BEATAS ELVIRA DE LA
NATIVIDAD DE NUESTRA SEÑORA TORRENTALLE PARAIRE Y 8
COMPAÑERAS
1936 d.C.
19 de agosto
En el lugar
llamado El Saler, también en la región valenciana, beatas
Elvira de la Natividad de Nuestra Señora Torrentallé
Paraire y sus 8 compañeras, vírgenes del Instituto de las
Hermanas Carmelitas de la Caridad y mártires, que en la prueba
de la fe por Cristo, su Esposo, obtuvieron el fruto eterno.
Sus nombres: María Calaf Miracle de Nuestra
Señora de la Providencia, Francisca de Amezúa
Ibaibarriaga de Santa Teresa de, María Desamparados Giner Sixta
del Santísimo Sacramento, Teresa Chambó Palés de
la Divina Pastora, Águeda Hernández Amorós de
Nuestra Señora de las Virtudes, María Dolores Vidal
Cervera de San Francisco Javier, María de las Nieves Crespo
López de la Santísima Trinidad y Rosa Pedret Rull de
Nuestra Señora del Buen Consejo.
Elvira nació en Balsareny, Barcelona en 1883. A los
23 años ingresó en el noviciado de Vic (Barcelona). En
1908 fue destinada a la Casa-Asilo de Cullera, donde hizo la
profesión perpetua y en 1925 fue destinada al Colegio del
Sagrado Corazón de Valencia. En 1933 vuelve al su primer
destino: Cullera pero en esta ocasión de Superiora de la
Comunidad. En 1936, a pesar de las presiones de la familia para que
marchara con ellos, no consintió dejar ni a las Hermanas ni a
las niñas huérfanas. Murió en el Saler.
El rasgo fundamental de su espiritualidad era una caridad
sin límites. El amor a Dios manifestado en el amor a los
hermanos. Eran religiosas Carmelitas de la Caridad (Vedrunas) de la
comunidad de Cullera, en Valencia. La calidad evangélica de sus
vidas, se puede sintetizar de este modo: Fuerte sentido comunitario,
desde la respuesta de H. Pedret: «Yo iré donde vaya la
madre» -por anciana la querían dejar- hasta la
expresión de la superiora de la Misericordia, en el pretendido
intento de liberación por su condición de catalana:
«donde están la hijas debe estar la madre». La
superiora alienta a sus hijas: «Hermanas nos llevan al Saler,
cinco minutos y en el cielo». Y pidió ser la última
en la ejecución, para poder animar a las demás. Muy lejos
de lamentarse en medio de los sufrimientos, sentían mucha pena
por los asilados que habían quedado huérfanos. Ellas,
mujeres consagradas, llamadas a ser signo de la ternura de Dios, no
podían olvidarlos. En el lugar de la ejecución la
superiora entona «Cantemos al Amor de los amores», y es
seguida por todas en el momento del martirio.