y
de los medios de afirmar su estado en Dios, de manera que nada lo pueda
derribar.
Preguntáis ¿cuál sea la verdadera modestia? Digo
que hay cuatro virtudes que tienen el nombre de modestia. La primera,
que le tiene con eminencia sobre las otras, es la compostura de nuestro
semblante exterior; y a esta se le oponen dos vicios, que son la
disolución en nuestros gestos y falta de seriedad esto es la
liviandad; y el otro que no es menos contrario el afectado
ademán. La segunda que tiene el nombre de modestia, es la
interior compostura de nuestro entendimiento y de nuestra voluntad.
Esta también tiene dos vicios opuestos que son la curiosidad en
el entendimiento con la multitud de deseos de saber y entender todas
las cosas, y la inestabilidad en nuestras empresas pasando de un
ejercicio a otro sin detenernos en nada: el otro vicio es un cierto
embelesamiento y pereza de espíritu que no quiere saber ni
aprender las cosas necesarias para nuestra perfección;
imperfección que no es menos peligrosa que la otra. La tercera
especie de modestia consiste en nuestra conversación y palabras,
esto es, en nuestro modo de hablar y conversar con el prójimo,
evitando las dos imperfecciones que le son opuestas, la rustiquez y la
bachillería. La rustiquez embaraza contribuir con algo para
entretenimiento de la honesta conversación; y la locuacidad nos
hace hablar tanto y tanto que no dejamos a los otros tiempo para
hablar. La cuarta es, la honestidad y decencia en los trajes; y los dos
vicios contrarios son la suciedad y el superfluo aliño.
Estas son las cuatro especies de modestia. La primera es sumamente
recomendable por muchas razones; primeramente porque los refrena mucho,
y no hay virtud que necesite de tan particular atención, y su
valor grande consiste en que nos tenga sujetos, porque todo aquello que
nos abate por Dios es de gran mérito y maravillosamente
agradable a Dios. La segunda razón es que no solamente nos
sujeta por tiempo determinado sino siempre y en todo lugar, tanto
estando solos como en compañía, en todo tiempo y aun
durmiendo.
Un gran Santo escribió a un discípulo suyo,
diciéndole que se acostase modestamente en la presencia de Dios,
así como lo hiciera aquel a quien Nuestro Señor, estando
aun en esta vida, le hubiese mandado que se acostase y durmiese en su
presencia, y aunque, dice él, tú no le veas ni oigas que
.te lo dice, no dejes de hacerlo todo de la misma manera que si le
vieses; pues en efecto está presente y te mira entretanto que
duermes. ¡Oh Dios mío! cuán modesta y devotamente
nos acostáramos si os viéramos; sin duda que
pondríamos los brazos en cruz sobre nuestro pecho con gran
devoción. La modestia, pues, nos sujetará todo el tiempo
de nuestra vida, porque nuestros ángeles están siempre
presentes y también Dios, a cuyos ojos nos hemos de portar con
modestia.
Esta virtud también senos encarga mucho por lo que edifica al
prójimo; y os aseguro que la simple modestia exterior ha
convertido a muchos, como le sucedió a san Fran9isco, el cual
pasó una vez por una ciudad con tan grande modestia en su
semblante, que sin decir una sola palabra le siguió un gran
número de jóvenes atraídos de este solo ejemplo
para que los enseñase. La modestia es un mudo sermón, y
una virtud que san Pablo encarga mucho, particularmente a los
filipenses, diciéndoles: Vuestra modestia sea conocida de todos
los hombres (Carta a los filipenses); y a su discípulo san
Timoteo, le dice: Conviene que el obispo sea adornado (Tim 3, 2) se
entiende de modestia y no de ricos vestidos, para que con su trato
modesto dé confianza a todos: llegarse a él, evitando
igualmente la rusticidad como la ligereza, a fin de que dando libertad
a los mundanos para comunicarse, no piensen que es mundano como ellos.
La virtud, pues, de la modestia observa tres cosas es a saber, el
tiempo, el lugar y la persona. Porque decidme, os ruego, el que no
quisiese reír en la recreación sino como cuando
está fuera de ella ¿no sería importuno? Hay
algunos gestos y semblantes que serían inmodestos fuera de aquel
tiempo que entonces de ninguna manera lo son. De la misma manera, el
que quisiese reír en medio de las ocupaciones serias y remitir
su espíritu, como muy razonablemente lo hace en la
recreación, ¿no sería tenido por de poco seso e
inmodesto? El lugar también se debe observar y las personas y.
las conversaciones en que uno se halla; pero con más
particularidad la calidad de las personas. La modestia de una mujer del
siglo es otra que la de una religiosa. Si una joven que está en
el mundo quisiese tener la vista tan baja como nuestras monjas no
sería estimada, como tampoco lo sería cualquiera de
nuestras hermanas si no la tuviese más baja que las doncellas
del mundo. Lo que es modesto para un hombre sería inmodesto para
otro respecto de su calidad. La gravedad es extremadamente bien
parecida en una persona de edad; pero sería afectada en otra
más joven, a la cual conviene una modesta y humilde
sumisión.
Quiero deciros una cosa que leí días pasados, porque
viene a propósito del discurso que hacemos de la modestia. El
grande Arsenio, escogido de san Dámaso papa para educar y
enseñar a Arcadio hijo del emperador Teodosio, al que
había de suceder en el gobierno del imperio, después de
haber sido muchos años estimado en la corte y tan favorecido del
emperador como el que más lo haya sido en el mundo, cansado
finalmente de todas estas vanidades, aunque no había vivido en
la corte menos cristiana que honradamente se resolvió a
retirarse al desierto con los santos Padres Eremitas que en él
vivían, y ejecutó valerosamente su intento. Los padres
que habían oído la fama de la virtud de este gran
varón se alegraron y consolaron mucho de tenerle en su
compañía; trabó particularmente amistad con dos
religiosos, el uno de los cuales se llamaba Pastor.
Un día, pues, que todos los monjes estaban juntos para tener una
conferencia espiritual, porque esto se ha usado en todos tiempos entre
las personas devotas, uno de los padres advirtió al superior que
Arsenio cometía ordinariamente una inmodestia porque casi
siempre tenía cruzada una pierna sobre otra: es verdad,
respondió el padre, ya yo lo había notado, pero este es
un hombre principal que ha vivido mucho tiempo en el mundo y ha
traído de allá esta postura que usan en la corte.
Escusábale porque sentía reprenderle de una cosa tan
ligera en que no había pecado; pero por otra parte deseaba
corregirle, porque no tenía otra falta que se pudiese decir de
él. El religioso Pastor dijo entonces: Padre mío, no os
dé pena, que no habrá dificultad en decírselo y
él quedará gustoso: mañana, si os parece, a la
hora de la conferencia yo me pondré del mismo modo que
él, y me haréis la corrección delante de todos, y
así él entenderá que no conviene hacerlo.
Así lo ejecutó el superior, reprendiendo a Pastor, y el
buen Arsenio oyéndolo se postró a sus pies pidiendo
humildemente perdón, diciendo que si bien nadie se lo
había advertido, siempre había cometido esta falta porque
aquel era su modo ordinario de sentarse en la corte, que pedía
le diese penitencia; no se la dio, pero jamás después fue
visto en esta postura.
En esta historia hallo yo muchas cosas bien dignas de
consideración. Primeramente la prudencia del superior en temer
contristar al buen Arsenio con una corrección de cosa de tan
poca importancia, buscando no obstante modo de corregirle, en que
mostró bien que todos ellos eran exactísimos en la menor
cosa que mirase a la modestia.
Después observo la bondad de Arsenio en confesarse culpado, y su
fidelidad en enmendarse aunque fuese la falta tan ligera que no era
inmodestia en la corte, aunque lo parecía entre aquellos Padres.
También reparo que no debemos espantarnos si todavía
tuviéremos alguna costumbre antigua del mundo, pues Arsenio
tenía aquella después de haber vivido largo tiempo en el
desierto en compañía de tales varones. No se pueden dejar
todas las imperfecciones de repente. Y así no hay que afligirnos
aunque veamos en nosotros muchas, con tal que tengamos voluntad de
vencerlas. Notad también, que no es juicio malo pensar que el
superior corrige a alguno de una falta que vos hacéis como
él con intento de que sin reprenderos os enmendéis;
conviene humillaros profundamente, conociendo que os tiene por flaco y
sabe bien que os dolerá la reprensión si va derecha a
vos. Debéis amar mucho este abatimiento y humillaros como
Arsenio, confesándoos culpable de la misma falta, con tal que
siempre os humilléis en espíritu de dulzura y
tranquilidad.
Bien veo que deseáis que os diga algo también de las
otras virtudes de la modestia. Dígoos, pues, que la segunda, que
es la interior, causa los mismos efectos en el alma que la otra en el
cuerpo; aquella compone los movimientos, los ademanes y semblantes del
cuerpo, evitando los dos extremos, que son dos vicios contrarios, la
ligereza o disolución, y la compostura demasiadamente afectada;
así también la modestia interior mantiene las potencias
de nuestra alma en tranquilidad y modestia, evitando, como he dicho, la
curiosidad del entendimiento, sobre el cual ejercita principalmente su
cuidado, cortando así a nuestra voluntad la multitud de deseos y
haciéndola santamente aplicar a aquel solo uno que María
escogió y que no le será jamás quitada (Lc 10, 42)
que es la voluntad de agradar a Dios.
Marta representa muy bien la modestia de la voluntad, porque ella se
inquieta y quiere que todos los criados de casa se ocupen; ella anda
aquí y allí sin parar, tanto es el deseo que tiene de
regalar a Nuestro Señor; y le parece que nunca habrá
harto dispuesto para hacerse buen convite. Así, pues, la
voluntad que no es refrenada de la modestia pasa de un objeto a otro
para moverse a amar a Dios y a desear muchos medios para servirle;
siendo así que no son menester tantas cosas, y que vale
más llegarse a Dios como Magdalena perseverando a sus pies
pidiéndole que nos dé su amor, que andar pensando de
qué manera y por qué medios lo podremos adquirir.
Esta modestia detiene la voluntad dentro de los términos de la
práctica de los medios para su adelantamiento en el amor de
Dios, según la vocación en que nos hallamos. He dicho que
esta virtud se ocupa principalmente en sujetar el entendimiento; porque
la curiosidad que naturalmente tenemos es muy peligrosa y hace que
jamás sepamos perfectamente una cosa, porque no gastamos el
tiempo necesario en aprenderla. Huye también el extremo del otro
vicio contrario que es la estolidez y negligencia de espíritu,
la que no quiere saber lo necesario. Esta sujeción del
entendimiento es importantísima para nuestra perfección;
porque al paso que la voluntad se aficiona de una cosa, si el
entendimiento le muestra la belleza de otra, la divierte de la primera.
Las abejas no tienen perseverancia alguna mientras no tienen rey, no
cesan de vagar por el aire, de perderse y dividirse sin tener reposo en
su colmena; pero luego que ha nacido el rey se juntan todas y le
acompañan, y no salen sino a la cosecha por obedecerle.
Así nuestro entendimiento y voluntad, nuestras pasiones y las
facultades de nuestra alma, como abejas espirituales hasta que tengan
rey, esto es, hasta haber escogido a Nuestro Señor por su rey,
no tienen algún reposo, nuestros sentidos no cesan de vaguear
curiosamente y tirar nuestras facultades interiores tras sí para
derramarse ya en un objeto ya en otro, y así están en un
continuo trabajo de espíritu e inquietud que nos hace perder la
paz y tranquilidad interior tan necesaria, y esto es lo que nos causan
la inmodestia del entendimiento y de la voluntad.
Pero luego que nuestras almas han escogido a Nuestro Señor por
su soberano y único rey, sus potencias se recogen como castas
abejas o místicas avecillas, y se llegan a él y no salen
jamás de su colmena sino para la cosecha de los ejercicios de
caridad que este soberano Rey les manda practicar con el
prójimo; y luego al punto se vuelven a la modestia, a este santo
recogimiento tan amable, para disponer y juntar la miel de santos y
amorosos conceptos y afecciones sagradas que sacan de su divina
presencia, Y así evitaran los dos extremos que hemos dicho,
cortando por una parte la curiosidad del entendimiento por la simple
atención a Dios, y por la otra la estolidez y pereza del
espíritu por los ejercicios de caridad que practican con el
prójimo cuando es necesario. Pero ved aquí otro ejemplo a
este propósito.
Un día cierto religioso preguntó al gran santo
Tomás de Aquino, cómo había podido llegar a ser
tan sabio, y respondiole el Santo: No leyendo más que un libro.
Estos días pasados leía yo la regla que san
Agustín hizo para sus religiosas donde expresamente dice que las
monjas no lean otros libros que los que les dieren las superioras, y
después manda lo mismo a los frailes. Tanto conocimiento
tenía del mal que trae consigo la curiosidad de querer saber
más de aquello que nos es necesario para mejor servir a Dios; lo
que es ciertamente bien poco, porque si vos camináis en
simplicidad por la observancia de vuestras reglas, serviréis
perfectamente a Dios sin derramaras en buscar y querer saber otra cosa.
La ciencia no es necesaria para amar a Dios, como dice san
Buenaventura, porque una simple mujer es tan capaz de amarle como los
hombres más sabios del mundo. Lo que conviene es poca ciencia y
mucha obra en lo que toca a la perfección.
Acuérdome, relativamente al peligro que hay en la curiosidad de
querer saber muchos medios de perfeccionarse, de haber hallado a dos
personas religiosas de dos Órdenes bien reformadas, la una de
las cuales, a fuerza de leer los libros de santa Teresa,
aprendió a hablar tan bien como ella, y parecía ser otra
madre Teresa; y ella se lo creía imaginándose todo lo que
la santa Madre hizo en su vida, de tal suerte que se creyó lo
hacía ella también, hasta los raptos y suspensiones de
potencias, de la misma manera como leía haber los tenido la
Santa, y como ella lo relataba muy bien. Otras muchas hay que por
pensar a menudo en la vida de santa Catalina de Sena y de la beata
Catalina de Génova, piensan también que son por
imitación unas santas Catalinas. Estas almas por lo menos tienen
algún contento en sí mismas con la imaginación de
ser santas, bien que su complacencia es vana.
Mas la otra monja que traté era de muy diferente humor, porque
jamás tenía contento alguno, por la codicia con que
estaba de buscar y desear el camino y método de perfeccionarse;
y aunque trabajaba por esto, no obstante le parecía que
había siempre otro diferente modo del que se la enseñaba.
La una de estas religiosas vivía contenta con su santidad
imaginaria y no buscaba ni deseaba otra cosa; y la otra descontenta
porque su perfección se le escondía y por eso siempre
deseaba otra cosa. La modestia interior detiene al alma entre estos dos
estados, en la medianía de desear saber lo necesario y no
más.
En suma, conviene advertir que la modestia exterior, de que hemos
hablado, sirve mucho a la interior para adquirir la paz y tranquilidad
del alma. Pruébase esto con todos los santos Padres que han
hecho grandísima profesión de la oración, porque
todos han juzgado que la postura más modesta les ayudaba mucho,
como estar de rodillas, puestas las manos o los brazos en cruz.
La tercera modestia mira a las palabras y modo de conversar; algunas
palabras hay que serían inmodestia fuera de la recreación
donde justamente y con razón se debe desahogar un poco el
espíritu; el que en aquel tiempo no quisiese hablar ni dejar
hablar a los otros sino de cosas altas y eminentes, cometería
una inmodestia, porque ya hemos dicho que la modestia atiende al
tiempo, al lugar y a las personas.
Á este propósito leí el otro día, que
cuando san Pacomio entró en el desierto a hacer vida
monástica tuvo grandes tentaciones, y los malignos
espíritus se le aparecían muchas veces en diversas
formas. El que escribe su vida dice, que un día que se fue a
cortar leña al monte, vino una grande tropa de estos
espíritus infernales para espantarle; pusiéronse en
orden, como suelen los soldados cuando están de guardia, todos
bien armados, y se daban voces los unos a los otros, plaza, plaza al
hombre santo. Pacomio, que conoció muy bien eran astucias del
espíritu maligno, se puso a sonreír diciendo: Vosotros os
burláis de mí, pero yo seré santo si es voluntad
de Dios.
Viendo el demonio que no había podido engañarle ni
entristecerle, pensó que por el lado de la alegría le
podría coger, pues se había reído de su primera
emboscada. Fuese, pues, a atar una gran cantidad de cuerdas gruesas a
una hoja de un árbol, y muchos demonios se asieran de ellas como
para tirar con grande violencia, sudando y gritando como si les costase
gran fatiga. El Santo, levantando los ojos y viendo esta locura, se
representó a Nuestro Señor Jesucristo crucificado en el
árbol de la cruz. Ellos, viendo que el Santo se fijaba en el
fruto del árbol y no en las hojas, se fueron todos confusos y
corridos. Tiempo hay de reír y tiempo de no reír como
también tiempo de hablar y de callar, según este glorioso
santo nos enseña en estas tentaciones.
Esta modestia compone nuestro modo de hablar para que sea agradable, no
hablando ni muy alto ni muy bajo, ni aun muy lentamente ni muy
ásperamente, conteniéndose del todo dentro de los
términos de una santa medianía, y dejando continuar a los
otros cuando hablan sin interrumpirles, porque esto tiene algo de
locuacidad, hablando no obstante cuando le toca por evitar la
rusticidad e insuficiencia que nos embaraza tener buena
conversación. Muchas veces también se encuentran algunas
ocasiones en las que es necesario decir mucho callando por la modestia,
igualdad, paciencia y tranquilidad.
La cuarta virtud llamada modestia, pertenece al hábito y modo de
vestir. De esta no hay que decir otra cosa sino que conviene evitar la
inmundicia e indecencia en el modo de vestir, como también el
otro extremo de excesivo cuidado y curiosidad afectada de engalanarse;
esto es vanidad: perola limpieza es muy encargada por san Bernardo como
indicio grande de la pureza y limpieza del alma.
Hay una cosa en la vida de san Hilarión que parece contraria a
esto, porque hablando él un día con cierto caballero que
había ido a verle, le dijo: que era cosa superflua buscar la
limpieza en un cilicio, que no era menester buscar la limpieza en
nuestros cuerpos, que no son más que carne hedionda llena de
infección; mas esto era más admirable en aquel gran Santo
que imitable.
Verdaderamente no con viene tener mucha delicadeza, pero tampoco andar
sucios. Lo que le hizo hablar así a este Santo fue, sino me
engaño, ser cortesano con los que hablaba, a los cuales vio de
tal suerte dados a la sobrada delicadeza y blandura, que le
pareció debía hablarles más ásperamente:
como el que quiere enderezar una planta tierna que no solamente la
levanta al punto que le quiere dar, sino que la tuerce de la otra parte
para que no vuelva a la que se inclina. Ved aquí lo que tengo
que deciros de la modestia.
Deseáis saber en segundo lugar el modo como se ha de recibir la
corrección sin que os deje algún sentimiento o sequedad
en el corazón? Impedir que se levante el movimiento de
cólera y que nos suba al rostro la sangre; eso jamás se
podrá: dichosos seríamos si tuviéramos esta
perfección aunque fuera un cuarto de hora antes de morir;
conviene empero tener gran cuidado en no guardar la sequedad del
espíritu, de modo que después de pasado el sentimiento o
primera sensación e ímpetu, no dejemos de hablar con la
misma confianza, dulzura y tranquilidad de antes.
Vosotras me diréis que echáis muy lejos el sentimiento,
pero que él no se quiere apartar. Asegúroos, amadas
hijas, que vosotras le echáis, puede ser como hacen los
habitantes de una ciudad en la que de noche se levanta una
sedición, que echan los sediciosos y enemigos; pero no los sacan
fuera del lugar, sino que ellos se van retirando y escondiendo de una
calle en otra hasta que venga el día, y entonces asaltan a los
habitadores y finalmente se apoderan de la ciudad. Echáis el
sentimiento de la corrección que os dan; pero no tan fuerte y
cuidadosamente que no se esconda en algún pequeño
rincón de vuestro corazón, sino todo, a lo menos alguna
parte de él.
No queréis tener sentimiento, pero tampoco queréis
sujetar vuestro juicio que os hace creer que la corrección ha
sido fuera del caso, o bien por pasión o cosa semejante.
¿Quién no ve que este sedicioso os asaltará y os
llenará de mil confusiones si prestamente no le arrojáis
bien lejos? Pero en este tiempo, ¿qué se ha de hacer'?
Conviene recogerse delante de Nuestro Señor y hablarle de otra
cosa.
Pero todavía vuestro sentimiento no se aquieta, antes bien os
sugiere que miréis la sinrazón que os han hecho.
¡Oh Dios mío! ¿no es este el tiempo de someter el
propio juicio para hacerle creer y confesar que la corrección es
buena y que se ha hecho con mucha razón? No, esto será
después que vuestra alma esté sosegada y quieta, porque
mientras dura la perturbación no conviene decir ni hacer cosa
alguna, sino perseverar firme y resuelta en no consentir a nuestra
pasión, por mucha razón que tengamos: porque en este
tiempo nunca nos faltarán razones, antes nos vendrán de
golpe; pero no conviene escuchar alguna por buena que nos parezca, sino
estarse junto a Dios, como tengo dicho, divirtiéndonos
después de habernos humillado y abatido delante de su divina
Majestad hablando de otra cosa.
Pero reparad una cosa que gusto mucho de deciros por ser de grande
importancia. Humillaos con una humildad dulce y agradable, y no con una
humildad enojosa y turbulenta porque nuestra desdicha está en
que llevamos delante de Dios actos de humildad desabridos y enfadosos y
por esto no pacificamos nuestros espíritus. Estos actos son
infructuosos; pero si al contrario los hacemos delante de la divina
Bondad con una dulce confianza, saldremos con toda serenidad y sosiego
y contradiremos fácilmente todas las razones, casi siempre
irracionales, que nuestro juicio y nuestro amor propio nos sugiere; y
con la misma facilidad iremos a tratar con aquellos que nos han dado la
corrección o hecho contradicción, como íbamos
antes.
Diréis que os venceréis de buena gana en hablarlos; pero
si no responden como deseáis, se dobla la tentación. Todo
eso procede del mismo mal que he dicho. ¿Qué os importa
que hablen de un modo o de otro mientras vos cumpláis vuestro
deber? Haceos cuenta de que no hay persona que no tenga aversión
a la corrección.
San Pacomio, después de haber vivido catorce o quince
años en el desierto con grande perfección, tuvo
revelación de Dios de que ganaría muchas almas y de que
vendrían muchos al desierto a ponerse bajo de su gobierno;
tenía ya consigo algunos religiosos, y el primero que
había recibido era un hermano suyo llamado Juan, de más
edad que él. San Pacomio, pues, empezó a ensanchar su
monasterio y a edificar gran cantidad de celdas: su hermano Juan, o por
no saber su designio o por celo de la pobreza, le dio un día una
grande corrección diciéndole: si conviene y
queréis imitar a Nuestro Señor Jesucristo que no tuvo
donde reclinar su cabeza mientras estuvo en esta vida, ¿para
qué se ha de hacer un tan grande convento y otras cosas
semejantes?
San Pacomio, con ser tan santo como era, fue tocado de tal suerte de
esta corrección que volvió las espaldas para que, sino me
engaño, su semblante no manifestara su sentimiento; fuese al
punto a postrar delante de Dios pidiéndole perdón de su
falta y quejándose de que después de haber morado tanto
tiempo en el desierto, aun no estaba, según él
decía, mortificado. Hizo una oración tan fervorosa y
humilde que obtuvo la gracia de no estar de allí en adelante
sujeto a la impaciencia.
San Francisco mismo, en lo último de su vida, después de
tantos éxtasis y uniones amorosas con Dios, después de
haber hecho tanto por su gloria y haberse vencido de tantas maneras, un
día que estaba plantando coles en la huerta le sucedió
que un fraile, viendo que no las plantaba bien, le reprendió; y
el santo fue impelido a un tan poderoso movimiento de cólera por
verse reprendido, que casi se le escapó una palabra injuriosa
contra aquel hermano; abrió la boca para pronunciada, pero se
detuvo y cogiendo del estiércol que echaba con los coles, se le
puso en ella diciendo: o lengua ruin, yo te enseñaré si
conviene injuriar así a tu hermano; y luego se puso de rodillas
suplicándole que le perdonase.
¿Qué os parece ahora de cuando nos espantamos de vernos
prontos en la cólera y de sentir que se nos haga alguna
reprensión o contradicción? Conviene tomar ejemplo de
estos santos, que al punto se vencieron, el uno corriendo a la
oración y el otro pidiendo humildemente perdón a su
hermano; ni el uno ni el otro hicieron cosa alguna en favor de su
sentimiento, antes bien se enmendaron y sacaron provecho.
Me diréis que recibís de buena gana la corrección,
que la aprobáis y tenéis por justa y razonable, pero que
os causa una cierta confusión y corrimiento para con la
superiora, por haberla disgustado o dado ocasión de que se
enfade, y que esto os quita la confianza de llegaras a ella no obstante
que amáis el menosprecio en que os deja la falta. Esto se hace,
hijas mías, por mandato del amor propio. Vosotras no
sabéis, quizá, que hay en nosotros mismos un cierto
monasterio donde es superior el amor propio, y que este, como a tal,
impone penitencias: esta pena es la penitencia que él os ha
impuesto por la falta que habéis cometido de haber disgustado a
la superiora, porque puede ser que no os estime tanto como os estimara
si no hubierais caído en esta culpa.
He hablado bastantemente con aquellas que reciben la corrección;
conviene decir una palabra a las que la dan. a más, pues,
dé que deben tener gran discreción en saber elegir el
tiempo y la ocasión con todas las circunstancias debidas, no
deben jamás espantarse ni ofenderse de ver que las que la
reciben tengan sentimiento, porque siempre es muy duro el verse
corregir.
En tercer lugar preguntáis: ¿cómo podréis
derechamente encaminar vuestro espíritu a Dios sin torcer a la
diestra ni a la siniestra? Queridas hijas, vuestra proposición
me es sumamente agradable, porque trae consigo la respuesta. Conviene
hacer lo que decís, caminar a Dios sin mirar a una mano ni a
otra.
Esto no es lo que me preguntáis, bien lo veo; sino cómo
lo podréis hacer para afirmar de tal suerte vuestro
espíritu en Dios, que cosa alguna le pueda apartar ni retirar.
Dos cosas son necesarias para esto, morir y salvarse; porque
después jamás habrá separación y vuestro
espíritu estará indisolublemente unido y estrechado con
Dios.
Me diréis que tampoco preguntáis esto, sino qué es
lo que podréis hacer para evitar que una pequeña mosca no
retirase vuestro espíritu de Dios como muchas veces sucede,
queréis decir la más mínima distracción.
Perdonad me, hijas mías, la menor mosca de distracción no
retira vuestro espíritu de Dios, como decís; porque nada
nos aparta de Dios sino el pecado: la resolución que hacemos por
la mañana de traer nuestro espíritu unido a Dios y atento
a su presencia, hace que estemos en ella siempre, aun cuando dormimos,
pues lo hacemos en el nombre de Dios y según su santísima
voluntad; parece también que su divina bondad nos dice: Dormid y
reposad, que entretanto yo tendré mis ojos sobre vosotros para
guardaros y defenderos del león rugiente que os cerca siempre
pensando despedazaros (Mt 26, 44; 1Pe 5, 8). Mirad, pues, si con
razón debemos acostarnos modestamente como hemos dicho. Este es
el modo de hacer bien hecho, todo lo que hacemos, estar muy atentos a
la presencia de Dios porque no le ofenderemos viendo que nos mira.
Tampoco son bastantes los pecados veniales a desviarnos del camino que
nos lleva a Dios. Detiénenos sin duda un poco, pero no nos
descaminan, y mucho menos las simples distracciones. De esto ya he
hablado en el libro de la Introducción a la vida devota.
En cuanto a la oración, no es menos útil, ni menos
agradable a Dios aunque tengamos muchas distracciones, antes puede que
nos sea más provechosa que si tuviéramos muchas
consolaciones, porque la hacemos con más trabajo; con tal,
empero, que tengamos la fidelidad de retirarnos de estas distracciones
y no permitamos que nuestro espíritu voluntariamente se detenga
en ellas.
Lo mismo es relativamente a la pena que nos cuesta en el discurso del
día el traer nuestro espíritu en Dios y en las cosas
celestiales, con tal que tengamos cuidado de recogerle para quitarle el
que no corra tras estas moscas y mariposas; como hace una madre con su
hijuelo; viendo que se aficiona a correr tras estas avecillas pensando
cogerlas, le retira y tiene del brazo diciéndole: Hijo
mío, mira que te hará daño correr tras estas
mariposas al sol, mejor será estarte conmigo: el niño se
detiene hasta que ve otra mariposa, tras la cual correería
también si la madre no le detuviera como antes.
¿Qué se ha de hacer sino tener paciencia y no cansarnos
de trabajar, pues lo hacemos por amor de Dios?
Pero si yo no me engaño, cuando decimos que no podemos hallar a
Dios y que nos parece que está muy lejos de nosotros, queremos
decir que no tenemos sentimiento de su presencia. He notado que muchos
no hacen diferencia entre Dios y el sentimiento de Dios, entre la fe y
el sentimiento de la fe, lo cual es grandísimo defecto. Les
parece que cuando no sienten a Dios es que no están en su
presencia, y esto es una gran ignorancia, porque una persona puede ir a
padecer el martirio por Dios y no obstante no pensar en Dios en aquel
tiempo sino en su pena, y aunque no tenga el sentimiento de la fe, no
por eso deja de merecer en virtud de su primera resolución y de
hacer un grande acto de amor. Hay mucha diferencia entre tener la
presencia de Dios, quiero decir, estar en su presencia, y tener el
sentimiento de su presencia; esta gracia no puede hacérnosla
sino Dios, y así no es posible daros medios para adquirir este
sentimiento.
Me preguntáis, ¿qué se ha de hacer para estar
siempre con grande respeto delante de Dios como indignísimas de
esta gracia? Y yo os digo que no hay otro modo de hacerla sino como lo
decís. Considerar que es nuestro Dios, que somos sus miserables
criaturas indignas de esta honra, como lo hacía san Francisco,
quien pasó toda una noche preguntando a Dios de esta manera:
¿Quien sois Vos, y quién soy yo?
En fin, si me preguntáis: ¿Qué podremos hacer para
adquirir el amor de Dios? Os responderé: querer amarle. Y en
lugar de aplicaras a pensar y preguntar de qué modo
podréis unir vuestro espíritu con Dios, empezar a
practicarlo por una continua aplicación de vuestro
espíritu a Dios, y yo os aseguro que llegaréis más
presto a conseguir vuestra pretensión por este medio que por
otro alguno; porque al paso que nos derramamos estamos menos recogidos,
y por consiguiente menos capaces de unirnos y juntarnos con la divina
Majestad que nos quiere todos sin reserva, Es por cierto verdad que hay
algunas almas que se ocupan tanto en pensar cómo obrarán,
que no les queda tiempo después para ejecutar; siendo así
que por lo que toca a nuestra perfección, que consiste en la
unión de nuestra alma con la divina Bondad, no se requiere otra
cosa que saber poco y obrar mucho. Me parece que aquellos a quienes se
pregunta el camino del cielo tienen mucha razón en responder lo
que otros suelen decir, que para ir a tal lugar se ha de caminar
siempre poniendo un pié delante de otro, y por este medio se
llegará a donde se desea.
Pero advertid una cautela que debéis permitir que yo os
descubra, siempre sin ofenderos, y es que quisierais que yo os
enseñase un camino de perfección del todo ya hecho y
acabado, de modo que no hubiera más que hacer que prenderle
sobre la cabeza como el tocado, o vestíroslo como una ropa, y de
esta manera hallaras perfectas sin trabajo, quiero decir,
desearías que yo os diese la perfección hecha y derecha;
porque lo que yo os digo que conviene hace? no es agradable a la
naturaleza ni es lo que quisiéramos. Verdaderamente si esto
estuviera en mi mano sería el hombre más perfecto del
mundo; porque si yo pudiera dar la perfección a los otros sin
que tuviesen que hacer nada, yo os aseguro que primero la tomara para
mí.
¿Os parece a vosotras que la perfección es un arte que si
se pudiera hallar el secreto de él se consiguiera al punto sin
pena? Ciertamente os engañáis, porque no hay más
secreto que el hacer y trabajar fielmente en el ejercicio del divino
amor si pretendemos unimos a nuestro Amado. Pero quisiéramos que
advirtieseis que cuando digo que conviene hacer, hablo siempre de la
parte superior de nuestra alma; porque no debemos espantarnos
más por todas las repugnancias de la inferior, de lo que se
espantan los caminantes de los perros que ladran de lejos. Los que
estando en un convite van picando en todos, los platos comiendo un poco
de cada uno, estragan mucho el estómago en el que se engendra
una indigestión que los tiene desvelados toda la noche no
pudiendo hacer otra cosa más que escupir. Estas almas que
quieren gustar de todos los caminos y de todos los medios que nos
conducen o pueden conducirnos a la perfección, hacen lo mismo;
porque el estómago de su voluntad, no teniendo bastante calor
para digerir y poner en práctica tantos medios, engendra una
crudeza e indigestión que les quita la paz y tranquilidad de
espíritu delante de Dios, que es aquello necesario, que
María escogió y que jamás le será quitado
(Lc 10, 24).
Pasemos ahora a la otra pregunta que me habéis hecho: es a
saber, cómo podréis afirmar vuestras resoluciones de modo
que surtan efecto. No hay otro mejor medio, hijas mías, que
ponerlas en práctica. Pero me diréis que sois siempre tan
débiles y flacas, que aunque hacéis muy a menudo fuertes
resoluciones de no caer en la imperfección de que deseáis
enmendaros, al ofrecerse la ocasión caéis luego en las
mismas faltas.
¿Queréis que os diga por qué somos tan flacos? La
causa es porque no queremos abstenernos de las comidas mal sanas, como
si una persona que quisiera librarse del dolor de estómago
preguntase a un médico cómo lo podría conseguir, y
él la respondiese que con no comer tales y tales manjares,
porque engendran indigestiones que causan después esos dolores,
y ella no obstante no los quisiese dejar. Lo mismo hacemos nosotros:
bien quisiéramos, por ejemplo, amar la corrección; pero
no obstante queremos ser obstinados, y esto es una locura. sobre un
imposible; nunca seréis fuertes para llevar animosamente la
corrección mientras comiereis de la vianda de la propia estima.
Yo quisiera tener el alma recogida, pero no quiero cortar tantas
reflexiones inútiles. Eso no puede ser.
¡0h Dios mío! yo quisiera ser constantemente invariable en
mis ejercicios; más también me alegrara de que no me
costase tanto trabajo; en una palabra, quisiera hallarme con toda la
obra hecha. Esto no puede ser en esta vida, porque en ella habremos
siempre de trabajar. La fiesta de la Purificación, ya os lo he
dicho otra vez, no tiene octava. Conviene que tengamos dos resoluciones
iguales; la una, de ver crecer malas yerbas en nuestro jardín, y
la otra de traer ánimo de verlas desarraigar y arrancarlas
nosotros mismos; porque nuestro amor propio no morirá
jamás del todo mientras viviéremos, y él es el que
produce estos impertinentes pimpollos.
Á más de que no es ser flacos el caer alguna vez en peca
dos veniales como nos levantemos luego por medio de una vuelta de
nuestra alma a Dios, humillándonos de todo corazón. No
conviene pensar que podremos vivir sin cometer jamás alguno,
porque solo Nuestra Señora tuvo este privilegio. Verdaderamente,
aunque los pecados veniales nos detienen un poco, como os he dicho, no
por eso nos desvían del camino; un solo mirar a Dios con
humildad los borra.
En fin, conviene saber que jamás debemos dejar de hacer buenas
resoluciones, aunque veamos que ordinariamente no las guardamos, y
aunque supiésemos que era imposible el practicarlas si se
ofreciese la ocasión, antes conviene hacerlas entonces con
más firmeza, como si nos sintiésemos con ánimo
bastante para conseguir la empresa, diciendo a Nuestro Señor:
Verdad es que yo no tendré valor para hacer o sufrir tal cosa
por mí misma, pero me alegro de que vuestro poder sea quien la
obre en mi; y con esta confianza conviene entrar valerosamente en la
batalla y no dudar de que saldréis con victoria.
Nuestro Señor hace con nosotros lo que un buen padre o una buena
madre, los que dejan andar suelto a su hijo en un ameno prado donde
está crecida la yerba o sobre las hojas caídas de los
árboles, porque ven que si llega a caerse no se hará
mucho mal; pero en los caminos malos y peligrosos cuidadosamente le
llevan entre sus brazos. Hemos visto hartas veces muchas almas sufrir
valerosamente grandes asaltos sin ser vencidas, las que poco
después fueron rendidas en muy ligeros encuentros. Y ¿por
qué fue esto sino porque Nuestro Señor, viendo que se
harían poco mal cayendo, las dejó andar solas, lo que no
hizo cuando estaban en los precipicios de grandes tentaciones de los
que las apartó con su mano todopoderosa?
Santa Paula, que fue tan generosa en desembarazarse del mundo dejando a
Roma y tantas comodidades, y a quien no pudo detener el afecto materno
de sus hijos, tanto estaba su corazón resuelto a dejarlo todo
por Dios, después de haber hecho todas estas maravillas se
dejó vencer de la tentación, del propio juicio, que le
dio a entender que no convenía sujetarse al parecer de muchas
personas santas que querían que cortase algo de sus ordinarias
austeridades, en lo que san Jerónimo confiesa era digna de
reprensión. Notad, para conclusión, que todo lo que hemos
dicho en este entretenimiento son cosas bien delicadas para la
perfección, por lo que ninguna de vosotras que las habéis
oído se admire si ve que no ha llegado a tanto; pues por la
gracia de Dios tenéis todas aliento de quererla pretender.
ENTRETENIMIENTO X
De la obediencia
La obediencia es una virtud moral que depende de la justicia. Hay
ciertas virtudes morales que tienen tanta afinidad con las teologales,
que son fe, esperanza y caridad, que parecen casi teológicas,
aunque estén en grado bien inferior, como la penitencia, la
religión, la justicia y la obediencia. La obediencia, pues,
consiste en dos puntos: el primero, es obedecer a los superiores: el
segundo, obedecer a los iguales e inferiores; pero este segundo
pertenece más a la humildad, dulzura y caridad que a la
obediencia; porque el humilde piensa que todos le exceden y son mucho
mejores que él, de modo que los juzga superiores y cree que los
debe obedecer. Pero en cuanto a la obediencia que mira a los superiores
que Dios nos ha dado para que nos gobiernen, esta es de justicia y
necesidad, y se debe practicar con entera sumisión de nuestro
entendimiento y de nuestra voluntad.
Esta obediencia del entendimiento se practica cuando,
habiéndonos mandado algo, aceptamos y aprobamos el precepto no
solo con la voluntad, si que también con el entendimiento,
aprobando y estimando la cosa mandada y juzgándola mejor que
otra cualquiera que se nos pudiera mandar en aquella ocasión.
Cuando aquí se ha llegado, se ama luego de tal manera el
obedecer, que se desea insaciablemente el ser mandado para que todo
cuanto se haga sea por obediencia. Esta es la obediencia de los
perfectos y la que yo os deseo, la que procede de un puro don de Dios,
o bien es adquirida con mucho tiempo y trabajo y con cantidad de actos
frecuentemente reiterados y producidos a viva fuerza, por medio de los
cuales adquirimos el hábito. Nuestra inclinación natural
nos lleva siempre al deseo de mandar y nos pone aversión al
obedecer; con todo esto, es cierto que tenemos mucha capacidad de
obedecer y puede ser que nos falte para mandar.
La obediencia más ordinaria tiene tres condiciones. La primera,
agradar la cosa que se nos manda y aplicar a ella dulcemente nuestra
voluntad, amando el ser mandados; porque el modo de salir verdaderos
obedientes no es no tener persona que nos mande, como también el
modo de ser apacibles no es estar solos en un desierto. Casiano refiere
que estando en el yermo se encolerizaba alguna vez, y que tomando la
pluma para escribir si no quería señalar la arrojaba; de
modo, dice él, que nada aprovecha estar solos, pues traemos la
cólera en nosotros mismos. La virtud es un bien de suyo, que no
depende de la privación de su contrario.
La segunda condición de la obediencia es la prontitud, a la que
se opone la pereza o tristeza espiritual, porque rara vez sucede que un
alma triste haga alguna cosa pronta y diligentemente. En
términos teológicos, la pereza se llama tristeza
espiritual, y esta es la que embaraza el cumplir la obediencia animosa
y prontamente.
La tercera es la perseverancia, porque poco importa que agrade el
precepto y que por algún tiempo se ejecute, si no se persevera,
pues la perseverancia consigue la corona.
En todas partes se hallan ejemplos admirables de la perseverancia, pero
particularmente en la vida de san Pacomio se lee de algunos monjes que
perseveraron con una paciencia increíble toda su vida en un
mismo ejercicio, como el buen padre Jonás que, después de
cultivar el jardín, no hizo en la suya otra cosa que esteras, en
lo que de tal manera se habituó que las hacia a oscuras, en
meditación y teniendo oración, sin que lo uno embarace a
lo otro, de modo que le hallaron muerto cruzadas las rodillas con su
estera encima; murió haciendo aquello en que se había
ocupado toda su vida. Es acto de grande humildad hacer toda la vida por
obediencia un mismo ejercicio, y este bajo y abatido; porque pueden
venir tentaciones fuertes de ser bastante y muy capaz de cosas
más grandes.
Esta tercera condición es la más difícil de todas
por liviandad e inconstancia del espíritu humano, porque en un
punto queremos hacer una cosa y luego no la quisiéramos ver. Si
pudiéramos seguir todos los movimientos de nuestro
espíritu o nos fuera posible hacerlos sin escándalo o
deshonra, no veríamos otra cosa que mudanzas. Ahora
quisiéramos un estado, y poco después buscáramos
otro. ¡Tanto es extravagante la inconstancia del espíritu
humano! pero conviene reprimirla con la fuerza de nuestras primeras
resoluciones, para vivir con igualdad en medio de las desigualdades de
nuestros sentimientos y acontecimientos.
Para aficionarnos, pues, a la obediencia, cuando nos halláremos
tentados conviene hacer consideraciones de su excelencia, de su
hermosura, de su mérito y también de su utilidad para
alentarnos a pasar adelante; esto se entiende con las almas que no
están todavía bien fundadas en la obediencia; pero cuando
solo se siente una simple aversión o disgusto de la cosa que se
manda, conviene hacer un acto de amor y meterse en la obra. Nuestro
Señor mismo en su pasión sintió un
grandísimo disgusto y una aversión mortal a padecer la
muerte como lo dijo él mismo; pero en la superior parte de su
espíritu estaba resignado a la voluntad de su Padre, lo
demás era un movimiento de la naturaleza.
La perseverancia más difícil es la de las cosas
interiores, porque las materiales y exteriores son muy fáciles.
Esto procede de la molestia que sentimos en sujetar nuestro
entendimiento, porque él es la postrera potencia que rendimos; y
no obstante es totalmente necesario que sujetemos nuestro pensamiento
aciertos objetos, de manera, que cuando se nos señalen
ejercicios o práctica de virtudes, los aceptemos y les rindamos
nuestro espíritu.
Yo no llamo faltar a la perseverancia cuando hacemos algunas
pequeñas interrupciones como de todo punto no se deje; como
tampoco no es faltar a la obediencia no cumplir alguna de sus
condiciones, suponiendo que solo estamos obligados a la sustancia de
las virtudes, pero no a sus condiciones; porque aunque obedezcamos con
repugnancia y casi como forzados por la obligación de nuestro
estado, nuestra obediencia no deja por eso de ser buena en virtud de
nuestra primera resolución; pero es de un valor y de un
mérito infinitamente grande cuando es hecha con las condiciones
que hemos dicho; porque por pequeña que sea una cosa,
haciéndose con semejante obediencia, es de grandísimo
valor.
La obediencia es una virtud tan excelente, que Cristo Nuestro
Señor quiso pasar todo el curso de su vida en ella, como lo dijo
muchas veces: Que no había venido al mundo para hacer su
voluntad, sino la de su Padre (Jn 6, 38); y el Apóstol dice: Que
se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; (Fil 2, 8) y quiso
añadir al mérito infinito de su caridad perfecta el
infinito mérito de una perfecta obediencia. La caridad cede a la
obediencia, porque la obediencia depende de la justicia. De aquí
proviene el que es mejor pagar lo que se debe que hacer limosna, que es
lo mismo que decir, que mejor es hacer la obediencia que un acto de
caridad por nuestro propio motivo.
