EL ESPIRITU SANTO
SU DIVINIDAD: PROCEDE ETERNAMENTE DEL PADRE Y DEL HIJO
Los cristianos confesamos con la Iglesia que el
Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísma
Trinidad, distinta del Padre y del Hijo, de quienes procede eternamente.
Ya en el Símbolo de los Apóstoles se
confiesa esa fe en el Espíritu Santo, Persona de la Trinidad
distinta del Padre y del Hijo. En el Antiguo Testamento se habla de
Él veladamente (Salmo 104,30; Isaías 11,2), pero es el
Nuevo Testamento quien lo revela con claridad, declarando expresamente
su divinidad.
En los Hechos de los Apóstoles leemos lo que San
Pedro dijo a Ananía: "¿Por qué dejaste que
Satanás te dominara y te hiciera mentir al Espíritu
Santo?...No has mentido a los hombres sino a Dios" (Hechos 5,3).
Como una consecuencia, el Espíritu Santo (por ser
Dios, igual al Padre y al Hijo) merece la misma adoración. Por
su consustancialidad con el Padre y el Hijo (es la misma sustancia
divina), hay una identidad en el honor y la gloria que los hombres le
debemos.
a) Es una Persona Divina que procede del Padre y del Hijo
Decimos que el Espíritu Santo es Persona Divina, y
no un atributo o virtud divina impersonal. El Espíritu Santo es
una Persona realmente distinta del Padre y del Hijo, como queda
manifiesto en la fórmula Trinitaria del bautismo (Mateo 28,19),
la teofanía del Jordán (Mateo 3,6) y el discurso de
despedida de Jesús.
b) Sus nombres
En realidad, las palabras "Espíritu Santo" pueden
también aplicarse con razón al Padre y al Hijo, pues
ambos son espíritu y santos. También se pueden aplicar a
los ángeles y a las almas de los justos, y por eso debe evitarse
el error al que puede llevar la ambiguedad de estas palabras: la
Iglesia aplica este nombre a la Tercera Persona de la Santísima
Trinidad, según se toma de la Sagrada Escritura, porque el
Espíritu Santo carece de nombre propio. Le llamamos así
porque procede del Padre y del Hijo por vía de espiración
y de amor.
Se le pueden también aplicar otros nombres, por ejemplo:
el nombre de Paráclito, que significa Consolador o Abogado , y
abunda en el sentido de que es una Persona real. Por eso se le
atribuyen acciones que sólo realizan los seres personales, como
ser maestro de la verdad, dar testimonio de Cristo, conocer los
misterios de Dios (Juan 16,13; 1 Cor 2,10).
EL ESPIRITU SANTO ASISTE A LA IGLESIA
El Espíritu Santo:
a) Iluminó el entendimiento de los Apóstoles en las
verdades de la fe, y los transformó de ignorantes, en sabios
(Hechos 2,1-5).
b) Fortificó su voluntad, y de cobardes los transformó en
valerosos defensores de la doctrina de Cristo, que todos sellaron con
su sangre.
El Espíritu Santo no descendió sólo
para los Apóstoles, sino para toda la Iglesia, a la cual
enseña, defiende, gobierna y santifica.
--Enseña, ilustrándola e impidiéndole que se
equivoque, por eso Cristo lo llamó "Espíritu de la
Verdad" (Juan 16,13).
--La defiende, librándola de las asechanzas de sus enemigos.
--La gobierna, inspirándole lo que debe obrar y decir.
--La santifica con su gracia y sus virtudes.
Es muy significativo que los Apóstoles, en el
primer Concilio, en Jerusalén, invocaron la autoridad del
Espíritu Santo como fundamento de sus decisiones: "Nos ha
parecido al Espíritu Santo y a nosotros..." (Hechos 15,28).
Ejemplos prácticos de esta asistencia del
Espíritu Santo a la Iglesia hay muchos:
--Ningún Pontífice Romano ha errado en sus decisiones
dogmáticas.
--Siempre se han desencadenado contra ella graves males, pero entonces
suscita eminentes varones que los contrarresten.
--Los perseguidores de la Iglesia nunca han podido hacer daños
irreparables, y han tenido un fin desastroso.
--Nunca han faltado cristianos de eminente santidad.
Su acción en la Iglesia es permanente: "Yo
rogaré al Padre y os dará otro Consolador, para que
esté con vosotros eternamente" (Juan 14,16). Tal fue la promesa
de Cristo.
EL ESPIRITU SANTO VIVE EN EL ALMA EN GRACIA
En nuestra santificación intervienen las Tres
Personas divinas, porque el principio de las operaciones es la
naturaleza y en Dios no hay más que una sola Esencia o
Naturaeza. Por ser el Espíritu Santo, Amor, y por ser la
santificación la obra fundamentalmente del Amor de Dios, es por
lo que la obra de la santificación de los hombres se atribuye al
Espíritu Santo.
La vida divina que nos santifica, nace, crece
y sana por medio de los sacramentos. Son, pues, los medios de
salvación a través de los cuales nos santifica,
principalmente, el Espíritu Santo.
Cuando el alma corresponde con docilidad a sus
inspiraciones, va produciendo actos de virtud y frutos innumerables.
San Pablo ennumera algunos como ejemplo: caridad, gozo, paz,
longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza, modestia,
continencia, castidad (Gálatas 5,22), derramando abundantemente
su gracia en nuestros corazones.
--Habita en el alma y la convierte en Templo suyo (1 Corintios 3,16).
--La ilumina en lo referente al conocimiento de Dios.
--La santifica con la abundancia de sus virtudes, gracias y dones.
--La fortalece en el bien y reprime sus malas inclinaciones.
--La consuela, por eso es llamado Espíritu Consolador.
Son muy expresivos los textos de la Sagrada Escritura en
este sentido. Entre ellos se pueden entresacar algunos.:
--"Cuando venga el Espíritu Santo os enseñará
todas las verdades" (Juan 14,26).
--"Fuisteis santificados, fuisteis justificados por el Espíritu
Santo" (1 Corintios 6,11).
--"El Espíritu ayuda nuestra flaqueza, pues no sabiendo
qué hemos de pedir, Él mismo intercede por nosotros con
gemidos inenarrables" (Romanos 8,26).
TRATAR AL ESPIRITU SANTO
Si el Espíritu es el santificador de nuestras
almas, es necesario que los hombres nos esforcemos en conocerle,
tratarle y seguir sus enseñanzas, demostrando así que le
queremos.
El trato continuo con el Espíritu Santo aumenta
nuestro amor, y en consecuencia nos facilita el seguir con docilidad
sus enseñanzas.
Nuestros deberes para con Él son:
--Presentarle nuestros homenajes de adoración y amor.
--Pedirle sus virtude s y sus dones, tan
importantes en la vida cristiana.
--Evitar cuanto pueda disgustarlo, y sobre todo el expulsarlo de
nuestra alma por el pecado mortal: "No contristéis al
Espíritu Santo" , nos alerta San Pablo (Efesios 4,30).
Tenemos, pues, una estricta obligación de alejar
nuestro cuerpo y nuestra alma de toda impureza, por respeto al
Espíritu Santo, que mora en ellos.