María dijo: Mi alma
glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi
Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por
eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las
generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el
Todopoderoso, cuyo nombre es Santo, cuya misericordia se derrama de
generación en generación sobre los que le temen.
Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios
de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y
ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los
hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada. Acogió
a Israel su siervo, recordando su misericordia, según
había prometido a nuestros padres, a Abrahám y a su
descendencia para siempre.
REFLEXION
El
cántico Magnificat que Nuestra Señora pronuncia en casa
de Zacarías es de una singular belleza poética. Evoca
algunos pasajes del Antiguo Testamento que la Vírgen
había meditado (recuerda especialmente 1 Samuel 2,1-10).
En este
cántico pueden distinguirse tres estrofas: en la primera
(versículos del 46 al50)
María glorifica a Dios por haberla hecho Madre del Salvador,
hace ver el motivo por el cual la llamarán bienaventurada todas
las generaciones y muestra cómo en el Misterio de la
Encarnación se manifiestan el poder, la santidad y la
misericordia de Dios. En la segunda (versículos del 51 al 53) la
Vírgen nos enseña cómo en todo tiempo el
Señor ha tenido predilección por los humildes,
resistiendo a los soberbios y jactanciosos. En la tercera
(versículos del 54 al 55) proclama que Dios, según su
promesa, ha tenido siempre especial cuidado del pueblo escogido al que
le va a dar el mayor título de gloria: la Encarnación de
Jesucristo, judío según la carne ( Romanos 1,3).
Los primeros frutos
del Espíritu Santo son la paz y la alegría. Y la
Santísima Vírgen había reunido en sí toda
la gracia del Espíritu Santo. Los sentimientos del alma de
María se desbordan en el Magnificat. El alma humilde ante los
favores de Dios se siente movida al gozo y al agradecimiento. En la
Santísima Vírgen el beneficio divino sobrepasa toda
gracia concedida a criatura alguna. La Vírgen humilde de
Nazareth va a ser la Madre de Dios; jamás la omnipotencia del
Creador se ha manifestado de un modo tan pleno. Y el Corazón de
Nuestra Señora manifiesta incontenible su gratitud y su
alegría.
Ante esta
manifestación de humildad de Nuestra Señora, exclama San
Beda: "Convenía pues, que así como había entrado
la muerte en el mundo por la soberbia de nuestros primeros padres, se
manifestase la entrada de la Vida por la humildad de María".
Dios premia la
humildad de la Vírgen con el reconocimiento por parte de todos
los hombres de su grandeza: "Me llamarán Bienaventurada todas
las generaciones". Esto se cumple cada vez que alguien pronuncia las
palabras del Ave María. Este clamor de alabanza a Nuestra Madre
es ininterrumpido en toda la tierra.
"Como si dijera
(comenta San Beda) : no sólo ha obrado conmigo grandezas el
Todopoderoso, sino con todos aquellos que temen a Dios y obran la
justicia".
"Soberbios de
corazón": Son los que quieren aparecer superiores a los
demás, a quienes desprecian. Y también alude a la
condición de aquellos que en su arrogancia proyectan planes de
ordenación de la sociedad y del mundo a espaldas y en contra de
la Ley de Dios. Aunque pueda parecer que de momento tienen
éxito, al final se cumplen estas palabras del cántico de
la Vírgen, pues Dios los dispersará como ya hizo con los
que intentaron edificar la torre de Babel, que pretendían
llegase hasta el Cielo (Génesis 11,4).
Esta providencia
divina se ha manifestado multitud de veces a lo largo de la Historia.
Así, Dios alimentó con el maná al pueblo de Israel
en su peregrinación por el desierto durante cuarenta años
(Éxodo 16,4-35); igualmente a Elías por medio de un
ángel ( 1 Reyes 19,5-8); a Daniel en el foso de los leones
(Daniel 14,31-40); a la viuda de Sarepta con el aceite que
milagrosamente no se agotaba (1 Reyes 17,8 ss). Así
también colmó las ansias de santidad de la Vírgen
con la Encarnación del Verbo.
Dios había
alimentado con su Ley y la predicación de sus profetas al pueblo
elegido, pero el resto de la humanidad sentía la necesidad de la
Palabra de Dios. Ahora, con la Encarnación del Verbo, Dios
satisface la indigencia de la humanidad entera. Serán los
humildes quienes acogerán este ofrecimiento de Dios; los
autosuficientes, al no desear los bienes divinos, quedarán
privados de ellos (San Basilio).
Dios condujo al
pueblo israelita como a un niño, como a su hijo a quien amaba
tiernamente: "Yavhé, tu Dios, te ha llevado por todo el camino
que habéis recorrido, como lleva un hombre a su hijo..."
(Deuteronomio 1,31). Esto hizo Dios muchas veces, valiéndose de
Moisés, de Josué, de Samuel, de David, etc., y ahora
conduce a su pueblo de manera definitiva enviando al Mesías. El
origen último de este proceder divino es la gran misericordia de
Dios que se compadeció de la miseria de Israel y de todo el
género humano.
La
misericordia de Dios fue prometida de antiguo a los
Patriarcas. Así, a Adán (Génesis 3,15), a
Abrahám (Génesis 22,18), a David (2 Samuel 7,12), etc. La
Encarnación de Cristo había sido preparada y decretada
por Dios desde la eternidad para la salvación de la humanidad
entera. Tal es el amor que Dios tiene a los hombres; el mismo Hijo de
Dios Encarnado lo declarará: "Tanto amó Dios al mundo,
que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que
crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna"
(Juan 3,16) .
(Pbro. José Manuel Silva Moreno)