El segundo punto en que consiste la obediencia es más humildad
que obediencia; porque esta clase de obediencia es una especie de
docilidad de nuestra voluntad en seguir la ajena, y esta es una virtud
en extremo amable, que vuelve nuestro espíritu dócil a
todo mandato y nos dispone a hacer siempre la voluntad de Dios; porque,
por ejemplo, si yendo a un lugar encontráis una hermana y esta
os dice que vayáis a otro, la voluntad de Dios entonces en vos
es que hagáis lo que ella quiere, antes que lo que vos
queréis; pero si oponéis vuestra opinión a la
suya, la voluntad de Dios en ella es que ceda y rinda su
opinión. Esto mismo procede en todas las cosas que son
indiferentes; pero si sucediese que en esta primera oposición
entrambas quisiesen ceder, no convendrá detenerse en larga
porfía, sino mirar lo que será más razonable y
mejor, y hacerla sencillamente; pero es necesario qué todo se
gobierne por la discreción; porque seda fuera de
propósito dejar una cosa que es de necesidad por condescender
con otra que es indiferente.
Si yo quisiese hacer un acto de grande mortificación, y una
hermana me viniese a decir que no lo hiciese o que me ejercitase en
otro, remitiría para otro tiempo, siendo posible, mi primer
intento por hacer su voluntad, y después acabada mi empresa;
pero si yo no pudiese dejarle o diferirle, y lo que la hermana quisiese
de mí no fuese necesario, haría lo que primero hubiera
intentado, y después, siendo posible, buscaría
ocasión para hacer lo que de mí deseaba la hermana.
Si sucediese que una hermana nos pidiese que hiciéramos alguna
cosa a la que repentinamente mostráramos tener repugnancia, no
debería la hermana espantarse ni dar a entender que lo
conocía, ni pedirnos que lo dejásemos de hacer; porque no
está en nuestra mano impedir que nuestro color, nuestros ojos y
nuestro semblante no manifiesten el combate interior que tenemos,
aunque la razón quiera hacer las cosas de buena gana. Porque
estos son de los mensajeros que vienen sin que los llamen, y aunque se
les diga que se vuelvan, ordinariamente no lo hacen. ¿Por
qué, pues, no ha de querer la hermana que yo haga lo que me
pide, solo porque ha reconocido que tengo repugnancia en ello? antes
debe alegrarse del provecho que consigo para mi alma. Me diréis
que lo hace porque teme haberme enojado. No es por eso, sino por su
amor propio que quisiera que yo no tuviese el menor pensamiento de que
ella es importuna. Con todo lo tendré, aunque no me detenga en
la obra, y más si a la señal de mi repugnancia juntare
palabras que claramente manifiesten que no tengo gana de hacer lo que
se me pide. Ella puede y debe decirme blandamente que no lo haga cuando
las personas son iguales; porque conviene que los superiores tengan
firmeza y hagan que se dobleguen los inferiores.
También, aunque una hermana haya rehusado enteramente alguna
cosa o mostrado repugnancia a ella, no por eso he de perder la
confianza de poder otra vez emplearla, ni tampoco debo escandalizarme
de su imperfección; porque ahora lo sufro yo y después
ella me sufrirá a mí; ahora tiene aversión de
hacer tal cosa y después la hará voluntariamente. Si en
muchas ocasiones tengo experimentado que su espíritu aun, no es
capaz de ser tratado de este modo, esperaré algún tiempo
hasta que esté mejor dispuesto. Debemos los unos ser capaces de
los defectos de los otros, y no es bien de manera alguna maravillarse
de descubrirlos; porque si algún tiempo pasamos sin caer en
faltas, vendrá otro en que demos muchas caídas y
cometamos grandes imperfecciones, de cuya continuación debemos
sacar por fruto el abatimiento que nos causan. Conviene sufrir con
paciencia la tardanza de nuestra perfección, haciendo siempre
con gusto cuanto podamos para nuestro adelantamiento.
¡Oh qué dichosos son los que, viviendo siempre con la
esperanza, no se cansan jamás de esperar! Digo esto por muchos
que, teniendo deseo de perfeccionarse adquiriendo las virtudes,
quisieran- tenerlas todas de un golpe, como si la perfección no
consistiera más que en desearla. Seda un gran bien si
pudiéramos ser humildes en el mismo instante que deseamos serlo,
sin otro trabajo que quererlo. Conviene que nos ocupemos a buscar el
efecto de nuestra perfección, según los medios
ordinarios, en tranquilidad de oración y haciendo todo lo
posible por conseguir las virtudes por medio de la fidelidad en
practicar cada una según nuestra condición y
vocación. Y en cuanto a lo que mira a llegar presto o tarde al
término de nuestra pretensión, tengamos esperanza,
dejándolo a la divina Providencia que cuidará de
consolarnos al tiempo que ha destinado hacerla; y aunque esto no sea
sino a la hora de nuestra muerte, nos debe bastar, con tal que
cumplamos con nuestra obligación, haciendo siempre lo que
está de nuestra parte y en nuestra posibilidad, con lo que muy
presto tendremos lo que deseamos, pues lo alcanzaremos cuando el
Señor fuere servido de dárnoslo.
Esta resignación y confianza es enteramente necesaria, porque la
falta de ella perturba mucho al alma, que debe contentarse con saber
que el que la gobierna siempre manda bien; y fuera de esto no busquemos
sentimientos ni conocimiento particular, sino procuremos caminar como
ciegas en esta providencia y confianza en Dios, aun entre los
desconsuelos; temores, tinieblas y cualquiera otra especie de cruz que
quisiere darnos. Vivid, pues, hijas mías, perfectamente dejadas
en su gobierno sin alguna excepción ni reserva por
pequeña que sea, y dejadla hacer, arrojando en su bondad todo el
cuidado de cuerpo y alma, perseverando así todas resignadas,
remitidas y sosegadas en Dios bajo de la dirección de los
superiores, sin más cuidado que el de obedecer.
El modo de adquirir este rendimiento a la voluntad ajena es hacer muy a
menudo en la oración actos de indiferencia, y después
ponerlos en práctica cuando se ofrezca la ocasión; ,
porque no basta despojarse delante de Dios, que eso se hace, solo con
la imaginación y no tiene mucha dificultad, sino se pone en
efecto por obra cuando conviene; y haced que después de darnos
del todo a Dios, hallemos una criatura que nos mande: entre lo uno y lo
otro hay grande diferencia, y en lo postrero es donde se ha de mostrar
el valor. Esta dulzura y condescendencia a la voluntad del
prójimo es una virtud de gran precio; ella es el símbolo
de la oración de unión; porque como esta oración
no es otra cosa que un renunciamiento de nosotros mismos en Dios,
cuando el alma dice con verdad: Yo, Señor, no tengo más
voluntad que la vuestra, luego se une toda a Dios. De la misma manera,
renunciando a nuestra voluntad por hacer la del prójimo,
conseguimos la verdadera unión con el prójimo, y todo eso
se ha de hacer por amor de Dios.
Sucede muy de ordinario que una persona pequeña y débil,
tanto de cuerpo como de espíritu, que no podrá
ejercitarse sino en cosas pequeñas, las hará con tanta
caridad que excedan mucho en mérito a las acciones grandes y
relevantes; porque de ordinario estas acciones eminentes se hacen con
menos caridad por causa de la atención y diversas
consideraciones que las acompañan; pero si uoo grande obra se
hace con tanta caridad como la pequeña, sin duda el que la hace
tendrá mucho más mérito y recompensa.
En fin, la caridad da el precio y valor a todas nuestras obras; de modo
que todo el bien que hiciéremos le hemos de hacer por amor de
Dios, y el mal que evitaremos por el mismo amor. Las acciones buenas
que hiciéremos, no siendo particularmente mandadas, no pueden
tener el mérito de la obediencia. En suma, conviene tener buen
animo y solo estar dependiente de Dios; porque el carácter de
las hijas de la Visitación es mirar en todas las cosas la
voluntad de Dios y seguirla.
Otras veces me habéis preguntado si se pueden hacer oraciones
particulares, y yo os respondo, que en cuanto a unas pequeñas
devociones que algunas veces os viene devoción de rezar no hay
en ello mal alguno, como no os aficionéis de tal modo a ellas
que, dejándolas, después tengáis escrúpulo
o hagáis propósito de decirlas todos los días o de
rezarlas tanto tiempo, o un año entero alguna oración por
capricho vuestro; porque esto no conviene. Y si alguna vez en tiempo de
silencio nos viene devoción de decir el Ave Maris stella o un
Veni Creator Spiritus, u otra cualquier cosa, no hay duda en que lo
podemos decir, y que es bueno; pero se ha de advertir que esto se haga
sin perjuicio de mayor bien.
Pongo por ejemplo: vos tenéis devoción, hallándoos
delante del santísimo Sacramento, de rezar tres Padres nuestros
en reverencia de la santísima Trinidad, y os vienen a llamar
para hacer otra cosa; convendría levantaras prontamente e ir a
hacer aquella obra en honra de la santísima Trinidad en lugar de
rezar los Padre nuestros. No conviene, pues; imponerse el hacer cierto
número de genuflexiones, de oraciones, jaculatorias y semejantes
ejercicios cada día o por tanto tiempo, sin decirlo a la
superiora, aunque es bien necesario ser muy puntual en la
práctica de las elevaciones y aspiraciones a Dios. Y si
pensáis que el Espíritu Santo es el que os inspira hacer
estos pequeños ejercicios, él os enseñará
también a pedir licencia y a que no los hagáis si no os
la dan; porque nada le es tan agradable como la obediencia religiosa.
Tampoco podéis prometer a persona alguna el decir cierto
número de oraciones por ella; y si os rogaren que lo
hagáis, debéis responder que pediréis licencia
para ello; mas cuando alguna persona se encomienda sencillamente a
vuestras oraciones, podéis responder que lo haréis con
mucho gusto, y nI mismo tiempo levantar vuestro espíritu a Dios
por ella. Y lo mismo os digo de la santísima Comunión;
porque vosotras no podéis comulgar, sin licencia, por persona
alguna; pero esto no se ha de entender de manera que, si estando para
recibir a Nuestro Señor se os acuerda la necesidad de
algún prójimo o las comunes del pueblo, no las
podáis encomendar a Dios suplicándole tenga misericordia.
Pero si queréis comulgar por alguna cosa en particular, es
menester pedir licencia, si no es que sea por vuestras propias
necesidades; como para alcanzar resistencia contra alguna
tentación o para pedir alguna virtud a Nuestro Señor, que
sea siempre bendito.
ENTRETENIMIENTO XI
Prosigue la materia de la virtud de la obediencia
Hay tres clases de pía obediencia de las cuales la primera es
general a todos los cristianos, y es la obediencia debida a Dios y a la
santa Iglesia en la observancia de sus preceptos. La segunda es la
obediencia religiosa, que es de valor más grande que la otra,
porque no solo se ajusta a la observancia de los mandamientos de Dios,
sí que también se sujeta al cumplimiento de sus consejos.
Hay otra tercera obediencia, que es de la que he de tratar por ser la
más perfecta, y llámase amorosa, de la cual nos dio
ejemplo Nuestro Señor en todo el tiempo de su vida. Los Padres
aplicaron a esta clase de obediencia muchas propiedades y condiciones;
pero entre todas escogeré solamente tres: la primera, que sea,
como ellos la llaman, ciega; la segunda, pronta; y la tercera,
perseverante.
La obediencia ciega tiene tres propiedades o condiciones, de las que la
primera es, que jamás mira al rostro de los superiores sino solo
a su autoridad: la segunda, que no se informa de las razones y motivos
que ellos tienen para mandar esta o aquella cosa, contentándose
con saber que ellos la han mandado: la tercera, que no se pone a
investigar con qué medios hará lo que se le ha mandado,
prometiéndose que Dios, por cuya inspiración se le ha
puesto aquel precepto, le dará la posibilidad de cumplirle; y
así en lugar de inquirir, se pone a obrar.
Por esto la obediencia religiosa que debe ser ciega, se sujeta
amorosamente a hacer todo lo que es mandado con simplicidad, sin mirar
jamás si el precepto está bien o mal puesto, con tal que
el que lo manda tenga autoridad para ello y su precepto sirva a la
unión de nuestro espíritu con Dios; porque fuera de esto
jamás el verdadero obediente hace cosa alguna.
Muchos se han engañado grandemente en esta condición de
la obediencia, creyendo que consiste en hacer a izquierda y a derecha
todo lo que nos puede ser mandado, aunque sea contra los mandamientos
de Dios y de la santa Iglesia. En esto sí que grandemente han
errado, imaginándose con esta ceguedad una bobería que de
ninguna manera puede haber: porque en todo lo que mira a los
mandamientos de Dios, como los superiores no tienen jamás
autoridad demandar cosa en contrario, los inferiores tampoco tienen
jamás obligación alguna de obedecer en tal caso, antes si
obedecieran pecarían.
Bien sé yo que muchos han hecho cosas contra los mandamientos de
Dios por el instinto de esta obediencia, la que no' . solo quiere
.obedecer a los mandamientos divinos y a los de los superiores, sino
también a sus consejos e inclinaciones. Muchos, pues, se han
precipitado a la muerte por una particular inspiración de Dios
que de tal modo los impelía, que de ninguna manera se
podían resistir; porque a no ser así hubieran pecado
gravemente. Refiérese en el libro II de los Macabeos (14, 43 y
44) de un varón llamado Razias, que poseído de un celo
ardiente de la gloria de Dios se fue a exponer a los golpes donde
sabía no podría evitar las heridas y la muerte; y
sintiéndose roto el vientre sacó todas sus
entrañas por la misma herida y las arrojó al aire en
presencia de sus enemigos. Santa Apolonia se metió en el fuego
que los impíos enemigos de Dios y del nombre cristiano
habían prevenido para echarla en él y abrasarla. San
Ambrosio cuenta también de tres doncellas que por no perder su
castidad se arrojaron en un río donde quedaron ahogadas;
más ellas, a más de esta, tendrían otras razones
para este hecho, que sería largo referir. Otros muchos se han
visto que se han precipitado a la muerte, como aquel que se
lanzó dentro de un horno ardiente. Pero todos estos ejemplos
deben ser más admirados que imitados; porque bien
Sabéis que jamás debemos ser tan ciegos, que pensemos
agradar a Dios obrando en contra de sus mandamientos.
La obediencia amorosa presupone que tenemos la de los mandamientos de
Dios. Dícese que esta obediencia es ciega, porque igualmente
obedece a todos los superiores. Todos los antiguos Padres reprendieron
en gran manera a aquellos que no querían sujetarse a la
obediencia de los que eran de menor calidad que ellos.
Preguntábanles: ¿cuándo obedecíais a
vuestros superiores, por qué lo hacíais? era por amor de
Dios? de ninguna manera. ¿Pues este superior no tiene el mismo
lugar de Dios; entre nosotros que tenía el otro? sin duda:
él es vicario de Dios, y Dios nos manda por su boca y nos da a
entender su voluntad por sus órdenes como lo hacía por la
boca del otro. Vosotras, pues, si obedecéis a los superiores por
la inclinación que les tenéis y por el respeto a sus
personas, en esto nada hacéis mas que los mundanos, porque ellos
hacen lo mismo, y no solo obedecen los mandatos de los que aman, pero
juzgaran no haber cumplido bien con su Señor, si no se ajustasen
lo más que pudiesen a sus inclinaciones y aficiones, como hace
el verdadero obediente, tanto respeto a sus superiores, como al mismo
Dios.
Los gentiles, por malos que fuesen, nos dejaron ejemplos de esto;
porque el demonio les hablaba por diversas clases de ídolos:
unos eran estatuas de hombres, otros de topos, perros, leones,
serpientes y semejantes animales, y aquella miserable gente
dábase igualmente a todos obedeciendo a la estatua de un perro
como a la de un hombre, a la de un ratoncillo como a la de un
león, sin diferencia alguna: ¿y esto por qué?
porque miraban a su Dios en la diversidad de aquellas estatuas. San
Pedro nos manda: Obedeced a los superiores, aunque sean malos (1Pe 1,
18).
Nuestro Señor; Nuestra Señora y san José nos
enseñaron muy bien este modo de obedecer en el viaje que
hicieron desde Nazaret a Belén. Porque habiendo el César
publicado un edicto porque todos sus súbditos fuesen al lugar de
su nacimiento para que allí se alistasen, ellos se fueron
amorosamente a Belén por cumplir esta obediencia, aunque el
César era gentil e idólatra: mostrándonos en esto
Nuestro Señor que jamás debemos mirar al rostro de los
que mandan mientras tengan autoridad para mandar. Pasemos ahora a la
segunda propiedad de la obediencia ciega.
Después de haber conseguido este primer punto de no mirar la
persona de los que mandan, sino someterse igualmente a toda suerte de
superiores, pasa más adelante llegando al segundo, que es
obedecer sin considerar la intención ni el fin con que se manda,
contentándose con saber que es precepto, sin meterse a discurrir
si está bien o mal dado, si se ha dispuesto o no con
razón.
Abraham se portó heroicamente en esta obediencia. Llámale
Dios, y dícele: Abraham, sal de tu tierra y de entre tus
parientes (Gen 12, 1), es decir, fuera de tu ciudad, y vete al lugar
que yo te mostraré. Obedece Abraham sin réplica. No
pudiera muy bien decir: Señor, Vos me decís que yo salga
fuera de esta ciudad, decidme, si sois servido, ¿por qué
puerta he de salir? No dijo la menor palabra, sino que se fue donde el
espíritu le guiaba sin mirar de ninguna manera si iba bien o
mal, por qué fin o a qué propósito Dios le
había dado una orden con tan pocas palabras, pues ni aun
había insinuado el camino por donde quería que partiese.
¡Oh cuán cierto es que d verdadero obediente no hace
discursos! sencillamente da principio a la obra sin atender más
que a obedecer.
Parece que el mismo Señor nos quiso mostrar cuán
agradable le es esta clase de obediencia cuando se apareció a
san Pablo para convertirle, porque habiéndole llamado por su
nombre, le derribó en tierra y le cegó. ¿No veis
como para hacerle su discípulo le hace caer para humillarlo y
sujetarlo a sí, y después lo ciega y le manda que vaya a
la ciudad a buscar a Ananías, y cómo él hace todo
lo que se le manda? Mas ¿por qué Nuestro Señor
mismo que se dignó hablarle para convertirle, no le dijo todo lo
que había de hacer sin remitirlo a otro? Nada le hubiera costado
a su Majestad decirle él mismo lo que le elijo por
Ananías; pero quiso que conociésemos por este ejemplo,
cuanto ama la obediencia ciega; pues parece que no le cegó por
otra cosa que por hacerle verdadero obediente.
Cuando Nuestro Señor quiso dar vista al ciego de nacimiento,
hizo un poco de lodo y se lo puso sobre los ojos, mandándole que
se fuese a lavar en la fuente de Siloé (Jn 9, 6 y 7). ¿No
pudiera este pobre ciego, admirando el modo que Nuestro Señor
usaba de curarle, decir: Señor, ¿qué
queréis hacer? Si yo no fuera ciego, esto solo bastaba para
quitarme la vista. No hizo esta consideración, antes
obedeció con toda sencillez. Así el verdadero obediente
cree simplemente que podrá hacer todo lo que se le puede mandar;
porque entiende que todos los mandatos vienen de Dios o se hacen por su
inspiración, y así no pueden ser imposibles por el poder
de quien los ordena.
Naamán Siro no lo hizo así, y por esto estuvo en peligro
de sucederle mal: estaba leproso, fue a buscar a Elíseo para que
le curase, porque todos los remedios de que había usado para
recobrar su primera salud no le habían sido de provecho. Oyendo,
pues, que Elíseo hacia grandes maravillas, se encaminó a
él, y habiendo llegado le envió un criado
suplicándole se dignase curarle: no salió el Profeta de
su aposento, sino que le envió a decir por un servidor que se
fuese a lavar siete veces en el Jordán que así
sanaría; a esta respuesta Naamán comenzó a
enojarse, y decir: ¿No hay acaso en mi tierra aguas tan buenas
como las del Jordán? (4Re 5, 9). Y no quería lavarse,
pero los de su familia le dijeron, que si el Profeta le hubiese mandado
algo difícil bien lo haría, y que así debía
hacer lo que le mandaba, pues era cosa tan fácil: dejose vencer
de sus razones, y habiéndose lavado siete veces, sanó al
punto. Mirad como se puso en peligro de no recobrar la salud por querer
hacer tantas consideraciones sobre lo que se le había mandado.
La tercera propiedad de la obediencia ciega es, que no considera ni se
fatiga en pensar de que manera podrá hacer lo que se le ha
mandado. Sabe muy bien que el camino por donde ha de ir es la regla de
la Religión y los preceptos de los superiores. Emprende este
camino con simplicidad de corazón, sin sutilizar si era mejor
hacerla de esta o de aquella manera, y como ella obedezca, todo le
parece igual porque sabe que esto es bastante para agradar a Nuestro
Señor por cuyo amor pura y simplemente obedece.
La segunda condición de la obediencia amorosa es que sea pronta.
La prontitud en la obediencia siempre ha sido muy encomendada a los
religiosos como parte necesaria para obedecer bien y guardar
perfectamente lo que han prometido a Dios. Esta fue la señal que
eligió Eliecer para conocer la doncella que Dios había
escogido para esposa del hijo de su Señor. Dijo, pues, dentro de
si mismo: Aquella a quien yo pidiere de beber, y me respondiere: no
solo os daré a vos, pero sacaré agua para vuestros
camellos, ésta será la que reconoceré que
elegís por digna esposa del hijo de mi dueño (Gen 24,
14). Mientras estaba pensando esto vio de lejos a la bella Rebeca, y
viéndola tan hermosa y agraciada junto al pozo, del que sacaba
agua para sus ovejas, la hizo su demanda, y la doncella
respondió muy a su intento: Sí, no solo os daré
agua a vos, sino hasta la sacaré para vuestros camellos.
Reparad, os ruego, que pronta y graciosa mente respondió; no
rehusó el trabajo, antes se mostró muy liberal, pues no
era menester poca agua para dar de beber a tantos camellos como Eliecer
llevaba. Por cierto que las obediencias que se hacen de mala gana no
son agradables. Algunos hay que obedecen, pero con tanto disgusto y con
tal semblante, que disminuyen mucho el mérito de esta virtud. La
caridad y la obediencia tienen tal unión entre si, que no pueden
apartarse. El amor nos hace obedecer prontamente, porque por
difícil que sea la cosa que se manda, el que tiene la obediencia
amorosa la emprende amorosamente; porque, siendo la obediencia una
principal porción de la humildad, sobremanera ama la
sumisión: por consecuencia el obediente ama el mandamiento, y al
punto que le divisa, aunque sea de muy lejos, y sea o no sea a su
gusto, lo abraza, acaricia y halaga tiernamente.
En la vida de san Pacomio se lee un ejemplo de esta prontitud en la
obediencia, que os lo quiero contar. Entre los religiosos de este Padre
había uno llamado Jonás, hombre de gran virtud y
santidad: este tenía cuidado del jardín, en el que
había una higuera que llevaba muy hermosos higos: este
árbol servía de tentación a todos los religiosos
jóvenes, pues siempre que pasaban junto a él se paraban a
mirar un poco los higos: advirtiólo san Pacomio, y
paseándose un día por el jardín, alzó los
ojos hacia la higuera y vio al demonio sobre ella que estaba mirando
los higos de arriba abajo como los monjes los miraban de abajo arriba.
El Santo, que no deseaba menos instruir sus religiosos en una total
mortificación de sentidos que en la interior de las pasiones e
inclinaciones, llamó a Jonás y le mandó que al
día siguiente sin falta cortase la higuera. A lo que
replicó el pobre Jonás: Ea padre mío, menester es
soportar un poco a estos jóvenes; en algo se han de recrear: yo
por mí no quiero conservarla. A lo que replicó dulcemente
el Santo: Bien está, hermano mío, vos no habéis
querido simple y prontamente obedecer. ¿Qué
queréis apostar que el árbol es más obediente que
vos? Así sucedió, porque al otro día se
halló totalmente seco y no dio más fruto.
El buen Jonás con verdad decía que no quería
conservar la higuera para si; porque en setenta y cinco años que
estuvo en la Religión y fue hortelano no probó
jamás fruta alguna, sino que fue muy liberal en darla a sus
hermanos; todavía aprendió con esto cuán agradable
era a Dios la prontitud en la obediencia.
Cristo Nuestro Señor en todo el tiempo de su vida nos dio
continuos ejemplos de esta prontitud en la obediencia, porque no se
hallará persona mas rendida y pronta de lo que lo estaba
él a la voluntad de todos. A su imitación debemos
aprender a ser grandemente prontos en obedecer; porque no basta al
corazón amoroso hacer lo que se le manda o lo que otro le
significa desear, sino lo hace prontamente: no ve la hora de cumplir lo
que se le ordena, para que de nuevo se le ordene otra cosa.
David no tuvo más que un simple deseo de beber del agua de la
cisterna de Belén, y al punto fueron tres soldados a traerla
pasando por medio del ejército de los enemigos. Extremadamente
se manifestaron prontos en seguir el deseo del rey, y se ve que muchos
grandes Santos han hecho lo mismo por seguir las inclinaciones y deseos
que conocían ser del Rey de reyes Nuestro Señor.
¿Qué mandato tuvo de Dios santa Catalina de Sena, que le
obligase a beber o lamer con la lengua la podre que salía de la
llaga de aquella pobre mujer que servía? Y san Luis, rey de
Francia, de comer con los leprosos lo que en sus platos sobraba? Cierto
es que no tenían obligación alguna a hacerla; pero
sabiendo que Nuestro Señor amó y dio muestras de su
inclinación a la propia abyección y abatimiento, pensando
hacerle servicio en seguir su ejemplo, hicieron con grande amor
aquellas cosas, aunque muy repugnantes a su sentido. Obligados estamos
a socorrer al prójimo en su extrema necesidad; pero porque la
limosna es uno de los consejos de nuestro soberano Maestro, muchos la
dan voluntariamente según su posibilidad. Sobre esta obediencia
a los consejos se infiere la obediencia amorosa que nos mueve a
emprender el seguir exactamente los deseos y las intenciones de Dios y
de nuestros superiores.
Pero conviene que os advierta un engaño en que se puede caer.
Porque si los que intentasen emprender esta virtud muy exactamente,
quisiesen siempre estar atentos a conocer los deseos y las
inclinaciones de sus superiores o de Dios, perderían
infaliblemente el tiempo. Pongo por ejemplo: mientras que yo anduviese
inquiriendo cual es el deseo de Dios, no me ocuparía en ponerme
en tranquilidad y reposo junto a él, que es el deseo que ahora
tiene, pues no me da otra cosa que hacer. Por lo que, el que por seguir
la voluntad que Nuestro Señor ha manifestado de que se socorra a
los pobres, se quisiese andar de ciudad en ciudad por buscarlos,
¿quién no ve que mientras estaría en la una,
dejaría de socorrer a los que habitaran en la otra? En esta obra
conviene caminar con sencillez de corazón, esto es, hacer la
limosna cuando se encuentra la ocasión, sin irme corriendo por
las calles buscando de casa en casa si hay algún pobre que yo no
conozca. De la misma manera, cuando yo percibo que el superior desea
alguna cosa de mi, conviene que yo me muestre pronto para hacerla sin
andar buscando si podré conocer si tiene otra alguna
inclinación de que yo haga otra cosa, porque este desvelo
desterrará la paz y sosiego del corazón, que es el
principal fruto de la obediencia amorosa.
La tercera condición de la obediencia, es la perseverancia. Esta
nos enseñó Nuestro Señor muy particularmente, como
San Pablo lo declara por estas palabras: Fue obediente hasta la muerte
(Fil 2, 8). Y ensalzando esta obediencia, añade: Hasta la muerte
de cruz. En estas palabras, hasta la muerte, presupone qué fue
obediente todo el tiempo de su vida, durante la cual no se vio otra
cosa en él que actos de obediencia, así a sus padres como
a muchos otros, aun también a los impíos y malos; y como
comenzó por esta virtud el curso de su vida, así lo
acabó con ella.
El buen religioso Jonás nos presenta dos ejemplos acerca de la
perseverancia, y aunque no obedeció tan prontamente al
mandamiento de san Pacomio, fue no obstante monje de gran
perfección;. porque desde el día en que entró en
la Religión hasta la muerte, continuó el oficio de
hortelano sin .dejarle jamás en setenta y cinco años que
estuvo en el monasterio; y el otro ejercicio en que perseveró
también toda su vida, como dije arriba, fue en el de hacer
esteras de juncos entretejidas con hojas de palmas, de modo que
murió haciéndolas.
Es por cierto una gran virtud el perseverar tan largo tiempo en tal
ejercicio; porque hacer con alegría una cosa que se manda por
una vez, yeso cuando quisiereis, no cuesta nada; pero cuando os digan:
habéis de hacer siempre esto toda vuestra vida, ahí
consiste el punto principal de la virtud, porque en eso está la
dificultad.
Ved aquí, pues, lo que tenia que deciros acerca de la
obediencia. Pero añado esta palabra: La obediencia es de tan,
gran precio, que es compañera de la caridad, y estas dos
virtudes son las que dan valor y quilates a todas las otras, de modo
que sin ellas no son nada. Si os faltan estas dos virtudes, todo os
falta; si las tenéis, todas las otras os vendrán.
Pero, pasando más adelante, dejando a parte la obediencia.
general a los preceptos de Dios, y hablando de la obediencia religiosa,
yo digo; que si el religioso no obedece, no puede tener virtud alguna;
porque la obediencia es la que principalmente le hace religioso, por
ser la virtud propia y particular de la Religión. Aunque
tengáis el deseo del martirio, por amor de Dios, todo es nada si
no tenéis la obediencia.
Léese en la vida de san Pacomio, que uno de sus monjes habiendo
perseverado todo el tiempo de su noviciado en una humildad y
sumisión ejemplar, vino a buscar al Santo, y llevado de un gran
fervor le dijo que él tenia un grandísimo deseo del
martirio y que jamás estaría contento hasta conseguirle;
que le suplicaba humildemente que rogase a Dios para que se lo
concediese. El santo Padre procuró moderarle aquel, fervor; pero
cuanto más le decía, tanto más se enfervorizaba en
su propósito. Díjole el Santo: Hijo mío, mas vale
vivir en obediencia y morir todos los días con una continua
mortificación de si mismo, que martirizar nuestra
imaginación; pues así muere mártir quien bien se
mortifica. Mayor martirio es perseverar toda la vida en obediencia, que
morir de un solo golpe de cuchillo. Vivid en paz, hijo mío, y
sosegad vuestro espíritu divirtiéndole de ese deseo.
El religioso, que se había creído que su deseo
procedía del Espíritu Santo, no se templó nada en
su ardor, instando siempre al buen Padre que hiciese encomendar a
Nuestro Señor que le concediese su deseo. De allí a poco
tiempo vinieron nuevas muy propias a su consuelo, porque vino a ocupar
una montaña vecina al convento un cierto sarraceno jefe de
bandoleros. San Pacomio le llamó y le dijo: Ea, hijo mío,
ha llegado la hora que tanto habéis deseado; andad en buen hora
a cortar leña a la montaña. El religioso, perdido y como
fuera de si de alegría, se fue cantando salmos en alabanza de
Dios, dándole gracias porque se había dignado hacerle la
merced de darle esta ocasión de morir por su amor; en fin,
él en nada pensaba menos que en lo que le sucedió.
Pues, ved aquí que los bandoleros habiéndole descubierto
vinieron a él y comenzaron a maltratarle y amenazarle con la
muerte, y él por poco tiempo se mostró valiente.
Tú has de morir, le dijeron. No buscaba yo otra cosa,
respondió, que morir por Dios. Lleváronle donde estaba su
ídolo para hacer que le adorase. Cuando vieron que
constantemente lo rehusaba, trataron de veras de matarlo. ¡Pobre
de mi! Este religioso, tan valiente en su imaginación,
viéndose ya el cuchillo a la garganta: Por merced os pido, dijo,
no me matéis que haré todo lo que quisiereis; tened
piedad de mi que soy tan mozo. ¿De qué provecho os puede
ser acabar el curso de mis días? En fin, él adoró
al ídolo, y aquellos hombres perversos, burlándose de
él, lo aporrearon muy bien y lo dejaron volver a su monasterio:
habiendo llegado a el más muerto que vivo, todo pálido y
transido, san Pacomio, que le había salido al encuentro, le
dijo: Y bien, hijo mío, ¿cómo va?
¿qué hay, que venid tan desfallecido? Entonces el pobre
religioso, todo corrido y confuso porque le compungía su
soberbia, no pudiendo sufrir el ver que había cometido un yerro
tan grande, se echó en tierra y confesó su pecado; al
cual el Padre remedió prontamente haciendo que los religiosos
orasen por él, y pidiendo perdón a Dios lo
restituyó al buen estado, y después le dio advertencias
saludables diciéndole:
«Hijo mío, acordaos que es mejor tener pequeños
deseos de vivir según la comunidad y solo querer ser fiel en la
observancia de las Reglas, y no emprender ni querer otra cosa fuera de
lo que en ellas se comprende, que tener grandes deseos de hacer
maravillas imaginarias. Estas no son buenas sino para hinchar nuestros
corazones con la soberbia y hacernos despreciar a los otros,
pareciéndonos que somos algo más que ellos. ¡Oh
cuán bueno es vivir al abrigo de la santa obediencia, mejor que
retirarnos de sus brazos por buscar lo que nos parece más
perfecto! Si tú te hubieras contentado, como yo te decía,
con vivir mortificándote bien, supuesto que nada deseabas menos
que la muerte, no hubieras caído, como dices que has hecho. Pero
buen ánimo; acuérdate de vivir de aquí en adelante
en sumisión, asegúrate de que Dios te ha
perdonado.» Obedeció aquel el consejo del Santo
portándose todos los días de su vida con mucha humildad.
Aun digo más; que la obediencia no es de menos mérito que
la caridad. Porque dar un jarro de agua por caridad vale el cielo, como
Nuestro Señor mismo lo dice (Mt 10, 41). Haced otro tanto por
obediencia y ganaréis lo mismo. La más minima cosa hecha
por obediencia es gratísima a Dios. Comed por obediencia, y
vuestra comida es más agradable a Dios que los ayunos de los
anacoretas, si son hechos sin obediencia. Descansad por obediencia, y
vuestro reposo es más meritorio delante de Dios y más
agradable que el trabajo voluntario.
Pero me diréis: ¿qué me sucederá por
practicar tan exactamente esta obediencia amorosa con las condiciones
susodichas, ciega, pronta y perseverantemente? o amadas hijas, el que
así lo hiciere gozará en su alma de una continua
tranquilidad y de la santísima paz del Señor, la que
sobrepuja a todo sentido. No tendrá qué dar cuenta alguna
de sus acciones, pues todas las habrá hecho por obediencia
así a la regla, como a los superiores. ¡Qué
felicidad más digna de desearse que esta!
Cierto que el verdadero obediente (quiero decir esto de paso) ama su
regla, la honra y estima únicamente como el verdadero camino por
el que debe encaminarse a la unión de su espíritu con
Dios; y así no se aparta un punto de este camino ni de la
observancia de aquellas cosas que allí se dicen por modo de
dirección, como de las que se imponen de precepto.
El verdadero obediente vivirá dulcemente, y con la paz que un
niño que está en los brazos de su querida madre, el cual
no tiene cuidado de lo que le puede suceder. Que la madre le lleve
sobre el brazo derecho o sobre el izquierdo, no se le da nada:
así el verdadero obediente, que se le mande esto o aquello, no
le da pena, con tal que se le mande; y como siempre esté entre
los brazos de la obediencia, quiero decir, en el ejercicio de ella,
estará contento. A este tal bien le puedo asegurar de parte de
Dios el cielo por toda la eternidad, como también que durante el
curso de esta vida mortal gozará de la verdadera tranquilidad; y
de esto no se puede dudar.
Ahora también me preguntáis, si estáis obligadas
bajo pena de pecado a hacer todo lo que los superiores os dicen que
hagáis: como, cuando dais cuenta, si es necesario o no que
tengáis por precepto todo lo que la superiora os dice que es
conveniente a vuestro aprovechamiento? Hijas mías, los
superiores, como tampoco los confesores, no tienen siempre
intención de obligar a los inferiores con los documentos que les
dan; y cuando quieren obligarlos, usan de los términos mando
bajo pena de obediencia, y entonces los inferiores están
obligados a obedecer bajo pena de pecado aunque el mandato sea muy
ligero y de cosa de poca monta, pero no de otro modo. Porque ellos dan
advertencias de tres maneras, unas por modo de mandamiento, otras en
forma de consejo, las otras por modo de simple dirección.
Lo mismo es en las Constituciones y Reglas; porque en ellas hay algunos
artículos que dicen: Las hermanas podrán hacer tal cosa:
otros que dicen, se guardarán de hacerla. Los unos son consejos,
los otros mandamientos. Las que no quisieren sujetarse a los consejos y
a la dirección, contravendrán la obediencia amorosa; y
esto sería mostrar una tibieza grande de corazón y tener
poco amor de Dios, no queriendo hacer más de lo que es de
precepto sin nada de supererogación. Y aunque no contravengan a
la obediencia que han votado, que es de los mandamientos y consejos, no
obstante cuando no se sujetan a seguir la dirección contravienen
a la obediencia amorosa a la que todas las monjas de la
Visitación deben aspirar.
Me preguntáis ¿si cuando os mudan la superiora
podréis pensar que la que os dan no es tan capaz como la que
teníais, y que no conoce tan bien el camino por donde conviene
llevaros? Verdaderamente no está en nuestra mano impedir que no
se ofrezca el pensamiento; pero si el no detenerse en él. Porque
si Balaan fue instruido y avisado por una jumentilla, con mucha
más razón debéis vosotras creer que Dios, que os
ha dado esa superiora, dispondrá que os encamine según su
voluntad, aunque no sea conforme a la vuestra.
Nuestro Señor tiene prometido que jamás se perderá
el verdadero obediente. No hay que dudar; el que siguiere
indistintamente la voluntad y dirección de los superiores que
Dios le ha puesto, aunque estos sean ignorantes y gobiernen a sus
inferiores, según su poco saber, por caminos escabrosos y
arriesgados, sujetándose ellos a todo lo que manifiestamente no
es pecado ni contra los mandamientos de Dios y ti de su santa Iglesia,
yo os puedo asegurar que jamás errarán. El verdadero
obediente, dice la Escritura santa, hablará de sus virtudes;
(Prov 21, 28) quiere decir, saldrá vencedor de todas las
dificultades en que por obediencia fuere puesto, y sacará gloria
y honor de los caminos en que entrare por obediencia, por peligrosos
que sean.
¡Seria una gustosa manera de obedecer, si no obedeciéramos
a otros superiores sino a aquellos que nos agradan! Si hoy que
tenéis una superiora de mucha estima, así por su cualidad
como por su virtud, la obedecéis de buena gana; y mañana
que tendréis otra, no tan estimable, no la obedecéis con
tan buena voluntad, dándole igual obediencia, pero no estimando
tanto lo que os dice y no cumpliéndolo con tanta
satisfacción, ¿quién no ve que obedecéis a
la otra por vuestra inclinación y no puramente por Dios? Porque
si eso fuera, tendríais tanto gusto y haríais tanta
estima de lo que esta os dice, como hicierais de lo que os decía
la otra.
Muchas veces os he dicho una cosa, y es bueno repetirla, siempre,
porque siempre conviene observarla, y es, que todas nuestras acciones
se deben practicar según la parte superior. debéis vivir
así en esta casa, y jamás según vuestros sentidos
e inclinaciones. No hay duda que yo tendré más
satisfacción, en cuanto a la parte inferior de mi alma, de hacer
lo que me manda un superior a quien tengo inclinación que no lo
que me manda otro a quien no la tengo. Mas como yo obedezca igualmente
en cuanto a la parte superior basta; y mi obediencia es más
preciosa, cuanto es menos gustosa, porque en esto mostramos que
obedecemos por Dios y no por nuestro placer. No hay cosa más
común en el mundo que este modo de obedecer a los que se aman;
pero el otro es muy raro y solo se practica en las Religiones.
Mas puede ser que digáis: ¿no es permitido reprobar lo
que esta superiora hace, diciendo o pensando por qué ordena
cosas que la otra no mandaba? No por cierto, jamás, mis raras
hijas, antes conviene aprobar todo aquello que las superioras hacen o
dicen, permiten o niegan, mientras no es contra los mandamientos de
Dios; porque entonces no conviene obedecerlo ni aprobarlo. Pero fuera
de esto, las súbditas deben siempre creer y hacer confesar a su
propio juicio que las superioras obran muy bien y que tienen bastante
razón para hacerla; porque de otra suerte seria hacerse
superiora, y a la superiora inferior, constituyéndose juez de su
causa. Conviene doblar las espaldas al peso de la santa obediencia,
creyendo que entrambas superioras .tuvieron bastante causa para ordenar
lo que ordenaron, aunque diferentemente y al contrario la una de la
otra.
Pero ¿no seria licito a una monja, por si lo imagináis,
que largo tiempo ha vivido en la Religión, y ha hecho grandes
servicios, relajarse un poco en la obediencia a lo menos en alguna cosa
leve? ¡Oh buen Dios! Eso seria hacer lo mismo que un piloto
experto, que habiendo conducido su nave al puerto después de
haber trabajado larga y penosamente por salvarla del peligro de la
tormenta y de los vahios del mar, quisiese al fin, llegando al puerto,
romperla y arrojarse nI mar. ¿Quién no le tendría
por loco? Porque si eso quisiese hacer, excusado era trabajar tanto en
conducirla al puerto. La religiosa que ha comenzado bien no lo ha hecho
todo, si hasta el fin no persevera.
Tampoco se ha de decir que solo a las novicias pertenece ser tan
exactas; porque si bien ordinariamente se ve en todas las Religiones
que las novicias son muy exactas mortificadas, esto no es porque ellas
tengan más obligación que las profesas; no por cierto, de
ninguna manera la tienen, antes perseveran en obediencia por conseguir
la gracia de la profesión; pero las profesas están
obligadas en virtud de los votos que ha hecho, los que no basta
haberlos hecho para ser religiosas si no los guardan. La religiosa que
pensase poderse relajar en alguna cosa después de su
profesión, aun después de haber vivido en la
Religión mucho tiempo, se engañaría
grandemente. Nuestro Señor se mostró más exacto en
su muerte que en su infancia en dejarse manejar y doblar, como tantas
veces he dicho, y esto baste para aficionarnos a la obediencia. Resta
solamente decir con brevedad una palabra sobre la pregunta que ayer
tarde se me hizo: esto es, si es lícito a las hermanas decirse
la una a la otra que han sido mortificadas por la superiora o maestra
de novicias en alguna ocasión. Respondo que esto se puede decir
de tres maneras:
La primera es, que una hermana puede ir a decir a otra: ¡oh mi
Dios, hermana mía! que nuestra madre me ha mortificado muy bien
y estoy toda alegre de haber sido digna de aquella mortificación
y de que la superiora me haya puesto en ocasión de lograr
aquella pequeña ganancia para mi alma, diciéndome
claramente mi falta sin perdonármela; y por esto comunica su
intento a su hermana para que le ayude a dar gracias a Dios.
La segunda manera en que se puede decir, es por consolarse. Ella juzga
la mortificación o corrección muy pesada, y se va a
descargar un poco con la hermana a quien lo dice, la cual,
compadeciéndose, le quitará una parte de la carga. Y esta
segunda no es tan soportable como la primera, porque se comete una
imperfección en quejarse.
La tercera, es de todo punto mala, que es decirlo por modo de
murmuración y sentimiento, y por dar a entender que la superiora
le ha hecho agravio. Este modo, yo sé bien que por la gracia de
Dios no se usa en esta Casa. En la primera, aunque no sea malo el
decirlo, seria bueno el callarlo recogiéndose dentro de si misma
y consolándose con Dios. En la segunda, ciertamente no conviene
usarlo, porque por medio de nuestras quejas perdemos el mérito
de la mortificación. ¿Sabéis lo que se ha de hacer
cuando somos corregidos o mortificados? Debemos tomar la
mortificación como una manzana de amor y esconderla en nuestro
corazón, besándola y acariciándola lo más
tiernamente que nos sea posible.
El andar diciendo: yo vengo de hablar a nuestra madre; yo estoy tan
seca como estaba antes; no hay otra cosa sino allegarse a Dios; yo no
hallo consuelo alguno en las criaturas; menos consolada estoy de lo que
estaba, esto no es conveniente. La hermana a quien esto se dice,
debería responder dulcemente: Mi amada hermana, ¿por
qué no os habéis conformado con Dios en la manera que
decís? Conviniera hacerla antes de ir a hablará nuestra
madre, y no saldríais disgustada de que no os consolase; pero en
el sentido que decís, que conviene estrecharse mucho con Dios,
mirad bien no sea que buscándole a falta de las criaturas no se
quiera dejar hallar; porque quiere ser buscado ante todas las cosas y
con desprecio de todas ellas. ¿Por qué las criaturas no
me consuelan, yo busco al Criador? eso no, el Criador merece que yo lo
deje todo por él, y así quiere que lo hagamos.
Cuando, pues, salimos de la presencia de la superiora sin haber
recibido ni una sola gota de consuelo, conviene que llevemos nuestra
sequedad como un bálsamo precioso, del modo que se hace con los
afectos que se reciben en la santa oración. Digo como un
bálsamo, porque tengamos un gran cuidado de no dejar derramar
este licor precioso que se nos ha enviado del cielo, como un
grandísimo don, a fin de perfumar nuestro corazón con la
privación del consuelo que pensábamos hallar en las
palabras de la superiora.
Pero hay una cosa que notar a este propósito, y es que tal vez
se halla una persona con un corazón seco y duro cuando va a
hablar a la superiora, que no es capaz de ser rociado ni bañado
con el agua de la consolación, de modo que de ninguna manera
puede recibir lo que dice la superiora, y aunque hable muy a
propósito de vuestra necesidad, no obstante no lo parece. Otra
vez os hallaréis con el corazón tierno y bien dispuesto,
y ella no os dirá más que tres o cuatro palabras no tan a
propósito de vuestra perfección como las otras, y
quedaréis consolada. Y ¿por qué es esto? porque
vuestro corazón se hallaba dispuesto para ello, parece que las
superioras tienen el consuelo en los labios y que le derraman
fácilmente en los corazones que ellas quieren? os
engañais, porque no siempre pueden estar de un mismo humor como
a todos sucede. Dichoso aquel que puede guardar igualdad de
corazón en medio de tanta desigualdad de sucesos. Apenas
estaremos consolados, cuando de allí a poco tendremos el
corazón tan seco que nos costará mucho trabajo decir una
palabra de consuelo.
También me preguntáis ¿cuál es el ejercicio
más propio para hacer morir al propio juicio? A lo que respondo,
que el cortar fielmente toda clase de discursos y ocasiones en que
él se quiere hacer señor, obligándole a entender
que no es más que un criado. Porque, amadas hijas, no por otro
medio que por actos reiterados alcanzamos las virtudes, si bien ha
habido algunas almas a quienes Dios se las concedió todas en un
momento. Cuando, pues, os viene deseo de juzgar si una cosa está
bien o mal ordenada, cortad el discurso a vuestro propio juicio. Y
cuando después os dijeren que se ha de hacer cierta cosa de esta
o de aquella manera, no os detengáis a discurrir o discernir si
se podía hacer mejor de otra, forzando a vuestro juicio a creer
que jamás pudiera estar mejor hecha que de la manera que se os
dijo.
Si os ponen algún ejercicio, no permitáis a vuestro
juicio que se ponga a discernir si os vendrá bien o no: y
advertid que, aunque hagáis la cosa en la forma que se os ha
mandado, muy de ordinario el juicio propio no obedece; quiero decir, no
se sujeta, porque no aprueba el mandato, de que ordinariamente se
origina la repugnancia que tenemos en sujetarnos a hacer lo que se nos
manda. Porque el entendimiento y el juicio representan a la voluntad
qué no se debió mandar, o que convendrá usar de
otros medios para hacer lo que se nos dice fuera de los que se nos dan;
y así la voluntad no puede sujetarse, porque siempre hace
más estima de las razones que le muestra el propio juicio que de
cualquiera otra cosa, porque cada uno cree que es su juicio el mejor.
Jamás encontré persona que no haga caso de su juicio,
sino dos que me confesaron que de ninguna manera le tenían: y el
uno de ellos, habiendo venido una vez a buscarme, me dijo:
Señor, decidme, os ruego, cierta cosa, porque yo no tengo juicio
para comprenderla; lo que me causó mucha admiración.
En nuestra edad tenemos un ejemplo muy notable de la
mortificación del propio juicio. Este es un doctor grande y de
mucho nombre, el cual compuso un libro que tituló: De las
Dispensaciones y Preceptos, y habiendo llegado un día a las
manos del Papa, juzgó que contenía algunas proposiciones
erróneas, y escribió a este doctor que las quitase
dé su libro. Él, habiendo recibido el mandato,
rindió tan absolutamente su juicio, que no quiso declarar su
opinión para justificarse, antes por el contrario creyó
que había errado y que se había dejado engañar de
su propio juicio; y subiendo en la cátedra leyó en alta
voz lo que Su Santidad le había escrito; cogió el libro y
le hizo pedazos, y después dijo, que lo que el Papa había
juzgado sobre aquel hecho, estaba muy bien, que aprobaba de todo
corazón la censura y corrección paternal que se
había dignado hacerle, siendo justísima y
dulcísima para él que merecía ser rigurosamente
castigado: que se maravillaba mucho de como tan ciegamente se
había dejado engañar de su juicio en cosas
manifiestamente perniciosas. De ninguna manera estaba obligado a tanto,
porque Su Santidad no se lo mandaba; solo le decía que borrase
de su libro cierta cosa que no le parecía bien; y es de notar
que no eran cosas de herejía ni manifiestamente erróneas
que no se pudiesen defender. Mostró, empero, en esta
ocasión una gran virtud y una mortificación del propio
juicio admirable.
Muchas veces veréis los sentidos mortificados, porque la propia
voluntad concurre a mortificarlos: vergonzosa cosa sería
manifestar resistencia a la obediencia: ¿qué se
diría de nosotros? Pero del propio juicio, muy raramente se
halla bien mortificado alguno. Confesar que lo que se manda es bueno,
amarlo y tenerlo como cosa buena y útil sobre todas las otras,
esto es a lo que el propio juicio resiste. Porque hay muchos que dicen:
Yo bien haré lo que se me manda, pero conozco que se
haría mejor de otra manera. ¡Oh pobre de mí! si de
ese modo alimentáis vuestro juicio, sin duda él os
embriagará; porque no hay diferencia entre una persona
embriagada y otra que está llena de su propio juicio.
Estando un día David en campaña con sus soldados, cansado
y acosado del hambre, no hallando ya de que comer, envió a pedir
al marido de Abigail algunas vituallas: estaba el miserable por
desgracia embriagado, y comenzando a hablar como tal, dijo que David,
después de haberse comido sus robos, enviaba a su casa para
arruinarle como a los otros; y que él no pensaba darle cosa
alguna: sabiendo esto David, dijo: Vive Dios, que me lo ha de pagar el
descomedido al bien que de mi ha recibido, guardándole su ganado
y estorbándole el daño que le podía venir (1Re 25,
21). Abigail, siendo avisada del enojo de David, fue el día
siguiente a buscarle con un presente por aplacarle, usando de estos
términos: Señor mío, ¿qué
queréis hacer con un loco? Ayer que mi marido estaba embriagado
habló mal; pero habló como tal y como loco. Templad.
señor, vuestro enojo y no queráis poner vuestras manos en
él porque después os pesará de haberlas puesto en
un loco. Las mismas excusas se pueden dar de una persona embriagada y
de nuestro propio juicio; porque poco menos está incapaz de
razón la una que el otro. Conviene, pues, tener
grandísimo cuidado en apartarle de estas consideraciones, para
que con sus discursos no nos embriague, principalmente en lo que toca a
la obediencia.
En fin, queréis saber si debéis tener una grande
confianza y cuidado en avisaras vuestras faltas las unas a las otras
con caridad. Esto sin duda, hijas mías, conviene hacerla, porque
¿a qué propósito veréis en vuestra hermana
un defecto y no procuraréis quitársele por medio de una
advertencia? Pero es necesario tener en esto discreción; porque
no sería buen tiempo de advertírselo cuando la viereis
poco dispuesta o apretada de melancolía; pues entonces
correrá peligro de que ella al primer encuentro desprecie
vuestra advertencia. Es menester detenerse un poco y después
advertírselo en confianza y caridad. Si una hermana os dice
palabras que tiran a murmuración, y por otra parte se ve que
tiene el corazón sosegado, sin duda conviene que con mucha
confianza le digáis: Hermana mía, esto no está
bien hecho; pero si conocéis que su corazón está
movido por alguna pasión, entonces conviene mudar de
plática lo más diestramente que podáis.
Diréis que tenéis miedo de advertir muy a menudo a una
hermana las faltas que hace, porque con esto se le quita la seguridad y
viene a caer más con el mismo recelo que tiene de caer.
¡Oh mi Dios! no conviene hacer este juicio de las hermanas de
acá dentro; porque esto de perder la seguridad cuando se
advierten los defectos, no pertenece sino a las hijas del mundo.
Nuestras hermanas aman mucho su abatimiento para hacerlo así, y
están tan lejos de conturbarse por eso, que antes
cobrarán mayor aliento y tendrán más cuidado de
enmendarse, no ya por evitar el ser advertidas; porque supongo que aman
en supremo grado todo lo que las puede hacer viles y abatidas a sus
ojos, sino por hacer siempre mejor lo que deben y ajustarse más
a su vocación.
ENTRETENIMIENTO XII
De la simplicidad y prudencia religiosa
La virtud de que hemos de tratar es tan necesaria, que, aunque yo he
hablado muchas veces de ella, con todo eso tenéis deseo de que
haga de ella una conversación entera. Conviene primeramente
saber qué cosa sea esta virtud de la simplicidad. Bien
sabéis que comúnmente llamamos a una cosa sencilla o
simple cuando no está recamada, aforrada o guarnecida. Pongo por
ejemplo: solemos decir: ved allí una persona que anda vestida
muy simplemente, cuando no lleva en su vestido cosa de hechura o
guarnición ni algún aforro labrado que se vea, sino que
su hábito y vestido es de una sola tela y un traje simple. La
simplicidad, pues, no es otra cosa que un acto de caridad puro y
simple, que no tiene otro fin que adquirir el amor de Dios; y nuestra
alma es simple, cuando no tiene otra pretensión en todo cuanto
obra.
La historia tan común de las hermanas que hospedaban a Nuestro
Señor, Marta y Magdalena, es muy considerable a este
propósito: porque ¿no veis como, aunque el fin de Marta
era loable porque quería regalar a Nuestro Señor, no
dejó de ser reprendida por el divino Maestro? Y la razón
fue porque, además del buen fin que ella tenía en su
solicitud, miraba también a Nuestro Señor en cuanto a
hombre, y le parecía era como los otros hombres a los cuales un
solo manjar o una especie de vianda no les basta: esto era lo que
grandemente la conturbaba con el deseo de aparejar muchos platos. Y de
este modo anteponía al primer fin, que es el amor de Dios, el
ejercicio de otras muchas menores pretensiones; por las que Nuestro
Señor la reprendió: Marta, Marta, tú te turbas por
muchas cosas, siendo así que una sola es necesaria, que es la
que Magdalena ha escogido y jamás le será quitada (Mt 10,
16). Este acto, pues, de caridad simple, que hace que no tengamos otra
mira en todas nuestras acciones que el solo deseo de agradar a Dios, es
la parte de María, que solo es necesaria, y esta es la
simplicidad, virtud inseparable de la caridad en cuanto mira
derechamente a Dios, sin que jamás pueda sufrir alguna mezcla de
propio interés: de otra manera no sería simplicidad, pues
ella no puede tolerar alguna distracción con las criaturas, ni
consideración alguna de ellas; solo Dios tiene lugar en ella.
Esta virtud es puramente cristiana. Los gentiles, aun los que hablaron
mejor de las otras virtudes, no tuvieron noticia alguna de esta, como
tampoco de la humildad; porque de la magnificencia, de la liberalidad y
de la constancia escribieron muy bien; mas de la simplicidad y de la
humildad, no dijeron ni una palabra. Nuestro Señor bajó
del cielo para dar conocimiento a los hombres de la una y de la otra;
de otra manera siempre hubieran ignorado tan importante doctrina.
Sed prudentes como las serpientes, dijo a sus Apóstoles; pero
pasad un poco adelante, y simples como las palomas (Lc 10, 42).
Aprended de las palomas a amar a Dios en simplicidad de corazón,
no teniendo más que esta sola pretensión y fin en todas
vuestras obras; pero no imitéis solamente la simplicidad del
amor de las palomas en cuanto nunca tienen más que un consorte,
por el que lo hacen todo y a quien solo quieren agradar; pero imitadlas
también en la simplicidad que practican en el ejercicio y
testimonio que dan de su amor; porque no hacen muchas cosas, ni grandes
caricias, sino que simplemente dan sus pequeños gemidos
alrededor de sus palomos y se contentan con tener su
compañía cuando están presentes.
La simplicidad destierra del alma la solicitud y cuidado que muchos
inútilmente tienen en buscar muchos ejercicios y medios para
amar a Dios, como ellos dicen; y les parece, que si no hacen todo lo
que los Santos hicieron no pueden estar contentos. ¡Pobre gente!
ellos se atormentan por hallar el arte de amar a Dios, y no saben que
no hay otro que amarle; piensan que hay cierto artificio para adquirir
este amor, cuando este no se halla sino en la simplicidad. Esto que
digo que no hay arte, no es por despreciar ciertos libros que se
titulan: Arte de amar a Dios, porque estos enseñan que no hay
otro arte que ponerse a amarle, quiero decir, poner en ejecución
las cosas que le son agradables, lo que es el solo medio de hallar y
conseguir este sagrado amor, con tal que esta práctica se
emprenda con sencillez y sin turbación ni congoja.
La simplicidad abraza verdaderamente los medios que a cada uno,
según su vocación, le están señalados para
adquirir el amor de Dios; de tal modo que no quiere otro motivo para
ser incitada buscar y conseguir este amorque su mismo fin; de otra
manera no sería perfectamente simple; porque no puede sufrir,
por perfecta que sea, otra mira que el puro amor de Dios que es su sola
pretensión. Pongo por ejemplo: si una va al oficio y le
preguntan ¿dónde vais? responderá, a mi oficio:
¿pero por qué vais? Yo voy por alabar a Dios. ¿Por
qué más en esta hora que en otra? Porque habiendo tocado
la campana, sino fuese causaría nota. El fin de ir al oficio por
Dios es muy bueno; pero aquel motivo no es simple; pues que la
simplicidad requiere que ella vaya solo por el deseo de agradar a Dios
sin otra mira alguna; y así en todas las cosas.
Pero antes de pasar adelante, conviene descubrir un engaño que
hay en el espíritu de muchos tocante a esta virtud; porque ellos
piensan que la simplicidad es contraria a la prudencia, y que la una es
opuesta a la otra; lo que no es así, porque jamás las
virtudes se contradicen entre sí, antes tienen una
grandísima unión. La virtud de la simplicidad es opuesta
y contraria al vicio de la astucia, vicio que es la fuente de donde
proceden las cautelas, artificios y dobleces. La astucia es una masa de
trazas, engaños y malicias, por cuyo medio se hallan invenciones
para engañar al prójimo y a aquellos con quienes
tratamos, para atraerlos a lo que pretendemos, que es hacerles entender
que no tenemos otro sentimiento en el corazón que el que
manifestamos por la boca, ni otro conocimiento de la materia de que se
trata; cosa que infinitamente es contraria a la sencillez y candor, que
requiere tengamos el interior enteramente conforme al exterior. No por
esto, quiero decir, que se deben manifestar los movimientos de nuestras
pasiones en lo exterior como lo sentimos en lo interior; porque no es
contra la simplicidad el mostrar entonces el buen semblante que se
puede tener. Conviene hacer siempre distinción entre los afectos
de la parte superior de nuestra alma y los de nuestra parte inferior.
Es cierto que algunas veces sentimos gran conmoción en nuestro
interior cuando se nos da una corrección, o por otra cualquiera
contradicción; pero este movimiento no proviene de nuestra
voluntad, antes todo él pasa en la parte inferior sin
consentirlo la parte superior, la que las más de las veces tiene
por buena, agradece y acepta la corrección.
Hemos dicho que la simplicidad tiene su continua mira en la
adquisición del amor de Dios; pero este amor quiere de nosotros
que refrenemos nuestros sentimientos, que los mortifiquemos y
consumamos. Y por esto no quiere que los manifestemos y permitamos
salir a fuera: no es, pues, faltar a la simplicidad el mostrar el
rostro alegre cuando en lo interior estamos turbados.
Pero diréis ¿no será engañar a los que nos
ven, supuesto que cuando nos hallamos muy inmortificadas,
creerán que somos muy virtuosas? Esta reflexión, hijas
mías, sobre lo que se dirá o se pensará de
vosotras es contraria a la simplicidad; porque hemos dicho que ella no
mira más que a contentar a Dios y de ninguna manera a las
criaturas, sino en cuanto el amor de Dios lo requiere. Después
que el alma sencilla ha hecho una acción que juzga deberse
hacer, no piensa más en ella; y si le viene al pensamiento lo
que se dirá o pensará de ella, corta con prontitud el
discurso porque no puede sufrir algún divertimento en su
pretensión, que es la de estar atenta a su Dios para que crezca
en ella su amor; la consideración de las criaturas no la mueve
en cosa alguna, porque todo lo refiere a su Criador.
Lo mismo se puede decir, si se pregunta si es permitido servirse de la
prudencia para no descubrir a los superiores lo que se pensase que los
podría turbar o causarnos pesadumbre diciéndolo; porque
la simplicidad no mira sino si es conveniente decir o hacer tal cosa, y
después se pone a hacerla sin perder tiempo en pensar si el
superior se turbará o si me inquietaré yo si le digo lo
que imagino de él; si es preciso que yo se lo diga, no
dejaré de hacerla sencillamente, y después suceda lo que
Dios fuere servido; mientras yo haya cumplido con mi obligación,
nada habrá que me dé cuidado. No es conveniente temer
tanto la turbación que a mi o a otros puede venir; porque la
turbación por sí misma no es pecado. Si yo entiendo que
yendo en compañía de alguno me dirá otro alguna
palabra que me turbará y conmoverá, no por esto debo
dejar de ir; pero debo armarme de la confianza que debo tener en la
protección divina que me dará fuerzas para vencer mi
naturaleza, contra la que quiero pelear: esta turbación no
alcanza más que a la parte inferior del alma, y por eso no
conviene asombrarnos de ella cuando no ha venido, quiero decir, cuando
no consentimos en lo que ella nos sugiere; porque en caso que
consistiésemos no con vendría ejecutarlo.
Pero esta turbación ¿de dónde pensáis que
proviene sino de falta de simplicidad? porque nos ponemos a pensar en
lo qué dirán o qué pensarán, en vez de
pensar en Dios y en lo que nos puede hacer más agradables a su
bondad. Mas dirá alguna: ¿si yo digo una cosa y me quedo
después con más pena que antes de haberla dicho? Bien, si
vos no me la queréis decir, ni es necesaria, porque no se
necesita de instrucción sobre aquel hecho, resolveos prontamente
y no perdáis tiempo en considerar si la debéis decir o
no; porque ¿á qué propósito se ha de gastar
una hora de consideración sobre cada una de las acciones menudas
de nuestra vida?
En lo demás, entiendo que es mejor y más conveniente
decir a la superiora los pensamientos que más nos mortifican,
que muchos otros que no sirven de nada, sino de aumentar la
conversación que tenéis con ella y si por esto
quedáis con pena, vuestra poca mortificación lo causa.
¿Por qué intento diré yo lo que no es necesario ni
en provecho mío, dejando de decir lo que me puede mortificar? La
simplicidad, como ya he dicho, no busca más que el puro amor de
Dios, el que jamás se halla tan bien como en la
mortificación de nosotros mismos: y al paso que crece la
mortificación nos acercamos más al lugar donde hemos de
hallar su divino amor.
Fuera de esto, los superiores deben ser perfectos, o por lo menos deben
hacer las obras con perfección, y por eso tienen los
oídos abiertos para escuchar y entender todo lo que se les
quiere decir, sin tomar la menor pesadumbre. La simplicidad no se mete
en lo que hacen o harán los otros; solo piensa en sí, y
aun para sí no tiene más pensamientos que aquellos que
son verdaderamente necesarios; porque de los demás siempre se
retira prontamente. Esta virtud tiene gran parentesco con la humildad,
la que no permite que tengamos mala opinión sino de nosotros
mismos.
Vosotras me preguntáis ¿cómo se ha de observar la
simplicidad en las conversaciones y recreaciones? Yo os respondo que
como en todas las demás acciones; bien que en estas conviene
tener una santa libertad y franqueza para entretenerse en materias que
sirvan al espíritu de alegría y recreación.
Conviene ser muy natural y llana en la conversación; pero no por
eso inconsiderada, porque la simplicidad sigue siempre la regla del
amor a Dios. Si os sucediere decir alguna cosilla que parezca no haber
sido bien recibida de todas como quisierais, no por eso conviene
detenerse a hacer reflexión o examen sobre todas vuestras
palabras; no, porque sin duda es el amor propio el que nos mueve a
hacer estas pesquisas y averiguaciones de si lo que hemos dicho es bien
recibido o no: porque la santa simplicidad no corre tras sus palabras
ni acciones, antes deja a la divina Providencia el suceso de ellas, a
la que soberanamente se llega sin desviarse ni a la! .diestra ni a la
siniestra, siguiendo simplemente su camino; y si en él encuentra
alguna ocasión de practicar cualquiera virtud, se vale de ella
diligentemente como de medio oportuno para llegar a su
perfección que es el amor de Dios; pero no se congoja por
buscarla, ni tampoco las menosprecia, de nada se inquieta,
conservándose tranquila y pacífica en la confianza que
tiene de que Dios sabe que su deseo es de agradarle, y esto le basta.
Mas ¿cómo se podrán concordar dos cosas tan
contradictorias? La una por una parte nos dice que es necesario tener
gran cuidado de nuestra perfección y adelantamiento, y la otra
nos prohíbe pensar en ello. Notad aquí, si os parece la
miseria del espíritu humano; porque jamás se contiene en
un medio, siempre corre a los extremos. Esta falta traemos de nuestra
madre Eva; porque ella hizo lo mismo cuando el maligno espíritu
la tentó para que comiese del fruto prohibido. Dijo que Dios le
había vedado el tocarle, en lugar de decir que le había
prohibido el comerle. No se dice que no penséis en vuestro
aprovechamiento, sino que no penséis en él con inquietud
y congoja.
También es falta de simplicidad hacer tantos discursos, cuando
veis las unas a las otras cometer faltas, para saber si son cosas que
necesitan decirse a la superiora; porque decidme ¿la superiora
no es capaz de hacerlos para juzgar si es necesaria la
corrección o no? Mas ¿sé yo, diréis, con
qué intención nuestra hermana ha hecho tal cosa? Bien
puede ser que su intención sea buena, y así no
debéis acusar su intención, sino su acción
exterior si en ella hay imperfección; ni tampoco digáis
que la cosa es de poca consecuencia y que no ha de servir más
que para dar pena a la pobre hermana, porque todo eso es contrario a la
simplicidad.
La regla que os manda procurar la enmienda de las hermanas por medio de
las advertencias, no os ordena ser en este punto tan atentas como si el
honor de las hermanas dependiese de esta acusación.
Verdaderamente conviene observar y atender el tiempo proporcionado para
la corrección; porque es algo peligroso hacerla al mismo punto
que se comete la falta, pero después debemos hacer con
simplicidad aquello a que estamos obligados según Dios, y esto
sin escrúpulo. Porque, aunque puede suceder que esta persona se
apasione y turbe después de la advertencia que le habéis
dado, vos no sois la causa de ello, sino su in mortificación. y
si entonces comete alguna falta, esa le será motivo para que
después evite otras muchas que pudiera cometer si perseverase en
su defecto. La superiora no debe dejar de corregir a las hermanas por
conocer que tienen gran repugnancia a la corrección, pues es muy
posible que esta aversión la tengamos mientras
viviéremos, porque es una cosa totalmente contraria a la
naturaleza del hombre amar el ser despreciado y corregido. Pero a esta
contrariedad no debe favorecerla nuestra voluntad, la que debe amar la
humillación.
Vosotras queréis que os diga una palabra de la simplicidad que
debéis tener en dejaras guiar, según el interior,
así por Dios como por vuestros superiores. Almas hay que no
quieren, según ellas dicen, ser guiadas sino por el
espíritu de Dios; y les parece, que todo lo que imaginan es
inspiración y moción del Espíritu Santo que las
toma por la mano como a niñas, y las conduce en todo lo que
ellas quieren hacer. En lo que verdaderamente se engañan mucho,
porque considerad, os ruego, si ha habido jamás vocación
más particular que la de san Pablo, en la cual le habló
Nuestro Señor por sí mismo para convertirle, y con todo
eso no le quiso instruir, sino que le envió a Ananías,
diciéndole: Entra en la ciudad y hallarás un hombre que
te dirá lo que has de hacer. Y aunque san Pablo pudiera decir:
Señor, ¿y por qué Vos mismo no me lo decís?
No lo dijo; antes simplemente se fue como se le mandaba. ¿Y
nosotros pensaremos ser más favorecidos de Dios que san Pablo,
creyendo que nos quiere guiar él mismo sin ministerio de alguna
criatura?
La guía de Dios para vosotras, carísimas hijas, no es
otra que la obediencia; porque fuera de ella todo es engaño.
Verdad es, que no todos somos llevados por un camino; pero
también es cierto, que no es dado a cada uno de nosotros conocer
por cual Dios nos llama; esto pertenece a los superiores, los cuales
tienen luz de Dios para conocerlo. No se ha de decir que ellos no nos
conocen bien; porque debemos creer que la obediencia y la
sumisión son siempre las verdaderas señales de la buena
inspiración. Y aunque puede suceder que no tengamos algún
consuelo en los ejercicios que nos mandan hacer, y que los hallemos
abundantes en otros, no se ha de juzgar la bondad de nuestras acciones
por los consuelos, pues no conviene asirnos a nuestra propia
satisfacción; porque esto será coger las flores y no el
fruto.
Más provecho sacaréis de lo que hiciereis siguiendo la
dirección de los superiores, que no ejecutando vuestros
instintos interiores, que de ordinario no provienen sino del amor
propio, que so color de bien procura complacerse en la vana estima de
nosotros mismos. Es una verdad muy cierta que vuestro bien depende del
dejaros guiar y gobernar por el espíritu de Dios sin reserva; y
esto es lo que pretende la verdadera simplicidad que Nuestro
Señor tanto encomendó: Sed simples corno las palomas,
dijo a sus Apóstoles; pero no paró aquí;
pasó adelante, diciendo: Si no fuereis hechos simples como un
niño, no entrareis en el reino de mi Padre.
Un niño cuando es chiquito vive con gran simplicidad, la que
hace que no tenga otro conocimiento que el de su madre: tiene, un solo
amor, el de ésta, y en este amor una pretensión sola que
es su pecho y descansando en él no quiere otra cosa. El alma que
tiene perfecta simplicidad no tiene más que un amor, que es a
Dios, y este amor pretende una sola cosa, que es descansar en el seno
del Padre celestial, y allí, como un niño amoroso, hacer
su estancia, dejando totalmente todo el cuidado de sí misma a su
buen Padre, sin que jamás, después, se cuide de cosa
alguna sino de perseverar en esta santa confianza. No la inquietan
tampoco los deseos de las virtudes y de las gracias que le parece son
necesarias. Ella verdaderamente nada desprecia de lo que halla en su
camino; pero tampoco se fatiga en buscar otros medios para
perfeccionarse fuera de aquellos que le están señalados.
Pero ¿de qué sirven tan ansiosos e inquietos deseos de
virtudes, cuya práctica no es necesaria?
La dulzura, el amor de nuestro abatimiento, la humildad, la suave
caridad y cordialidad con el prójimo y la obediencia son las
virtudes cuya práctica es común; y por esto nos es
necesaria porque la ocurrencia de las ocasiones es muy frecuente. Pero
en cuanto a la constancia, a la magnificencia y otras tales virtudes,
que es muy posible que jamás se nos ofrezca ocasión de
practicarlas, no pongamos mucho cuidado en ellas, que no por eso
seremos menos magnánimos ni generosos.
Me preguntáis ¿de qué modo deben gobernarse en
todas sus acciones las almas que son llamadas en la oración a
esta santa simplicidad y a este perfecto dejamiento en Dios? Yo
respondo, que no solamente en la oración sino en el progreso de
toda su vida deben caminar invariablemente en espíritu de
simplicidad, renunciando y dejando toda su alma, sus acciones y sucesos
al beneplácito de Dios por un amor de perfecta y
obsoletísima confianza, remitiéndose a la merced y al
cuidado del amor eterno que de ellas tiene la divina Providencia. Y por
esto conservan su ánimo firme en esta forma de vida, sin
permitir que se diviertan a hacer reflexiones sobre sí mismas
para ver lo que obran o si están satisfechas. ¡Ay! que
nuestras satisfacciones y consuelos no satisfacen los ojos de Dios,
antes solamente con ten tan a este miserable amor y cuidado que tenemos
de nosotros mismos, y no en Dios y en su consideración.
Verdaderamente los niños, que Nuestro Señor: nos
señala por modelo de nuestra perfección, no tienen
ordinariamente cuidado alguno o pensamiento de sí mismos en
presencia de sus padres, estanse asidos de ellos sin volverse a mirar
ni a sus satisfacciones ni a sus consolaciones que toman con buena fe y
gozan en simplicidad, sin curiosidad alguna de considerar las causas ni
los efectos; el amor les ocupa bastantemente sin que puedan hacer otra
cosa. El que está muy atento a complacer amorosamente al amante
celestial, no tiene corazón ni lugar de volver sobre sí
mismo, anhelando continuamente su espíritu a la parte que le
lleva el amor.
Este ejercicio del continuo dejamiento de sí mismo en las manos
de Dios, comprende excelentemente toda la perfección de los
otros ejercicios en su perfectísima simplicidad y puridad, y
mientras Dios nos permita el uso de él, no debemos mudarle. Las
amantes espirituales esposas del Rey celestial se miran de cuando en
cuando como las palomas que están junto a las aguas cristalinas,
por ver si están bien compuestas conforme al gusto de su amante,
y esto se hace en el' examen de la conciencia; en el cual se limpian,
purifican y adornan lo mejor que pueden, no por ser perfectas, no por.
'Satisfacerse, no por deseo de adelantarse en el bien, sino, por
obedecer al Esposo, por la reverencia que le tienen y por el extremado
deseo que tienen de darle contento.
¿No es, pues, este un amor purísimo, limpísimo,
simplicísima? pues ellas no se purifican por ser puras, no se
adornan por ser bellas, sino solamente por agradar a su amante; al cual
si el desaliño le fuera agradable, le amaran como con el
aliño? Y así estas simples palomas no ponen cuidado ni
muy grande, ni ansioso en limpiarse y adornarse; porque la confianza
que su amor les da de ser muy amadas, aun':' que indignas; digo que la
confianza que su amor les hace tener en el amor y bondad de su amante
les quita toda inquietud y desconfianza de no parecer bastantemente
bellas. Fuera de que el deseo de amar, más que de componerse y
prepararse para el amor, ataja toda curiosa solicitud, y hace que se
contenten con una dulce y fiel preparación hecha amorosamente y
de buena voluntad.
Y por concluir este punto, san Francisco, enviando sus hijos fuera a
algún viaje, les daba este consejo en lugar de dinero y por toda
su provisión: Poned todo vuestro cuidado en el Señor, y
él os alimentara (Sal 54, 23). Yo os digo lo mismo,
carísimas hijas; arrojad bien todo vuestro corazón,
vuestras pretensiones, vuestras solicitudes y aficiones en el seno
paternal de Dios, y él os guiará, o por mejor decir, os
llevara a donde os quiere su amor.
Oíd e imitad al divino Salvador, que como perfectísimo
salmista canta los soberanos quilates de su amor sobre el aro bol de la
cruz, y los concluye todos así: Padre mío, yo remito y
encomiendo mi espíritu en vuestras manos: Después de
haber dicho esto, queridas hijas, ¿qué resta sino espirar
y morir con la muerte del amor, no viviendo más en nosotros
mismos, sino viviendo Jesucristo en nosotros? Entonces cesarán
todas las inquietudes de nuestro corazón, nacidas del deseo que
el amor propio nos sugiere y de la ternura que nos tenemos a nosotros
mismos y por nosotros mismos, que nos hace secretamente inquietar por
conseguir las satisfacciones y perfecciones propias: y embarcados
dentro de los Ejercicios de nuestra vocación con el viento de
esta simple y amorosa confianza, sin cuidar de nuestro aprovechamiento,
lo promoveremos grandemente; sin andar nos adelantaremos; y sin
movernos del puesto, ganaremos tierra, como hacen los que navegan en
alta mar con viento favorable.
Entonces todos los sucesos y variedad de accidentes que sobrevienen se
reciben dulce y suavemente; porque al que está en las manos de
Dios, al que reposa en su seno, al que se ha dejado en su amor, al que
se ha remitido a su beneplácito ¿qué cosa le puede
hacer titubear o mover? Verdaderamente en todo suceso, sin ocuparse en
filosofar sobre las causas, razones y motivos de los acaecimientos,
pronuncia de todo corazón este santo consentimiento del
Salvador: Si, Padre mío, porque así ha parecido bien
delante de Vos (Mt 11, 21). Luego nos desharemos en dulzura y suavidad
para con nuestras hermanas y demás prójimos; porque
veremos estas almas dentro del pecho del Salvador. ¡Ay! que quien
mira al prójimo fuera de él, corre riesgo de no amarle ni
pura, ni constante ni igualmente! Pero allí,
¿quién no le amará? quién no le
sufrirá? quién no llevara sus imperfecciones?
quién le juzgará enfadoso y de mala condición?
Este prójimo está, queridas hijas, dentro del pecho del
Salvador, allí está como muy amable, y tanto, que el
amante muere de amor por él.
Entonces aun el amor natural de la sangre, de la buena gracia, de las
correspondencias, de las simpatías y del trato, será
purificado y reducido a la perfecta obediencia del amor purísimo
del beneplácito divino. Y verdaderamente el gran bien y la gran
dicha de las almas, que aspiran a la perfección, sería el
no tener deseo alguno de ser amadas de las criaturas, sino con este
amor de caridad que líos hace amar al prójimo y a cada
uno en el grado que desea Nuestro Señor.
Antes de acabar, digamos una palabra de la prudencia de la serpiente;
porque he pensado que habiendo dicho de la simplicidad de la paloma, se
nos pone delante luego la prudencia de la serpiente. Muchos han
preguntado ¿cuál fuese la serpiente de la que quiso
Nuestro Señor que aprendiésemos la prudencia? Dejando
todas las respuestas que se pueden dará esta pregunta, tomaremos
místicamente las palabras de Nuestro Señor: Sed prudentes
como la serpiente, la que cuando es perseguida expone todo el cuerpo
por guardar la cabeza. Lo mismo debemos hacer nosotros, exponiendo
cuando es necesario todo cuanto tenemos, por conservar en nosotros sano
y entero a Nuestro Señor y a su amor, porque él es
nuestra cabeza y nosotros sus miembros. Tal es la prudencia que debemos
tener en nuestra simplicidad.
Os digo, también, que conviene acordarse de que hay dos especies
de prudencia, que son la natural y la sobrenatural. En cuanto a la
natural, conviene mortificada, porque no es del todo buena, y nos
sugiere muchas consideraciones y providencias no necesarias, las que
tienen nuestros espíritus muy apartados de la simplicidad. La
verdadera virtud de la prudencia debe ser verdaderamente practicada,
siendo ella como una sal espiritual que da gusto y sabor a todas las
otras virtudes. Pero debe ser de tal modo practicada de las monjas de
la Visitación, que la virtud de una simple confianza sobresalga
en todo. Porque deben tener una confianza totalmente simple, que las
haga vivir en reposo entre los brazos de su Padre celestial y de su
amantísima madre Nuestra Señora, debiendo estar seguras
de que las ampararán siempre con su amantísimo cuidado,
pues se han juntado por la gloria de Dios y honra de la
Santísima Virgen su Madre. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XIII
De las reglas y del espíritu de la Visitación
Dificultosísima cosa es la que me preguntáis:
¿Cuál sea el espíritu de vuestras reglas y
cómo le podréis conseguir? Pero antes de hablar de este
espíritu conviene que sepáis qué quiere decir
tener el espíritu de una regla. Porque oímos decir
ordinariamente, tal religioso tiene el verdadero espíritu de su
Regla. Dos ejemplos sacaremos del santo Evangelio que son muy a
propósito para daros a entender esto.
Dícese, que san Juan Bautista vino en espíritu y virtud
de Elías (Lc 1, 17) y por eso reprendía osada y
rigurosamente a los pecadores, diciéndoles: Raza de
víboras (idem 3, 7) y otras palabras semejantes. Pero
¿cuál era esta virtud de Elías? Era la fuerza que
procedía de su espíritu para destruir y castigar a los
pecadores, haciendo bajar fuego del cielo, que abrasase y confundiese a
los que querían resistir a la Majestad del Señor. Luego
era un espíritu de rigor el que tuvo Elías. El otro
ejemplo del Evangelio que hace a nuestro propósito es, que
queriendo Cristo Nuestro Señor ir a Jerusalén, sus
discípulos se lo disuadían, porque los unos tenían
gana de ir a Cafarnaúm y los otros a Betania, y así
procuraban llevar a Nuestro Señor al lugar donde ellos
querían ir; porque no es solo de hoy el querer los inferiores
traer a sus dueños a su voluntad; pero el Señor, aunque
era facilísimo en condescender, esta vez se mostró con
rostro constante (Lc 9, 51.54) pues de estas mismas palabras usa el
Evangelista, para ir a Jerusalén, para que los Apóstoles
no tratasen mas de estorbárselo. Yendo, pues, a Jerusalén
quiso pasar por la ciudad de Samaria; pero los samaritanos no se lo
permitieron, por lo que Santiago y san Juan de tal manera se indignaron
contra los samaritanos por la poca acogida que hacían a su
Maestro, que le dijeron: ¿Maestro, queréis que hagamos
caer fuego del cielo para confundirlos y castigar el ultraje que os
hacen? Y Nuestro Señor les respondió: Vosotros no
sabéis de que espíritu sois. Queriendo decir; no
sabéis que no estamos ya en el tiempo de Elías, que
tenía un espíritu de rigor: y aunque este Profeta fue
grandísimo siervo de Dios, e hizo bien en hacer lo que
queréis hacer vosotros; con todo no haríais bien en
imitarle, porque yo no he venido a castigar y confundir a los
pecadores, sino a traerlos dulcemente a la penitencia ya seguirme.
Veamos, ahora, cuál es el espíritu particular de una
regla. Para entenderlo mejor, conviene daros ejemplos fuera de
vosotras, y luego volveremos a vosotras mismas. Todas las religiones y
todas las juntas de devoción tienen un espíritu general,
y cada una tiene el suyo particular. El general es la pretensión
que todas tienen de aspirar a la perfección de la caridad; pero
el espíritu particular es el medio por donde se llega a esta
perfección, que es la unión de nuestra alma con Dios y
con el prójimo por el amor de Dios. Esto se consigue con Dios
por la unión de n muestra voluntad con la suya; para con el
prójimo por la dulzura que es una virtud dependiente
inmediatamente de la caridad.
Vengamos al espíritu particular, que verdaderamente es
diferentísimo en diversas religiones. Los unos se unen a Dios y
al prójimo por la contemplación; y por eso guardan muy
grande soledad, y conversan lo menos que pueden en el mundo y aun entre
sí mismos, sino es a ciertos tiempos; únense
también con el prójimo por medio de la oración,
rogando a Dios por él; al contrario el espíritu
particular de otros es verdaderamente de unirse a Dios y al
prójimo; pero esto es por medio de la acción, aunque
espiritual; únense a Dios, pero es reuniendo al prójimo a
Dios por el estudio, por la predicación, confesiones,
conferencias y otros actos de piedad. Y para mejor ejecutar esta
acción, conversan en el mundo. También se unen a Dios por
la oración, mas con todo su fin principal es el que hemos dicho,
procurar convertir las almas y unirlas a Dios. Los primeros tienen un
espíritu severo y riguroso, con un perfecto desprecio del mundo
y de todas sus vanidades y sensualidades, queriendo con su ejemplo
incitar a los hombres a este desprecio de las cosas de la tierra; y a
esto sirve la aspereza de sus hábitos y ejercicios. Los otros
tienen otro espíritu; y así es muy necesario saber, cual
sea el espíritu particular de cada regla y congregación
piadosa.
Para entender bien esto, conviene considerar por qué fin se
principió, y los diversos medios de llegar a él. En todas
las religiones hay el fin general, como hemos dicho; pero hablo ahora
del particular, al cual conviene tener tan grande amor que no haya cosa
alguna que podamos conocer ser conforme a él, que no la
abracemos de todo nuestro corazón.
Tener amor al fin de nuestro instituto, ¿sabéis
qué cosa es? Es el ser exactas en la observancia de los medios
para llegar a este fin, que son nuestras Reglas y Constituciones, y ser
muy diligentes en obrar todo lo que depende ellas y conduce a
observarlas más perfectamente; esto es tener el espíritu
de nuestra orden religiosa. Pero conviene que esta diligente y puntual
observancia se emprenda con simplicidad de corazón; quiero
decir, que no hemos de querer pasar más adelante, pretendiendo
hacer más de lo que está contenido en nuestras Reglas.
Porque no consiste el adquirir la perfección en la multiplicidad
de las cosas que hacemos, sino en la perfección y pureza de
intención con que las practicamos. Conviene, pues, mirar
cuál es el fin de vuestro instituto y la intención de
vuestro fundador, y resolveros a guardar los medios prescritos para
llegar a él.
En cuanto al fin de vuestro instituto, no le habéis de buscar en
la intención de las tres primeras hermanas que le dieron
principio, como en el de los padres jesuitas del primer designio que
tuvo san Ignacio; porque en nada pensó menos que en hacer lo que
hizo después, como también san Francisco, santo Domingo y
los demás Santos que han fundado Órdenes religiosas; pero
Dios, a quien solo pertenece dar el ser a estas reuniones de piedad,
las ha hecho tener efecto en \;1 la manera que las vemos; porque no
conviene jamás creer" que los hombres por su invención
hayan comenzado un modo de vida tan perfecto, como es el de la
Religión; Dios es, por cuya inspiración se compusieron
las reglas que son los medios propios para llegar al fin general de
todas las órdenes religiosas, que es unirse a Dios y al
prójimo por amor de Dios. Pero como cada Orden tiene su fin
particular, como también los medios particulares para llegar a
este fin y unión general, todas también tienen un medio
general para llegar a él, que son los tres votos esenciales de
la Religión.
Todos sabemos que las riquezas y bienes de la tierra son los más
poderosos atractivos para disipar el alma, así por la sobrada
afición que en ellos se pone, como por la solicitud que es
menester para conservarlos y darles aumento. Como el hombre nunca tiene
tanto como desea, el religioso corta y arranca todo esto por el voto de
la pobreza. Lo mismo hace con la carne y todas sus sensualidades y
placeres, así lícitos como ilícitos, por el voto
de la castidad, que es un grandísimo medio para unirse
particularísimamente a Dios; porque los placeres sensuales
aflojan y debilitan grandemente las fuerzas del espíritu,
disipan el corazón y el amor que debe mas a Dios, al cual se lo
damos enteramente por este medio, no contentándonos de salir de
la tierra de este mundo, sino, saliendo también de la tierra de
nosotros mismos, quiero decir, renunciando los placeres terrenos de
nuestra carne.
Pero mucho más perfectamente nos unimos a Dios por el voto de la
obediencia, porque renunciamos toda nuestra alma, todas sus potencias,
voluntades y aficiones por someternos y sujetarnos no solamente a la
voluntad de Dios, sino a la de nuestros superiores, la cual debemos
siempre mirar como la del mismo Dios. Y este es un renunciamiento
grandísimo, por causa de las continuas producciones de
pequeñas voluntades que lleva nuestro amor propio. Estando,
pues, así apartados de todas las cosas, nos retiraremos a lo
íntimo de nuestro corazón para unirnos más
perfectamente a su divina Majestad.
Viniendo, pues, en particular al fin porque fue instituida nuestra
Congregación de la Visitación, y para comprender por
él más fácilmente cual sea su espíritu
particular, siempre he juzgado que es un espíritu de profunda
humildad para con Dios y de una gran dulzura para con el
prójimo; porque teniendo menos de rigor para el cuerpo, conviene
tenga más de suavidad en el corazón. Todos los Padres
antiguos determinaron, que donde falta la aspereza de mortificaciones
corporales, ha de haber mayor perfección de espíritu.
Conviene, pues, que la humildad para con Dios y la dulzura para con el
prójimo supla en vuestras casas la austeridad de las otras.
Y si bien las austeridades, por sí mismas son buenas y pueden
ser medios para llegar a la perfección, entre vosotras no
serían buenas, porque serían contra las reglas. El
espíritu de afabilidad es de tal suerte propio de la
Visitación, que cualquiera que quisiese introducir mayor
austeridad de la que tiene ahora destruirá al instante la
Visitación, porque irá contra el fin porque fue
instituida, que es para recibir en ella las doncellas y mujeres
débiles, enfermas y flacas que no tienen fuerzas corporales para
emprender o que no son inspiradas o llamadas a servir a Dios y unirse
con él por vía de las austeridades que se practican en
otras Órdenes religiosas.
Vosotras quizá me diréis: Si sucede que una hermana tenga
la complexión robusta, ¿no podrá hacer más
austeridades que las otras, con permisión de la superiora, de
manera que las hermanas no lo adviertan? Respondo a esto que no hay
secreto que no pase secretamente a otra, y así de una a otra se
viene a saber y hacerse pequeñas juntas en la Orden y fuera de
ella, y después todo se disipa. La bienaventurada madre santa
Teresa explica admirablemente el mal que acarrean estas pequeñas
empresas de querer hacer más de lo que la regla ordena y de lo
que hace la comunidad, y particularmente si es la superiora, el mal
será más grande; porque luego que lo ad viertan las
súbditas, querrán al punto hacer lo mismo, y no les
faltará razón para persuadirse que obrarán muy
bien, las unas llevadas del celo, las otras por complacerla, y todo
esto servirá de tentación a las que no pudieren o no
quisieren hacer lo mismo.
No conviene introducir, permitir ni tolerar jamás estas
particularidades en la Orden, excepto en alguna necesidad particular;
como si sucediese que alguna religiosa fuese afligida de alguna gran
tribulación o tentación, entonces no sería cosa
extraordinaria pedir a la superiora licencia para hacer alguna
penitencia más que las otras; porque es necesario usar de la
misma simplicidad que las enfermas que deben pedir los remedios con que
esperan recibir alivio; y cuándo se hallase alguna hermana tan
generosa y valiente que quisiese llegar a la perfección en un
cuarto de hora, haciendo más de lo que hace la comunidad, yo la
aconsejaría que se humillase y sujetase a no querer ser perfecta
sino en el espacio de tres días, andando al paso de las otras. Y
si se hallaren algunas hermanas de cuerpo sano y robusto sea en buen
hora; pero no por esto han de querer caminar más aprisa que las
que son flacas y débiles.
Ved aquí en Jacob un ejemplo maravilloso y muy propio para
mostrar cómo debemos acomodarnos con los flacos y reprimir
nuestras fuerzas para sujetamos a andar igualmente con ellos,
principalmente cuando tenemos obligación, como la tienen las
personas religiosas a seguir la comunidad en todo lo que mira a la
perfecta observancia. Jacob, pues, saliendo de casa de su suegro
Labán con todas sus mujeres, hijos, criados y rebaños
para volver a su casa, temía grandemente encontrar a su hermano
Esaú, porque pensaba estaría enojado siempre con
él; pero ya no lo estaba.
Continuando, pues, su camino, tuvo Jacob gran miedo porque
encontró a Esaú bien acompañado de una gran tropa
de soldados, y habiéndole saludado, le halló muy benigno
con él, porque le dijo: Hermano mío, vámonos
juntos, y acabemos en compañía el viaje (Gen 36, 12) A lo
que respondió el buen Jacob: Señor mío y mi
hermano, con vuestra licencia, no puede ser así; porque llevo
conmigo a mis hijos, y sus pequeños pasos ejercitarán o
darán molestia a vuestra paciencia; yo como tengo
obligación, mido mis pasos con los suyos; y también ha
poco tiempo que parieron mis ovejas, y los corderillos todavía
tiernos no podrán caminar tan aprisa, y todo esto os
detendrá demasiado en el camino. Notad, os ruego, la admirable
conformidad de este santo Patriarca: no solamente se acomoda de buena
gana a los pasos de sus pequeños hijos, sino también de
sus corderillos. Iba a pié, y el viaje fue muy feliz, como se
vio por las bendiciones que recibió de Dios en el discurso del
camino; porque vio y habló muchas veces con los Ángeles y
con el Señor de los Ángeles y de los hombres; y en fin
él fue más favorecido que su hermano que iba con tanta
compañía.
Si queremos que nuestros viajes sean benditos de la divina Bondad,
sujetémonos con gusto a la exacta y puntual observancia de
nuestras Reglas; y esto en simplicidad de corazón, sin querer
duplicar los ejercicios, lo que será ir contra la
intención del fundador y contra el fin porque se fundó la
Congregación. Acomodaos, pues, voluntariamente con las enfermas
que pueden ser recibidas, y yo os aseguro que por esto no
llegaréis más tarde a la perfección, antes, al
contrario, esto mismo será lo que os llevará más
presto a ella, Porque no teniendo que hacer mucho, os aplicaréis
a ejecutar con más perfección lo que hubiereis de hacer;
y en esto son más agradables a Dios nuestras obras, porque no
mira tanto al número de las cosas que hacemos por su amor, como
poco ha dijimos, como al fervor de la caridad con que las hacemos.
Yo hallo, sino me engaño, que si nos determinamos a querer
guardar perfectamente nuestras reglas tendremos harto que hacer sin
cargarnos de más peso; porque todo lo que concierne a la
perfección de nuestro estado está comprendido en ellas.
La Bienaventurada Madre santa Teresa dice, que sus hijas eran tan
puntuales, que era necesario que las superioras tuviesen
grandísimo cuidado de no decir cosa que no fuese muy digna de
hacerse; porque sin otra orden partían luego a hacerla; y que
para mas perfectamente observar sus reglas, eran puntualísimas
en la menor cosa que tocaba a ellas. Refiere la Santa, que una de sus
monjas, no habiendo entendido bien cierta cosa que la superiora le
mandaba, le dijo, que no le entendía; a lo que ella
respondió harto desapacible e inconsideradamente: id a meter la
cabeza en un pozo y lo entenderéis bien. Al punto la monja
partió con tanta presteza, que si no la detienen, se iba a echar
en un pozo. Es cierto más fácil guardar exactamente las
reglas, que cumplirlas en parte.
No puedo bastantemente decir la importancia de este punto de ser muy
exactas en la menor cosa que ayuda a guardar más perfectamente
la regla; como también el no querer emprender cosa alguna de
más por cualquier pretexto que sea; porque este es el medio de
conservar la orden en su entero y primitivo fervor, y lo contrario es
lo que la destruye y hace decaer de su primera perfección.
Me preguntáis si será más perfección
conformarse de tal manera con la comunidad que ni aun se pida licencia
para comuniones extraordinarias? Quién lo duda, amadas hijas
mías? sino es en ciertos casos; como son la fiesta del santo
Patrón u de otro al cual toda nuestra vida hayamos tenido
devoción, o por alguna extrema necesidad. Mas en cuanto a
ciertos favorcillos que algunas veces tenemos pasajeras, que de
ordinario son efectos de nuestra naturaleza, los que nos hacen desear
la comunión, no hay que hacer caso de ellos, como no le hacen
los marineros de un cierto vientecillo que se levanta al despuntar el
día, causado de los vapores que suben de la tierra, el que no
permanece, antes cesa luego que los vapores se han remontado y desecho;
y por esto el piloto del navío, que lo conoce, no manda
desplegar las velas para caminar con él: así nosotros no
debemos tener por buen viento, esto es, por inspiración, unas
pequeñas ganas que nos vienen ya de pedir la comunión, ya
de tener oración, o ya de otro ejercicio. Porque nuestro amor
propio, que busca siempre su satisfacción, quedará
totalmente contento de todo eso, y principalmente de estas
pequeñas invenciones, y no cesaría de pedirnos otras
nuevas. El día que la comunidad comulga, os dirá que
conviene por humildad pedir licencia para absteneros de la
comunión, y cuando llega el tiempo de humillaras, os
persuadirá a alegraras y pedir la comunión para este
efecto; y de esta manera nunca seguiréis la comunidad.
No se han de tener por inspiraciones las cosas que son fuera de la
regla, sino es en casos tan extraordinarios que la perseverancia nos
dé a entender que es voluntad de Dios; como se ha visto en
materia de comunión en dos o tres grandes Santas, cuyos
confesores querían que comulgasen cada día.
Yo hallo que es un acto grandísimo de perfección
conformarse en todas las cosas con la comunidad y no apartarse de ella
jamás por su propia elección. Porque, a más de que
este es un medio muy bueno para unirnos con el prójimo, es
también esconder nuestra propia perfección hasta a
nosotros mismos.
Hay una cierta simplicidad de corazón, en la que consiste la
perfección de todas las perfecciones, y esta es la que hace que
nuestra alma no mire más que a Dios, y que se esté
recogida y encerrada en sí misma para aplicarse, con toda la
fidelidad que le fuere posible, a la obediencia de sus reglas, sin
entretenerse a desear ni querer emprender otra cosa. No quiere intentar
cosas excelentes y extraordinarias que la puedan ganar
estimación de las criaturas, y por esto se tiene por muy baja a
sí misma, y de nada queda con satisfacción porque no obra
por su propia voluntad, ni hace cosa alguna más que las otras; y
por esto toda su santidad está escondida a sus ojos; solo la ve
Dios que se complace en su simplicidad, con la cual arrebata su
corazón y se une a él: ella corta todas las invenciones
de su amor propio, el que siente excesivo deleite en hacer cosas
grandes y excelentes que levanten nuestra estimación sobre los
otros. Tales almas gozan siempre de una\grande paz y quietud interior.
No conviene jamás creer ni pensar que por no hacer más
que las otras y seguir la comunidad tendremos menos mérito;
porque la perfección no consiste en las austeridades, aunque
sean estas buenos medios para llegar a ella y en sí mismas sean
buenas; pero para vosotras no lo son, porque no son conformes a
vuestras reglas y al espíritu de ellas: la grande
perfección es perseverar en su simple observancia y seguir la
comunidad sin adelantarse a ella. La que se contuviere en estos
límites, yo aseguro que hará grande camino en poco
tiempo, y será de mucho fruto para sus hermanas con su ejemplo.
En fin, cuando hemos de remar conviene dar los golpes a medida: los
forzados en el mar son azotados, no tanto para remar flojamente, cuanto
por no llevar el remo a compás. Débense educar las
novicias igualmente, haciendo las mismas cosas para que ajustadamente
se reme; y si bien no todas las hacen con igual perfección, no
importa, eso no tiene remedio; lo mismo se halla en todas las
comunidades.
Decís también, que en los días de fiesta os
quedáis un poco más en el coro que las otras para
mortificaros; porque las dos o tres horas que allí habéis
estado con ellas os han parecido largas. Respondo a esto que no es
regla general que siempre se ha de hacer aquello a que se tiene
repugnancia, como tampoco lo es el abstenerse de aquellas cosas a que
se siente inclinación; porque si una monja tiene
inclinación a rezar el Oficio divino, no conviene que deje de
asistir a él .con pretexto de querer mortificarse. En lo
demás el tiempo de las fiestas, que se deja en libertad a cada
una para hacer lo que quisiere, lo pueden emplear conforme a su
devoción; pero es cierto que habiendo estado tres horas y
más en el coro con la comunidad, es muy de temer que el cuarto
de hora que os estáis más, no sea un bocadillo que dais a
vuestro amor propio.
En fin queridas hijas, conviene mucho amar las reglas, pues son los
medios por donde llegamos a su fin, que es el introducirnos
fácilmente a la perfección de la caridad, que es la
unión de nuestra alma con Dios y con el prójimo; y no
solamente esto sino también de reunir el prójimo con
Dios, lo que hacemos por el camino que le damos, el que es todo
fácil y dulce; pues ninguna monja es desechada por falta de
fuerzas corporales, con tal que tenga voluntad de vivir conforme al
espíritu de la Visitación, que es, como queda dicho, un
espíritu de humildad para con Dios y de dulzura de
corazón para con el prójimo; y este es el espíritu
que hace nuestra unión con el uno y con el otro. Por la humildad
nos unimos con Dios sometiéndonos a la exacta observancia de su
voluntad significada en nuestras reglas, pues debemos creer
piadosamente que por su inspiración han sido ordenadas, estando
recibidas por la santa Iglesia y aprobadas por Su Santidad, que son de
ello evidentísimas señales; por lo que las debemos amar
tanto más tiernamente, y abrazarlas estrechísimamente
muchas veces al día, en señal de agradecimiento a Dios
que las ha dado. Por la dulzura de corazón nos unimos con el
prójimo por medio de una exacta y puntual conformidad de vida,
de costumbres y ejercicios; no haciendo ni más ni menos que
aquellos con quienes vivimos, y que aquello que nos está
señalado en el camino en que Dios nos ha puesto juntos empleando
y arriesgando todas las fuerzas de nuestra alma en cumplirlo con toda
la perfección que nos fuera posible.
Pero notad, que lo que tantas veces he dicho, que conviene ser muy
puntuales en la observancia de las reglas, aun en la más
mínima dependencia de ellas, no se ha de entender de una
puntualidad escrupulosa, porque no ha sido esta mi intención;
sino de una diligencia de esposas castas, que no se contentan solo con
no disgustar a su celestial Esposo, sino que quieren hacer todo aquello
que pueden para serie en alguna manera más agradables.
Será conveniente que os proponga algún ejemplo notable
para que entendáis cuán agradable es a Dios el
conformarse en todas las cosas con la comunidad: oíd, pues, lo
que os voy a decir. ¿Por qué pensáis que Nuestro
Señor y su santísima Madre se quisieron sujetar a la ley
de la Presentación y Purificación, sino por causa del
amor que tenían a la comunidad? Verdaderamente este ejemplo
debía bastar para mover a las personas religiosas a seguir
exactamente su comunidad sin apartarse un punto de ella; porque ni el
Hijo ni la Madre estaban en manera alguna obligados a esta ley; no el
Hijo, porque era Dios; no la Madre, porque era purísima Virgen:
pudieran los dos fácilmente eximirse, sin que nadie lo
advirtiese; porque bien podía ella irse a Nazaret en lugar de ir
a Jerusalén, mas no lo hizo; antes sinceramente siguió a
la comunidad. Pudiera muy bien decir: la ley no se hizo para mi querido
Hijo ni para mí; de ninguna manera nos obliga; mas, pues, el
resto de los hombres está obligado y la observa, nos sujetamos
gustosísimamente por conformarnos con cada uno de ellos y para
no ser singulares en cosa alguna.
El apóstol san Pablo dijo muy bien: Convino que Cristo Nuestro
Señor fuese en todas las cosas semejante a sus hermanos, menos
en el pecado (Hebr 2, 17). Pero, decidme ¿es acaso el temor de
incurrir en la prevaricación el que hacía a esta Madre y
a este Hijo tan puntuales en la observancia de la ley? No por cierto;
porque en ellos no hubiera por eso prevaricación. El amor que
tenían al Padre eterno les movió. No se acierta a amar al
mandamiento, sino se ama al que lo pone: al paso que amamos y estimamos
al Legislador, somos puntuales en observar la ley. Unos están
atados a la ley con cadenas de hierro y otros con cadenas de oro;
quiero decir, los seglares que guarden los mandamientos de Dios por el
temor que tienen de condenarse, los guardan por fuerza y no por amor;
pero los religiosos y los que cuidan de la perfección de su alma
están atados con cadenas de oro, esto es, por amor: aman los
mandamientos y los guardan amorosamente, y por guardarlos mejor abrazan
la observancia de los consejos.
David dice: Dios ha mandado que sus mandamientos sean muy bien
guardados. Mirad cuanto quiere que seamos puntuales en su guarda:
así por cierto lo hacen los verdaderos amantes, porque ellos no
solo evitan la prevaricación de la ley, sino hasta la sombra de
ella. Por esto el Esposo dice que su Esposa es semejante a la paloma
que está junto al río, cuyas aguas corren dulcemente y
son cristalinas. Bien sabéis que la paloma está segura
junto a estas aguas; porque ve la sombra de las aves de rapiña
de las que ella se recela, y al punto que las ve, huye, y así no
la pueden coger: de la misma manera, quiere decir el sagrado Esposo, es
mi Amada, porque al punto que ve delante la sombra de la
prevaricación de mis preceptos, huye, y así no teme caer
en las manos de la desobediencia.
Verdaderamente el que se priva de hacer su voluntad en las cosas
indiferentes, muestra bastantemente que ama la sujeción en las
necesarias que son de obligación. Conviene, pues, ser
extremadamente puntual en la observancia de las leyes y de las reglas
que nos ha dado Nuestro Señor; mas sobre todo en este punto de
seguir la comunidad en todas las cosas, guardaos de decir que no
estáis obligada a guardar tal regla o precepto particular de la
superiora, porque le puso para las flacas y débiles, y vosotras
sois robustas y fuertes; ni al contrario, que el precepto se puso para
las fuertes y vosotras sois débiles y enfermas. ¡Oh Dios
mío! más que todo se debe esto desterrar de una
comunidad. Si sois fuertes yo os digo que os hagáis flacas por
conformaras con las dé pocas fuerzas; y si sois débiles
esforzaos a igualaras con las fuertes. El grande apóstol san
Pablo dice: ¿Que se hizo todo para todos, por ganarlos a todos?
Quién es débil, con el cual yo no lo sea?
¿Quién está enfermo, con el cual yo no lo
esté? También con los fuertes soy fuerte (1Cor 9, 22) Ved
como san Pablo cuando está con los enfermos está enfermo,
y toma de buena gana las comodidades de enfermo por darles confianza
para que hagan lo mismo; mas cuando se halla con los fuertes, es como
un gigante para darles valor; y si puede conocer que su prójimo
se escandaliza de alguna cosa de lo que él hace aunque le sea
licito el hacerla, tiene no obstante tan gran celo de la paz y
tranquilidad de su corazón, que se abstiene con gusto de hacerla.
Pero me diréis: Ahora es tiempo de recreación y yo tengo
grandísimo deseo de tener oración por unirme más
inmediatamente con la soberana Bondad; no puedo yo pensar que la ley
que ordena la recreación me obligue, pues tengo por mi misma
bastante alegre el espíritu. No por cierto, y no conviene
decirlo ni pensarlo. Si no tenéis necesidad de recrearos, con
todo habéis de asistir a la recreación por cumplir con
las que tienen necesidad de ella.
¿Luego no hay en la Religión excepción alguna? Las
reglas obligan igualmente? Sin duda que obligan; pero hay muchas leyes
que son justamente injustas: por ejemplo; el ayuno de la cuaresma es de
precepto para todos; no os parece que esta ley es injusta; pues se le
modera esta injusta justicia dando dispensa a todos aquellos que no la
pueden observar? Lo mismo es en las Órdenes religiosas: el
precepto es igual para todos y ninguno tiene autoridad para dispensarse
consigo mismo; mas los superiores moderan el rigor conforme l~
necesidad de cada uno: y no habéis de pensar que las
débiles son menos útiles en la Religión que las
fuertes, o que hacen menos y así tendrán menos
mérito; porque todas hacen Igualmente la voluntad de Dios. Las
abejas nos dan ejemplo de lo que vamos diciendo; porque las unas se
ocupan en guardar la colmena, y las otras perpetuamente trabajan en su
cosecha; pero con todo eso las que quedan en la colmena no comen menos
de la miel que las que oficiosas chupan las flores.
¿No os parece que David hizo una ley injusta, cuando
mandó que los soldados que guardaban el bagaje llevasen iguales
partes del despojo como los que fueron a la batalla (1Re 30, 24) y
volvieron con muchas heridas? No por cierto, no fue injusta; porque los
que guardaron los bagajes, los guardaban por los que fueron a la
batalla, y los que fueron a ella pelearon por los que quedaban con el
bagaje, y así merecieron todos una misma recompensa, pues
obedecieron igualmente al Rey. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XIV
Contra el propio juicio, y de la ternura que tiene cada uno consigo
mismo.
La primera pregunta es: ¿Si estar sujeta a su propia
opinión es cosa muy contraria a la perfección'? a lo que
respondo: Que estar sujeto a tener o no propias opiniones es una cosa
ni buena ni mala; porque meramente es natural: cada uno tiene sus
opiniones propias; pero esto no nos impide el llegar a la
perfección, con tal que no estemos atados a ellas ni las amemos;
porque solamente el amor a nuestra propia opinión es
infinitamente contrario a la perfección; y esto es lo que tantas
veces os he dicho, que el amor de nuestro propio juicio y la estima que
hacemos de él es la causa de que hay tan pocos perfectos.
Muchas personas se hallan que renuncian la propia voluntad, unos por un
respeto y otros por otro: no digo solamente en la Religión, sino
entre los seglares, y dentro de las cortes de los príncipes
mismos. Si un señor manda cualquiera cosa a un cortesano, este
jamás rehusará el obedecer; pero sentir que estuvo bien
hecho en mandárselo, eso rara vez acontece. Yo haré lo
que me mandáis en la forma que. me decís,
responderá; pero ... ; y quedarse siempre en su pero; como quien
dice, que él sabe bien que se podía hacer mejor de otra
manera. Ninguno puede dudar, hijas mías, que este modo de
obedecer no sea muy contrario a la perfección; porque de
ordinario produce inquietudes de espíritu, presunciones, y en
fin alimenta el amor de la propia opinión, y el juicio propio no
debe ser amado ni aplaudido.
Conviene, empero, que yo os diga, que hay personas que deben formar sus
opiniones, como son los obispos, los superiores que tienen cargo de
otros, y todos aquellos que tienen gobierno; los demás de
ninguna manera lo deben hacer, si la obediencia no los obliga; porque
de otra manera perderán el tiempo que deben gastar en servir
fielmente a Dios: y como estos sean tenidos por poco atentos a su
perfección y por personas inútilmente ocupadas, si
quisieran detenerse a considerar sus propias opiniones, de la misma
manera los superiores deberían ser tenidos por incapaces de sus
cargos, sino fundasen sus opiniones, y tomasen resoluciones; aunque no
deben complacerse en ellas, ni dejarse llevar demasiado, porque esto
sería contra su perfección.
El grande santo Tomás de Aquino, que fue uno de los mayores
entendimientos criados, cuando formaba alguna opinión la fundaba
en las razones más eficaces que podía; y no obstante se
halló alguno que no aprobó lo que él juzgó
por bueno y le contradijo: no por ello disputó el Santo ni se
ofendió de ello, antes lo sufrió con buen corazón;
en lo que mostró que no amaba su propia opinión, aunque
no la reprobó; dejóla así, pareciese o no buena,
porque después de haber cumplido con su obligación, no se
afligía por lo demás. Los Apóstoles no estaban
atados a sus propias opiniones, aun en las mismas cosas del gobierno de
la santa Iglesia, que era negocio de tanta importancia; de modo que
después de haber resuelto lo que se había de hacer, por
la resolución que tomaban no se ofendían si se
movía alguna cuestión, ni si alguno rehusaba recibir sus
opiniones aunque estuviesen bien apoyadas, ni procuraban hacer que se
admitiesen con disputas y alegaciones. Si los superiores mudasen de
opinión a cada reparo, serían tenidos por ligeros e
imprudentes en su gobierno; mas si los que no tienen cargos quieren
estar asidos a sus pareceres, procurando mantenerlos y que sean
admitidos, serán reputados por caprichosos y obstinados; porque
es cosa cierta que el amor de la propia opinión degenera en
contumacia y porfía, si fielmente no se le mortifica y corta.
Buen ejemplo tenemos entre los mismos Apóstoles.
Cosa admirable es que Nuestro Señor permitiese que muchas de las
cosas que hicieron los Santos Apóstoles, dignas verdaderamente
de ser escritas, quedasen escondidas debajo de un profundo silencio, y
que una imperfección que cometieron dos tan grandes santos, como
san Pablo y san Bernabé, se escribiese y notase; y esto sin duda
fue por especial providencia de Dios que lo permitió para
enseñanza nuestra. Iban juntos los dos Santos a predicar el
santo Evangelio y llevaban consigo un joven, llamado Juan Marcos, que
era pariente de san Bernabé; y estos dos grandes
Apóstoles empezaron a alterar sobre si había de ir con
ellos o no; y hallándose de contraria opinión sobre este
caso, no pudiendo concordarse, se separaron el uno del otro. Decidme
ahora, si debemos nosotros espantarnos cuando viéremos algunos
defectos entre nosotros, pues los Apóstoles los tuvieron
también.
Verdaderamente hay hombres de grande ingenio y de mucha bondad, pero de
tal suerte sujetos a sus opiniones, y que las estiman por tan buenas,
que jamás quieren apartarse de ellas; y es menester andar
advertidos en no impugnársela de repente, porque después
es casi imposible persuadirles y darles a entender que son falibles;
porque se van empeñando tanto en buscar razones para sustentar
lo que una vez dijeron ser bueno, que no hay medio de hacerles
reconocer su error, sino se dan a una excelente perfección.
También se hallan entendimientos grandes y muy capaces que no
están sujetos a esta imperfección, antes gustosamente
deponen sus opiniones, aunque sean muy buenas, y no se arman para la
defensa cuando se les opone alguna contrariedad u opinión
diferente de aquella que ellos juzgaron por buena y segura; como hemos
dicho del gran santo Tomás. De donde podemos colegir que es cosa
natural el estar sujetos a las propias opiniones: las personas
melancólicas lo están más de ordinario que las que
son de humor jovial y alegre; porque estos son fáciles de
persuadir y hacerles creer lo que se les dice.
Santa Paula fue tenaz en sustentar la opinión que formó
de hacer grandes austeridades, sin querer sujetarse al parecer de
muchos que la aconsejaban que se abstuviese de ellas. Lo mismo hicieron
otros Santos, que juzgaron convenía macerar mucho el cuerpo para
agradar a Dios, de modo que dejaban por esto de obedecer al
médico y de hacer lo necesario para la conservación de
este cuerpo corruptible y mortal; y aunque esto fuese
imperfección, no dejaron por ello de ser grandes santos y muy
agradables a Dios. Lo que nos enseña que no debemos turbarnos
cuando en nosotros conociéremos semejantes imperfecciones o
inclinaciones contrarias a la verdadera virtud, con tal que no nos
obstinemos en querer perseverar en ellas; porque santa Paula y los
otros que porfiaron, aunque en cosa pequeña, fueron dignos de
reprensión.
Por lo que a nosotros toca, conviene que jamás dejemos arraigar
de tal suerte nuestras opiniones, que cuando sea necesario no podamos
deponerlas con gusto, aunque estemos obligados a formarlas. Estar,
pues, sujetos a hacer estimación de nuestro propio juicio, y por
esto esmerarse en buscar razones para defender lo que una vez hemos
concebido y estimado por bueno, es una cosa natural; pero el atascarse
a él es imperfección notable. Decidme: ¿no es por
lo menos perder inútilmente el tiempo, particularmente en
aquellos a quienes no incumbe por oficio el ocuparse en esto?
Ahora preguntaréis: ¿qué se ha de hacer para
mortificar esta inclinación? Es menester quitarle el sustento.
Os viene a la imaginación que no está bien hecha alguna
cosa del modo que se hace y que sería mejor hacerla como lo
habéis pensado, apartad de vos este pensamiento diciendo en
vuestro interior: ¿a mí, qué me importa esto? pues
esto es asunto que no me lo han mandado. Es cierto que siempre es mucho
mejor desasirse sencillamente que buscar razones en nuestro
espíritu para persuadirnos a que no tenemos razón; porque
en lugar de convencernos, nuestro entendimiento, que está
poseído de su propio juicio, nos trocará de suerte el
discurso, que en vez de dejar nuestra opinión nos dictará
muchas razones para mantenerla y estimarla por buena. Siempre es
más útil despreciarla sin querer verla, y apartarse de
ella al punto que se percibe, de modo que apenas se sepa lo que quiere
decir. Pero también es cierto, que no está en nuestra
mano impedir el primer movimiento de complacencia que nos viene cuando
nuestra opinión es aprobada y seguida; porque esto no se puede
evitar; pero conviene no entretenerse en ello, sino dar gracias a Dios
y pasar a otra cosa sin afligirse por haber sentido la complacencia,
como ni por un pequeño sentimiento de disgusto que os
vendrá si vuestra opinión no fuere aprobada ni seguida.
Cuando fuere necesario, o por la caridad o por la obediencia decir
vuestro parecer sobre alguna materia, conviene decirlo simplemente y
después quedarse en la indiferencia, sea recibido o no.
También algunas veces se ofrece discurrir sobre las opiniones de
los otros y mostrar las razones en que se apoya la nuestra; esto se ha
de hacer modesta y humildemente, sin indicio de desprecio del consejo
de los otros, y sin altercar porque se reciba nuestra opinión.
Me preguntáis: ¿Si por ventura será fomentar esta
imperfección procurar hablar después con los que han sido
de nuestro parecer habiéndose tomado resolución? Sin duda
que será alimentarla y mantener nuestra inclinación, y
por consiguiente cometer imperfección; porque esta es una
verdadera señal de no haberse rendido al parecer de los otros, y
de que siempre se prefiere el juicio particular. Estando, pues,
determinado lo que se ha propuesto, no se h a de hablar más ni
pensar en ello, sino fuere una cosa notablemente mala lo que se ha
resuelto. Porque entonces se puede buscar algún camino para
estorbar la ejecución, o poner remedio, y esto se ha de hacer lo
más caritativa e insensiblemente que se pueda, para no turbar a
los demás, ni despreciar lo que ellos tuvieron por bueno.
El solo y único remedio de curar al propio juicio es no hacer
caso de cuanto nos viene al pensamiento, aplicándonos a otra
cosa mejor; porque si nos dejamos llevar del discurso sobre todas las
opiniones que nos sugiere en los diferentes casos y accidentes humanos,
¿qué otra cosa nos sucederá sino una continua
distracción y embarazo de otras cosas más útiles y
propias a nuestra perfección, dejándonos incapaces e
inhábiles para la santa oración? Porque habiendo dado
libertad a nuestro entendimiento de ocuparse en la Consideración
de tales sofisterías, se irá siempre empeñando
más en ella, y nos traerá pensamientos sobre
pensamientos, opiniones sobre opiniones y razones sobre razones, que
nos importunarán desgraciadamente en la oración. Porque
la oración no es otra cosa que una aplicación total de
nuestro espíritu con todas sus facultades en Dios: y así
estando entregado a seguir cosas inútiles, se hace más
inhábil e inútil para la consideración de los
misterios, sobre que se quiere tener oración.
Esto es lo que se ha ofrecido decir en la materia de la primera
cuestión, en la que se os ha enseñado que el tener
opiniones no es cosa contraria a la perfección; pero si el
tenerlas amor y por consiguiente el hacer caso de ellas o aferrarse a
ellas; porque si no nos aferramos no nos enamoraremos de ellas, y si no
nos enamoramos cuidaremos poco de que sean aprobadas, y no seremos
fáciles en decir: Los otros crean lo que quisieren, que yo ...
Sabéis lo que quiere decir, que yo? No quiere decir otra cosa
sino: Yo no me rendiré jamás, antes estaré firme
en mi resolución y opinión. Esta es, como tengo dicho
muchas veces, la última cosa que dejamos, y siempre es necesario
renunciarla y apartarla de sí para llegar a la perfección
verdadera; pues de otro modo no adquiriremos la santa humildad que nos
prohíbe hacer alguna estimación de nosotros mismos y de
todo lo que nos toca. Por lo que, sino tenemos la práctica de
esta virtud en gran precio, pensaremos siempre que somos algo
más de lo que somos, y que los demás nos son muy
inferiores. Y esto basta en cuanto a este punto.
Y sino me preguntáis más acerca de él, pasaremos a
la segunda cuestión que es: ¿Si la ternura que tenemos
con nosotros mismos nos embaraza mucho en el camino de la
perfección? Para que esto se entienda mejor, es menester que se
os traiga a la memoria lo que ya sabéis muy bien, esto es, que
tenemos en nosotros dos amores, el uno afectivo, y el otro efectivo: y
estos se hallan tanto en el amor que tenemos a Dios como en el que
tenemos al prójimo y a nosotros mismos: hablaremos ahora del que
tenemos al prójimo y después volveremos a nosotros mismos.
Suelen los teólogos, para dar a entender bien la diferencia de
estos dos amores, Hervirse de la comparación de un padre que
tiene dos hijos, el uno de los cuales es niño pequeñito
de mucha gracia, y el otro es hombre grande y valeroso soldado o de
otra cualquier profesión: el padre ama grandemente a estos dos
hijos, pero con diferente amor, porque al chiquito le tiene un amor muy
tierno y afectivo. Mirad, os ruego, que cosas permite que haga el
niño con él y las que él hace con el niño;
él le besa, le toma en sus brazos, le regala y acaricia con una
indecible suavidad; si al niño pica una abeja, no cesa de soplar
sobre el mal hasta que le ha pasado el dolor; pero si al hijo grande le
picase no dada un paso, aunque le ama con un amor grande y
sólido.
Considerad, os ruego, la diferencia de estos dos amores; porque aunque
hayáis visto la ternura que este padre tiene con el hijo
pequeño, no deja de pensar de enviarle fuera de su casa y darle
una buena colocación para la vida, destinando al mayor para su
heredero y sucesor en sus bienes. Este, pues, es amado con amor
efectivo, y el otro pequeño con amor afectivo: el uno y el otro
son amados, pero diferentemente. El amor que nos tenemos a nosotros
mismos es de esta suerte, afectivo y efectivo: el amor efectivo es el
que gobierna los grandes ambiciosos de honras y riquezas, porque se
procuran tantas cuantas pueden y nunca se hartan de adquirirlas. Estos
se aman sumamente con el amor efectivo. Pero hay otros que se aman
más con el amor afectivo, y estos son muy tiernos consigo
mismos, y no hacen otra cosa que dolerse, acariciarse, como placerse y
conservarse; y temen tanto cualquier cosa que les puede dañar,
que es grande compasión. Si están enfermos, aunque tengan
el mal en la punta del dedo, no hay mayor mal que el suyo. Dicen ellos
que son tan miserables, que por grande que sea el mal de los otros, no
es comparable con el que ellos padecen, y no hay bastantes medios para
curarlos; no cesan de buscar remedios para aplicarse, y pensando
conservar la salud la pierden del todo. Si los otros están
enfermos dicen, no es nada: en suma, ellos solos juzgan que deben ser
compadecidos, y lloran tiernamente sobre sí mismos, procurando
mover a compasión, los que los ven. Poco se les da de que no los
tengan por pacientes, como los crean muy enfermos y afligidos.
Imperfecciones por cierto propias de niños y, si me atrevo a
decirlo, de mujeres o de hombres de ánimo afeminado y de poco
valor; porque no se halla esta imperfección entre varones
generosos y fuertes. Los espíritus firmes no se ocupan en estas
nimiedades e insulsas ternuras, que solo sirven de detenernos en el
camino de la perfección: y en fin, el no poder sufrir que nos
tengan por tiernos, no es dejar de serlo, muy al revés, es
señal de serlo y mucho.
Acuérdome de un caso que me sucedió cuando volvía
de París en un convento de religiosas, el que viene a
propósito; y por cierto yo tu ve más consuelo en
él que en todo mi viaje, y aunque en él encontré
almas muy devotas, con todo una me consoló mucho entre todas.
Había en esta casa una doncella que hacía su noviciado;
era maravillosamente afable, obediente, servidora y rendida, en fin,
tenía las condiciones más necesarias para ser buena
religiosa. Sucedió por desgracia que las monjas descubrieron en
ella una imperfección corporal, que las puso en duda si la
permitirían o no hacer la profesión; la madre superiora
la amaba mucho y sentía despedirla; no obstante, las religiosas
hacían mucho caso de aquella falta corporal: llegado yo
allí me comunicaron lo que pasaba con esta pobre novicia, que es
muy bien nacida. Trajéronla delante de mí, y
viéndome ella se hincó de rodillas, y dijo: Verdad es,
señor mío, que yo tengo tal falta vergonzosa,
nombrándola en alta voz con grande sencillez, yo confieso que
nuestras hermanas tienen grandísima razón en no quererme
recibir, porque es intolerable mi defecto; pero os suplico que me
seáis favorable, asegurándoos que si me reciben usando
conmigo de caridad, tendré gran cuidado de no causarles
incomodidad alguna, sujetándome de buena gana a cuidar de la
huerta, o a emplearme en otros oficios que me quisieren dar apartados
de su compañía para que no las dé pena.
Verdaderamente que esta novicia me hirió el corazón.
¡Oh qué poca ternura tenía consigo misma! no puedo
dejar de decir que quisiera de buena gana tener el mismo defecto
natural, como tuviera el valor de decirlo delante de todo el mundo con
aquella sencillez que ella lo dijo delante de mí. No
temía el ser tenida en poco como otras muchas, ni era tan tierna
consigo misma; no hacía todas estas consideraciones vanas e
inútiles. ¿Qué dirá la superiora si yo le
digo esto o lo otro'? Si le pido algún alivio dirá o
pensará que soy muy delicada. ¿Y por qué, si es
verdad, no queréis que lo piense? Cuando le digo mi necesidad me
muestra un semblante tan frío, que da a entender lo poco que le
agrada. Bien puede ser, queridas hijas, que la superiora, teniendo
otras muchas cosas en que pensar, no tenga siempre atención a
responderos o hablar graciosamente cuando vos le decís vuestro
mal. Y esto es lo que os da pesadumbre y quita la confianza, como
vosotras decís, de decirle vuestras incomodidades.
¡Oh Dios mío! amadas hijas, estas son
niñerías, es necesario ir sencillamente. Si la superiora
o la maestra no os reciben tan bien como quisierais una vez o muchas,
no debéis disgustaros por ello, ni juzgar que siempre
harán lo mismo, no: Nuestro Señor las tocará
quizás con su espíritu de suavidad para que las
halléis más agradables otra vez. No conviene ser tan
tiernas que queráis siempre decir todas las incomodidades que
padecéis, cuando no son de importancia: un poco de dolor de
cabeza o de muelas, que quizá se pasará luego si lo
queréis llevar por amor de Dios, no hay necesidad de ir a
decirlo para obligar a que os tengan un poco de compasión; y
puede ser que no lo digáis a la superiora o a otra que os pueda
procurar el alivio, sino a las demás hermanas, porque
decís que lo queréis sufrir por Dios. ¡Ay! hijas
mías, si fuera así que lo quisierais llevar por Dios,
como dais a entender, no lo dijerais a otra que sabéis muy bien
que se hallará obligada a declarar vuestro mal a la superiora, y
por este medio conseguiréis el remedio que fuera mucho mejor
haber pedido simplemente a laque os puede dar permiso de tomarle; pues
sabéis bien que la hermana, a quien dijisteis que os
dolía la cabeza, no tenía facultad para deciros que os
fueseis a acostar. Luego no era otro vuestro intento, aunque
expresamente no lo pensaseis, sino de que tuviese compasión de
vuestro amor propio.
Pero si acaso sucede que las hermanas os pregunten como estáis,
no hay mal alguno en decirlo, como sea simplemente, sin exagerarlo ni
lamentaros: pero fuera de esto, no conviene decirlo sinó a la
superiora o maestra; y no hay que temer, aunque sean rigurosas en
corregiros sobre el tal achaque, porque no conviene quitarles la
confianza con que os corrigen. Id, pues, con toda llaneza a decirles
vuestro mal, yo creo muy bien que tendréis más gusto y
seguridad en decírselo a aquella que no tiene cargo de cuidar de
vuestro alivio que a la que debe cuidar de él y le puede aplicar
el remedio; la razón es porque, mientras lo decís a
otras, cada una se compadece de la hermana y encarece la necesidad de
su remedio; y si lo decís a la que tiene cargo de vos, os
habéis de sujetar a hacer lo que os ordenare, y esta bendita
sujeción es la que procuramos siempre evitar con todo nuestro
corazón, deseando el amor propio ser el gobernador de nosotros
mismos y el dueño de nuestra propia voluntad.
Mas si yo digo a la superiora, me replicaréis, que tengo dolor
de cabeza, me dirá que me vaya a recoger. Y bien
¿qué importa? sino tenéis tanto mal que os parezca
no necesitar acostaros, poco os costará el decir: mi madre o
hermana mía, no me parece que sea tanto mi dolor que necesite de
eso. Y si, no obstante, os replica que os vayáis a recoger, id
simplemente, porque conviene observar una grande sencillez en todas las
cosas: andar simplemente es el verdadero camino de las hijas de la
Visitación, el cual es sumamente agradable a Dios y es
segurísimo.
Pero viendo que una hermana tiene alguna aflicción de
espíritu, o alguna incomodidad, y que le falta la confianza o el
ánimo de sujetarse a decirlo, y conociendo que la falta de
manifestarse la ocasiona alguna melancolía, debéis vos
atraerla, o alentarla para que ella venga; yen esto es menester
gobernarse con prudencia y consideración; porque tal vez
convendrá condescender con su ternura, llamándola y
preguntándola qué es lo que tiene; y en otra
ocasión será necesario mortificar estos pequeños
melindres, dejándola, como quien dice: Vos no queréis
sujetaros a pedir el remedió conveniente a vuestro mal,
padecedle, pues, en buen hora que bien lo merecéis.
Esta ternura es más insoportable en las cosas del
espíritu que en las corporales; y puede ser por desventura que
sea más practicada y fomentada por personas espirituales, las
cuales quisieran ser santas al primer golpe sin que les cueste nada, ni
aun el sufrimiento de los combates que les causa la parte inferior por
la repugnancia que tienen a las cosas contrarias a la naturaleza;
siendo así que hemos de sufrir necesariamente, y por
consiguiente de resistir a estos embates, queramos o no queramos, todo
el tiempo de nuestra vida, y en muchos encuentros, sino queremos
apartarnos de la perfección que hemos emprendido.
Yo deseo mucho que sepáis distinguir siempre los efectos de la
parte superior de vuestra alma de los de la inferior, y que no os
espantéis jamás de las producciones de esta por
maliciosas que sean, porque estas de ninguna manera son bastantes a
detenernos en nuestro camino, con tal que permanezcamos firmes en la
parte superior para andar adelante por la senda de la
perfección, sin ocuparnos ni perder tiempo en plañir
nuestras imperfecciones y mostrarnos dignos de compasión; como
sino debiéramos hacer otra cosa que dolernos de nuestra miseria
y desdicha en ser tardos en llegar a la cumbre de nuestra
pretensión. Aquella buena novicia, de quien hemos hablado, de
ninguna manera se enterneció hablándome de su defecto;
antes lo dijo con ánimo y semblante muy quieto, en lo que me
agradó mucho. A nosotros nos suena muy bien el llorar nuestros
defectos, y esto cabalmente es lo que contenta mucho al amor propio.
Conviene, hijas mías, ser muy generosas y no espantarse de verse
sujetas a mil especies de imperfecciones, y tener siempre un grande
ánimo para despreciar vuestras inclinaciones, humores, caprichos
y ternuras, mortificando fielmente todo esto en cualquiera
acontecimiento; y si incurriéremos de cuando en cuando en alguna
falta, no nos detengamos por eso; sino reforcemos el ánimo para
ser más valientes en la primera ocasión, y pasando
adelante, haremos gran jornada en el camino de Dios y en la
abnegación de nosotros mismos.
A más de esto, vosotras me preguntáis: Si viéndoos
la superiora más tristes de lo ordinario, os pregunta qué
es lo que tenéis; y sintiendo vosotras en vuestro
espíritu muchas cosas que os conturban no podéis decir lo
que tenéis ¿cómo os habéis de portar en
este caso? Habéis de decir todo lo que sentís
simplemente: Yo tengo muchas cosas en el espíritu, pero no
sé cual me aflige. Decís, temo que la superiora piense
que no confió en ella para decírselo. ¿Qué
importa que lo piense o no lo piense? como hagáis lo que
debéis, no os dé cuidado. Esto de decir, si yo hago esto
o aquello, qué pensará la superiora, es muy contrario a
la perfección cuando en ello se embarazan; porque es menester,
en todo esto que digo, acordarse siempre de que no es mi intento hablar
de lo que pasa en la parte inferior, que de eso no hago caso; es en la
parte superior donde digo que se ha de despreciar el qué
dirán o qué pensarán.
Esto os sucede cuando habéis dado cuento de vuestro
espíritu, porque pensáis que no habéis dicho
bastantemente vuestras faltas particulares, y entendéis que la
superiora dirá o pensara que se las calláis. En esto,
como en la confesión, conviene tener igual simplicidad. Decidme
ahora: ¿será bueno decir, si yo me confieso de tal cosa,
qué dirá o qué pensará mi confesor? No por
cierto: pensará o dirá lo que quisiere, y como él
me absuelva y yo haya cumplido con mi obligación eso me basta. Y
así, como después de la confesión no es ya tiempo
de examinar si se ha dicho bien todo lo que se ha hecho, sino de
presentarse delante de Nuestro Señor con tranquilidad, pues nos
hemos reconciliado con él, y de rendirle gracias por los
beneficios recibidos, sin ser necesario ya hacer reflexión de lo
que se nos puede haber olvidado; de la misma manera se ha de proceder
en el dar cuenta; débese decir sencillamente todo lo que se nos
ofrece, y después no pensar más en ello.
Pero, así como no sería ir bien preparada a la
confesión el no querer examinarse, por temor de no hallar alguna
cosa que sea necesario confesarla; así no se ha de despreciar el
entrar dentro de sí misma, antes de dar cuenta, por recelo de no
hallar algo que dé pena el decirlo. No conviene tampoco el ser
muy delicadas en querer decirlo todo, ni recurrir a las superioras a
lamentarse del más pequeño dolorcillo que tenéis,
que puede ser seas pase dentro de un cuarto de hora, Es necesario
hacerse a sufrir generosamente los pequeños accidentes a que no
podemos poner remedio, por ser estos de ordinario efectos de nuestra
imperfecta naturaleza, como son la variedad de humores, de voluntades y
de deseos que producen ya un poco de enfado, ya unas ganas de hablar, y
de ahí a poco rato una grande a versión a ello, y otras
cosas semejantes a que estamos sujetos y lo estaremos mientras
viviéremos en esta vida miserable y perecedera.
Pero, en cuanto a la pena que decís que tenéis, la que os
impide la atención a Dios, sino vais luego a decirlo a la
superiora, yo os digo que debéis advertir que puede ser que no
os quite la atención a la presencia de Dios, sino la suavidad de
esa atención: y sino es más que esto, y tenéis el
ánimo y la voluntad que decís de sufrirlo sin buscar
alivio, mi parecer es que haréis muy bien, aunque os cueste un
poco de inquietud, como no sea grande: pero si os quita los medios de
estar en la divina presencia, entonces convendrá ir luego a
decirlo a la superiora, no para recibir consuelo, sino por continuar el
camino de la presencia de Dios, aunque no será grande
daño el decirlo por aliviaros.
En lo demás, conviene que nuestras hermanas no estén tan
asidas a las caricias de la superiora, que en no hablándolas a
su gusto, saquen luego por consecuencia que no son amadas por ella. Eso
no, nuestras hermanas, amen mucho la humildad y la mortificación
para no estar de aquí en adelante melancólicas por una
ligera sospecha, que puede ser sin fundamento, de que no son tan amadas
como su amor propio las persuade que deseen serlo.
Pero yo he hecho una falta con la superiora, dirá alguna, y por
esto temo que me ha de tener poca voluntad y, en una palabra, que no
hará de mí aquella estima que hacía antes. Mis
amadas hermanas, todo este martirio hacéis en vosotras por
mandato de un cierto padre espiritual, que se llama amor propio, el
cual comienza a decir ¿cómo he faltado así?
qué dirá o pensará nuestra madre de mi? Ya no hay
que esperar de mi cosa buena. ¡Oh! cómo soy una pobre y
miserable! jamás haré cosa que pueda contentar a nuestra
madre, y otras semejantes compasiones. Pero no dice: ¡Ay que he
ofendido a Dios! necesario es recurrir a su bondad y esperar que me
dará fortaleza; antes en lugar de esto dice: ¡Oh! yo
sé bien que Dios es bueno y no mirará a mi poca
fidelidad, conoce muy bien nuestra flaqueza ¿pero nuestra madre?
Aquí volvemos siempre para continuar nuestro lamento.
Es cierto que conviene tener cuidado de agradar a nuestros superiores;
porque el grande apóstol san Pablo lo declara y exhorta hablando
con los criados, lo que también se puede aplicar a los hijos:
Servid, dice, a vuestros amos a ojo (Ef 6, 6). Quiere decir, tened un
gran cuidado de agradarles; pero también dice después: No
sirváis a vuestros amos a ojo. Queriendo decir, que se guarden
de hacer más cuando están a la vista de sus amos, que
cuando están ausentes de ellos; porque siempre los ven los ojos
de Dios, al cual se debe tener grande respeto para no hacer cosa que le
pueda desagradar y obrando de este modo no tengáis pena ni
cuidado por agradar a los hombres, porque esto no está siempre
en nuestra mano.
Hagamos cuanto nos sea posible por no desagradar a nadie; pero si
después de eso, sucediere alguna vez por nuestra flaqueza que
disgustáremos a alguno, recurrid luego a la doctrina que tantas
veces os he predicado, y que tanto deseo grabar en vuestro
espíritu. Humillaos al punto delante Dios, reconociendo vuestra
fragilidad y miseria, y después reparad vuestra falta, si es
digna de enmienda, con un acto de humildad con la persona a quien
habéis disgustado algo, y hecho esto no os embaracéis
más; porque nuestro Padre espiritual que es el amor de Dios os
lo prohíbe, enseñándonos que después de
haber hecho el acto de humildad, como he dicho, nos entremos dentro de
nosotros mismos para acariciar tierna y amorosamente el bendito
abatimiento que nos ha resultado de nuestra falta, y la amable
reprensión que la superiora os dará.
Tenemos dos amores, dos juicios y dos voluntades; y por esto no
conviene hacer caso de todo lo que el amor propio y el juicio
particular o la propia voluntad nos sugieren, con tal que hagamos
reinar el amor de Dios sobre el amor propio, y el juicio de los
superiores, y aun de los inferiores e iguales, sobre nuestro juicio,
poniéndole a los pies de todos; no contentándonos de
sujetar nuestra voluntad a hacer todo aquello que quisieran de ella,
sino a forzar el juicio a que crea que no tenemos razón en
pensar que aquello no está justa y razonablemente hecho;
desmintiendo así absolutamente las razones que nos querrá
traer para que creamos que la cosa que se nos ha mandado se
haría mejor de otro modo que de aquel que se nos ha dicho.
Conviene alguna vez proponer nuestras razones con sencillez, si nos
parecen buenas; pero hecho esto sosegarnos, sin replicar a lo que se
nos dijere; y de este modo procurar que muera nuestro propio juicio,
que nos parece más sabio y prudente que el de los demás.
¡Oh Dios! Madre mía, nuestras hermanas están tan
resueltas a amar la mortificación que será de mucho gusto
el verlas los consuelos nada serán para ellas respecto de lo que
estimarán las aflicciones, las sequedades y las repugnancias;
tanto están deseosas de parecerse a su Esposo. Ayudadlas, pues,
bien en su intento, mortificadlas bien y osadamente sin perdonarlas;
pues eso es lo que pretenden. No se atarán ya a las caricias,
porque eso es contrario a la generosidad de su devoción, la que
será de tal modo que absolutamente se entregarán al deseo
de agradar a Dios, sin mirar otra cosa que no sea proporcionada a
adelantarlas en su deseo.
Es carácter de un corazón tierno y de una devoción
delicada el dejarse llevar de cualquiera pequeño encuentro de
contradicción. No tengáis miedo de que estas
boberías de humor melancólico y despechado se hallen
jamás entre nosotros. Tenemos muy buen ánimo, gracias a
Dios, y nos aplicaremos de aquí en adelante a obrar tanto, que
le será agradable el vernos. Ahora, hijas mías,
purifiquemos bien nuestra intención, para que, haciéndolo
todo por Dios, por su honra y gloria, esperemos el premio de él
solo su amor será nuestro galardón en esta vida, y
él mismo nuestra recompensa en la eternidad. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XV
En el cual se pregunta en qué consiste la perfecta
resolución de mirar y seguir la voluntad de Dios en todas las
cosas, y si la podemos hallar y seguir en la de los superiores, iguales
o inferiores, que vemos proceder de sus inclinaciones naturales o
habituales? Trátanse algunos puntos notables tocantes a los
confesores y predicadores.
Conviene lo primero saber que la determinación de seguir la
voluntad de Dios en todas las cosas sin excepción se contiene en
la oración del Padre nuestro, en aquellas, palabras que decimos
todos los días: Hágase tu voluntad así en la
tierra como en el cielo. No hay resistencia alguna a la voluntad de
Dios en el cielo; todo le está sujeto y obediente; así
decolamos, que nos suceda y pedimos a Nuestro Señor que se haga,
no poniendo jamás alguna resistencia, sino estando siempre
sujetísimos y obedientísimos en todos los sucesos a esta
divina voluntad. Pero las almas que toman esta resolución
necesitan de que se les declare en qué cosas podrán
conocer esta voluntad de Dios; de esto harto he dicho en libro del Amor
de Dios; con todo, por satisfacer a la pregunta que se me ha hecho,
diré algo en este entretenimiento.
La voluntad de Dios se puede entender de dos maneras: hay voluntad de
Dios significada y hay voluntad de beneplácito. La voluntad
significada se divide en cuatro partes que son, los mandamientos de
Dios y de la Iglesia, los consejos, las inspiraciones, las reglas y
constituciones. A los mandamientos de Dios y de la Iglesia
necesariamente se ha de obedecer; porque es la voluntad de Dios
absoluta que los guardemos si queremos salvarnos: sus consejos
también quiere que los observemos; pero no con voluntad
absoluta, sino solo por manera de deseo; y esta es la razón
porque no perdemos la caridad ni nos apartamos de Dios por no tener
ánimo para emprender la guarda de los consejos. Ni tampoco
debemos intentar la práctica de todos, sino solamente de
aquellos que se conforman más con nuestra vocación,
porque hay algunos que de tal suerte se oponen a otros, que
sería imposible practicar el uno sin quitar los medios de
guardar el otro. Consejo es dejarlo todo por seguir a Cristo Nuestro
Señor desnudos de todas las cosas: otro consejo hay de prestar y
dar limosna; decidme, el que de una vez dejó todo lo que tenia
¿qué limosna ha de dar, pues no tiene de qué?
Conviene, pues, seguir los consejos que Dios quiere que sigamos, y no
pensar que los ha dado todos para que juntos los guardemos. Los
consejos que debéis practicar vosotras son los que se comprenden
en vuestras reglas.
Hemos dicho también, que Dios nos significa su voluntad por
medio de sus inspiraciones; así es verdad, más no por eso
quiere, que juzguemos nosotros mismos si lo que se nos ha inspirado es
su voluntad, ni menos que indistintamente sigamos sus inspiraciones. No
quiere tampoco que esperemos que nos manifieste su voluntad por si
mismo o que nos envié sus Ángeles a
significárnosla. Su voluntad es que en las cosas dudosas y de
importancia recurramos a aquellos que nos ha puesto para que nos
guíen, y que totalmente nos sujetemos a su consejo y
opinión en lo que mira a la perfección de nuestras almas.
Ved aquí, pues, como Dios nos manifiesta su voluntad que
llamamos significada.
Hay también la voluntad de beneplácito de Dios, la que
debemos mirar en todos los acontecimientos, quiero decir, en todo lo
que nos viniere, en la enfermedad, en la muerte, en la
aflicción, en la consolación, en las cosas adversas y en
las prósperas, y en suma, en todas las cosas que no podemos
prevenir. Y a esta voluntad de Dios debemos siempre estar prontos para
sujetarnos en todas nuestras ocurrencias tanto agradables como
desabridas, en la muerte como en la vida, y en fin en todo aquello que
no es contrario manifiestamente a la voluntad de Dios significada,
porque esta ha de ir siempre delante, y con esto responderemos a la
segunda parte de la pregunta.
Pero, para darlo mejor a entender, conviene deciros lo que leí
estos días pasados en la vida de san Anselmo, donde se dice: Que
en todo el tiempo que fue prior y abad de su monasterio fue por extremo
amado de todos porque condescendía mucho, doblándose a la
voluntad de todos, no solo de los religiosos sí que
también de los extraños. Venía le uno a decir:
Padre nuestro, conviene que vuestra reverencia tome unos tragos de
caldo, y los tomaba luego otro le decía: Padre mío, esto
os hará mal, luego lo dejaba. Así se sujetaba en todo lo
que no era ofensa de Dios a la voluntad de sus hermanos; los cuales
seguían sin duda su propia inclinación, y más los
seglares que le hacían volver según su voluntad.
Mas esta grande apacibilidad y condescendencia del Santo no era
aprobada de todos, si bien era de todos amada; por lo que un día
algunos de sus monjes le quisieron dar a entender que en aquello no
obraba bien según su juicio, y que no debía ser tan
afable y fácil en acomodarse a la voluntad de todos; antes bien
debía procurar que se ajustasen a la suya los que tenía a
su cargo. ¡Oh hijos míos! dijo este gran Santo, vosotros
no sabéis la intención con que yo lo hago. Sabed, pues,
que acordándome de que Nuestro Señor dijo que hagamos con
los otros lo que queremos que hagan con nosotros, no puedo dejar de
hacerla así; porque deseo que Dios haga mi voluntad, y por eso
yo hago de buena gana la de mis hermanos y prójimos, porque
alguna vez le agrade a este buen Dios hacer la mía.
Á más de esto tengo otra consideración, y es que
después de lo que pertenece a la voluntad de Dios significada,
no puedo mejor conocer la voluntad de su beneplácito ni mas
seguramente que por la voz de mi prójimo; porque Dios no me
habla, ni me envía Ángeles para declararme lo que es de
su beneplácito: las piedras, los animales, las plantas, no
tienen voz: no hay, pues, fuera del hombre, quien me pueda manifestar
la voluntad de mi Dios; y por eso, cuanto puedo, me conformo con ella.
Dios me manda la caridad con el prójimo; y esta es grande cuando
se conservan en unión los unos con los otros; para esto no hallo
medio mejor que la blandura y condescendencia; porque la dulce y
humilde prontitud debe andar sobre todas nuestras acciones. Pero mi
principal consideración es creer que Dios me manifiesta su
voluntad por la de mis hermanos, y así obedezco a Dios tantas
veces cuantas con ellos condesciendo en cualquier cosa.
Además, Nuestro Señor nos dijo: Que si no nos hacemos
como niños no entraremos en el reino de los cielos (Mt 18, 3).
No os espantéis, pues, si soy afable y fácil en
condescender como un niño, pues en esto no hago más que
lo que me ha ordenado mi Salvador: poco importa que yo me vaya a
acostar o que ti esté levantado, que vaya allí o me
esté aquí; pero no carecería de mucha
imperfección el no sujetarme en esto a mi prójimo.
Mirad, mis caras hermanas, como el grande Anselmo se sujeta a todo lo
que no es contrario a los mandamientos de Dios o de la santa Iglesia o
contra sus reglas; porque la obediencia de estos va siempre delante, y
si alguno quisiera que hiciera alguna cosa contra ellos, yo creo que no
la hubiera hecho de ninguna manera; pero fuera de esto su regla general
era condescender en todo y con todos en las cosas indiferentes. El
glorioso san Pablo, después de haber dicho: Que nada le
apartaría de la caridad de Dios, ni la muerte ni la vida, ni los
Ángeles (Rm 8, 38; 12, 15), ni todo el infierno aunque se
conjurase contra él tendría tal potestad, añade:
Yo no sé cosa mejor, que hacerme todo para todos: reír
con los que ríen, llorar con los que lloran, y finalmente
hacerme uno con cada uno.
San Pacomio hacía un día esteras, y un niño que le
estaba mirando le dijo: padre mío, no acertáis; eso no se
ha de hacer así. El Santo, aunque las hacía bien, se
levantó con presteza y se fue a sentar junto al muchacho, el
cual le enseñaba como las había de hacer. Violo un
religioso y le dijo: Padre mío, vos hacéis dos males
condescendiendo a la voluntad de ese niño; porque le
exponéis al riesgo de tener vanidad, y echáis a perder
vuestras esteras, porque iban mejor como las hacíais; a que
respondió el bendito Padre: Hermano mío, si Dios
permitiere que el muchacho tenga vanidad, puede ser que en recompensa
me conceda humildad; y habiéndomela dado la podré
comunicar a esta criatura: no es grande el daño de tejer de esta
manera o de la otra los juncos para hacer las esteras; mas no lo
sería pequeño sino hiciese mucha estima de aquellas tan
célebres palabras de nuestro Salvador: Si no os hiciereis como
niños pequeños no tendréis parte en el reino de
los cielos. ¡Oh! qué es un gran bien, hermanas
mías, saberse volver y doblegar de todas maneras!
No solamente los Santos nos han enseñado esta práctica de
la sumisión de nuestra voluntad, sino también Cristo
Nuestro Señor con ejemplo y palabra. ¿Pero cómo
por palabra? El consejo de la abnegación de sí mismo
¿qué otra cosa es sino renunciar en todas ocasiones la
propia voluntad y el juicio propio, por seguir la voluntad de otro y
sujetarse a todos, fuera siempre de aquello que fuere ofensa de Dios?
Pero podréis decir: Yo veo claramente, que lo que quieren que yo
haga, procede de una voluntad humana y de una inclinación
natural, y no porque Dios haya inspirado a mi madre o a mi hermana que
me lo mande hacer. Puede ser que Dios no se la haya inspirado, pero
bien quiere que vos lo hagáis, y faltando en esto,
contravenís a la resolución de hacer la voluntad de Dios
en todas las cosas, y por consiguiente al cuidado que debéis
tener de vuestra perfección. Conviene, pues, siempre sujetarse a
hacer todo cuanto quisieren de nosotros para cumplir la voluntad de
Dios, como no sea contrario a su voluntad significada, como dijimos
arriba.
Digamos una palabra de la voluntad de las criaturas. Esta se puede
entender de tres maneras: por modo de aflicción, de
complacencia, o sin propósito. En la primera conviene tener
fortaleza para abrazar de buena gana las voluntades contrarias a la
nuestra, la que no quisiera hallar contradicción; y así
en esta práctica de seguir las voluntades ajenas conviene de
ordinario sufrir mucho, porque la mayor parte son diferentes de la
nuestra. Débese, pues, por manera de tolerancia, recibir la
ejecución de tales voluntades, sirviéndose de estas
contradicciones cotidianas para mortificarnos aceptándolas con
amor y dulzura.
Por modo de complacencia no es menester exhortación para que
sigamos la ajena voluntad, porque de muy buena gana obedecemos en las
cosas que nos agradan; antes prevenimos estas voluntades ofreciendo
nuestra sumisión. Así, no es de esta especie de voluntad
de la que se pregunta; porque no hay en esta duda alguna; mas sí
de aquellas que son fuera de propósito y de las que no
alcanzamos la razón del por qué quieren tal cosa de
nosotros. Aquí está el punto. Porque ¿á
qué fin haré yo la voluntad de mi hermana antes que la
mía? ¿no sería la mía más conforme
quizá a la voluntad de Dios en cosa de tan poca importancia que
no la suya? ¿por qué razón debo yo creer que lo
que ella me dice que yo haga, es más inspiración de Dios
que la voluntad que yo tengo de hacer otra cosa? ¡Oh Dios!
hermanas mías, aquí es donde la divina Majestad nos
quiere hacer ganar el precio de la sumisión, porque si siempre
viéramos que tenían razón de mandarnos o pedirnos
que hiciéramos tal cosa, no habría mucho mérito en
hacerla ni gran repugnancia; porque sin duda toda nuestra alma
consintiera voluntariamente en ello; mas cuando la razón
está escondida, entonces nuestra voluntad repugna, nuestro
juicio receja y sentimos contradicción.
En estas ocasiones conviene vencerse y con una sencillez totalmente
pueril ponerse a obrar sin discurso y sin razonar, y decir: Yo
sé bien que la voluntad de Dios es que yo haga primero la
voluntad de mi prójimo que la mía; y por eso empiezo a
obrarla sin mirar si es la voluntad de Dios que yo me sujete a hacer lo
que procede de pasión, o inclinación, ó-I lo
más cierto, de inspiración y movimiento de la
razón; porque en todas las cosas de poca importancia conviene
andar con simplicidad. Decidme, ¿á qué fin se ha
de gastar una hora de meditación para saber si es voluntad de
Dios que yo beba cuando me ruegan, o que me abstenga por penitencia o
sobriedad, y otras cosas semejantes que no son dignas de
consideración, principalmente si yo veo que daré gusto en
alguna manera a mi prójimo en hacerlas? En las cosas de
consecuencia no conviene tampoco perder tiempo en considerarlas, sino
acudir a nuestros superiores para saber de ellos lo que debemos hacer,
y después no pensarlo más, sino absolutamente seguir su
opinión; pues Dios nos los ha dado por guías de nuestras
almas en la perfección de su amor.
Y si se debe condescender así con la voluntad de cada uno, mucho
más con la de los superiores, a los cuales debemos tener y mirar
entre nosotros como la misma persona de Dios, pues son sus tenientes; y
por esa razón, aunque conociésemos que tienen
inclinaciones naturales y aun pasiones, por cuyos movimientos nos
mandasen alguna vez y reprendiesen los defectos de sus súbditos,
no debemos espantarnos; porque son hombres como los demás y por
consiguiente sujetos a pasiones e inclinaciones; pero no nos es
permitido hacer juicio de que aquello que nos mandan proceda de su
pasión o inclinación. Conviene guardarse de esto; y aun
cuando conociésemos palpablemente que era así,
convendría obedecer dulce y amorosamente y someterse con
humildad a la corrección.
Verdaderamente que es cosa muy dura al amor propio el estar sujeto a
todos estos acaecimientos, es cierto; pero no es este el amor que
debemos contentar y escuchar; sino solamente al santísimo amor
de nuestras almas Jesús que pide a sus queridas esposas una
santa imitación de la perfecta obediencia que él tuvo, no
solamente a la justísima y bonísima voluntad de su
Padre¡ sino también a la de sus padres, y lo que es
más a la de sus enemigos, los cuales sin duda siguieron sus
pasiones en los trabajos que le hicieron padecer, y con todo eso el
buen Jesús no dejó de sujetarse dulce, humilde y
amorosamente: y veremos claramente que estas palabras suyas que ordenan
que cada uno tome su cruz, se han de entender de recibir con gusto las
contradicciones que en todas ,ocasiones se nos ofrecen por la santa
obediencia, aunque eran muy ligeras y de poca importancia.
Quiero todavía daros un ejemplo admirable para que
comprendáis el valor de estas pequeñas cruces, quiero
decir de la obediencia, condescendencia y facilidad en seguir la
voluntad de todos, y con más especialidad de los superiores.
Santa Gertrudis entró monja en un monasterio donde había
una superiora que conoció muy bien que esta Santa era muy flaca
de complexión y delicada; por lo que la hizo tratar con
más regalo que a las otras, no dejándola ejercitar en las
austeridades que se acostumbraban en aquella orden. ¿Qué
pensáis, pues, que hizo la pobre doncella para ser santa? Nada
más que rendirse muy simplemente a la voluntad de la madre;
aunque el fervor la pondría deseo de hacer lo que las otras,
ella jamás dio muestras de ello, porque cuando la mandaban que
se fuese a acostar, se iba sencillamente sin réplica; estando
segura de que gozaría de la presencia de su Esposo tanto en la
cama por la obediencia, como en el coro en compañía de
sus hermanas.
Y para manifestar la gran paz y tranquilidad de espíritu que
adquirió en esta práctica, reveló Nuestro
Señor a santa Matilde, su compañera, que si alguno le
quisiese hallar en esta vida, le hallaría primero en el
santísimo Sacramento del altar y después en el
corazón de santa Gertrudis. Y no hay que maravillarse de esto,
pues este divino Esposo dice en los Cantares, que el lugar donde
él reposa, es al medio día (Cant 1, 6). No dice que
descansa por la mañana ni por la tarde, sino al medio
día; porque entonces no hay cosa que haga sombra; y el
corazón de esta gran Santa era un verdadero medio día en
el que no había sombra de escrúpulo ni de propia
voluntad; y por eso su alma gozaba de su armado que tenía todas
sus delicias en ella. En fin, la obediencia es la sal que da gusto y
sabor a todas nuestras acciones, y las hace meritorias de la vida
eterna.
Deseo también deciros dos o tres palabras de la
confesión. Primeramente, querría que se tuviese grande
respeto a los confesores; porque, a más de que tenemos grande
obligación de honra-r al sacerdocio, los debemos mirar como a
ángeles que Dios nos envía para que nos reconcilien con
su divina bondad; y no solamente por esto, sino porque también
los debemos mirar como tenientes de Dios en la tierra: y así,
aunque suceda alguna vez que se muestren hombres, cometiendo algunas
imperfecciones, como preguntando alguna cosa curiosa que no sea de la
confesión, como vuestros nombres o si hacéis penitencia o
practicáis las virtudes y cuáles son, si tenéis
algunas tentaciones y cosas semejantes; quisiera yo que respondieseis
como lo preguntan, aunque no haya obligación; porque no es
decente decirles que no es permitido manifestarles otra cosa más
que aquellas de que os habéis acusado. No, de ninguna manera, no
hay que usar jamás de este descarte porque no es verdad; vos
podéis decir en la confesión lo que quisiereis como no
habléis más que, de vuestra conciencia y no de lo que
toca a la de vuestras hermanas.
Y si teméis decir alguna cosa de las que os preguntan, por no
embarazaros, como sería decir que tenéis tentaciones; si
conocéis que las habéis de decir porque las quieren saber
por menor, podéis responder: Padre mío, téngolas
sin duda, más, por la gracia de Dios, no pienso haber ofendido a
la divina Bondad; pero no digáis jamás que se os ha
prohibido confesaras de esto o de lo otro. Decid con buena fe a vuestro
confesor todo aquello que os da pena si queréis; pero otra vez
os digo; guardaos muy bien de hablar de tercera ni cuarta persona.
En segundo lugar tenemos alguna recíproca obligación a
los confesores en el acto de la confesión y es el guardar
secreto en lo que nos dicen, si ya no fuese alguna cosa de
edificación, y fuera de esta, no hay de qué hablar. Si
sucede que os dan algún consejo contra vuestras reglas o vuestro
modo de vida, escuchad lo con humildad y reverencia, y después
haced lo que vuestras reglas permiten, y no más. Los confesores
no tienen siempre intención de obligaras so pena de pecado a lo
que os dicen. Hanse de tomar sus consejos a manera de simple
dirección. Haced mucho caso de lo que se os dijere en la
confesión; porque no podréis creer el provecho grande que
hay en este sacrament9 para las almas que llegan a él con la
humildad que se requiere. Si os quisieren dar por penitencia alguna
cosa que sea contra la regla, rogadles suavemente que la muden en otra
cosa; porque siendo contra las reglas, teméis escandalizar a
vuestras hermanas si la cumplís.
Á más de esto conviene no murmurar jamás de los
confesores si por defecto suyo os sucediere algo en la
confesión. Podéis sencillamente decir a la superiora, que
deseáis, si así le parece, confesaras con otro, sin
decirle más; porque haciéndolo así, no
descubrís la imperfección del confesor y conseguís
la comodidad de confesaras a vuestro gusto; pero esto no se debe hacer
por ocasión leve y de poco momento. Débese también
evitar los extremos; porque, así corno no es bien sufrir faltas
graves en la confesión así no conviene ser tan delicadas
que no se pueda tolerar alguna pequeña.
En tercer lugar, quisiera que de aquí adelante las hermanas de
esta Casa tuvieran gran cuidado de particularizar sus pecados en la
confesión; quiero decir, que las que no hallan cosa en su
conciencia que requiera absolución, digan algún pecado
particular. Porque acusarse de haber tenido muchos movimientos de
cólera o de tristeza y otros semejantes no es a
propósito; porque la cólera y la tristeza son pasiones y
sus movimientos no son pecado, respecto de que no está en
nuestra mano impedirlos. Muy desarreglada ha de ser la cólera y
que nos precipite a acciones desarregladas para que sea pecado; y
así es menester particularizar alguna cosa que lo sea.
Además, quisiera también que pusieseis gran cuidado en
ser verdaderas, sencillas y caritativas en la confesión.
Verdaderas y sencillas es una misma cosa: decir con claridad sus faltas
sin ficción ni artificio, advirtiendo que se habla con Dios a
quien nada se le encubre: muy caritativas no mezclando por manera
alguna al prójimo en vuestra confesión. Pongo por
ejemplo: Habiendo de acusaras de que habéis murmurado dentro de
vos misma, o con las hermanas, de la superiora porque os ha hablado muy
secamente; no digáis, que habéis murmurado de la
corrección muy áspera que os ha dado, sino decid
simplemente que habéis murmurado contra la superiora. Decid
solamente el mal que habéis hecho, y no la causa que os han
dado; jamás, ni directa, ni indirectamente, descubráis el
mal de los otros, acusándoos del vuestro ni deis al confesor
ocasión de sospechar quien ha cooperado en vuestro pecado. No
hagáis acusaciones inútiles en la confesión:
habéis tenido pensamientos de imperfección acerca del
prójimo, o de vanidad, o peores, habéis estado
distraídas en la oración, si os habéis detenido en
ellos deliberadamente, decidlo con llaneza, sin contentaras con decir
que no habéis hecho la diligencia conveniente para estar
recogidas en la oración; y si habéis sido negligentes en
desechar la distracción, decidlo: porque acusaciones generales
de nada sirven en la confesión.
Quisiera también, mis amadas hijas, que en esta casa se tuviera
gran respeto a los que os anuncian la palabra de Dios: verdaderamente
hay grande obligación de hacerla así; porque son
mensajeras celestiales que vienen de parte de Dios a enseñarnos
el camino de nuestra salvación; conviene mirarlos como tales y
no corno puros hombres; porque aunque no hablen tan bien corno los
hombres celestiales, no por eso se ha de minorar la humildad y
reverencia con que debemos recibir la palabra de Dios, que siempre es
la misma tan pura y tan santa corno si fuese dicha y pronunciada por
los Ángeles. Yo he advertido que cuando escribo a una persona
con mal papel, y por consiguiente con mala letra, ella me responde con
tanto afecto como cuando le escribo sobre buen papel y con mejor letra.
Y esto ¿por qué? sino porque ella no pone su
atención ni en el papel que no es bueno ni en la letra que es
mala, sino solamente en mí que le he escrito. Lo mismo se debe
hacer con la palabra de Dios: No mirar quien es el que nos la
administra y quien nos la declara; bástanos saber, que Dios se
sirve de aquel predicador para enseñárnosla. Y pues vemos
que Dios le honra tanto que quiere hablar por su boca
¿cómo podremos nosotros dejar de honrar y respetar su
persona?
ENTRETENIMIENTO XVI
Trátase de las aversiones: como se han de recibir los libros, y
que no debemos maravillarnos de ver imperfecciones en las personas
religiosas ni tampoco en los superiores.
La primera pregunta es: ¿Qué es aversión? Las
aversiones son ciertas inclinaciones, que tal vez son naturales, y
consisten en un poco de mal humor en el trato de aquellos con quienes
las tenemos, de donde nace el que no gustemos de su
conversación, esto es, que no sentimos en ella aquel placer que
hallamos en la de aquellos a quienes tenemos una inclinación
dulce que nos los hace amar con amor sensible, porque hay una cierta
alianza entre nuestro espíritu y el suyo. Para mostrar, que es
natural amar por inclinación a unos y no a otros, no es menester
más que la experiencia; pues si dos hombres entran en un juego
de pelota donde otros dos están jugando, luego cada uno se
inclina a que gane este más que aquel. ¿Y de dónde
procede esto, pues jamás han visto al uno ni al otro, ni los han
oído hablar, ni saben si el uno es más virtuoso que el
otro, y por lo tanto no hay razón alguna para aficionarse
más a este que a aquel?
Forzoso es, pues, confesar que esta inclinación de amar
más a unos que a otros es natural; y lo mismo se ve en las
bestias, que siendo irracional es, tienen también sus aversiones
e inclinaciones naturales. Haced la experiencia en un corderillo
recién nacido, mostradle la piel de un lobo, aunque sea muerto;
al punto echará a huir, balará y se esconderá bajo
de los pechos de su madre; pero mostradle un caballo, que es bruto
mayor que el lobo, no se espantará de ninguna manera, antes
jugará con él. La razón de esto no es otra sino
que la naturaleza le da alianza con el uno y aversión con el
otro.
De estas aversiones naturales no es menester hacer gran cuenta, como ni
tampoco de las inclinaciones, con tal que sujetemos unas y otras a la
razón. Tengo aversión a conversar con una persona que
sé muy bien que es de gran virtud y que con ella puedo
aprovechar mucho; conviene no dejarme llevar de mi
aversión, que me hace evitar su encuentro, sino sujetar esta
inclinación a la razón que debe moverme a buscar su
conversación, o por lo menos a detenerme en ella cuando la
encuentre con espíritu de paz y tranquilidad. Hay también
personas que tienen tanto miedo a cobrar su aversión a los que
aman por inclinación, que huyen del trato por no encontrar en
ellos algún defecto que les quite la suavidad de su
afición y amistad.
¿Qué remedio habrá para estas aversiones, pues
ninguno puede estar exento de ellas por perfecto que sea? Los que son
de natural áspero tendrán aversión a los que son
muy afables, y estimarán su dulzura por una gran flojedad,
aunque la afabilidad generalmente es muy amada. El único remedio
para este mal, como para toda otra cualquier tentación, es una
simple diversión, quiero decir, no pensar en ello: porque la
desdicha es que nosotros queremos conocer muy bien si tenemos
razón o no en tener aversión a una persona. No conviene
detenerse a inquirir esto; porque nuestro amor propio, que nunca
duerme, nos dorará también las píldoras que nos
hará creer que es buena, quiero decir, que nos persuadirá
ser verdad que tenemos ciertas razones que parecen buenas; y siendo
después estas aprobadas por nuestro juicio y amor propio no
habrá medio para persuadimos de que no son justas y razonables.
¡Oh cuánto conviene atender a esto! Deténgome un
poco en hablar de ello, porque es de mucha importancia.
Jamás hay razón para tener aversión, y mucho menos
para -mantenerla. Digo, pues, que cuando estas son puras aversiones
naturales no se ha de hacer caso de ellas, antes divertirse sin mostrar
semblante alguno, engañando así a nuestro
espíritu; pero se deben combatir y abatir cuando se reconoce que
pasan más adelante de lo natural y nos quieren apartar de la
sumisión que debemos a la razón, que jamás nos
permite hacer algo en favor de nuestras aversiones, como tampoco de
nuestras inclinaciones cuando son malas, porque no ofendamos a Dios;
pero cuando no hacemos más en favor de nuestras aversiones que
no hablar con tanto agrado como hablaríamos a otra persona con
quien tenemos grandes sentimientos de afición, eso no es mucho,
antes casi no está en nuestra mano hacer otra cosa. Y fuera
error, cuando estamos con los movimientos de esta pasión,
pedimos esto.
La segunda pregunta es: ¿Cómo os habéis de portar
en recibir los libros que os dan para que los leáis? La
superiora dará a una de las hermanas para que lo lea un libro
que trate muy bien de las virtudes; pero ella, porque no le estima, no
sacará provecho de su lectura, antes le leerá con
negligencia de espíritu; y la causa es porque sabe ya por
menor-lo que se contiene en él, y desea que se le mande leer en
otro. Yo digo que es una imperfección el querer escoger o desear
otro libro diferente del que se da; es señal de que leéis
más por satisfacer a la curiosidad de espíritu, que por
aprovecharas de su lectura.
Si leyésemos por aprovecharnos, y no por complacernos,
igualmente nos satisfaría un libro que el otro, o a lo menos
aceptaríamos de buena gana todos los que nuestra superiora nos
diese para leer: y digo más, que os aseguro que tuvierais placer
de leer siempre en un mismo libro, mientras fuese bueno y hablase de
Dios, y aunque no tuviese más que el titulo de Dios, estuvierais
contentas, pues tuvierais harto que hacer después de haberlo
leído y releído muchas veces. Querer leer por contentar
la curiosidad es señal de que tenemos todavía el
espíritu un poco ligero, y que no se acomoda bastantemente a
obrar el bien que ha aprendido en los pequeños libros de la
práctica de las virtudes; pues ellos hablan muy bien de la
humildad y de la mortificación, que no practicabais cuando no se
recibían con gusto.
El decir: Porque no me agrada el libro no sacaré provecho, no es
buena consecuencia, como ni tampoco lo es decir: Yo lo sé ya
todo de memoria; y así no tendré gusto en leerle. Todas
estas cosas son niñerías. Si os dan un libro que lo
sabéis todo de memoria, alabad a Dios por ello, que de ese modo
comprenderéis su doctrina más fácilmente. Si os
dan uno que habéis leído muchas veces, humillaos y creed
que Dios lo dispone así porque os ocupéis más en
obrar que en aprender; y que su voluntad os lo da la segunda y tercera
vez porque no habéis sacado aprovechamiento de la primera; pero
el mal de donde procede todo esto, es de que siempre buscamos nuestra
propia satisfacción y no nuestra mayor perfección.
Si por ventura, mirando vuestra flaqueza, la superiora os manda escoger
el libro que quisiereis, entonces lo podéis escoger con
simplicidad; pero fuera de este caso, conviene estar siempre
humildemente sujetas a todo lo que ordenara la superiora, sea de
nuestro gusto o no, sin mostrar jamás los sentimientos
contrarios que puede ser tengáis a esta sumisión.
La tercera pregunta es: ¿Si os debéis espantar de ver
imperfecciones entre nosotras y también en los superiores? En
cuanto al primer punto, no hay duda, que no debéis maravillaras
de ver allá dentro algunas imperfecciones, ni tampoco en las
otras casas religiosas, por perfectas que sean; porque vosotras
jamás seréis tan buenas que no cometáis alguna de
cuando en cuando según os dieren la ocasión.
No es mucho ver una doncella afable cuando no tiene quien la conturbe y
ejercite, y que entonces cometa pocas faltas. Cuando me dicen,
ésta es una mujer que jamás se le ha visto cometer una
imperfección. Yo pregunto luego ¿tiene algún
oficio? Si me dicen que no, no hago mucho caso de su perfección;
porque hay mucha diferencia entre la virtud de esta, y la de otra que
está bien ejercitada, ya sea interiormente por las tentaciones,
ya exteriormente por las contradicciones que le hacen; porque la virtud
de la fortaleza, o la fortaleza de la virtud, no se adquiere
jamás en el tiempo de la paz, mientras no somos ejercitados con
la tentación contraria.
Aquellos que son de muy blando natural, mientras no tienen
contradicción y no han adquirido esta virtud de la fortaleza con
la espada en la mano, son verdaderamente muy ejemplares y de grande
edificación; pero si llegáis a la prueba, al punto los
veréis trocados y manifestar, que su dulzura no era virtud
fuerte y sólida, sino más imaginaria que verdadera. Hay
gran diferencia entre tener la cesación de un vicio y tener la
virtud contraria. Muchos parecen muy virtuosos, que no tienen un
átomo de virtud, porque no lo han adquirido trabajando. Bien a
menudo sucede que nuestras pasiones duermen o están adormecidas;
y si en este tiempo no hacemos provisión de fuerzas para
combatirlas y resistirlas cuando despierten, seremos vencidos en el
combate. Necesario es ser siempre humildes y no creer que tenemos las
virtudes, aunque no cometamos o por lo menos no entendamos cometer los
vicios contrarios.
En verdad, que hay muchas personas que se engañan grandemente,
creyendo que las que tratan de perfección no deberían
deslizar en imperfecciones, y particularmente de las religiosas, porque
les parece que no es menester más que entrar en religión
para ser perfectas: lo que no es así, porque las religiones no
son para congregar personas perfectas, sino personas que tengan
ánimo de pretender la perfección.
Pero ¿qué se debe hacer si se ve imperfección en
los superiores como en los demás? No espantarse. No se hagan,
diréis vosotras, superiores imperfectos. ¡Ay! amadas
hijas, sino se hubieran de hacer superiores y superioras sino a
aquellos y a aquellas que son perfectos, fuera necesario rogar a Dios
que nos enviase Ángeles o Santos del cielo para que lo fueran,
porque entre los hombres no se hallarán. Búscanse
verdaderamente, que no sean de mal ejemplo, pero en que no tengan
imperfección no se pone cuidado, como tengan las condiciones
necesarias al espíritu, pues aunque se hallaran otros más
perfectos, tal vez estos no fueran tan capaces para superiores.
Decidme ¿Nuestro Señor no nos ha enseñado lo mismo
en la elección de san Pedro al hacerle superior de todos los
Apóstoles? Porque todos saben cuan grande falta hizo este
Apóstol en la pasión y muerte de su Maestro,
poniéndose a hablar con una criada y negando tan miserablemente
a su amantísimo Señor que tanto bien le había
hecho. Hizo el valiente y después huyó. Pero a más
de esto, después que fue confirmado en gracia por haber recibido
el Espíritu Santo, hizo todavía una falta que
pareció de tanta importancia, que san Pablo escribiendo a los
gálatas les dice: Que le había hecho resistencia en la
cara porque era reprensible.
Y no solamente san Pedro, sino también san Pablo y san
Bernabé, queriendo ir a predicar el Evangelio, tuvieron entre
los dos una pequeña contienda, porque san Bernabé
quería llevar en su compañía a Juan Marcos, que
era su primo, y san Pablo era de contraria opinión y no
quería que fuese con ellos; san Bernabé no cedia a la
voluntad de San Pablo, y así se dividieron y se fueron a
predicar, san Pablo a una provincia, y san Bernabé a otra con su
primo san Juan Marcos. Bien es verdad que Dios sacó mucho
provecho de su diferencia; porque si fueran juntos no hubieran
predicado más que en una parte de la tierra, y habiéndose
dividido sembraron la semilla del Evangelio en muchos lugares.
No pensemos, mientras estamos en esta vida, vivir sin cometer
imperfecciones, porque no es posible, ya seamos superiores o
inferiores; pues todos somos hombres y por consiguiente tenemos
necesidad de creer esta verdad como segurísima para no
espantarnos de vernos sujetos todos a las imperfecciones. Nuestro
Señor nos manda decir todos los días aquellas palabras
del Padre nuestro: Perdón anos nuestras deudas, como nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Y no hay excepción alguna en
este mandato, porque todos tenemos necesidad de cumplirlo. No es bl1ena
consecuencia decir: Es superior, luego no debe ser colérico ni
tener otra imperfección.
Os espantáis de que viniendo a hablar a la superiora os diga
alguna palabra menos dulce que lo ordinario, porque puede ser tenga la
cabeza llena de negocios y cuidados. Vuestro amor propio se va todo
turbado en vez de pensar que Dios ha permitido esa pequeña
sequedad a la superiora para mortificaros cuando buscabais la caricia
de que recibiese amigablemente lo que la queríais decir; mas en
fin sentimos mucho encontrar la mortificación donde no la
buscamos. ¡Oh cuánto importaría salir rogando a
Dios por la superiora, echándola bendiciones por la amable
contradicción que os ha hecho! En una palabra, hijas
mías, acordémonos de lo que dice el grande Apóstol
san Pablo: La caridad nunca piensa mal (1Cor 13, 54). Quiere decir, que
al punto que le descubre lo deshecha, sin pensar más ni
detenerse a considerarlo.
Á más de esto, en cuanto a este punto me
preguntáis también: si la superiora o directora no debe
mostrar repugnancia alguna de que las hermanas vean sus defectos: y
qué debe decir cuándo una religiosa viene a acusaros
sencillamente de cualquiera juicio o pensamiento que ha tenido, notando
su imperfección, como seria si alguna hubiese pensado que la
superiora había corregido con pasión.
Digo, que lo que debe hacer en esta ocasión es humillarse y
recurrir al amor de su abatimiento; mas si la hermana mostrase alguna
turbación al decirlo, la superiora no debería hacer otro
semblante sino divertir la memoria y esconder en su corazón el
abatimiento; porque es menester procurar que nuestro amor propio no
eche a perder la ocasión de conocer que somos imperfectos y de
humillarnos; y aunque se corte el acto exterior de humildad por turbar
a la religiosa que lo está ya harto, no se ha de dejar de hacer
el interior; y si por el contrario la hermana no tuviere
turbación al acusarse, me parecería bien que la superiora
confesase libremente que ha errado si fuese verdad, porque si el juicio
fuese falso, es bien que la desengañe con humildad reservando,
no obstante, como joya preciosa el abatimiento que le ocasiona el haber
sido tenida por defectuosa.
Mirad que esta pequeña virtud del amor a nuestro abatimiento no
debe jamás apartarse un paso de nuestro corazón; porque
en cada hora tenemos necesidad de ella por aprovechados que estemos en
la perfección; pues nuestras pasiones renacen después de
haber vivido largo tiempo en la Religión, y después de
haber hecho grandes progresos en la perfección. así le
sucedió a un religioso de San Pacomio llamado Silvano, el cual
en el siglo había sido comediante, habiéndose convertido
y hecho religioso, pasó el año del noviciado y otros
muchos con una mortificación muy ejemplar sin que se le viese
acción alguna de su primer ejercicio. Veinte años
después le pareció que podía hacer alguna
truhanería con pretexto de recrear a los monjes, creyendo que
sus pasiones estaban ya de tal modo mortificadas que no tendrían
fuerzas para hacerle pasar los limites de una simple recreación;
mas el pobre se engañó mucho, porque la pasión de
la alegría resucitó de tal modo que, después de
las truhanerías pasó a disoluciones, y fueron tales que
se resolvieron a echarle del monasterio; y lo hubieran ejecutado, sino
fuera por uno de los monjes que salió por fiador de Silvano,
prometiendo que se enmendaría, como sucedió, siendo
después un gran Santo.
Ved aquí, queridas hermanas, como no conviene olvidarnos
jamás de lo que fuimos, porque no seamos peores, ni pensar que
somos perfectos cuando no cometemos muchas imperfecciones.
También es necesario advertir que no hemos de perder el aliento
aunque tengamos pasiones, porque jamás estaremos libres de
ellas. Aquellos ermitaños que quisieron decir lo contrario,
fueron censurados por el sagrado Concilio, y su opinión fue
condenada y tenida por error. Haremos, pues, siempre algunas faltas;
pero es menester procurar que sean raras, y que no se vean más
que dos en cincuenta años, como no se vieron más que dos
en los santos Apóstoles en tanto tiempo como vivieron
después de haber recibido el Espíritu Santo; y, aunque se
vean tres o cuatro y aun siete u ocho en tan largo discurso de
años, no hay que entristecerse ni perder el ánimo, antes
cobrar aliento y armarse para obrar mejor.
Digamos todavía una palabra a la superiora. Las hermanas no
deben admirarse de que la superiora cometa imperfecciones, pues san
Pedro, siendo Pastor de la santa Iglesia y superior universal de todos
los cristianos, cayó también en falta y tal que
mereció corrección, como dice san Pablo. así la
superiora no debe mostrar sentimiento si se ven sus faltas; pero debe
guardar la humildad y dulzura con que san Pedro recibió la
corrección que le hizo san Pablo, no obstante que era su
superior. No se sabe cuál fue de más consideración
o el valor de san Pablo en reprender a san Pedro o la humildad con que
san Pedro se sujetó a la corrección de san Pablo, siendo
por una cosa en que pensaba obrar bien y tenia muy buena
intención: pasemos otra cosa.
Me preguntáis en cuarto lugar: ¿Si sucediese algún
día que una superiora tuviese tanta inclinación a
complacer las personas seglares bajo pretexto de su aprovechamiento,
que faltase al cuidado particular que debe tener de las hijas y que
están a su cargo, o que no tuviese tanto tiempo para hacer los
negocios de la casa por estarse muy despacio en el locutorio, si
estaría obligada a dejar esta inclinación, aunque su
intención fuese buena? A esto diré, que las superioras
deben ser muy afables con las personas seglares a fin de aprovecharlas,
y deben de buena gana darles alguna parte de su tiempo; mas
¿cuál pensáis que debe ser esta pequeña
parte? La duodécima, quedando libres las once partes restantes
para emplearlas en la casa en el cuidado de la familia.
Las abejas salen por cierto de sus colmenas; pero esto solo es por
necesidad o por utilidad, y se detienen muy poco sin dar la vuelta; y
el rey principalmente sale muy raras veces, y como cuando se despide un
enjambre, y entonces va rodeado de su pequeño pueblo. La
Religión es una colmena mística toda llena de abejas
celestiales, las cuales se han juntado para labrar la miel de las
celestes virtudes, y por esta causa conviene que la superiora, que es
entre ellas como su rey, sea muy cuidadosa de tenerlas cerca para
enseñarlas el modo de conseguirlas y guardarlas. No obstante, es
menester que trate con las personas seglares cuando la necesidad o la
caridad lo requieran; mas fuera de estos casos debe desembarazarse de
los seglares con presteza. Digo, fuera de la necesidad y caridad,
porque hay ciertas personas de gran respeto a las que no se puede
disgustar.
Pero los religiosos y las religiosas no deben jamás detenerse
con los seglares, ni con pretexto de adquirir amigos para su comunidad.
Verdaderamente que no hay necesidad de esto, porque si guardan
clausura, para obrar bien lo que es de su cargo de ninguna manera deben
dudar que nuestro Señor proveerá bastantemente sus
conventos de todos los amigos que fueren necesarios. Pero si la
superiora siente interrumpir la conversación para ir al oficio
cuando tocan la campana, temerosa de disgustar a aquellos con quienes
habla, no conviene que sea tan tierna; porque, sino son personas de
grande respeto o que vienen raras veces o son de muy lejos, no es bien
dejar los oficios o la oración si absolutamente no lo pide la
caridad. Respecto a las visitas ordinarias de personas que libremente
se pueden despedir, la portera debe decir que nuestra madre 6 las
hermanas están en oración o en el oficio, por si gustan
de esperar o de volver otra hora. Mas si sucediese, que por alguna
grande necesidad se haya de ir al locutorio en ese tiempo, todo lo que
faltare a la oración que se supla después cuando se
pueda; que en cuanto al oficio, nadie duda de que esta obligada a
decirlo.
En cuanto a la última cuestión: ¿Si se ha de hacer
siempre alguna pequeña particularidad con la superiora
más que con las otras religiosas ya en el vestir ya en el comer?
Respondo en una palabra: que no, de ninguna manera, sino hubiere
necesidad, como se hace con las demás: ni tampoco conviene que
tenga silla particular, sino es en el coro y en el capítulo: y
en esta silla no se ha de sentar jamás la asistente, aunque en
todo lo demás se la debe tener el mismo respeto que a la
superiora, y esto se entiende en su ausencia. Tampoco en el refectorio
se le ha de dar más que un asiento como a las demás, bien
que en todo se le ha de mirar como persona particular a la que se ha de
tener grandísimo respeto. No ha de ser ella singular en cosa
alguna sino es no pudiendo mas, exceptuando siempre en caso de
necesidad, como si fuese ya muy anciana o enferma, porque entonces
será permitido darla silla para su alivio.
Importa mucho evitar cuidadosamente todas aquellas cosas que nos hacen
parecer algo más que los otros, quiero decir sobresalientes y
notables. La superiora debe ser conocida y señalada por sus
virtudes y no por sus singularidades no necesarias, especialmente entre
nosotros los de la Visitación que queremos hacer
profesión particular de una grande simplicidad y humildad; esos
honores son buenos para aquellos conventos donde la superiora se llama
Doña; pero entre nosotros no hacemos caso de eso.
Resta solo decir, ¿cómo se conservará bien el
espíritu de la Visitación para que no se relaje? El
único remedio es tenerle encerrado y preso dentro de la
observancia de las reglas. Pero me decís que hay algunas tan
celosas de este espíritu, que no quieren jamás comunicar
con los de fuera de casa: algo hay de superfluidad en este celo, lo que
conviene cortar; porque ¿á qué propósito,
os ruego, se ha de esconder al prójimo lo que le puede
aprovechar? Yo no soy de esa opinión, porque quisiera que todo
el bien que hay en la Visitación fuese reconocido y sabido de
todos; y por esto he sido siempre de parecer que sería bueno
imprimir las Reglas y Constituciones para que, leyéndolas
muchos, puedan sacar alguna utilidad.
Pluguiese a Dios, queridas hermanas, que se hallaran muchas personas
que las quisiesen practicar, se verían bien presto grandes
mudanzas en ellas que redundarían en gloria de Dios y salud de
las almas. Sed muy cuidadosas en conservar el espíritu de la
Visitación; mas no sea de manera que impida el comunicarlo
caritativamente y con simplicidad al prójimo, a cada uno
según su capacidad; y no temáis que por esta
comunicación se pierda, porque la caridad jamás destruye
cosa alguna, antes lo perfecciona todo. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XVII
En que se pregunta cómo y con qué motivo se ha de dar el
voto a las novicias para admitirlas al noviciado, como a la
profesión.
Dos cosas son necesarias para dar el voto como conviene a tales
personas. La primera, es que se dé a personas que tengan
llamamiento de Dios. La segunda, que tengan las cualidades necesarias a
nuestro modo de vida. En cuanto al primer punto de que tengan verdadero
llamamiento de Dios para ser recibidas en nuestra Religión,
conviene saber que cuando yo hablo de este llamamiento y
vocación, no lo entiendo de la vocación general, como es
aquella con que Nuestro Señor llama a todos los hombres al
cristianismo; ni tampoco de aquella, de la que se dice en el Evangelio:
Que son muchos los llamados y pocos los elegidos. Porque Dios, que
desea dar a todos la vida eterna, les concede los medios para llegar a
ella; y por eso los llama al cristianismo y los ha escogido,
correspondiendo a esta vocación y siguiendo sus divinas
inspiraciones. Con todo, el número de los que vienen es muy
pequeño en comparación de los que son llamados.
Pero, hablando más en particular de la vocación
religiosa, digo, que muchos son llamados de Dios a la Religión,
pero son muy pocos los que mantienen y conservan su vocación;
porque comienzan bien, pero no son fieles en corresponder a la gracia,
ni en perseverar en la práctica de lo que puede conservar su
vocación y hacerla buena y segura. Hay otros que no son
llamados, y con todo después de haber venido, su vocación
ha sido ratificada y hecha buena por Dios: así vemos algunos que
vienen a la Religión por despecho o enojo, y aunque esta
vocación no parece buena, con todo se han visto algunos que
habiendo venido así han salido muy a propósito para el
servicio de Dios. Otros son incitados a entrar en la Religión
por alguna desgracia o infortunio que les ha sucedido en el mundo:
otros por defectos de salud o hermosura corporal; y aun que estos
motivos de suyo no son buenos, Dios no obstante se sirve de ellos para
llamarlos: en fin, los caminos de Dios son incomprensibles y sus
juicios inescrutables y admirables en la variedad de las vocaciones, y
de los medios de que se sirve para llamar las criaturas a su servicio,
y todos deben ser adorados y reverenciados.
De esta gran variedad de vocaciones se sigue que es cosa bien
difícil conocer las verdaderas. Y con todo, la primera cosa que
se requiere para dar el voto es saber si la persona que se propone
viene bien llamada y si es buena su vocación.
¿Cómo, pues, entre variedad tan grande de vocaciones y
entre tan diferentes motivos se podrá distinguir la buena de la
mala para no errar? Esta es una cosa verdaderamente de grande
importancia y de mucha dificultad; con todo, no es tanta que del todo
quedemos destituidos de medios para conocer la bondad de una
vocación, y entre muchos que pudiera alegar, diré uno
solo, como el mejor de todos.
La buena vocación, pues, no es otra cosa que una voluntad firme
y constante que tiene la persona de querer servir a Dios en la manera y
lugar a que la llama su divina Majestad; y esta es la mejor
señal que hay para conocer cuando una vocación es buena.
Pero advertid que cuando digo una voluntad firme y constante de servir
a Dios, no digo que ella haga luego desde los principios todo lo que
toca hacer a su devoción, y con tan gran firmeza y constancia
que esté del todo exenta de repugnancia, dificultad o disgusto
en todo lo que de ella depende; no, yo no digo tal, ni menos que esta
firmeza y constancia sea tal que la libre de cometer faltas, ni que por
ella sea tan fuerte que jamás pueda vacilar ni variar en la
empresa de practicar los medios que la pueden conducir a la
perfección.
No por cierto es eso lo que quiero decir: porque todo hombre
está sujeto a tal pasión, variedad y mudanza, que uno
amará hoy una cosa, y mañana querrá otra. No se
debe, pues, por estos tan varios sentimientos y movimientos juzgar de
la firmeza y constancia de la voluntad en el bien que ha abrazado una
vez: sino, si en medio de esta variedad de diversos movimientos, la
voluntad permanece firme en no dejar el bien que ha emprendido, aunque
sienta disgusto o tibieza en el amor de alguna virtud, y que no deje
por eso de practicar los medios que se le han señalado para
conseguirla. De modo que para tener señal de vocación no
es menester una constancia sensible, sino que esté en la parte
superior del espíritu que es afectiva.
Para saber, pues, si Dios quiere que una persona sea religiosa no es
menester esperar que nos hable sensiblemente o que nos envíe un
Ángel del cielo a intimarnos su voluntad y menos tener
revelación sobre esta materia: no es menester tampoco un examen
de diez o doce doctores para averiguar si la inspiración es
buena o mala, si se ha de seguir o no; pero es necesario corresponder y
cultivar el primer impulso, y después no afligirse si viniere
algún disgusto o tibieza tocante a eso; porque si se procura
siempre que la voluntad esté firme en querer buscar el bien que
se le ha mostrado, no dejará Dios de hacer que todo redunde en
gloria suya.
Y cuando digo esto, no hablo solamente por vosotras, sino
también por las doncellas que están en el mundo, de las
cuales verdaderamente es necesario tener gran cuidado en ayudarlas en
sus buenos designios: cuando tienen los primeros impulsos algo fuertes
nada les parece dificultoso, piensa n que allanarán los mayores
imposibles; pero cuando sienten aquellas mudanzas, y advierten que
aquellos movimientos no son ya tan sensibles en la parte inferior, les
parece entonces que todo está perdido y que conviene dejarlo: ya
quieren, ya no quieren. Lo que entonces sienten no es bastante para
dejar el mundo. Dice una de estas doncellas: yo bien quisiera, pero no
sé si es la voluntad de Dios que yo sea religiosa, porque la
inspiración que siento ahora no es, me parece, muy fuerte.
Verdad es que la he tenido mucho más viva antes, pero corno no
es permanente me persuado de que no es buena.
Verdaderamente cuando encuentro tales almas no me admiro de estos
disgustos y tibiezas, y menos creo que por esto su vocación no
sea buena. Solamente se ha de tener gran cuidado en ayudarlas y
persuadirlas a que no se acobarden por estas mudanzas,
alentándolas a perseverar firmes en medio de ellas. Y bien, les
digo yo, esto no es nada. Decidme, ¿no habéis sentido el
movimiento o la inspiración dentro de vuestro corazón
para buscar un tan gran bien? Si, dicen ellas, así es verdad;
pero luego se pasó. Si se pasó, replico yo, la fuerza de
este sentimiento ¿no ha sido de modo que ha dejado alguna
afición? Así es, responden, porque yo siento siempre un
no sé qué que me hace inclinar a esta parte; pero lo que
me aflige es el que no siento aquella fuerza de movimiento que es
necesaria para tal resolución. Yo les respondo, que no se
congojen por estos sentimientos sensibles, que no los examinen tanto,
que se contenten de la constancia de su voluntad, que en medio de estas
mudanzas no pierdan la afición de su primer prop6sito; que
solamente pongan su cuidado en fomentarla y en corresponder bien a su
primera moción.
No pongáis cuidado, digo yo, en mirar de que parte viene; porque
Dios tiene muchos medios para llamar a sus siervos y siervas a su
servicio. Algunas veces se sirve de la predicación, otras de la
lección de buenos libros; unos han sido llamados por haber
oído las palabras sagradas del Evangelio, como san Francisco y
san Antonio que lo fueron oyendo aquellas: Ve, y vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres, y sígueme. Y quien quisiere venir
en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame (Mt 19, 21; 16, 24). Otros han sido llamados por medio de
enojos, desastres y aflicciones que les han sobrevenido en el mundo,
las que les dieron motivo de indignarse contra él y dejarle.
Nuestro Señor se ha valido muchas veces de este medio para
atraer muchas personas a su servicio, que por otros no los hubiera
atraído. Porque aunque Dios es omnipotente y puede todo lo que
quiere, con todo no quiere quitamos la libertad que una vez nos ha
dado; y cuando nos llama a su servicio, quiere que vayamos por nuestro
gusto y nopal' fuerza ni necesidad; y si bien estos vienen a Dios como
irritados contra el mundo que los ha maltratado, o por algunos trabajos
y aflicciones que los atormentan, no dejan de darse a Dios de su libre
voluntad: y muy de ordinario tales personas salen a propósito
para su santo servicio y vienen a ser grandes santos, y a veces
más grandes que aquellos que entraron por vocaciones más
aparentes.
Habéis leído lo que refiere el padre Plati de un
caballero bizarro, según el mundo, el cual estando un día
muy galán sobre un caballo ricamente enjaezado procurando
parecer bien a unas damas que galanteaba, como le quisiese hacer mal el
caballo, le derribó en medio del lodo, de donde salió
todo sucio y enlodado, y quedó con tal accidente tan confuso y
corrido, que lleno de cólera resolvió entrarse luego
religioso, diciendo: ¡Oh traidor mundo, tú te has burlado
de mi, mas yo también me burlaré de ti: tú has
jugado de esta suerte conmigo, pero yo haré juego de ti de otra
manera; porque jamás tendré paz contigo, y para esto
resuelvo desde ahora entrarme en Religión (I Libro del Estado
religioso, cap. ult.): donde luego fue recibido y vivió
santamente, no obstante que su vocación fue un despecho.
Ha habido también otros cuyos motivos fueron peores que este. De
buen origen supe que un caballero de nuestros tiempos, valiente de
corazón y de cuerpo y de muy buen linaje, viendo pasar dos
Padres capuchinos, dijo a otros señores que estaban con
él: me ha dado gana de saber cómo viven estos de pies
descalzos y de entrarme con ellos, no para quedarme siempre, sino por
un mes o tres semanas para poder mejor notar lo que hacen para
reírme después y burlarme con vosotros de ello.
Así lo resolvió, pidió el hábito con
instancia y fue recibido; mas la divina Providencia, que se
sirvió de este motivo para sacarle del mundo, convirtió
su fin y mala intención en buena; y el que pensó armar
lazo a los otros cayó en él, porque apenas hubo estado
algunos días con estos buenos religiosos, cuando del todo se
trocó perseverando fielmente en su vocación y
llegó a ser un gran siervo de Dios.
Otros hay cuya vocación no es mejor que esta, y son aquellos que
entran en Religión por algún defecto natural, como por
ser cojos, tuertos, o por ser feos, o por tener otros semejantes
defectos; y lo que parece peor que son inducidos de sus padres los
cuales, cuando tienen los hijos defectuosos, los dejan en un rinc6n
diciendo: este no vale nada para el mundo, necesario es inclinarle a la
Religión o procurarle algún beneficio y así
descargaremos la casa. Los hijos se dejan guiar de este modo con la
esperanza de vivir de los bienes del altar. Otros tienen muchos hijos y
dicen que es menester dejar libre la hacienda y encaminar algunos a la
Religión, para que los primogénitos lo tengan todo y
puedan lucir en el mundo; pero Dios muy de ordinario suele hacer que se
vea la grandeza de su misericordia y clemencia, valiéndose de
estas intenciones, que por sí mismas no son buenas, para formar
de estas personas grandes siervos de su divina Majestad.
y en esto se manifiesta admirable, complaciéndose este
Artífice divino en fabricar hermosos edificios con madera muy
torcida y que no tiene apariencia alguna de ser buena para nada; y como
el que no sabe el arte de carpintería, viendo algún
madero torcido en la tienda del carpintero se espantará si le
dicen que es para hacer una obra primorosa; porque dirá
él, si es como decís, necesario será pasar muchas
veces el cepillo por encima de él antes de perfeccionarle;
así de ordinario la divina Providencia hace lindos primores de
obra con estas intenciones torcidas y siniestras, como hizo entrar en
su convite a los ciegos y a los cojos, para darnos a entender que
aprovecha poco para entrar en el cielo el tener dos ojos o dos piernas,
y que es mejor ir a él con un pié, un ojo y un brazo, que
tener dos y perderse: a tal clase de personas, habiendo venido a la
Religión de este modo, se les ha visto muchas veces hacer gran
fruto y perseverar fielmente en su vocación.
Hay otros que han sido llamados bien, los cuales con todo no han
perseverado, antes después de haber estado algún tiempo
en la Religión, la han del todo dejado. Y de estos es buen
ejemplo Judas, que no podemos dudar de que fue bien llamado porque
Cristo Nuestro Señor le escogió y llamó con su
propia boca al Apostolado: ¿de dónde, pues, vino que
siendo tan bien llamado, no perseveró en su vocación? La
razón es porque abusó de su libertad y no quiso valerse
de los medios que Dios le había dado para este efecto; sino que
en vez de abrazarlos y ponerlos en ejecución para su provecho,
abusó de ellos y los desechó, y esa fue la causa de
perderse; porque es cosa cierta, que cuando Dios llama a alguna
vocación se obliga por consiguiente por su providencia divina a
proveerle de todas las ayudas necesarias para perfeccionarse en ella.
Cuando digo que Dios se obliga, no se ha de pensar que nosotros le
obligamos a esto con seguir su vocación; porque
¿quién sabrá obligarle? Pero Dios se obliga a
sí mismo, por sí mismo, movido por las entrañas de
su infinita bondad y misericordia. De manera, que haciéndome yo
religioso, Nuestro Señor se ha obligado a proveerme de todo
aquello que es necesario para ser buen religioso, no por deuda sino por
su misericordia y providencia infinita: así como cuando un gran
Rey levanta soldados para hacer una guerra, su providencia y prudencia
requieren que vaya previniendo armas para armarlos; porque ¿con
qué apariencia podría enviarlos sin ellas a combatir? y
si no lo hiciera sería notado de imprudente. La divina Majestad
nunca falta en el cuidado y providencia de esto; y para que mejor lo
creamos, se ha obligado de manera que jamás se puede dudar que
haya faltado cuando no obramos bien; antes su liberalidad es tan
grande, que da estos medios a los que no se los ha prometido ni les
está obligado por no haberlos llamado.
Notad también, que cuando digo que Dios se ha obligado a dar a
los que llama todas las condiciones necesarias para ser perfectos en su
vocación, no digo que las da todas de una vez y al instan te que
entran en Religión. No por cierto, no se ha de pensar que en
entrando luego son perfectos con toda prontitud; basta que traten de
atender a la perfección y de abrazar los medios para
perfeccionarse; y por este fin es necesario tener esta voluntad, de que
hemos hablado, firme y constante.
Ved aquí, pues, como los juicios de Dios son ocultos y secretos,
y como algunos que vienen a la Religión por desprecio, o a modo
de burla, no obstante perseveran en ella; y otros siendo llamados bien
y habiendo comenzado con gran fervor acaban mal y lo dejan todo. Es,
pues, cosa muy difícil el saber si una doncella es bien llamada
de Dios para darle el voto: porque si bien la veréis fervorosa,
puede ser que no persevere, pero tanto peor será para ella; no
dejéis por eso de dárselo si veis que tiene esta voluntad
constante de querer servir a Dios y perfeccionarse; porque si quisiere
recibir las ayudas que Dios infaliblemente le dará, ella
perseverará; pero si después de algunos años
pierde la perseverancia, no seréis la causa de su daño,
sino ella misma. Esto, pues, toca a la primera parte y al conocimiento
de las vocaciones.
En cuanto a la segunda, que es de saber las cualidades que han de tener
las doncellas, primero para ser recibidas aquí dentro, segundo
para entrar en noviciado, y en tercer lugar para ser admitidas a la
profesión, no tengo mucho que decir. En cuanto a la
recepción primera, sabed que no se pueden conocer mucho aquellas
que vienen con tan buen semblante. Si las habláis,
prometerán cuanto se quiera; parécense a san Juan y
Santiago, a los cuales Nuestro Señor dijo:
¿Podréis vosotros beber el cáliz de mi
pasión? (Mt 22, 22) Y ellos respondieron osada y ardientemente:
Que si: y en la noche de la pasión le dejaron. Estas hacen lo
mismo; ruegan mucho, agasajan, aseguran tanto su buena voluntad, que
casi no se pueden despedir; y en efecto, a mi parecer, no se deben
hacer en esto grandes discursos.
Esto lo digo en cuanto a lo interior, porque verdaderamente es muy
difícil en aquel tiempo el poderlo conocer, principalmente en
las que vienen de lejos. Todo lo que se puede hacer en orden a estas,
es saber quiénes son y las cosas que miran a lo temporal y
exterior. Después abrirles la puerta y admitirlas a la primera
prueba. Si son del lugar, se puede observar su modo, y por la
conversación que se tiene con ellas reconocer algo de su
interior; pero también hallo que es muy difícil, porque
siempre vienen con la mejor cara y postura que pueden.
Paréceme que en cuanto a lo que toca a la salud corporal y
enfermedades del cuerpo, se debe hacer muy poca o ninguna
consideración, pues en estas Casas pueden recibirse las enfermas
y débiles como las sanas y robustas; pues en parte podemos decir
que se han fundado para ellas, como no sean enfermedades tan grandes
que del todo las hagan incapaces de observar la regla e
inhábiles para obrar lo que es propio de esta vocación.
Pero fuera de esto, yo jamás les negara mi voto, ni aun cuando
fuesen ciegas, mancas, o cojas; mientras tuviesen las otras condiciones
necesarias para esta vocación.
Y no me diga la prudencia humana que si siempre se ofreciese tal clase
de gente y que si siempre es necesario recibirla, si todas fuesen
ciegas o enfermas, ¿quién las serviría? De esto no
tengáis cuidado que no sucederá, dejadlo a la divina
Providencia que sabrá bien disponerlo y llamar las fuertes
necesarias a su servicio. Cuando os propusieren enfermas, decid: Dios
sea bendito; si vinieren sea en buen ahora. En suma las enfermedades
que no impiden la observancia de la regla no deben considerarse en
vuestras casas. Y esto es lo que tengo que decir en cuanto a la primera
recepción.
En cuanto a la segunda, que es de recibir una doncella al noviciado, yo
no hallo tampoco que tenga grande dificultad, si bien se debe
considerar más que la primera, porque se ha tenido más
comodidad para conocer su humor, acciones y costumbres; luego se ven
las pasiones que tiene; pero nada de esto debe impedir el recibirla al
noviciado, con tal que tenga buena voluntad de enmendarse, sujetarse y
valerse de los medicamentos propios para su curación, y aunque
sienta repugnancia a estos remedios y los tome con gran dificultad no
importa nada, mientras no dejen de usar de ellos; porque las medicinas
son siempre amargas al gusto, y no es posible que se reciban con la
suavidad que si fueran muy apetecibles; pero con todo esto no dejan de
hacer su operación, y cuando obran mejor dan mayor disgusto y
trabajo. Veréis una joven que tiene sus pasiones fuertes, es
colérica, o impaciente, comete muchas faltas, y no obstante eso
quiere ser curada y que la corrijan y mortifiquen, y que otra la
dé remedios propios para su salud, y aunque al recibirlos la
disgusten y trabajen, no por eso se le ha de negar el voto, porque no
solo tiene la voluntad de curarse, sino también abraza los
remedios que para eso se le dan, aunque sienta pena y dificultad.
Otras se hallarán que serán mal educadas y poco corteses,
de natural rudo y grosero, y no hay duda que a éstas les
costará más trabajo y dificultad que a otras que son de
afable condición y natural mansedumbre, y estarán
más sujetas a cometer faltas que las que están bien
criadas. Con todo, si quieren ser corregidas y manifiestan una voluntad
firme de recibir los remedios, aunque les sean pesados, a éstas
daría mi voto no obstante Sus faltas; porque después de
mucho trabajo hacen gran fruto en la Religión, salen grandes
siervas de Dios y adquieren una virtud fuerte y sólida; porque
la gracia divina suple lo que falta a la naturaleza; y no hay duda que
donde hay menos de aquella, muy de ordinario hay más de esa. Por
esto, pues, no conviene dejar de recibir al noviciado a las
jóvenes, aunque tengan muchos malos hábitos, el
corazón rudo y grosero, y muestren mucha condición, con
tal que quieran el remedio. En suma, para recibir al noviciado no es
menester saber más que si tienen buena voluntad y firme
resolución de recibir el tratamiento que se les hará para
su cura, y vivir en gran sumisión. Teniendo esto, yo les concedo
mi voto. Ved aquí, me parece, cuanto se puede decir acerca de
esta segunda recepción.
En cuanto a la tercera condición digo, que es de suma
importancia el recibir a la profesión, y por esto me parece que
se han de observar tres cosas.
1. La primera, que las doncellas que se reciban a la profesión
sean sanas, no de cuerpo, como ya tengo dicho, sino de corazón y
de espíritu, quiero decir, que tengan el corazón bien
dispuesto a vivir en una entera obediencia y sumisión.
2. La segunda, que tengan buen espíritu; y cuando digo
espíritu bueno, no quiero decir aquellos grandes
espíritus que son de ordinario vanos y llenos de propio juicio
de suficiencia, y que estando en el mundo son tiendas de vanidad, que
vienen a la Religión no para humillarse, sino como si en ella
hubieran de leer filosofía o teología, queriendo guiar y
gobernarlo todo. A éstas es menester mirar con cuidado; digo
mirar con cuidado, y no digo, que no conviene recibirlas, si se
advierte que quieren enmendarse y humillarse; porque con el tiempo y la
gracia de Dios podrán mudarse, lo que se hará sin duda si
con fidelidad se aprovechan de los remedios que se les aplicarán
a su cura.
Cuando hablo de un espíritu bueno, entiendo de los
espíritus de buena capacidad y discurso, y también de los
medianas, que ni son muy grandes ni muy pequeños; porque estos
hacen siempre mucho sin que lo entiendan, aplícanse al obrar y
se dan a las virtudes sólidas, son tratables y se pueden
gobernar sin trabajo; porque con facilidad comprenden cuán bueno
es el dejarse gobernar.
III. La tercera cosa que es menester observar es, si la monja ha
procedido bien en su noviciado, si ha hecho uso y sacado provecho de
las medicinas que se le han aplicad o; si ha llevado adelante las
resoluciones con que entró en él, de mudar sus malos
humores e inclinaciones; pues que el año del noviciado se le dio
para eso: y si se ve que ha perseverado fielmente en su
resolución, y que su voluntad está firme y constante en
continuar, y que se ha aplicado a reformarse y ajustarse a las reglas y
constituciones, y que este propósito le dura con deseo de
hacerla siempre mejor, esta es muy buena señal y buena
condición para darla el voto; porque si bien, no obstante esto,
ella no deja de hacer algunas faltas, aunque sean grandes, no por eso
se le ha de negar el voto; pues si bien en el año de su
noviciado debe trabajar en la reforma de sus costumbres y
hábitos, no por esto se ha de entender que no pueda dar alguna
caída y que deba al fin de su noviciado salir ya perfecta.
¿Dónde no sucede así? Mirad al colegio de Nuestro
Señor y veréis los gloriosos Apóstoles, que aunque
fueron bien llamados y trabajaron mucho en reformar su vida, cometieron
muchas faltas no solo en el primer año sino también en el
segundo y tercero. Todos decían y prometían maravillas
hasta ofrecerse a seguir al Señor en su prisión y muerte:
mas la noche de la pasión, cuando vieron prender a su Maestro
todos le desampararon. Las caídas no deben ser causa para que se
despida a una novicia, cuando en medio de ellas está con firme
voluntad de enmendarse y valerse de los medios que se le dan para este
fin. Esto es lo que puedo deciros tocante a las condiciones que han de
tener las que se han de recibir a la profesión, y lo que han de
observar las monjas para darlas su voto; y así acabaré mi
discurso sino me preguntáis otra cosa.
1. La pregunta, pues, en primer lugar, es: Si se hallase una doncella
que con facilidad se turba de pocas cosas, y que su espíritu
muchas veces se llena de congoja e inquietud, y que en medio de esto no
muestra grande amor a su vocación, y no obstante,
pasándosele aquello, promete hacer maravillas ¿qué
se debe hacer en este caso? Ciertísimo es que mujer tan mudable
no es a propósito para la Religión; pero con todo parece
que quiere ser curada; porque si no hay señas de ello, conviene
despedirla.
2. No se sabe, diréis, si procede de falta de voluntad de ser
curada, o bien de que ella no comprende en qué consiste la
verdadera virtud. Digo, pues, que si habiéndola dado bien a
entender lo que conviene que haga para su enmienda no lo hace, antes es
incorregible, se la debe despedir; principalmente porque sus yerros no
proceden, según lo que decís, de falta de entendimiento
ni por no comprender en qué consiste la verdadera virtud, ni
tampoco por no alcanzar lo que debe hacer para enmendarse; sino por
defecto de la voluntad que no tiene átomo de perseverancia ni de
constancia en obrar ni aprovecharse de lo que sabe y es necesario para
su enmienda; y aunque algunas veces diga que lo hará mejor no lo
hace, antes persevera en su inconstancia de voluntad: por lo que yo no
le diera mi voto.
3. Decís también, que hay algunas tan tiernas, que no
pueden sufrir que las corrijan sin turbarse, y que esto ordinariamente
las hace enfermar. Si es así, conviene abrirles la puerta,
porque ya que están enfermas y no se dejan visitar ni quieren se
les apliquen los remedios propios a su curación, se ve
claramente que, obrando así, se hacen incorregibles y no dan
esperanza de su salud. En cuanto al ser tiernas tanto de
espíritu como de cuerpo, digo que este es uno de los grandes
impedimentos para la vida religiosa, y. así conviene tener gran
cuidado de no recibir a aquellas que lo son con demasía; porque
por miedo a los remedios no quieren procurarse la salud.
IV. En segundo lugar se pregunta ¿qué debe hacerse de una
joven que manifiesta en sus palabras que está arrepentida de
haber entrado en Religión? Verdaderamente si persevera en ese
disgusto de su vocación y en el arrepentirse de ella, y se ve
que eso la tiene perezosa y negligente en conformarse a las costumbres
y espíritu de esta vocación, conviene echarla fuera. Con
todo, se debe considerar que esto puede suceder o por una simple
tentación o por ejercicio, y se conocerá por el provecho
que saca de tal pensamiento de disgusto o arrepentimiento, y si con
sencillez descubre el estado en que se halla, y es fiel en servirse de
los remedios que se le han dado, porque Dios jamás permite cosa
para nuestro ejercicio de que no quiera que saquemos provecho; lo que
sucede siempre cuando es fiel la persona en descubrirse y simple, como
tengo dicho, en ejecutar y creer lo que se le ha dicho; y esta es la
señal de que el ejercicio es de Dios: mas cuando se ve que esta
joven usa de su propio juicio y que su voluntad está
engañada y perdida, perseverando en su disgusto, entonces la
cosa está en mal estado y casi sin remedio, y así
conviene despedirla.
5. Pregúntase en tercer lugar: ¿Si se ha de dar el voto a
una doncella que no es cordial o que no procede con igual afecto con
todas las hermanas, y que ha dado muestras de más
inclinación a unas que a otras? No conviene ser tan rigurosas
por causas tan pequeñas; sabed que esa inclinación es la
postrera cosa que renunciamos; porque antes de poder llegar a este
punto de no tener inclinación alguna más a esta que a la
otra, y de que estas aficiones estén de tal suerte mortificadas
que no sobresalgan, es menester mucho tiempo. Débese observar en
esto, como en lo demás, si esta persona es en ello incorregible.
Finalmente decís: ¿Si el sentimiento de las demás
hermanas es contrario a lo que una sabe, y a esta le viene
inspiración de decir alguna cosa que ha reconocido será
de crédito para la novicia, convendrá callarlo? No,
aunque el sentimiento de las otras sea totalmente contrario al vuestro
y vos seáis sola en esa opinión: porque eso podrá
servir para que las demás tomen la debida resolución. El
Espíritu Santo debe presidir en las comunidades, y conforme la
variedad de opiniones se toma resolución de hacer lo que parece
más expediente a su gloria. En cuanto a la inclinación
que tenéis a que las otras den su voto o que no le den con dar
vos el vuestro o no darlo, se debe desechar y reprimir como otra
cualquiera tentación; y nunca conviene descubrir sus
inclinaciones o aversiones entre las hermanas en esta ocasión.
En fin, para todas las imperfecciones que las jóvenes traen del
mundo conviene guardar esta regla: cuando se ve que se enmiendan,
aunque no dejen de cometer faltas, no se deben desechar, porque por su
enmienda se conoce que no quieren quedarse incorregibles. Dios sea
bendito.
ENTRETENIMIENTO XVIII
Cómo se han de recibir los sacramentos y rezar el Oficio divino;
con algunos puntos tocantes a la oración.
Antes de decir cómo nos hemos de preparar para recibir los
Sacramentos, y qué fruto hemos de sacar de ellos, es necesario
saber qué cosa son los sacramentos y cuáles sus efectos.
Los sacramentos, pues, son las canales por las que, digámoslo
así, Dios baja a nosotros, como por la oración subimos
nosotros a él; porque la oración no es otra cosa que una
elevación de nuestro espíritu a Dios.
Los efectos de los sacramentos son diversos, aunque todos tienen un fin
y una misma pretensión, que es unirnos a Dios. Por el sacramento
del Bautismo nos unimos con su divina Majestad como los hijos con los
padres. Por el de la Confirmación nos unimos como los soldados
con su caritán, recibiendo fuerzas para pelear y vencer a
nuestros enemigos en todas las tentaciones. Por el de la Penitencia nos
unimos con Dios como amigos reconciliados. Por el de la
Eucaristía como la comida con el estómago. Por el de la
Extremaunci6nnos unimos a Dios como el hijo que viene de lejanas
tierras, y pone un pié en casa de su padre para juntarse con
él, con su madre y con toda su familia. Estos, pues, son los
efectos diferentes de los sacramentos, pero todos se encaminan a la
unión de nuestra alma con Dios.
Ahora solo hablaremos de dos, que son Penitencia y Eucaristía.
Primeramente es muy necesario saber por qué recibiendo tan a
menudo estos dos sacramentos, no recibimos también las gracias
que suelen comunicar a las almas, gracias que van juntas con los
sacramentos? Yo lo diré en una palabra: por falta de la debida
preparación; y así conviene saber cómo debemos
prepararnos para recibir bien estos dos sacramentos y también
los demás.
La primera preparación es la pureza de intención, la
segunda la atención, y la tercera la humildad. En cuánto
a la pureza de intención, esta es totalmente necesaria no solo
en la recepción de los sacramentos, si que también en
todas nuestras obras. La intención es pura, cuando recibimos los
sacramentos o hacemos otra cualquiera obra por unirnos a Dios y serle
agradables sin mezcla alguna de interés propio.
Conoceréis esto si cuando deseáis comulgar no os lo
permiten, o si después de la santa Comunión no
tenéis consuelo alguno, y no obstante quedáis en paz sin
consentir en las aflicciones que os pudieran venir; pero si por el
contrario os dejáis llevar de la inquietud por no haberos dejado
comulgar, o porque no habéis tenido consuelo
¿quién no ve que vuestra intención no es pura, y
que no buscáis el uniros con Dios sino con los consuelos? Sabed,
pues, que vuestra unión con Dios se debe hacer por medio de la
santa virtud de la obediencia y de la misma manera, si deseáis
la perfección con un deseo lleno de inquietud,
¿quién no ve que es el amor propio el que os mueve porque
n o quisiera que se hallase imperfección en nosotros? Si fuese
posible que agradásemos a Dios tanto siendo imperfectos como
siendo perfectos, debiéramos desear no tener perfección
para conservar por este medio en nosotros la santísima humildad.
La segunda preparación es la atención. Ciertamente
debiéramos llegarnos a los sacramentos con mucha atención
tanto por la grandeza de la obra, como por lo que cada uno de ellos
requiere de nosotros. Pongo por ejemplo: cuando vamos a la
confesión debemos llevar un corazón amorosamente
doloroso; y a la santa Comunión un corazón ardientemente
amoroso. No digo que por esta grande atención no hayamos de
tener la más mínima distracción, porque esto no
está en nuestra mano; pero digo que se ha de tener un cuidado
muy especial de no distraerse voluntariamente.
La tercera preparación es la humildad, virtud muy necesaria para
recibir abundantemente las gracias que corren por las canales de los
sacramentos, porque las aguas suelen correr más fácil y
presurosamente cuan do las canales están puestas pendientes y
mirando abajo.
Pero, a más de estas tres preparaciones, os quiero decir en una
palabra: que la principal es la total renuncia de nosotros mismos en
las manos de Dios, sometiendo sin reserva alguna nuestra voluntad y
todos nuestros afectos a su dominio. Digo sin reserva, porque nuestra
miseria es tan grande que siempre nos reservamos algo. Las personas
espirituales se reservan de ordinario la voluntad de tener virtudes; y
cuando van a comulgar: ¡oh Señor, dicen, yo me pongo
enteramente en vuestras manos, pero servíos de darme prudencia
para saber gobernar mi vida honradamente; pero de la simplicidad no
piden nada! ¡Oh Dios mío! yo estoy absolutamente sujeto a
vuestra divina voluntad, pero dadme grande aliento para hacer obras
excelentes en vuestro servicio; pero de afabilidad para vivir
pacíficamente con el prójimo no se habla palabra. Dadme,
dirá otro, la humildad que es tan importante para dar buen
ejemplo; pero de la humildad de corazón que nos hace amar
nuestro propio abatimiento no les parece que haya necesidad. ¡Oh
mi Dios! pues soy todo vuestro, concededme consuelos en la
oración. Verdaderamente lo que es necesario para unimos con
Dios, que es nuestra pretensión, y lo que jamás pedimos
son las tribulaciones o mortificaciones.
No es el camino para llegar a esta unión el reservarse todas sus
voluntades por hermosa apariencia que tengan; porque Nuestro
Señor, queriéndose dar todo a nosotros,
recíprocamente quiere que nos demos enteramente a él,
para que la unión de nuestra alma con su divina Majestad sea
más perfecta, y que podamos decir con verdad lo de aquel grande
perfecto entre los cristianos: Yo no vivo ya en mí, sino que
Cristo es quien vive en mi (Gal 2, 20).
La segunda parte de esta preparación consiste en vaciar nuestro
corazón de todas las cosas para que Nuestro Señor lo
llene todo de sí mismo. Verdaderamente la causa de no recibir la
gracia de la santificación, pues una sola comunión bien
hecha es bastante y suficiente para hacernos santos y perfectos, no es
otra sino que no dejamos reinar a Nuestro Señor en nosotros como
su bondad desea. Viene a nosotros este amado de nuestras almas y halla
nuestros corazones llenos de deseos, de aficiones y de pequeñas
voluntades; esto no es lo que busca, sino que estén
vacíos, para hacerse dueño y gobernador de ellos.
Y para mostrar cuánto lo desea, dice a su amante sagrada: Que le
ponga como un sello sobre su corazón (Cant 8, 6), para que nada
pueda entrar en él sin su permiso y conforme a su
beneplácito. Yo sé muy bien que lo mejor de vuestro
corazón está vacío, porque de otra suerte
sería una grande infelicidad, quiero decir, que no solo
habéis desechado y detestado el pecado mortal, sí que
también toda suerte de mala afición; pero ¡ay! que
todos los rincones y esquinas de nuestro corazón están
llenos de mil cosas indignas de parecer en la presencia de este Rey
soberano, las que parece que le atan las manos, y le embarazan el que
nos reparta los bienes y las gracias que su bondad deseaba hacemos si
nos hubiera hallado dispuestos.
Hagamos, pues, de nuestra parte lo que esté en nuestra mano para
prepararnos bien a recibir este pan sobresubstancial, dejándonos
totalmente a la divina Providencia no solo por lo que mira a los bienes
temporales sino principalmente a los espirituales, derramando en la
presencia de su divina Bondad todas nuestras aficiones, deseos e
inclinaciones, para estarle enteramente sujetos, y estemos seguros de
que Nuestro Señor cumplirá de su parte la promesa que nos
ha hecho de transformarnos en sí, levantando nuestra bajeza
hasta unirla con su grandeza.
Bien se puede comulgar por diversos fines, corno por pedir a Dios que
nos libre de alguna tentación o aflicción, ya sea a
nosotros ya a nuestros amigos; o por pedir alguna virtud, con tal que
esto sea con la condición de unirnos por este medio más
perfectamente a él; lo que de ordinario no sucede, porque en el
tiempo de la aflicción estamos casi siempre más unidos a
Dios porque nos acordamos más a menudo de él y por lo que
toca a las virtudes, alguna vez es más a propósito y
mejor para nosotros no tener el hábito de ellas corno si le
tuviéramos, mientras ejerzamos sus actos en las ocasiones que se
nos ofrecieren; porque la repugnancia que sentimos en el ejercicio de
una virtud, nos debe servir para humillarnos, y la humildad vale
siempre más que todo.
En fin conviene que todas las súplicas y peticiones que
hacéis a Dios no sean solamente por vosotras, sino que
tengáis cuidado de decir siempre por nosotros, como Nuestro
Señor lo enseñó en la oración del Padre
nuestro, donde no hay ni mía ni mío ni yo: esto se
entiende que tengáis intención de rogar a Dios que
conceda la gracia o virtud que le pedís para vosotras a todos
aquellos que tuvieren la misma necesidad y esto sea siempre para
unirnos más con él; porque de otro modo no debemos pedir
ni desear cosa alguna ni para nosotros ni para los prójimos;
pues este es el fin para que se instituyeron los sacramentos.
Conviene, pues, que correspondamos a esta intención de Nuestro
Señor recibiéndolos por este mismo fin; y no
habéis de pensar que comulgando u orando por los otros
perderéis algo, y que porque ofrecéis a Dios la
comunión y oración por satisfacción de sus pecados
entonces no satisfacéis por los vuestros; porque el
mérito de la comunión y de la oración siempre os
queda, pues no podemos merecer la gracia los unos por los otros, solo
Cristo Nuestro Señor lo ha podido: podemos si impetrar la gracia
para otros, pero no merecerla. La oración que hacemos por ellos
aumenta nuestro mérito, ya para la recompensa de la gracia en
esta vida, como para la de la gloria en la otra; y aunque una persona
no tenga atención a hacer las obras que hace por
satisfacción de sus pecados, la sola intención que tiene
de hacer aquello por puro amor de Dios, basta para satisfacer por
ellos; pues es cosa cierta que quien pudiere hacer un acto excelente de
caridad o de perfecta contrición, satisfará plenariamente
por sus pecados.
También me parece que queréis saber, cómo
conoceréis si aprovecháis con la frecuencia de estos
sacramentos. Lo podréis conocer, mirando si adelantáis en
las virtudes que les son propias: como si sacáis de la
confesión amor a vuestro abatimiento y humildad, porque estas
virtudes son propias de este sacramento, y siempre a medida de la
humildad se conoce nuestro aprovechamiento. ¿No sabéis
que está escrito: el que se humilla será ensalzado? Ser
ensalzado es ser adelantado. Si por medio de la santísima
Comunión llegáis a ser más dulce y afable, pues
esta es la virtud propia de este sacramento que es todo dulce, todo
suave, todo miel, sacaréis de él el fruto propio, y
así adelantaréis; pero, al contrario, si no salís
más humilde, ni más suave, mereceréis que os
quiten el pan, pues no queréis trabajar.
Yo quisiera, que cuando os viene el deseo de comulgar, fuerais
simplemente a pedir licencia a la superiora con resignación de
aceptar humildemente la excusa si os la negare: si otorgare vuestra
demanda, llegarse a comulgar con amor, y aunque haya
mortificación en pedirla, no por eso se ha de dejar de hacerla;
porque las que entran en esta Religión no vienen a otra cosa que
a mortificarse, y las cruces que llevan se lo han de acordar. Y si a
alguna le viniere la inspiración de no comulgar con tanta
frecuencia como las otras, por el conocimiento' que tiene de su
indignidad, lo puede decir a la superiora, esperando el juicio que
sobre ello hiciere con grande dulzura y humildad.
También quisiera que no os inquietaseis cuando entendéis
que se ha hablado de algún defecto que tenéis o de alguna
virtud que os falta, sino que alabaseis a Dios porque os ha descubierto
el modo de adquirir la virtud y de enmendaras de la
imperfección, y luego os animaseis a practicar los medios. ,Es
necesario tener un espíritu generoso, que solo procure asirse a
Dios sin dejarse tirar en manera alguna de lo que nuestra parte
inferior quiere, procurando que la parte superior de nuestra alma
reine; pues enteramente está en nuestra mano, con la gracia de
Dios, no consentir jamás con la inferior. Los consuelos y
ternuras no se deben desear, pues no son necesarios para amar
más a Dios. No conviene, pues, ocuparse en considerar si tenemos
buenos sentimientos, sino en hacer lo que haríamos si los
tuviésemos.
Tampoco conviene ser tan delicadas en quererse confesar de todas las
menores imperfecciones, pues no estamos obligados a confesar las culpas
veniales si no queremos; pero cuando se confiesan es preciso tener
determinada voluntad de enmendarse de ellas, porque de otra manera
seria un abuso el confesarlas. Ni tampoco es menester inquietarse
cuando no os acordáis de vuestras faltas para confesarlas;
porque no es creíble que un alma, que hace a menudo el examen de
conciencia, no señale bien las faltas que son de importancia
para acordarse de ellas; así de las faltas pequeñas y
ligeras podéis hablar con Dios cuando os acordareis de ellas, y
para ellas una humillación de espíritu, un suspiro,
bastan.
Me preguntáis ¿cómo podréis hacer en poco
tiempo un acto de contrición? Digo que casi no es menester
tiempo para hacerla bien; pues no es menester otra cosa que postrarse
delante de Dios en espíritu de humildad y arrepentimiento de
haberle ofendido.
Deseáis en segundo lugar que yo hable del Oficio divino: pues
vengo a esto; primeramente os digo que conviene prepararse para rezarlo
desde el punto que se oye la campana que os llama, como dice san
Bernardo, y preguntar a nuestro corazón qué es lo que va
a hacer, y esto no solamente en esta ocasión, sino
también al principio de todos nuestros ejercicios, para que en
cada uno entremos con su propio espíritu; porque no será
del caso ir al Oficio divino como a la recreación; a esta se ha
de llevar un espíritu amorosamente alegre, y a aquel un
espíritu gravemente amoroso.
Cuando se dice: Deus in adjutorium meum intende, se ha de pensar que
Nuestro Señor nos dice recíprocamente: Está
tú bien atenta a mí. Las que entienden algo lo que rezan
en el Oficio, empleen fielmente este talento según el
beneplácito de Dios, que se le ha dado para ayudarlas a que
estén recogidas por medio de los buenos sentimientos que pueden
sacar. Y las que nada entienden, estén simplemente atentas a
Dios, o hagan aspiraciones amorosas, mientras el otro coro dice el
verso y ellas hacen pausa.
También se ha de considerar que hacemos el mismo oficio de los
Ángeles, aunque en diferente lenguaje, y que esta,... mas
delante del mismo Dios en cuya presencia tiemblan. Y así como un
hombre que hablase a un Rey estaría muy atento temiendo caer en
alguna falta, y sí, no obstante su cuidado, la hiciese, se
pondría al punto colorado; de la misma manera debemos hacer en
el Oficio, estando muy atentos por no errar.
También es necesario tener atención a pronunciar bien y
rezar como se ordena, especialmente al principio; y si sucediere hacer
alguna falta, conviene humillarse sin confundirse; pues esto no es cosa
extraña y que en otra parte no nos suceda; pero si muchas veces
las repetimos y esto se continúa, es señal que no hemos
concebido una verdadera displicencia de nuestras primeras faltas, y
esta negligencia nos debiera causar mucha confusión, no por la
presencia de la superiora, sino por la de Dios, que está
presente, y la de sus Ángeles. Es una regla casi general que
cuando cometemos muy a menudo una misma falta es indicio de poco afecto
de enmendarnos; y si muchas veces hemos sido advertidos de ella, es
señal de que se desprecia la advertencia.
Después de esto, no es menester hacer escrúpulo por dejar
en todo un oficio dos 6 tres versos por descuido, como no se haga
expresamente; pero si os dormís una parte notable del oficio,
aunque digáis los versos de vuestro coro, estáis obligada
a volverlo a rezar: pero cuando se hacen cosas que necesariamente se
han de hacer en el oficio, como toser o escupir, o que la maestra de
ceremonias hable en lo que pertenece al rezo, entonces no hay
obligación de volver a decirlo.
Cuando se entra en el coro, comenzado el oficio, os habéis de
poner en vuestro lugar con las otras y proseguir con ellas, y
después de acabado, habéis de rezar lo que estaba ya
dicho cuando entrasteis, acabando donde empezasteis, o decir en voz
baja lo que en el coro se había dicho hasta alcanzarle, y luego
continuar con él en caso que nuestra asistencia sea allí
verdaderamente necesaria.
No habéis de volver a rezar el oficio por haberos
distraído al rezarle, como no haya sido voluntaria la
distracción; y aunque os halléis al fin de un salmo sin
estar cierta de haberlo dicho todo, porque habéis estado
distraída sin advertirlo, no dejéis de pasar adelante,
humillándoos delante de Dios, porque no se ha de creer siempre
que haya sido negligencia el haber estado distraída mucho
tiempo; porque podrá suceder que dure todo un oficio la
distracción sin que haya culpa nuestra, y por mucha que fuese no
convendrá inquietarse, sino hacerse unas simples repulsas de
cuando en cuando delante de Dios. Yo quisiera que jamás os
turbaseis por, malos sentimientos que tengáis, sino que animosa
y fielmente procuraseis no consentir; pues hay grande diferencia entre
sentir y consentir.
También queréis que yo os diga alguna cosa acerca de la
oración. Muchos se engañan grandemente creyendo que es
necesario gran método y regla para tenerla bien, y se congojan
por hallar un arte que les parece ser necesario saber, no cesando
jamás de sutilizar e inquirir acerca de su oración por
saber cómo la tienen o cómo la podrán tener a su
gusto, y piensan que no se ha de toser, ni removerse, mientras
están en ella, temiendo que el espíritu de Dios se les
vaya: ¡locura verdaderamente grandísima, como si fuera tan
delicado este soberano espíritu que dependiese de la regla o
postura de los que tienen oración!
Yo no digo que no se haya de usar de las vías que están
señaladas, sino que no se aten a ellas, como hacen aquellos que
piensan no tener jamás bien la oración si no hacen sus
consideraciones antes de los afectos que Nuestro Señor les da,
los cuales son el fin porque se forman las consideraciones. Tales
personas se parecen a aquellos que, hallándose en el lugar donde
pretenden llegar, se vuelven atrás porque no vinieron por el
camino que les habían mostrado.
No obstante, es necesario guardar grande reverencia hablando a la
divina Majestad, pues los Ángeles, que son tan puros, tiemblan
en su presencia. Mas, Dios mío, dirá alguno, yo no puedo
tener siempre este sentimiento de la presencia de Dios que cause en el
alma tan grande humillación, ni esa reverencia sensible que me
haga aniquilar tan dulce y agradablemente delante del Señor. No
es mi intento hablar de esa reverencia, sino de aquella que hace que la
parte superior de nuestro espíritu se abata y humille en la
divina presencia en reconocimiento de su infinita grandeza y de nuestra
profunda pequeñez e indignidad.
Es necesario también tener una determinación de no dejar
jamás la oración por grande dificultad que se ofrezca, y
de no ir a ella con anticipados deseos de ser allí consoladas y
satisfechas; porque no será eso tener vuestra voluntad ajustada
y unida a la de Nuestro Señor, que quiere que entremos en la
oración resueltos a sufrir la pena de continuas distracciones,
sequedades y disgustos que en ella nos vendrán, perseverando tan
constantes como si tuviéramos mucho consuelo y tranquilidad;
pues es cosa cierta que nuestra oración no será menos
agradable a Dios ni menos útil a nosotros por haberla tenido con
más dificultad; porque como nosotros ajustemos siempre nuestra
voluntad con la divina, poniéndonos en una simple
atención y disposición para recibir los sucesos de su
beneplácito con amor, ya sea en la oración ya en otras
ocurrencias, todas las cosas nos serán provechosas y agradables
a los ojos de la divina Bondad. Este será pues, amadas hijas,
buen modo de tener oración, estarse en paz y sosiego en la
presencia de Nuestro Señor y a su vista, sin otro deseo y
pretensión que de estarse con él y contentarle.
La primera regla, pues, para ocuparse en la oración es: llevar
algún punto, como los misterios de la vida, pasión y
muerte de Cristo Nuestro Señor, que son los más
provechosos, y es cosa muy rara el no sacar provecho con esta
consideración. Este Señor es el Maestro soberano que el
Padre eterno envió al mundo para enseñarnos lo que
debemos hacer; y por esto a más de la obligación que
tenemos de conformarnos a este divino modelo, debemos ser grandemente
diligentes en considerar sus acciones para imitarlas; porque esta es
una de las reglas más excelentes que podemos tener en todo
cuanto hacemos: hacer las obras porque el Señor las ha hecho,
quiero decir, practicar las virtudes porque nuestro Padre las ha
practicado y como él las practicó. Y para entender bien
esto es necesario pensarlas, verlas y considerarlas fielmente en la
oración; porque el hijo que ama mucho a su padre tiene grande
afición a conformarse con sus costumbres y a imitarle en cuanto
hace.
Verdad es lo que decís, que hay almas que no pueden detenerse ni
ocupar su espíritu en la meditación de algún
misterio, siendo llevadas a una cierta simplicidad toda dulce, que las
pone en una tranquilidad delante de Dios, sin otra consideración
que saber que están en su presencia y que él es todo su
bien. Así pueden estarse con mucho provecho, eso es muy bueno;
pero generalmente hablándose ha de procurar que todas las
jóvenes empiecen por la regla de la oración, que es
más segura y lleva a la reformación de vida y mudanza de
costumbres, que es la que decimos, considerando los misterios de la
vida y muerte de Nuestro Señor, por la cual se camina
seguramente.
Conviene, pues, aplicarse con sinceridad a nuestro maestro para
aprender lo que quiere que hagamos y también lo han de hacer los
que se pueden servir de la imaginación; pero han de usar de ella
sobria, simple y cortamente. Los santos Padres nos dejaron muchas
consideraciones pías y devotas, las cuales pueden servir muy
bien para este intento; porque ya que ellos siendo personas tan
ilustradas las usaron, ¿quién no se dispondrá a
seguirles? Y ¿quién se atreverá a rehusar creer
piadosamente lo que ellos piadosísimamente creyeron? Conviene
caminar seguramente tras estas grandes guías y de tanta
autoridad: pero algunos no se han contentado con lo que estos Santos
nos dejaron, y han escrito muchas imaginaciones; mas de estas no es
necesario usar en la meditación, porque pueden causar
daño.
En lo ferviente de la oración debemos hacer nuestras
resoluciones luego que el Sol de justicia nos alumbra y nos excita con
su inspiración: no quiero decir que sea necesario tener
sentimientos grandes Y consolaciones para esto; bien que cuando Dios
nos los da estamos obligados a sacar de ellos el fruto y corresponder a
su amor; mas cuando no los concede no por eso hemos de faltar a la
fidelidad, antes vivir según la razón y la voluntad
divina y hacer nuestras resoluciones en lo supremo de nuestro
espíritu y parte superior de nuestra alma, no dejando de
ejecutarlas y ponerlas en práctica por alguna sequedad,
repugnancia o contradicción que se ofrezca. Ved aquí lo
que toca a la primera forma de meditar, la que muchos grandes Santos
practicaron como muy buena si se hace como conviene.
La segunda manera de meditar es, no formar imaginación alguna,
sino estarse, como dicen, al pié de la letra: esto es, meditar
pura y simplemente el Evangelio y los misterios de nuestra santa fe,
conversando familiar y sencillamente con Nuestro Señor en todo
lo que hizo y padeció por nosotros, sin alguna
representación. Esta manera de meditar es más alta y
mejor que la primera, y por esta razón más santa y
más, segura; y así conviene acomodarse con facilidad a
ella por poco atractivo que se sienta, observando en todo grado de'
oración el guardar el espíritu en una santa libertad para
seguir las luces y movimientos que Dios Nuestro Señor nos diere.
Y en cuanto a otras maneras de oración más elevadas, sino
es que Dios os las dé absolutamente, yo os ruego que no os
pongáis en ellas por vosotras mismas y sin consejo del que os
gobierna. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XIX
Sobre las virtudes de san José
El justo es semejante a la palma, como la Iglesia canta en cada
festividad de los santos confesores. Mas como la palma tiene una
grandísima variedad de propiedades particulares diversas de las
de todos los otros árboles, como príncipe y rey de los
demás, así por la hermosura como por la bondad de sus
frutos; de ¡a misma suerte hay una muy grande variedad de
justicia; aun que todos los justos son justos e iguales en justicia, no
obstante hay una grande desproporción entre los actos
particulares de la justicia de cada uno, como se representa en la
túnica del antiguo José, la que era larga hasta los pies
y recamada de una bella variedad de flores, Cada justo tiene la ropa de
la justicia que le llega a los pies, quiero decir, que todas las
facultades y potencias del alma están cubiertas de justicia, y
lo interior y lo exterior no representa más que la justicia
misma, siendo justo en todos los movimientos y acciones tanto
interiores como exteriores; mas con todo eso es necesario confesar que
cada ropa está recamada de diversas bellas variedades de flores
donde la desigualdad no las hace menos agradables ni de menos
estimación.
El grande Pablo primer ermitaño fue justo de una justicia
perfectísima; y no obstante ninguno podrá dudar de que
jamás ejercitó tanta caridad con los prójimos como
san Juan por esto llamado el Limosnero, ni jamás tuvo
ocasión de practicar la magnificencia, y por eso no tuvo esta
virtud en tan alto grado como otros Santos. Tuvo todas las virtudes,
pero no en tanta eminencia las unas como las otras. Los Santos se
aventajaron unos en unas virtudes y atrasen otras, y si bien todos
consiguieron la bienaventuranza, no obstante fue
diferentísimamente, siendo tanta la diferencia de santidades
como la hay de Santos.
Esto presupuesto: yo he notado tres propiedades particulares que tiene
la palma, las que son muy celebradas entre todas las demás, y
estas convienen más al Santo cuya fiesta celebramos, que es,
según la Iglesia quiere que lo cantemos, semejante a la palma.
¡Oh qué santo es el glorioso san José! El no solo
es patriarca, sino corifeo de todos los patriarcas: no solo es
confesor, sino más que confesor; porque dentro de su
confesión se encierran las dignidades de los obispos, la
generosidad de los mártires y de todos los otros Santos. Esta es
justamente la razón porque se compara a la palma que es el rey
de los árboles y tiene la propiedad de la virginidad, de la
humildad y la de la constancia y esfuerzo, tres virtudes que tuvo el
glorioso san José con excelencia: y si alguno osare hacer
comparaciones con .él, habrá muchos que demuestren que
excedió a todos los Santos en estas tres virtudes.
Entre las palmas se halla varón y hembra. La palma que es
varón no lleva fruto alguno y no obstante no es infructuosa,
porque la palma hembra no llevara algún fruto sin él y
sin su vista. De modo, que si la hembra no está plantada cerca,
y en tal forma que la mire, quedará infructuosa y no
llevará dátiles que son su fruto; pero si al contrario
.el varón la mira, lleva cantidad de frutos que son sus partos;
pero con todo eso los produce virginalmente, porque de ningún
modo la toca el varón, aunque la mira: rió precede alguna
unión entre estos dos árboles, solo produce sus frutos a
la sombra y presencia de su consorte; pero esta es toda pura y
virginal, el varón nada contribuye de su sustancia para esta
producción; pero con todo eso ninguno puede decir que no tiene
grande parte en el fructificar de la palma hembra, pues sin él
no pudiera y quedara estéril e infructuosa.
Habiendo Dios determinado desde la eternidad en su divina providencia,
que una Virgen concibiese a un Hijo que fuese Dios y Hombre juntamente,
quiso, no obstante, que esta Virgen fuese casada. ¡Oh Dios!
¿por qué razón, dicen los Santos doctores,
ordenó dos cosas tan diferentes como ser virgen y casada a un
mismo tiempo? La mayor parte de los Padres responde, que por evitar el
que Nuestra Señora fuese acusada por los judíos, los
cuales no hubieran eximido a esta Señora de la calumnia y
oprobio si se vieran examinadores de su pureza; y que por conservar a
esta y su virginidad fue necesario que la divina Providencia la
encomendase al cuidado y guarda de un hombre que fuese virgen; y que
esta Virgen concibiese y se hiciese preñada del dulce fruto de
vida, Cristo Señor nuestro, a la sombra de este santo matrimonio.
San José fue como la palma varón, que no llevando
algún fruto no es de todo punto infructuoso, antes tiene mucha
parte en el fruto de la palma hembra; no porque este gran Santo
contribuyese en cosa alguna a tan santa y gloriosa producción,
sino solo la sombra del maridaje que libró a Nuestra
Señora y Reina celestial de toda suerte de calumnias y censuras
que le hubiera causado su preñez; y si bien nada
contribuyó de suyo, con todo tuvo gran parte en este fruto
santísimo de su sagrada esposa; porque le pertenecía y
estuvo plantada muy cerca de él, como una gloriosa palma junto a
su amado consorte; la cual según el orden de la divina
Providencia, no podía ni debía producir sino a su sombra
y vista, quiero decir, a la sombra del santo matrimonio que
contrajeron, matrimonio que no fue tanto por la comunicación de
los bienes exteriores, y de los ordinarios, cuanto por la unión
de los interiores.
¡Oh qué santa unión entre Nuestra Señora y
el glorioso san José! Unión que bastó para que el
bien de los bienes eternos, Cristo Señor nuestro, fuese y
perteneciese al glorioso san José, así como
perteneció a su esposa; no según la naturaleza que
tomó en sus purísimas y virginales entrañas,
naturaleza que fue formada por el Espíritu Santo de su
purísima sangre, sino según la gracia que le hizo
participante de todos los bienes de su querida y amantísima
esposa; y fue ocasión de que fuese maravillosamente creciendo en
perfección con la continua comunicación que tuvo con
Nuestra Señora. Esta poseyó todas las virtudes en tan
alto grado que ninguna pura criatura podrá llegar a él;
no obstante, el glorioso san José fue el que llegó
más cerca. Y del mismo modo que cuando un espejo puesto al sol
recibe sus rayos perfectísimamente, y estando otro espejo en
frente de él, aunque dichos rayos no le toquen sino por
reverberación del primero, los representa tan naturalmente que
ninguno podrá juzgar cual de los dos es el que inmediatamente
los recibe del sol, si el que está puesto a él, o el que
por reverberación los representa, así la Virgen Nuestra
Señora es como un purísimo y cristalino espejo puesto a
los rayos del sol de justicia, rayos que instituyeron en su alma todas
las virtudes en su perfección; estas perfecciones y virtudes
hicieron una reverberación tan perfecta en san José, que
parecía ser tan perfecto o que tenía las virtudes en tan
alto grado como las tenía la gloriosa Virgen Nuestra
Señora.
Mas en particular, por volver al propósito que empezamos,
¿en qué grado pensáis que tuvo la virginidad, que
es una virtud que nos hace semejantes a los Ángeles? Si la
santísima Virgen no solo fue virgen toda pura, toda inmaculada,
sino, como canta la Iglesia en los responsos de las lecciones de sus
maitines: Sancta et immaculata virginitas, etc., que fue la misma
virginidad: ¿qué tal pensáis de aquel que fue
escogido por el eterno Padre para guarda de esta virginidad, o por
mejor decir, para compañero, pues no tuvo necesidad de
más guarda que ella misma; qué tanto pensáis,
digo, debió ser grande en esta virtud? Los dos habían
hecho voto de virginidad todo el tiempo de su vida; y quiso Días
que se uniesen con el lazo del santo matrimonio, no para que se
retractasen o arrepintiesen de su voto, antes para que le confirmasen y
se animasen el uno al otro a perseverar en su santo propósito, y
por esta razón le hicieron también de vivir virginalmente
juntos todo el resto de su vida.
El Esposo de los Cantares usa de términos admirables para pintar
la decencia, la castidad y candor inocentísimo de sus amores
divinos con su sagrada y muy querida Esposa, Dice pues así:
Nuestra hermana es pequeña niña, y todavía no
tiene pechos; ¿qué haremos con ella en el día que
le hablaremos de desposarla? Si es un muro arémosle baluartes de
plata; y si es puerta reforcémosla y doblémosla con
tablas de cedro o de otra madera incorruptible (Cant 8, 8). Ved
aquí como este divino Esposo habla de la pureza de la
santísima Virgen, de la Iglesia o del alma devota; pero esto
principalmente se entiende de la Virgen santísima, que fue la
divina Sulamitis por excelencia sobre todas las otras.
Nuestra hermana es pequeña, no tiene pechos, quiere decir no
piensa en casarse porque no tiene en su pecho cuidado de esto:
¿Qué haremos en el día que la hablaremos de
desposarla? ¿El divino Esposo no la habla siempre que le place?
En el día que la hablaremos, quiere decir, de la habla principal
que es cuando se habla a las doncellas de casarlas, porque esta es
habla de importancia, pues se trata de escoger y elegir un estado en el
que después se ha de vivir. Si es un muro, dice el sagrado
Esposo, hagámosle baluartes de plata, si es una puerta, importa
tanto, que la quiero cubrir, o antes la doblaremos, o reforzaremos con
tablas de cedro, que es madera incorruptible.
La gloriosísima Virgen es una torre de murallas bien altas
dentro de las cuales no puede entrar el enemigo, ni otros deseos, sino
los de vivir en perfecta pureza y virginidad; ¿qué
haremos? porque ella se debe casar: el mismo que la dio esta
resolución de guardar virginidad lo ha ordenado así. Si
ella es una torre, una muralla, pongámosle al rededor baluartes
de plata que no solo no abatirán la torre, sino que la
reforzarán más. ¿Qué otra cosa es el
glorioso san José sino un fuerte baluarte edificado al rededor
de Nuestra Señora, pues siendo su esposa le estaba sujeta y
él tenía cuidado de ella? Tan lejos está, pues, de
que san José fuese puesto al rededor de Nuestra Señora
para que faltase al voto de virginidad, que muy al contrario se le dio
por compañero para que la pureza virginal de esta Señora
pudiese más admirablemente perseverar en su integridad bajo el
velo y sombra del matrimonio y de la santa unión que
había entre los dos. Si la santísima Virgen es una
puerta, dice el Padre eterno, no queremos que esté abierta;
porque es una puerta oriental, por la cual ninguno puede entrar ni
salir; antes conviene doblarla y reforzarla de madera incorruptible;
esto es, darle un compañero en su pureza que es el grande
José, el cual para este efecto debió exceder a todos los
Santos y aun a los Ángeles y Querubines mismos en esta virtud
tan preciosa de la virginidad; virtud que le hizo semejante a la palma
varón, como hemos dicho.
Pasemos a la segunda virtud que se halla en esta palma. He dicho
según el tema, que hay una justa semejanza y conformidad entre
san José y la palma en su virtud, que no es otra que la
santísima humildad; porque aunque la palma sea el
príncipe de los árboles, es no obstante el más
humilde, y esto lo muestra con esconder su flor en la primavera cuando
los demás árboles la manifiestan, y no la deja aparecer
hasta en los fuertes calores.
La palma tiene cerradas sus flores dentro de sus bolsas, que son en
forma de vainas o estuches, y nos representan muy bien la diferencia
entre las almas que caminan a la perfección y las que no la
procuran, la diferencia entre los justos y los que viven según
el mundo; porque los mundanos y hombres terrestres que viven
según los fueros de la tierra, luego que tienen algún
pensamiento bueno o alguna imaginación que les parece digna de
estimarse, o si tienen alguna virtud jamás reposan hasta que la
han manifestado dado a entender a cuantos encuentran; en lo cual corren
el mismo riesgo que los árboles que son prestos en florecer en
la primavera, como los almendros, porque si acaso el hielo los toca,
perecen sus flores y no llevan fruto alguno. Estos hombres mundanos
,que abren sus flores con tanta presteza a la primavera de esta vida
mortal con espíritu de orgullo y ambición, corren siempre
gran riesgo de ser oprimidos del hielo y tibieza que les hace perder el
fruto de sus obras; al contrario los justos, ellos tienen siempre
cerradas todas sus obras dentro del botón de la humildad, y
cuanto es posible procuran no se manifiesten hasta en los grandes
calores, cuando Dios, Sol de justicia, encienda poderosamente su
corazón en la vida eterna donde para siempre llevarán el
dulce fruto de la inmortalidad y bienaventuranza.
La palma no pone a la vista sus flores, hasta que el fuerte ardor del
sol rompe las fundas, vainas o cajas, en que están encerradas; y
luego al punto manifiesta sus frutos; lo mismo hace el alma justa,
porque tiene escondidas sus flores, esto es, sus virtudes, con el velo
de la santa humildad hasta la muerte, en laque Dios las manifiesta y
hace que brote fuera, porque sus frutos no pueden ya tardar.
¡Oh cuanto este gran Santo, de quien hablamos, fue en esto fiel!
no hay palabras para explicar su perfección; porque a mas de ser
esta tan grande, ¿en qué pobreza, en qué
abatimiento no vivió todos los días de su vida? Pobreza y
abatimiento, bajo de los cuales tuvo escondidas y cubiertas sus grandes
virtudes y dignidades; pero ¡qué dignidades! ¡Dios
mío! ser gobernador de Nuestro Señor; pero no solo eso,
sino ser también su padre adoptivo, esposo de la
santísima Madre. ¡Oh! verdaderamente yo no dudo de que los
Ángeles, absortos de admiración, no viniesen en hermosas
tropas a considerar y admirar su humildad cuando tenía al divino
Niño en su pobre tienda, donde ejercía su oficio para
sustentar al Hijo y a la Madre que le estaban encomendados.
No hay duda alguna, queridas hermanas, que San José fue
más valiente que David y que tuvo más sabiduría
que Salomón; no obstante, viéndole reducido al ejercicio
de carpintero ¿quién hubiera juzgado esto, sino fuera
alumbrado con la luz celestial? tan encubiertos tenía los dones
singulares de que Dios le había hecho merced. Pero
¿qué sabiduría no tuvo, pues Dios le dio el cargo
de su Hijo gloriosísimo, y le escogió para que le
gobernase? Si los príncipes de la tierra ponen tanto cuidado,
como cosa importantísima, en dar un ayo de los más
capaces a sus hijos, ya que Dios podía hacer que el ayo de su
Hijo fuese el hombre más cabal del mundo en toda clase de
perfecciones, según la dignidad y excelencia de la persona
gobernada que era su Hijo gloriosísimo, Príncipe
universal de cielo y tierra, ¿cómo podía ser, que
habiendo podido, no lo hubiese querido y no lo hubiera hecho? No hay,
pues, duda alguna de que san José no fuese dotado de todas las
gracias y de todos los dones que merecía el cargo que el Padre
eterno le quería dar de la economía temporal y
doméstica de Nuestro Señor y del gobierno de ,su Familia
que solo se componía de tres, que nos representan el misterio de
la santísima y adorabilísima Trinidad; no porque haya
comparación sino en lo que mira a Cristo Nuestro Señor
que es una de las personas de la santísima Trinidad, porque en
cuanto a los otros son puras criaturas; más bien podemos decir
que esta es una Trinidad en la tierra, que en alguna manera representa
la santísima Trinidad: María, Jesús y José;
José, Jesús y María, Trinidad maravillosamente
recomendable y digna de ser alabada.
Con esto, pues, entenderéis cuán relevante fue la
dignidad de san José y cuan adornado estuvo de toda suerte de
virtudes; y no obstante, por otra parte, veréis cuánto
estuvo abatido y humillado, más de lo que se puede decir ni
imaginar: solo este ejemplo basta para entenderlo bien. Fue a su
patria; a la ciudad de Belén, y ninguno de cuantos a ella fueron
de otras partes fue desechado, por lo menos que se sepa, sino
él; de modo que se vio obligado a retirarse y llevar a su casta
esposa a un establo entre los bueyes y los jumentos. ¡Oh! a
cuánta extremidad estuvo reducida su humildad y su abatimiento!
Su humildad fue la causa, así lo explica san Bernardo
(Homilía II, sobre el Missus est), de querer dejar a Nuestra
Señora cuando vio su preñez, porque dijo que hizo consigo
este discurso: ¿Qué es esto? yo sé que ella es
virgen, porque juntos hemos hecho voto de virginidad y pureza al cual
de ninguna manera querrá faltar; por otra parte yo veo que
está preñada y es madre; ¿cómo se! puede
encontrar la maternidad en la virginidad, y que la virginidad no
estorbe la maternidad? ¡Oh Dios! decía dentro de sí
mismo, bien puede ser que esta gloriosa Virgen sea aquella de quien los
Profetas aseguran que concebirá y será madre del
Mesías! Si ella es, no quiera Dios que yo habite a con ella
siendo tan indigno; mejor será dejarla secretamente, pues es tan
grande mi indignidad, por la que no debo estar más en su
compañía.
Sentimiento de una humildad admirable, que hizo resplandecer a san
Pedro en la navecilla donde estaba con Nuestro Señor, luego que
vio su omnipotencia manifestada en la grande pesca que hizo solo con
echar la red en el mar a la parte que le mandó. o Señor,
dijo todo absorto de un sentimiento de humildad semejante al de san
José, apartaos de mí, porque soy hombre pecador (Lc 5, 8)
y por esto no soy digno de estar con Vos. Yo sé muy bien, quiso
decir, que si me arrojo en el mar, pereceré; pero Vos que sois
omnipotente, andaréis sobre las aguas sin peligrar; y esta es la
razón porque os suplico que os retiréis de mi; pero no
que yo me retire de Vos.
Pero, san José, siendo vigilantísimo en guardar sus
virtudes debajo de la llave de la santa humildad, tenía un
cuidad particularísimo de esconder la preciosa perla de su
virginidad; y por esto consintió en casarse, con el fin de que
persona alguna no la pudiese conocer y de que bajo del santo velo del
matrimonio pudiese vivir más cubierta: en lo que las
vírgenes y aquellos que quieren vivir castamente son
enseñados de que no les basta ser vírgenes, sino son
humildes y no cierran su pureza en la caja preciosa de la humildad:
porque de otra suerte les sucederá lo mismo que a las
vírgenes locas, las cuales, faltas de humildad y de caridad
misericordiosa, fueron desechadas de las bodas del Esposo, y se vieron
obligadas a buscar las del mundo, donde no se guarda el consejo del
Esposo celestial que dice, que conviene ser humildes para entrar a las
bodas, quiere decir, que conviene practicar la humildad; porque dice
él: Cuando vas a las bodas o estás convidado a ellas,
toma el postrer lugar (Lc 14, 10). En lo que vemos cuánto es
necesaria la humildad para la conservación de la virginidad;
pues indubitablemente ninguno será admitido al banquete
celestial y festín nupcial que Dios prepara a las
vírgenes en la corte celestial sino fuere acompañado de
esta virtud.
Ninguno pone las cosas preciosas, principalmente los ungüentos
odoríferos, al aire; porque a más de que los olores se
evaporarán, las moscas los consumieran y les hicieran perder el
valor; así las almas justas, temiendo perder el precio y valor
de sus buenas obras, las guardan ordinariamente en su caja y no en vaso
común. Los ungüentos preciosos se ponen en vaso de
alabastro, como aquel que santa Magdalena quebró o vertió
sobre la cabeza sagrada de Nuestro Señor, luego que la
restauró a la virginidad, no esencial, sino reparada, la que
suele ser algunas veces más excelente siendo adquirida o
restaurada, por la penitencia, que aquella que no habiendo recibido
disminución, está acompañada de poca humildad.
Este vaso; pues, de alabastro es la humildad; dentro de la cual
debemos, a imitación de Nuestra Señora y san José,
guardar nuestras virtudes y todo-aquello que nos puede hacer estimar de
los hombres, contentándonos de agradar solo a Dios y quedar bajo
el velo del abatimiento de nosotros mismos; atendiendo, como tengo
dicho, que cuando Dios sea servido de llevarnos al lugar de seguridad,
que es el cielo, hará campear nuestras virtudes para su honra y
gloria.
Pero qué humildad más perfecta se puede imaginar que la
de san José, dejo aparte la de Nuestra Señora, porque ya
tengo dicho, que san José recibió un grande aumento en
todas las virtudes por modo de la reverberación que las de la
santísima Virgen hacían en él. Él
tenía una grandísima parte en el tesoro divino que
guardaba en su casa, que es Nuestro Señor y Maestro; y con todo
eso se miraba tan abatido y humillado que no le parecía tener
parte en él y siempre le perteneció, después de la
santísima Virgen, más que a otro alguno; y esto nadie
puede dudarlo, pues Cristo era de su familia e Hijo de su Esposa que
también le tocaba.
Yo acostumbro a decir que si una paloma, por poner comparación
más conforme a la pureza de los Santos de quienes hablo, llevase
en su pico un dátil y le dejase caer en un jardín, la
palma que produjese pertenecía al dueño del
jardín. Siendo, pues, esto así, ¿quién
podrá dudar de que habiendo el Espíritu Santo dejado caer
este divino dátil, como divina paloma, dentro del jardín
firme y cerrado de la santísima Virgen, jardín sellado y
rodeado por todas partes del seto del voto de virginidad y castidad
inmaculado, el cual pertenecía a san José, como la mujer
o esposa al esposo; quién dudará, digo yo, o quién
podrá decir, que esta divina palma que lleva el fruto que
sustenta para la inmortalidad, no pertenecía por lo tanto bajo
este respeto, a este grande José, el cual por esto no se
ensoberbecía, antes siempre se hacía más humilde?
¡Oh Dios! como daba bien a entender esto la reverencia y respeto
con que trataba tanto a la Madre como al Hijo, que aunque quiso dejar a
la Madre no sabiendo aun del todo la grandeza de su dignidad,
¿en qué admiración y profundo aniquilamiento
vivió después cuando se vio tan honrado, que Nuestro
Señor y Nuestra Señora se rendían obedientes a su
voluntad y no hacían cosa fuera de su precepto?
Esto no se puede comprender; y así conviene pasar a la tercera
propiedad, que he notado en la palma, que es la constancia,
valentía y fortaleza, virtudes que en nuestro Santo se hallaron
en grado muy eminente. La palma tiene una fuerza y una valentía
y también una gran constancia sobre todos los árboles;
por eso es el primero de todos. Ella muestra sus fuerzas y su
constancia en que cuanto más cargada está, tanto se
levanta en alto y crece en estatura; lo que es al contrario, no solo en
los otros árboles, sí que también de todas las
demás cosas, porque cuanto más peso tienen, tanto
más se abaten a la tierra; mas la palma muestra su fuerza y
constancia en no rendirse ni doblarse jamás, por carga que
pongan sobre ella; porque su instinto es subir a lo alto, y así
lo hace sin que haya cosa que se lo impida: muestra su valentía
en que sus hojas son como espadas, y parece que tiene otras tantas para
pelear como para reverdecer.
Esta es verdaderamente la justa razón porque san José se
dice semejante a la palma, porque siempre fue muy valiente, constante y
perseverante. Hay mucha diferencia entre la constancia y la
perseverancia, la fuerza y la valentía: llamamos constante al
hombre que está firme y apercibido para resistir los asaltos de
sus enemigos sin turbarse ni perder el ánimo en el combate; mas
la perseverancia mira principalmente a un cierto enojo interior que nos
viene en la continuación de nuestras penas, que es tan fuerte y
poderoso que no se puede encontrar otro mayor; pues la perseverancia
hace que el hombre desprecie este enemigo de manera que quede
victorioso de él por medio de una continua igualdad y
sumisión a la voluntad de Dios. La fortaleza hace que el hombre
resista poderosamente a los asaltos de sus enemigos; mas la
valentía es una virtud, que no solamente está prevenida
para combatir y resistir cuando se ofrezca la ocasión, sí
que también acomete ella al enemigo al mismo tiempo que
él callaba.
Nuestro glorioso san José fue dotado de todas estas virtudes, y
las ejercitó maravillosamente. Por lo que toca a su constancia,
mirad cómo la manifestó cuando viendo preñada a
Nuestra Señora, y no sabiendo cómo aquello podía
ser, ¡Dios mío! qué congoja! qué dolor!
qué pena de espíritu no sintió! Con todo no se
quejó, no fue más áspero, ni menos obsequioso con
su Esposa, no la trató mal por eso, mostrándose tan
afable y cortés con ella como antes.
Mas ¿qué valentía, qué fortaleza no
mostró en la victoria que consiguió de los dos mayores
enemigos del hombre, el demonio y el mundo, por la práctica
exacta de una perfectísima humildad, como hemos notado en todo
el discurso de su vida? El demonio es de tal modo enemigo de la
humildad, que por no tenerla fue derribado del cielo y precipitado en
los infiernos, como si la humildad pudiera más desde que no la
quiso escoger por compañera inseparable, por lo que no hay
invención ni artificio de que él no se sirva por despojar
al hombre de esta virtud; y mucho más porque sabe que esta es
una virtud que hace infinitamente agradable a Dios: de modo, que
podemos bien decir, valiente y fuerte es el hombre que como San
José persevera en ella, porque llega a ser juntamente vencedor
del demonio y del mundo, que están llenos de ambición, de
vanidad y soberbia.
En cuanto a la perseverancia contraria al enemigo interior, es el enojo
que nos sobreviene en la continuación de las cosas que abaten,
humillan y dan pena, de las malas fortunas, si así se puede
decir, o bien por la variedad de accidentes que nos suceden. ¡Oh
cuán probado de Dios y de los hombres fue san José cuando
el Ángel le ordenó partir prestamente y llevar a Nuestra
Señora y a su Hijo amantísimo a Egipto! Mirad, empero,
como partió al punto sin hablar palabra; no se inquietó
ni preguntó ¿qué camino tendré? de
qué nos hemos de sustentar? quién nos recibirá?
Él salió a la ventura, cargado de sus instrumentos para
ganar su pobre vida y la de su familia con el sudor de su rostro.
¡Oh cuanto debió de apretarle el sentimiento de que
tratamos, viendo que el Ángel no le dijo el tiempo que
allá había de estar, de manera que no tenía hora
segura, no sabiendo cuando el Ángel le mandaría volver!
Si san Pedro encarece tanto la obediencia de Abraham cuando Dios le
mandó salir de su tierra, porque no le decía a qué
parte había de ir; ni él le preguntó
¿Señor, me mandáis que salga, decidme, pues, si
será por la parte del Mediodía o del Norte? antes se puso
en camino, donde el espíritu de Dios le guiaba.
¡Cuán admirable es esta perfecta obediencia de San
José! El Ángel no le dice, hasta cuando ha de estar en
Egipto, y él no se inquieta; estarse cinco años, como
creen los más, sin tener noticia de poder volver, confiando que
el que le mandó ir, otra vez le ordenaría cuando
habría de volver, a todo él estaba siempre pronto en
obedecer. Estuvo en una tierra no solo extraña sino enemiga de
los israelitas; porque los egipcios se quejaban todavía de lo
que los habían quitado, y de que habían sido causa de que
una grande parte de sus antepasados fuese anegada cuando iban en su
seguimiento. Yo dejo a vuestra consideración el deseo que
tendría san José de salir de ella por los continuos
temores que le podía causar esta gente.
La pesadumbre de no saber cuándo volvería a su patria
debió sin duda afligir y atormentar grandemente a su pobre
corazón: no obstante vivió siempre inmutable, siempre
afable, tranquilo, perseverante en su rendimiento al beneplácito
divino, del que se dejó totalmente gobernar; porque, como era
justo, tenía siempre su voluntad ajustada, unida y conforme a la
de Dios. Ser justo no es otra cosa que estar perfectamente unido a la
voluntad de Dios y conforme con ella en toda suerte de acontecimientos
prósperos o adversos. Que san José haya estado en todas
ocasiones siempre perfectamente rendido a la divina voluntad, nadie lo
puede dudar. ¿No lo veis? Mirad como el Ángel le dice que
conviene que vaya a Egipto y va: mándale que vuelva y vuelve.
Quiere Dios que sea siempre pobre, que es una de las pruebas más
fuertes que con nosotros puede hacer, y él se sujeta
amorosamente, y no por- algún tiempo, sino por toda su vida. Y
¿qué pobreza? Despreciada, desechada y menesterosa.
La pobreza voluntaria que en las Religiones se profesa es muy amable,
porque ella no prohíbe que se reciban y tomen las cosas que
fueren necesarias, prohibiendo y vedando solamente las superfluas. Mas
la pobreza de San José, de Nuestro Señor y Nuestra
Señora, no fue así; porque, aunque también fue
voluntaria en tal forma que la amaron tiernamente, no por eso
dejó de ser abatida, desechada, menospreciada y necesitada
grandemente; porque todos trataban a este gran Santo como a un pobre
carpintero; y él sin duda no podía ganar tanto, que no le
faltasen muchas cosas necesarias, aunque trabajaba con un afecto
incomparable por mantener a toda su pequeña familia; y
después se sujetaba humildísimamente a la voluntad de
Dios en la continuación de su pobreza y de su abatimiento, sin
dejarse en manera alguna vencer ni postrar del disgusto interior, el
que sin duda le daba muchos asaltos; pero él perseveró
siempre constante en la sumisión, en la que, como en todas las
otras virtudes, fue continuamente creciendo y perfeccionándose,
así como Nuestra Señora, la cual cada día
granjeaba un crecimiento de virtudes y perfecciones que tomaba de su
Hijo santísimo, el que no podía crecer en cosa alguna,
porque fue desde el instante de su concepción tal cual es y
será eternamente. San José hizo que la santa familia, de
la que él formaba parte, fuese siempre creciendo y
adelantándose en perfección: Nuestra Señora
tomando su perfección de la divina Bondad, y san José
recibiéndola, como ya hemos dicho, por la mediación de
Nuestra Señora.
¿Qué más nos falta ahora por decir, sino que de
ninguna manera podemos dudar de que este glorioso Santo no tenga mucha
autoridad en el cielo con quien tanto le ha favorecido que le quiso
llevar allá en cuerpo y alma? Lo que es lo más probable,
respecto de que en la tierra no tenemos alguna reliquia suya, y me
parece que no se puede dudar de esta verdad; porque ¿cómo
pudo negar esta gracia a san José aquel que le obedeció
todo el tiempo de su vida?
Sin duda, cuando Cristo Nuestro Señor bajó al limbo, le
habló san José de esta suerte: Señor mío,
acordaos, si sois servido, de que cuando bajasteis del cielo a la
tierra os recibí yo en mi casa, en mi familia, y que
después que hubisteis nacido os recibí en mis brazos;
ahora que habéis de subir al cielo llevadme con Vos. Yo os
recibí en mi familia, recibidme ahora en la vuestra, pues
allá os vais. Yo os traje en mis brazos, recibidme ahora en los
vuestros, y como yo tuve cuidado de alimentaros y conduciros durante el
curso de vuestra vida mortal, cuidad ahora de mí y de conducirme
a la vida eterna.
Y siendo cierto, lo que debemos creer, que por virtud del
santísimo Sacramento que recibimos, resucitarán nuestros
cuerpos el día del juicio, ¿cómo podremos dudar de
que Nuestro Señor hizo subir al cielo, cuando subió
él, en cuerpo y en alma al glorioso san José, que
mereció la honra y la gracia de traerle tantas veces en los
benditos brazos en los cuales tanto se complació? ¡Oh
cuántos besos le dio tiernísimamente con su bendita boca
por recompensar con soberana dulzura su trabajo!
San José, pues, está sin duda en el cielo en cuerpo y
alma. ¡Oh cuán dichosos seremos si podemos merecer tener
parte en sus santas intercesiones! Porque nada que pidiere le
será negado, ni por Nuestra Señora, ni por su Hijo
glorioso; nos alcanzará, si tenemos confianza en él, un
aumento santo en todas las virtudes, pero especialmente en aquellas que
hemos visto tuvo en más alto grado que los otros Santos, que son
la santísima pureza de cuerpo y de espíritu, la
amabilísima virtud de la humildad, la constancia,
valentía y perseverancia, virtudes que nos sacarán
victoriosos, en esta vida, de nuestros enemigos, y que nos harán
merecer la gracia ir a gozar, en la vida eterna, de las recompensas que
es1 prevenidas a aquellos que imitaren el ejemplo que él les d
estando en esta vida; recompensa que no será menos que la
felicidad eterna, en la que gozaremos de la clara visión del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XX
En que se pregunta: que pretensión debemos tener entrando en
Religión.
La cuestión que nuestra madre propone para que os la declare es,
queridas hijas: ¿Que pretensión se ha de tener para
entrar en Religión? Es la más importante, más
necesaria útil que se puede pensar. Verdaderamente muchas
doncellas entran en Religión sin saber el por qué.
Vendrán al locutorio, verán las religiosas con semblante
sereno, con buen rostro, muy modestas y contentas y dirán a
sí mismas: ¡Dios mío, que bien se está
aquí! me vengo acá: el mundo también nos pone mala
cara, y no encontramos en él lo que pretendemos. Otra
dirá: ¡Dios mío, qué bien se canta
aquí dentro! Otras vienen por encontrar la paz, las
consolaciones y tal suerte de dulzuras, diciendo en su
imaginación: ¡Dios mío, las religiosas sí
que son dichosas! ellas están fuera del ruido del padre y de la
madre que en todo el día no hacen más que gruñir,
sin haber cosa que les contente; esto es nunca acabar. Nuestro
Señor promete a los que dejan el mundo por su servicio muchos
regalos: alto, pues; a la Religión. Ved aquí, queridas
hijas, tres especies de pretensiones que no valen nada para entrar en
la casa de Dios. Conviene necesariamente que Dios edifique la ciudad de
otra manera, y aunque esté edificada, será necesario
arruinarla.
Yo quiero creer, hijas mías, que vuestras pretensiones .son
totalmente diferentes, y que todas tenéis buena
intención, y que Dios echará su bendici6n sobre esta
pequeñita tropa que empieza a servirle. Dos semejanzas me han
venido al espíritu para daros a entender por qué y c6mo
Se ha de fundar vuestra pretensión para ser sólida; pero
contén tome con explicaros una que bastará. Figuraos que
un arquitecto quiere edificar una casa; él hace dos cosas: lo
primero considera si su edificio ha de servir de habitación a un
particular, a un príncipe o a un rey, porque es menester
proceder de diferente manera conforme a las personas; después
mide el sitio y cuenta los materiales, para ver si son bastantes para
el edificio; porque el que quiere ponerse a edificar una alta torre y
primero no junta materiales con que fabricarla, harán burla de
él porque empezó una cosa que no podía
perfeccionar (Lc 14, 28). Conviene, pues, que se resuelva a derribar el
edificio viejo para desembarazar el sitio donde quiere edificar el
nuevo.
Nosotros queremos levantar un grande edificio, que es edificar en
nuestra casa la morada de Dios: consideremos maduramente si tenemos
bastante ánimo y resolución para arruinarnos a nosotros
mismos y crucificarnos, o por mejor decir, para permitir que Dios nos
arruine y crucifique; para que su divina Majestad nos edifique para que
seamos su templo vivo.
Digo pues, queridas hijas mías, que nuestra única
pretensión debe ser unirnos a Dios, como Jesucristo se
unió a su eterno Padre, muriendo sobre la cruz; porque yo no
pienso hablaros ahora de la unión general que se hace por el
bautismo, donde los cristianos se unen a Dios recibiendo este santo
Sacramento y el carácter de cristiano, y se obligan a guardar
sus mandamientos y los de la santa Iglesia, ejercitarse en buenas
obras, practicar las virtudes de la fe, esperanza y caridad, y con esto
su unión es valedera, y pueden justamente pretender el cielo.
Uniéndose de esta manera a Dios, como a Dios suyo, no
están obligados a más; conseguirán su fin por la
vía general y espaciosa de los mandamientos; pero vosotras,
hijas mías, no camináis así, porque a más
de esta común obligación que tenéis como todos los
cristianos, Dios por un amor muy especial os ha escogido para sus caras
esposas.
Conviene saber qué es esto de ser religiosas. Esto es estar dos
veces atadas a Dios por la continua mortificación de sí
mismas, y no vivir sino para Dios guardando siempre el propio
corazón a su divina Majestad, sirviéndole continuamente
nuestros ojos, nuestra lengua, nuestras manos y todo lo restante de
nosotros. Esta es la causa porque, como veis, la Religión os
suministra medios del todo propios a este fin que son la
oración, la lección, silencio, retiro del corazón
para reposar en Dios solo, jaculatorias continuas a nuestro
Señor: y porque no podremos llegar a esto sino por un continuo
ejercicio de mortificación de todas nuestras pasiones,
inclinaciones, humores y aversiones, estamos obligados a velar
continuamente sobre nosotros mismos para hacer que muera todo esto.
Escuchad, hijas mías: Si el grano de trigo cayendo en la tierra
no muere, quedará solo; pero si se pudre llevará ciento
(Jn 12, 24). Estas palabras de Nuestro Señor están muy
claras, siendo pronunciadas por su santísima boca. La
consecuencia es: vosotras que pretendéis el hábito, y
vosotras que aspiráis a la santa profesión, mirad bien
muchas veces si tenéis bastante resolución para morir a
vosotras mismas y no vivir sino para Dios; pensadlo bien, que aun
tenéis tiempo para pensarlo antes que queráis vestiros de
negro; porque os advierto, hijas mías, y no quiero adularos,
cualquiera que desee vivir según la naturaleza, que se quede en
el mundo; y las que están determinadas a vivir según la
gracia vengan a la Religión, la que no es otra cosa que una
escuela de abnegación y mortificación de sí mismo;
esta es la causa porque ella os provee de todos los instrumentos de
mortificación tanto interiores como exteriores.
Mas: ¡Dios mío! me diréis vosotras, eso no es lo
que yo busco, pensé yo que bastaba para ser buena religiosa
tener deseo de hacer bien la oración, tener visiones y
revelaciones, ver Ángeles en forma de hombres, estar arrebatada
en éxtasis, amar la lección de buenos libros;
¿pues qué? ¿no soy muy virtuosa, o me lo parece,
humilde y mortificada? todo el mundo me admira: ¿no es ser muy
humilde, hablar tan dulcemente a las compañeras de las cosas de
devoción? ¿contar los sermones estando en casa con ellas?
¿tratar con afabilidad a los de la vecindad, principalmente si
no me contradicen? Verdaderamente, mis caras hijas, eso es bueno para
el mundo; pero la Religión quiere que se hagan obras dignas de
su vocación, quiero decir, morir a sí misma en todas las
cosas, tanto a las que son de nuestro gusto como a las dañosas
é inútiles.
Considerad aquellos buenos religiosos del desierto que subieron a una
tan grande unión con Dios ¿llegaron a ella siguiendo sus
inclinaciones? Verdaderamente que no; ellos se mortificaron aun en las
cosas más santas, y aunque tenían gran consuelo en cantar
las divinas alabanzas, en leer, rezar y otras semejantes, no lo
hacían por contentarse a sí mismos, antes bien se
privaban voluntariamente de estos placeres por darse a las obras
penosas y de trabajo. Es verdad que las almas religiosas reciben mil
suavidades y consuelos en medio de las mortificaciones y ejercicios de
la santa Religión, porque a ellas principalmente reparte el
Espíritu Santo sus preciosos dones; y por eso no deben buscar
más que a Dios y a la mortificación de sus humores,
pasiones é inclinaciones en la santa Religión; porque si
buscan otra cosa, jamás hallaran el consuelo que pretenden.
Pero, conviene tener un ánimo invencible para no decaer en
nosotros mismos; porque siempre tendremos algo que hacer y cortar. El
oficio de los religiosos debe ser cultivar bien su espíritu para
arrancar todas las malas yerbas que; nuestra naturaleza depravada cada
día hace brotar, y si bien parece que siempre es necesario
reparar, y así como no hay razón para que el labrador se
enoje, pues no es culpa suya, el no tener gran cosecha con tal que haya
tenido cuidado de cultivar bien la tierra y sembrarla bien, así
el religioso no debe enojarse sino coge todos los frutos de la
perfección y de las virtudes, mientras tenga gran fidelidad en
cultivar bien: la tierra de su corazón y en arrancar todo lo que
le pareciere contrario a la perfección que se ha obligado a
pretender, porque nunca estaremos sin este recelo hasta que estemos en
el cielo.
Cuando vuestra regla os dice que pidáis el libro a la hora
señalada para la lección, ¿pensáis que los
libros han de ser por lo ordinario los que más os contenten para
que se os den? De ninguna manera; no es esa la intención de la
regla. Lo mismo digo de otros ejercicios: una hermana se
sentirá, así se lo parece, muy inclinada a tener
oración, a decir el oficio, a estar en recogimiento, y la
dirán: hermana, vaya a la cocina, o haga tal o tal cosa; esta es
una muy mala nueva para una monja que es muy devota; pero yo digo que
conviene morir, para que Dios viva en nosotros; porque es imposible
conseguir la unión de Dios con nuestra alma por otro camino que
por el de la mortificación. Estas palabras es necesario morir
son duras, pero están acompañadas de gran suavidad;
porque por esta muerte nos unimos a Dios.
Habéis de saber que ninguna persona prudente pone el vino nuevo
en vaso viejo. El licor del amor divino no puede estar donde el viejo
Adán reina; muy necesario es pues destruirle. Pero me
diréis vosotras, ¿cómo le destruiremos?
¿cómo, hijas mías? con la obediencia puntual a
nuestras reglas. Yo os aseguro de parte de Dios, que si vosotras sois
fieles en hacer lo que ellas os enseñan, llegaréis sin
duda al término que debéis pretender, que es uniros a
Dios. Advertid que os digo hacer, porque no se adquiere la
perfección en cruzando los brazos; es menester trabajar de veras
para domarse a sí mismo y vivir según la razón, la
regla y la obediencia, y no conforme a las inclinaciones que sacamos
del mundo.
La Religión tolera, es cierto, que traigamos a ella nuestras
malas costumbres, pasiones é inclinaciones; mas no que vivamos
conforme a ellas; ella nos da reglas que sirvan de torcedores a nuestro
corazón, y expriman del todo lo que es contrario a Dios. Vivid,
pues, animosamente según ellas.
Pero me dirá alguna ¡Dios mío! ¿qué
haré yo que no tengo el espíritu de la regla? Cierto,
hijas mías, que os creo fácilmente: esto no es cosa que
se trae del mundo a la Religión; el espíritu de la regla
se adquiere practicando fielmente la regla. Lo mismo os digo de la
santa humildad y mansedumbre, dos piedras fundamentales de esta
Congregación. Dios nos lo dará infaliblemente con tal que
tengamos buen corazón y hagamos cuanto nos fuere posible por
adquirirle; dichosos seremos, si un cuarto de hora antes de morir nos
hallamos revestidos de esta ropa; toda nuestra vida será bien
empleada si la gastamos en coser ya una pieza ya otra, porque este
santo habito no es todo de una pieza sola, es necesario que tenga
muchas. Puede ser que penséis que la perfección se halla
cortada y hecha, y que no falta más que meterla por la cabeza
como ropa cerrada. No es así, hijas mías, no es
así.
Nuestra madre me dirá, que nuestras hermanas pretendientes son
personas de buena voluntad, pero que les faltan las fuerzas para hacer
todo lo que quisieran, y que sienten sus pasiones tan fuertes que temen
empezar a caminar. Animo, queridas hijas, ya os tengo dicho muchas
veces que la Religión es una escuela donde se aprende la
lección, el maestro no pide siempre que los discípulos la
sepan sin errar, basta que tengan atención a hacer lo posible
por aprenderla. Haciendo así lo que pudiéremos, Dios se
contentara y nuestros superiores también.
¿No veis todos los días las personas que aprenden a tirar
las armas? Estos caen muchas veces, lo mismo hacen los que aprenden a
andar a caballo; pero no por eso se dan por vencidos; porque una cosa
es caer alguna vez, y otra quedar absolutamente rendidos. Vuestras
pasiones alguna vez os hacen cara ¿y por eso habéis de
decir, yo no soy a propósito para la Religión porque
tengo pasiones? No, amadas hijas, no es así. La Religión
no hace mucho triunfo en sazonar a un espíritu ajustado, a un
alma dulce y tranquila en sí misma; lo que estima grandemente es
el reducir a la virtud las almas fuertes en sus inclinaciones, porque
estas, si son fieles, pasaran a las otras, adquiriendo perfectamente lo
que las otras tienen sin trabajo.
No se os pide que no tengáis pasión alguna, eso no en
vuestra mano, y Dios quiere que las sintáis hasta muerte para
vuestro mayor mérito; ni menos que sean fuertes, porque esto
sería decir, que un alma mal habituada no pu.ede ser a
propósito para el servicio de Dios. El se engaña en este
pensamiento. Dios no desecha cosa donde no se halla la malicia: porque,
decidme os ruego, qué culpa tiene una persona en ser de tal o
cual sujeta a tal o cual pasión? Todo, pues, consiste en los que
se hacen por aquel movimiento, los que dependen de nuestra voluntad;
porque el pecado es de tal modo voluntario que sin nuestro
consentimiento no lo hay. Poned el caso que la cólera me oprime:
yo la diré, vuelve y revuelve, crece si quieres, que yo en tu
favor no pienso hacer la menor cosa ni pronunciar una sola palabra
según tu movimiento. Dios nos ha dejado este poder; de otra
suerte al pedirnos la perfección seria obligarnos a cosas
imposibles y por con siguiente injustas; lo que no se puede hallar en
Dios.
Me ha venido al pensamiento contaras una historia muy del caso a este
propósito. Luego que Moisés bajó del monte de
donde venía de hablar con Dios, vio que el pueblo,
después de haber hecho un becerro de oro, le adoraba; y
arrebatado de una justa cólera y del celo de la gloria de Dios,
dijo hablando con los levitas: Si hay alguno que sea de la parte de
Dios, tome su espada y mate a cuantos se le pusieren delante, sin
perdonar ni padre, ni madre, ni hermana qué no de la muerte (Ex
23, 26-27). Los levitas, pues, empuñaron sus espadas, y el
más valiente fue el que mató más. De la misma
manera queridas hermanas, tomad la espada de la mortificación en
las manos para matar y destruir vuestras pasiones, y la que matare mas
será la más valiente, si quiere cooperar a la gracia.
Estas dos almas doncellitas que veis, que la una tiene poco menos de
diez y seis años, y la otra quince, tienen miedo al matar,
porque su espíritu apenas parece que ha nacido; pero las almas
grandes que han experimentado muchas cosas y gustado las dulzuras del
cielo, a estas toca el matar y acabar del todo con las pasiones. En
cuanto a las que decís, madre nuestra, que tienen grandes deseos
de la perfección y que quieren aventajarse a las demás en
virtud, ellas consuelan con eso un poco su amor propio; pero
harán harto en seguir la comunidad, en guardar bien las reglas,
porque este es el camino derecho para llegar a Dios.
Vosotras sois muy dichosas, hijas mías, en comparación de
los que estamos en el mundo, porque cuando preguntamos .el camino, uno
nos dice este es el derecho; otro que es el izquierdo; en fin, lo
más ordinario es el engañarnos; pero vosotras no
tenéis más que hacer que dejaras llevar: parecéis
a los que caminan por el mar, el barco los lleva y ellos van dentro sin
cuidado; si duermen caminan, y no tienen necesidad de inquirir si van
bien en su viaje; esto toca a los marineros, que mirando siempre a la
estrella hermosa, la aguja del navío, saben que llevan buen
derrotero y dicen a los que van en él:' alentaos, que
tenéis buen viaje, dejaos llevar sin temor. La aguja de marear
es Cristo Nuestro Señor, el navío vuestras reglas, los
marineros los superiores' que ordinariamente os dicen: caminad,
hermanas, por la observancia puntual de vuestras reglas y dichosamente
llegaréis a Dios, él os conducirá seguramente.
Pero advertid que os digo: caminad por la observancia puntual y fiel;
porque el que menosprecia su camino, será muerto (Prov 19, 16),
dice Salomón.
Vos, mi madre, decís, que nuestras hermanas dicen que bueno es
caminar por las reglas; pero esa es la vía general. Dios nos ha
guiado por otras sendas particulares, cada una tiene la suya especial,
pues no todas somos atraídas por un mismo camino: tienen
razón en decirlo y es cierto; pero también lo es que si
estas sendas son de Dios todas las llevarán a la obediencia sin
duda. No pertenece a los inferiores el juzgar de los particulares
caminos; eso es obligación de los superiores, y por eso se
ordena la dirección particular., Sed muy fieles y
cogeréis el fruto de bendición; si hacéis lo que
se os ha enseñado, queridas hijas, seréis
felicísimas, viviréis contentas y experimentaréis
en este mundo los favores del cielo, o por lo menos una pequeña
participación de ellos.
Pero tened cuidado, si os viene algún gusto interior y regalo de
Nuestro Señor, de no pararos en él; eso es como un poco
de anís confitado que el boticario pone sobre la bebida amarga
del enfermo; es necesario que este trague la medicina, aunque tome de
la mano del boticario los granos azucarados, que a ello le obliga la
necesidad que siente después de las amarguras de la purga.
Ved aquí, pues, claramente cuál es la pretensión
que debéis tener para ser esposas dignas de Nuestro Señor
y para haceros capaces de desposaros con él sobre el monte
Calvario. Vivid, pues, toda vuestra vida y formad todas vuestras
acciones según ella, y Diosas bendecirá. Toda nuestra
dicha consiste en la perseverancia; a ella os exhorto, queridas hijas,
de todo mi corazón, y ruego a la divina Bondad que os llene de
gracia y de su divino amor en este mundo y nos conceda a todos gozar de
su gloria en el otro. A Dios, amadas hijas, yo os llevo a todas dentro
de mi corazón encomendarme a vuestras oraciones será cosa
superflua, porque creo de vuestra piedad que jamás
faltáis en esto. Yo os echaré todos los días desde
el altar mi bendición, y ahora recibid la en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XXI
Sobre el documento de nada pedir y nada rehusar
Madre nuestra, visité un día a una excelente religiosa
que me preguntó: ¿Si teniendo deseo de comulgar
más veces que la comunidad, se podía pedir a la
superiora? Yo la respondí que si fuera religioso pienso que
hiciera esto: no pidiera más frecuencia de comunión que
la comunidad, ni traería mas días cilicio o cintura que
los demás, ni haría ayunos extraordinarios, disciplinas,
ni alguna otra cosa. Yo me contentara con seguir en todo y por todo a
la comunidad: si tuviese fuerzas, no comería cuatro veces al
día; pero si me lo mandaran, las comiera y no replicara: si
estuviera flaco y no quisieran que comiese más que una vez al
día, solo una vez comiera sin pensar en mi flaqueza.
Yo quiero pocas cosas, y lo que quiero lo quiero muy poco, yo no tengo
casi deseo; pero si volviera a nacer ahora, de todo tuviera nada. Si
Dios viniera a mi, también yo fuera a Dios. Si a mi no quisiere
venir, yo me detendría y no iría allá.
Digo, pues, que nada se ha de pedir y nada se ha de rehusar, sino
dejarse en los brazos de la Providencia divina sin ocuparse en deseo
alguno, sino querer lo que Dios quiere de nosotros. San Pablo
practicó con excelencia este dejamiento en el mismo instante de
su conversión; cuando Nuestro Señor le cegó, al
punto dijo: Señor, ¿qué es vuestra divina voluntad
que yo haga? (Hech 9, 6) Desde entonces se dejó en la absoluta
dependencia de lo que Dios quisiese hacer de él. Toda nuestra
perfección pende de la práctica de este punto. Y el mismo
san Pablo, escribiendo a uno de sus discípulos, le
prohíbe entre otras cosas permitir que su corazón se
ocupe de algún deseo: tanto conocimiento tenía de este
defecto.
Vosotras me diréis: Si se han de desear las virtudes, ya que
Nuestro Señor dice: Pedid y os será dado (Jn 16, 24).
¡Oh hijas mías! cuando yo digo que nada se ha de pedir ni
desear, lo entiendo de las cosas de la tierra; que por lo que toca a
las virtudes, las podemos pedir, y pidiendo el amor de Dios las
comprendemos todas porque él las contiene todas.
Pero en cuanto al empleo exterior ¿no se podrá,
diréis, desear las ocupaciones bajas, supuesto que son las
más penosas y que en ellas hay más que hacer y en
qué humillarse por Dios? Hijas mías, David dice: Que
quiso más ser abatido en la casa del Señor, que ser
grande entre los pecadores (Sal 83, 11). Bueno es, Señor, que me
hayáis humillado, dice también, para que aprenda vuestras
justificaciones (Sal 118, 71). Pero con todo eso este deseo es muy
sospechoso y puede ser una imaginación humana;
¿qué sabéis vos si deseando los cargos bajos
tendréis fuerza para agradaros de los abatimientos que en ellos
se encuentran? Puede ser que ellos os traigan tanto disgusto amargura,
que aunque ahora tengáis aliento para sufrir la
mortificación y humillación, no sabéis si le
tendréis siempre. En fin, conviene tener por tentación el
deseo de los cargos, cualesquiera que sean altos o bajos. Siempre es lo
mejor no desear cosa alguna, sino estar prevenidas para recibir
aquellas que la obediencia os impusiere y estas, sean honrosas o
abatidas, tomadlas y recibidlas humildemente sin decir una sola
palabra, sino es que os lo preguntan, y entonces yo respondiera
simplemente la verdad como la hubiere pensado.
Vosotras me preguntáis: ¿Cómo se podrá
practicar el documento de la santa indiferencia en las enfermedades? y
hallo en el santo Evangelio un perfecto modelo en la suegra de san
Pedro. Esta buena mujer estando en la cama con una recia calentura
practicó muchas virtudes; pero la que yo admiro más es el
grande dejamiento que hizo de sí misma en la providencia divina
y en el cuidado de sus superiores, quedando en su calentura sosegada,
tranquila y sin inquietud alguna y sin darla a los que la
asistían. Bien saben todos cuanto padecen los que están
con una fiebre y que esto les quita el reposo y les causa otros mil
enojos. Pero el dejamiento grande que nuestra enferma hizo de sí
misma en las manos de sus superiores, fue causa de que no se inquietase
un punto ni tuviese cuidado de su salud, ni de su cura,
contentándose con sufrir su mal dulce y pacíficamente.
¡ah Dios, qué dichosa fue esta buena mujer! verdaderamente
mereció bien que se tuviese cuidado de ella como lo hicieron los
Apóstoles que intercedieron por su remedio, sin que lo
solicitase, movidos de la caridad y conmiseración de los que la
veían sufrir.
Bienaventurados serán los religiosos y religiosas que hicieren
esta grande y absoluta remisión en las manos de sus superiores,
los cuales por el motivo de la caridad les servirán y
proveerán cuidadosamente en todas sus necesidades; porque la
caridad es más fuerte y aprieta más que la naturaleza.
Esta querida enferma sabía muy bien que Nuestro Señor
estaba en Cafarnaúm, que sanaba enfermos, y no se
inquietó ni afligió por enviarle a decir lo que
padecía; pero lo más admirable es, que le vio en su casa
donde la miró y ella le miró también, y no le dijo
una sola palabra de su mal para que se compadeciera de ella, ni
solicitó tocarle para quedar sana.
La inquietud de espíritu que se siente en los sufrimientos y
enfermedades, a la que están sujetas no solo las personas del
mundo, si que también muy de ordinario las religiosas, nace del
amor propio y desarreglado cuidado de sí mismo. Nuestra enferma
no hacía caso de su dolencia, no reparó en el buen
encuentro; ella lo sufrió sin cuidar de que rogasen por ella ni
solicitasen su cura, contentándose con que lo sabían Dios
y los superiores que la gobernaban. Ella vio a Nuestro Señor en
su casa como soberano médico, pero no le miró como a tal;
tampoco pensó en su cura, antes le consideró como a su
Dios, cuya era, ya sana ya enferma, estando tan contenta en su mal,
como si poseyera una entera salud.
¡Oh cuántas trazas hubieran usado otros para ser curados
por Nuestro Señor, y dijeran que pedían la salud pata
servirle mejor, temiendo que no les quedase alguna diligencia por
hacer! pero esta buena mujer en nada pensaba menos que en eso,
manifestando su resignación en no pedir su curación. Yo
no quiero decir por esto que no se puede pedir la mejoría a
Nuestro Señor, como a aquel que nos la puede dar, pero ha de ser
con la condición de si es conforme a su divina voluntad; porque
siempre debemos decir: Hágase tu voluntad.
No basta estar enferma y tener aflicciones, pues que Dios lo quiere; es
necesario estar como él quiere, cuando él quiere, tanto
tiempo como él quiere, y de la manera que le agrada que estemos;
no escogiendo ni desechando el mal o aflicción, sea abatida o
deshonrosa cuanto nos pueda parecer; porque el mal o aflicción
sin abatimiento hincha muchas veces el corazón en lugar de
humillarle; pero cuando se padece un mal sin honor, o cuando la misma
deshonra, vileza y abatimiento son nuestro mal, entonces sí que
es la ocasión de ejercitar la paciencia, la humildad, la
modestia, la dulzura de espíritu y de corazón.
Tened, pues, un gran cuidado como esta buena mujer de guardar vuestro
corazón en dulzura, sacando provecho como ella de vuestros
males; porque ella se levantó al punto que Nuestro Señor
despidió la calentura y le sirvió a la mesa; en lo que
verdaderamente mostró una gran virtud y lo mucho que
había aprovechado en su enfermedad; pues estando libre de ella
no quiso usar de su salud sino para el servicio del mismo Señor,
empleándose en él al mismo instante que la
recibió. No era esta santa mujer como las personas del mundo,
que por un achaque de un día han menester semanas y meses para
convalecer.
Cristo Nuestro Señor, estando en la cruz nos declaró como
se han de mortificar las ternuras; porque teniendo una grande sed no
por eso pidió de beber, sino que manifestó simplemente su
necesidad, diciendo: Sed tengo (Jn 19, 28). Después de lo cual
hizo un acto de grandísima sumisión; porque
habiéndole llegado a la boca en la punta de una caña un
pedazo de esponja mojada en vinagre por matarle la sed, la chupó
con sus benditos labios: ¡cosa extraña! no ignoraba que
aquel era un brebaje que aumentaría su pena, con todo eso lo
gustó con toda sencillez, sin dar muestras de que le molestaba o
no le sabía bien, para enseñarnos aquella sumisión
con que debemos tomar los remedios y comidas que nos dan cuando estamos
enfermos, sin dar la menor señal de que nos disgustan y enojan,
aun cuando dudamos si nos podrán aumentar el mal.
¡Oh! cómo, si tenemos un poquito de incomodidad, lo
hacemos todo al contrario de lo que nos enseñó nuestro
dulce Maestro, porque no cesamos de lamentarnos y no hallamos bastantes
personas, así lo parece, para que oigan nuestras quejas y para
contarles por menor nuestros dolores, no hallamos alguno que vuele en
contentarnos, como creemos necesario. En fin, es gran compasión
ver cuán poco imitamos la paciencia de nuestro Salvador, el cual
se olvidó de sus dolores, y no trató de que los
conociesen los hombres, contentándose que su Padre celestial,
por cuya obediencia los sufría, los consideraba y aplacaba el
enojo que tenía contra la naturaleza humana por la cual
padecía.
Diréis vosotras, ¿qué es lo que yo más
deseo que os quede grabado en el espíritu, para ponerlo en
práctica? Muy amadas hijas, qué os puedo yo decir sino
estas dos preciosas palabras que tanto os he encargado: NO
DESEÉIS NADA, NO REHUSÉIS NADA. En estas cláusulas
lo he dicho todo; porque este documento comprende la práctica de
la perfecta indiferencia. Mirad al pequeñito Jesús en la
cuna cómo recibe la pobreza, la desnudez, la
compañía de los animales, todas las inclemencias del
tiempo, el frío y todo cuanto su Padre permite que le venga. No
se quejó, ni jamás extendió sus manos a tomar los
pechos de su Madre; todo se dejó a su cuidado y providencia,
tampoco rehusó los cortos alivios que le daba. Él
admitió los servicios de san José, las adoraciones de los
reyes y de los pastores, y todo con igual indiferencia: así
nosotros debemos nada desear y nada rehusar, sino sufrir y recibir
igualmente lo que la providencia de Dios permitiere que nos venga. Dios
nos conceda esta gracia. Amén.
ENTRETENIMIENTO XXII
De la exaltación de la Santa Cruz
Dios me ha dado un extraordinario deseo de plantar en todos los
corazones de los hijos de la Iglesia santa la reverencia y el amor a la
santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Muchas veces he
considerado, que después que el gran Judas Macabeo hubo
reedificado el templo de la antigua Sinagoga, la nación Hebraica
sintió tanto consuelo que todos los pueblos se postraron sobre
su rostro, alabando y bendiciendo a Dios que tanto los había
prosperado. En este pensamiento digo yo: ¡oh Dios mío! que
consuelo y que júbilo de corazón deben tener los
cristianos, considerando la Exaltación de la santa Cruz, la que
habiendo sido derribada y abatida por los infieles, fue restaurada y
ensalzada por el generoso emperador Heraclio. Verdaderamente nuestro
gozo debe ser tanto más grande cuanto en aquel antiguo templo no
se ofreció jamás sino bueyes, becerros, corderos, etc.,
mas sobre la Cruz y en la Cruz, se ofreció y sacrificó el
Hijo eterno de Dios.
El templo antiguo jamás se vio teñido de otra sangre que
de animales; mas esta santa Cruz fue teñida con la sangre del
autor y consumador de todos.los sacrificios. Esta Cruz vence muy
largamente la magnificencia del antiguo templo, tanto más cuanto
el sacrificio de la santa Cruz excede a todos los otros: y no hay buen
cristiano que no deba amar más tiernamente la pobreza, el
abatimiento y los dolores de la Cruz de Jesucristo, que los antiguos
judíos amaron la riqueza, la magnificencia y las delicias de su
templo. Este fue edificado tres veces, la primera por Salomón,
la segunda por Darío, y la tercera por los Macabeos. Y
así la santísima Cruz fue tres veces exaltada: la primera
por Nuestro Señor Jesucristo, la segunda por Constantino·
y por la devota santa Elena, y la tercera por Heraclio. Los buenos
judíos procuraron siempre reedificar su templo cuando sus
enemigos lo destruían o en parte lo derribaban; así los
buenos cristianos deben siempre procurar la exaltación de la
santa Cruz, cuanto más los enemigos se esforzaren a destruir su
honra y su devoción.
San Pablo, incomparable maestro y doctor de la Iglesia naciente,
tenía a Jesucristo en la Cruz por las delicias de sus amores,
por tema de sus sermones, por blanco de todas sus glorias, por
término de todas sus pretensiones en este mundo y por el premio
de todas sus esperanzas en la eternidad: Yo entiendo, dice él,
que no sé otra cosa que a Jesús crucificado. No me suceda
que me gloríe en otra cosa que en la Cruz de mi Jesús: y
no creáis, queridos míos, los de Galacia, que yo tenga
otra vida que la de la Cruz, porque os aseguro que yo miro y siento de
tal suerte en todo la Cruz de mi Salvador, que por su gracia estoy
totalmente crucificado al mundo y el mundo está crucificado para
mi (Gál 6). Dichosa el alma que así vive y en todo ve a
Jesucristo crucificado.
Yo aconsejo de buena gana a mis devotos y devotas, que para refrescar
más a menudo la memoria de la santa Cruz, traigan una siempre o
al lado del corazón o en su rosario, y que jamás
estén sin tener consigo una Cruz que puedan mirar y besar muchas
veces; porque el beso es señal de amistad, y por eso Jesucristo,
amante perfecto de nuestras almas, besaba a sus Apóstoles cuando
volvían a él. Y san Pablo decía a sus
discípulos: Saludaos unos a otros de mi parte, dándoos el
ósculo santo. Cualquiera que besa sin fingimiento y sin
hipocresía, y con una virtuosa intención a su hermano
cristiano afirma en verdad que le ama.
Empero, para prueba de nuestra fe, no nos debemos solo contentar con
besar la Cruz, sino que es necesario amar la Cruz; porque besarla sin
amarla es aumentar el crimen de nuestra infidelidad, y llamar sobre
nosotros los castigos de aquel pueblo, de quien Jesucristo dijo: Esta
gente me honra con los labios, danme besos hipócritas y fingidas
alabanzas, mas su corazón está muy apartado de mí
(Mt 15, 8; Mc 6, 6), y por consiguiente sus obras están muy
distantes de mis intenciones; de donde el cristiano debe inferir que no
basta venerar la Cruz sino la ama; besarla si no la abraza por medio de
una cordial y firme resolución, no solo de amar la Cruz, sino
también la crucificación del corazón.
Algunos contemplativos meditaron que Jesucristo en la tienda de san
José y en los treinta años de su adorable vida retirada,
se ocupaba algunas veces en hacer cruces para toda clase de personas, y
yo de su parte me atrevo a presentarlas a todos. a los Prelados
presento la cruz de la solicitud y de los trabajos que es necesario que
padezca un buen pastor por guardar, aumentar, alimentar, perficionar y
corregir sus ovejas. Esta cruz de pastor es la primera que llevó
Jesús: yo lo probaré fácilmente por su cuna, por
sus caminos, por sus cansancios y fatiga junto al pozo de
Samaría, y por su caritativo cuidado por aquellos también
que le atormentaban.
Á los religiosos y demás personas de la Iglesia
presentaré la cruz de la soledad, del celibato y de la
abnegación del mundo. Cruz santa que verdaderamente está
tocada a la de Nuestro Señor: cruz preciosa llevada por la
Virgen de las vírgenes Nuestra Señora, que después
de su adorado Hijo fue la más santa, la más inocente y la
más enteramente crucificada de todas las almas amantes de la
santísima Cruz.
Á los nobles y caballeros doy la cruz de la modestia, el buen
uso del tiempo en ocupaciones espirituales, buenas y santas, tanto
más relevantes que las obras de la gente ordinaria, cuanto su
condición los da de preeminencia y su nacimiento de ventaja
sobre los otros; y por tercera rama de esta cruz que tengan el amor de
la verdadera honra que es la virtud sola de la piedad y temor de Dios,
y la fuga del fantasma de honra imaginaria que les sigue y que recibida
de ellos los precipita en la vanidad, en la estimación de
sí mismos y desde esta a los duelos, y de los duelos a la
condenación eterna.
Á los ministros de justicia presento la cruz de la doctrina, de
la equidad y de la sincera verdad, cruz verdaderamente digna de los
ministros y oficiales de Dios justo y viviente, que hace que vaya
delante de su rostro la justicia y el juicio, y juzga toda la tierra en
equidad y verdad, como dice David.
Cruz deseable que crucifica los respetos humanos, el temor de los
hombres y el amor del propio interés, hace florecer en las
provincias la paz y el reposo de las familias.
Á los del tercer estado ofrezco la cruz de la humildad, del
trabajo y labor de sus manos; cruz que Dios les puso en su nacimiento,
más que santificó por el uso y ejercicio que Jesucristo
tuvo del oficio de carpintero, y de sí mismo hizo decir a su
profeta: Yo estoy en la obra y en el trabajo desde mi juventud (Sal 87,
6). Esta cruz del trabajo de manos es muy saludable para ayudar a los
hombres a la salvación eterna, porque siendo la ociosidad madre
de vicios, una necesaria y buena ocupación libra al alma de mil
fantasías que son la fuente de los pecados, y la mantiene en una
amable inocencia y buena fe.
Á la gente joven destino la cruz de la obediencia, de la
castidad y de la moderación en su porte. Cruz saludable que
crucifica las fogosidades de una sangre joven que comienza a hervir, y
de un ánimo que aun no tiene prudencia que le guíe. Esta
cruz hará a los jóvenes capaces de llevar el suave yugo
de Nuestro Señor en el estado a que su inspiración los
llamare.
Á los ancianos yo les presento la cruz de la paciencia, de la
dulzura y del sabio consejo. Cruz que requiere un corazón armado
de aliento y valor, porque en su edad crecida y debilitada no
hallarán más que trabajo y dolor sobre la tierra (Sal 39,
10), como dice David.
Hay gran número de cruces para las personas casadas, con
cuidados de familia; no hay necesidad de señalarles de
particulares. Con todo, la que les presento de mejor gana es el mutuo
sufrimiento, la amistad fiel y no interrumpida con extranjeros amores y
el cuidado en la educación de los hijos, dando buen ejemplo a
toda la familia, para no hacerse culpados en pecados ajenos.
Á las viudas tampoco les falta cruz: si son verdaderas viudas,
su corazón, su amor y su placer deben estar clavados en la Cruz
de Cristo, por la abnegación de los pasatiempos del mundo y por
la meditación de la muerte; pues su cara mitad se está ya
pudriendo en el sepulcro.
El glorioso san Antonio vio un día toda la tierra cubierta de
lazos y de hilos; y a mí me parece que con mis ojos interiores
la veo toda sembrada de cruces; dichosos aquellos que no huyen de la
Cruz. Judas, aquel pérfido discípulo guió su
infernal tropa para prender a Jesús y hacerle clavar en una
Cruz, pero para sí el malaventurado rehusó enteramente la
cruz; no queriendo solo la de la santa contrición y penitencia
que le ofrecía Jesucristo. Los que rehúsan de tomar
humildemente y llevar virtuosamente la cruz que Dios les presenta en
esta vida, tendrán en la otra la porción de Judas.
El gran rey Salomón dice: Que todo lo que pasa bajo del sol es
Vanidad y aflicción de espíritu (Ecl 1, 11). Esto
presupone que no hay hombre bajo del sol que pueda evitar la cruz y el
sufrimiento; mas los impíos y las almas malas las llevan contra
su voluntad y a despecho. Hay también otras atadas a la cruz y a
las tribulaciones, y por su impaciencia cambian en fatales sus cruces:
tienen sentimientos de estimación de sí mismas,
llegándose a los del mal ladrón, uniendo por este medio
su cruz a la de aquel malvado; y así infaliblemente su salario
será siniestro. ¡Oh cómo el buen ladrón hizo
de una cruz mala una cruz de Jesucristo! Verdaderamente los trabajos,
las injurias, las tribulaciones que recibimos son cruces de verdadero
ladrón, y nosotros las tenemos bien merecidas y debemos decir
humildemente como el buen ladrón: Nosotros en nuestros tormentos
recibimos lo que tenemos merecido por nuestros hechos, y por esta
humildad volveremos nuestra cruz de ladrón en una cruz de
cristiano verdadero. Unamos, pues, como el buen ladrón nuestras
cruces de pecadores a la cruz de Aquel que nos salvó por su Cruz
y por medio de esta amorosa y devota unión de nuestros
sufrimientos a los sufrimientos y Cruz de Jesucristo, entraremos como
el ladrón en su amistad y por consiguiente en su paraíso.
Mirando, pues, la santa Cruz de Jesús con un corazón
lleno de amor y reverencia, haré estas eternas é
inviolables resoluciones.
¡Oh Jesús; amado de mi alma! permitidme que como un
ramillete de mirra os estreche sobre mi pecho, y que bese el pié
de esta santa Cruz bañada con vuestra preciosa sangre, y os
prometo que mi boca, que ha sido tan dichosa en besar vuestra santa
Cruz, se abstendrá de hoy más de detracciones,
murmuraciones y lascivias. Mis ojos que ven, o Jesús, correr
vuestras lágrimas por mis pecados sobre la Cruz, no
mirarán jamás cosa que os sea contraria. Estos dos
luminares de mi cuerpo desfallecerán a fuerza de mirar en lo
alto crucificado a mi Salvador sobre la Cruz; yo los apartaré
para que no vean la vanidad del mundo y solo atiendan siempre a la
verdad de vuestro santo amor.
Mis orejas, que oyen con tanto placer y consuelo las siete palabras
pronunciadas desde la Cruz, no recibirán más placer de
las vanas alabanzas, de falsas nuevas, de discursos que abatan a mi
prójimo, de vanas propuestas y de pláticas
inútiles.
Mi entendimiento, que considera con gusto los adorables misterios de la
santísima Cruz, no se resolverá jamás en
maliciosas y perversas imaginaciones.
Mi voluntad, que se ha rendido a las leyes de la santa Cruz y al amor
de Jesucristo crucificado, jamás aborrecerá a persona
alguna, porque Jesús su amado murió por todas de amor.
En fin, mi celo será de plantar la Cruz en mi corazón, en
mi entendimiento, en mis ojos, en mis oídos, en mi boca, en
todos mis sentidos interiores y exteriores, para que nada salga ni
entre que no sea obligado a pedir licencia a la santa Cruz. Yo
formaré esta sagrada señal con reverencia y con ella
marcaré mi corazón al levantar me y antes de acostarme, y
buscando en la santa Cruz mi sufrimiento entre las agonías de
esta vida, espero hallar mi alegría eterna; porque habiendo
amado a Jesucristo crucificado en este mundo, gozaré en el otro
de Jesucristo glorificado, al cual sea la honra y la gloria en los
siglos de los siglos. Amén. Dios sea bendito.
FIN DE LOS ENTRETENIMIENTOS